Capítulo LVIIIQuince minutos de retraso

La segunda vez que en aquel día, salía Fouquet de casa, sentíase menos torpe y turbado de lo que pudiera creerse.

Dirigiéndose a Pelisson, que en un rincón de la carroza meditaba gravemente alguna buena argumentación contra los entusiasmos de Colbert, le dijo:

—Mi querido Pelisson, es lástima que no seáis mujer.

—Lo creo, al contrario, una fortuna —replicó Pelisson—, porque, al fin, monseñor, soy excesivamente feo.

—¡Pelisson! ¡Pelisson! —dijo el superintendente riendo—. Repetís demasiado que sois feo para no dejar de creer que esto os causa mucha pena.

Mucha, efectivamente, monseñor; no hay ningún hombre más desgraciado que yo; yo era guapo, pero las viruelas me volvieron horrible. Estoy privado de un gran medio de seducción; pero, si siendo vuestro primer dependiente, o poco menos, y manejando vuestros negocios e intereses, me convirtiese en una mujer hermosa, os prestaría un servicio, importante.

—¿Cuál?

—Iría a ver al alcaide del palacio, lo seduciría, porque es un cortejador y un enamorado ridículo, y me traería los dos presos.

—Eso espero yo hacer, aunque no sea una mujer bonita —replicó Bouquet.

—Conforme, monseñor; pero os comprometéis mucho.

—¡Oh! —exclamó de pronto Fouquet, con uno de esos secretos transportes de quien tiene en sus venas la sangre generosa de la juventud o el recuerdo de una emoción dulce.

—¡Oh! Conozco una mujer que será, con el teniente de alcaide de la Conserjería el personaje que necesitamos.

—Yo conozco cincuenta, monseñor; pero son cincuenta trompetas que enterarán al universo entero de vuestra generosidad, de vuestro sacrificio por los amigos; y que, por tanto os perderán tarde o temprano perdiéndose ellas.

—Yo no me refiero a esas mujeres, Pelisson; hablo de una criatura noble y bonita que une al talento de su sexo el valor la sangre fría del nuestro; hablo de una mujer bastante bella para que los muros de la cárcel se inclinen para saludarla; de una mujer bastante prudente para que nadie sospeche por quién va enviada.

—Un tesoro —exclamó Pelisson—; haríais un gran regalo al señor alcaide de la Conserjería. ¡Diablo! Monseñor, podría suceder que le cortasen la cabeza; pero antes de morir habría tenido una fortuna, tal como nadie la ha encontrado antes que él.

—Y añado —dijo Fouquet—, que no cortarán la cabeza al alcaide, pues se salvará con mis caballos, que yo le daré, y con quinientas mil libras para vivir holgadamente en Inglaterra; añado también que esa mujer, amiga mía, no le dará otra cosa que los caballos y el dinero. Vamos a buscar a esa mujer, Pelisson.

El superintendente tendió la mano hacia el cordón de seda y oro colocado en el interior de la carroza, mas lo detuvo Pelisson.

—Monseñor —dijo—, vais a perder en busca de esa mujer tanto tiempo como Colón tardó en encontrar el Nuevo Mundo. No disponemos más que de dos horas, y si el alcaide se acuesta, ¿cómo hemos de penetrar en su casa sin gran ruido? Si llega a ser de día, ¿cómo ocultaremos nuestros pasos? Id, señor; id vos mismo y no busquéis ni ángel ni mujer por esta noche.

—Pero, amigo Pelisson, ¡si estamos en la puerta!

—¿Delante de la puerta del ángel?

—Sí.

—¡Esta es la casa de la señora de Belliere!

—¡Chitón!

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó Pelisson.

—¿Qué tenéis que decir contra ella? —preguntó Fouquet.

—¡Nada, nada! Esto es lo que me desespera. Nada, absolutamente nada… ¡Si pudiera deciros de ella mucho malo para que no subieseis a su casa!

Pero ya había dado Fouquet orden de parar y la carroza permanecía, inmóvil.

—Que no subiera! —dijo Fouquet—. Ningún poder humano me impediría decir un cumplido a la señora de Plessis-Belliere; además, ¿quién sabe si no tendremos necesidad de ella? ¿Subís conmigo?

—No, monseñor, no.

—Es que no quiero me esperéis, Pelisson —replicó Fouquet con sincera cortesía.

—Razón de más, monseñor; sabiendo que me hacéis esperar estaréis arriba menos tiempo… ¡Pero, cuidado! ¿Veis una carroza en el patio? ¡Alguien hay en su casa!

Fouquet inclinóse a la portezuela, como para salir.

—¡Una palabra! —murmuró Pelisson—. ¡No vayáis a ver a esa mujer sino después de haber estado en la Conserjería, por favor!

—¡Ah! Cinco minutos, Pelisson —replicó Fouquet bajando al umbral mismo de la casa.

Pelisson quedóse en la carroza con el ceño fruncido.

Fouquet subió a casa de la marquesa y se dio a conocer al criado, el cual comenzó a hacer demostraciones que atestiguaban el hábito de respetar aquel nombre.

—¡Señor superintendente! —dijo la marquesa adelantándose muy pálida hacia Fouquet—. ¡Qué honor tan inesperado!

Y luego añadió en voz baja:

—¡Tened cuidado! ¡Margarita Vanel está en mi cuarto!

—Señora —respondió Fouquet turbado—, venía a hablaros de asuntos. Una sola palabra… Entraron en el salón.

La señora Vanel se había levantado, más pálida y lívida que la misma envidia. Fouquet dirigióle en vano uno de los saludos más encantadores y pacíficos; ella sólo respondió con una ojeada terrible, lanzada sobre la marquesa y Bouquet. Margarita Vanel hizo una reverencia a su amiga, otra más profunda a Fouquet, y se despidió pretextando un sinnúmero de visitas que había de hacer, sin que la marquesa ni éste pensasen en retenerla; tal era su inquietud.

Apenas salió, cuando Fouquet, solo ya con la marquesa echó a sus pies, sin pronunciar palabra.

—Os esperaba —dijo la marquesa con dulce sonrisa.

—¡Oh! No —murmuró Fouquet—; entonces habríais despedido a esa mujer.

—Apenas hace un cuarto de hora que ha llegado, y yo no podía suponer que viniese esta noche.

—¿De modo que me amáis un poco, marquesa?

—No se trata de eso, señor, sino de vuestros peligros. ¿Cómo están vuestros asuntos?

—Esta misma noche voy a sacar a mis amigos de las cárceles del palacio.

—¡Cómo!

—Comprando, sobornando al alcaide.

—Es de más amigos. ¿Puedo ayudaros sin haceros daño?

—¡Oh, marquesa! Ese sería un gran servicio. Pero ¿cómo hacerlo sin comprometeros? Nunca serán rescatadas ni mi vida, ni mi poder, ni aun mi libertad, si es necesario que caiga una lágrima de vuestros ojos, si es preciso que un dolor obscurezca vuestra frente.

—Monseñor, no me digáis más esas palabras, que me embriagan, soy culpable de haber querido serviros, sin calcular las consecuencias de mis pasos. Yo os amo, en efecto, como una tierna amiga, y como amiga os agradezco vuestra delicadeza, pero ¡ah!, nunca encontraréis en mí una querida.

—¡Marquesa! —exclamó Fouquet con voz desesperada—. ¿Por qué?

—Porque sois demasiado amado —dijo en voz muy baja la joven—; porque lo sois par demasiadas gentes. Porque el brillo de la gloria y de la fortuna hiere mis ojos, mientras que el dolor sombrío los atrae; porque, finalmente, yo, que os he rechazado en vuestra fastuosa magnificencia, yo que apenas os he mirado cuando resplandecíais, he ido, como mujer extraviada, a arrojarme, por decirlo así, en vuestros brazos, cuando vi una desgracia que amenazaba vuestra cabeza… ¿Me comprendéis ahora, monseñor…?

—Volved a ser feliz, para que yo vuelva a ser casta de corazón y de pensamientos, me perdería vuestro infortunio.

—¡Oh, señora! —exclamó Fouquet con emoción no sentida hasta entonces—. Si cayese en el último grado de la miseria humana ¿oiría de vuestra boca esa palabra que me negáis? Ese día, señora, creeríais consolar al más desdichado de los hombres, y diríais: «¡te amo!», al más ilustre, al más risueño, al más triunfante de los felices de este mundo!

Todavía estaba a sus pies besándole las manos, cuando Pelisson entró precipitadamente exclamando:

—¡Monseñor!

—¡Señora! Por favor, perdonadme.

—Monseñor, hace media hora que estáis aquí…

—¡Oh! No me miréis los dos con ese aire de reconvención…

—Señora, por piedad, ¿quién es esa dama que ha salido de vuestra casa cuando entraba monseñor?

—Madame Vanel —dijo Fouquet.

—¡Ella aquí! —exclamó Pelisson—. Estaba seguro de ello.

—¿Y qué…?

—Ha subido muy pálida a la carroza.

—¿Y qué me importa? —dijo Fouquet.

—Sí, pero lo que os importa es lo que ha dicho a su cochero.

—¿Pues qué le ha dicho, Dios Santo? —exclamó la marquesa.

—A casa del señor Colbert —dijo Pelisson con voz ronca.

—¡Gran Dios! ¡Marchad, monseñor! —respondió la marquesa, conduciendo a Fouquet fuera del salón mientras Pelisson lo arrastraba por la mano.

—Pero, señor —dijo el superintendente—, ¿soy acaso un niño a quien se le causa miedo con una sombra…?

—Sois un gigante —dijo la marquesa—, a quien una víbora trata de picar en el talón.

Pelisson siguió arrastrando a Fouquet hacia la carroza.

—¡Al palacio! ¡A escape! —gritó al cochero.

Los caballos salieron como el rayo; ningún obstáculo debilitó su marcha un solo instante. Pero en la arcada de San Juan, cuando iban a desembocar en la plaza de la Grève, una fila larga de jinetes, obstruyendo el paso, detuvo la carroza del superintendente. No hubo medio de forzar esta barrera, y fue menester que pasasen los arqueros de la ronda a caballo, pues eran ellos, con el pesado carretón que escoltaban y que subía rápidamente hacia la plaza Baudoyer.

Fouquet y Pelisson no prestaron atención a este acontecimiento, sino para deplorar el minuto de retraso que sufrían, entrando cinco minutos después en casa del alcaide.

Éste paseábase aún por el primer patio.

Al nombre de Fouquet, pronunciado a su oído por Pelisson, el alcaide se acercó a la carroza con presteza, y, sombrero en mano, aumentó sus reverencias.

—¡Qué honor para mí, monseñor! —dijo.

—Una palabra, señor alcaide. ¿Queréis entrar en mi carroza?

El oficial entró en la pesada máquina y se sentó frente a Fouquet.

—Señor —dijo Fouquet—, he de pediros un favor.

—Hablad, monseñor.

—Favor comprometido para vos, señor, pero que os promete para siempre mi protección y mi amistad.

—Aunque fuera necesario que me arrojase al fuego por vos, lo haría, monseñor.

—Bien —dijo Fouquet—, lo que os pido es más sencillo.

—Está hecho, monseñor. ¿De qué se trata?

—De conducirme a las habitaciones de los señores Lyodot y Eymeris.

—¿Quiere explicarme monseñor para qué?

—Os lo diré en su presencia, señor, al mismo tiempo que os daré todos los medios de paliar esta evasión.

—¡Evasión! ¿Conque monseñor no sabe…?

—¿Qué?

—Que el señor Lyodot y el señor Eymeris ya no están aquí.

—¿Desde cuándo? —preguntó temblando Fouquet.

—Desde hace un cuarto de hora.

—Pues ¿dónde se hallan?

—En el torreón de Vincennes.

—¿Quién los ha sacado de aquí?

—Una orden del rey.

—¡Desgracia! —murmuró Fouquet golpeándose la frente—. ¡Desgracia!

Y sin decir una palabra más al alcaide, quedó, en su carroza con la desesperación en el alma y la muerte en el semblante.

—¿Qué hay? —dijo Pelisson con ansiedad.

—¡Nuestros amigos están perdidos! ¡Colbert los ha llevado al torreón! Ellos eran con quienes nos cruzamos en la arcada de San Juan. Herido Pelisson como por un rayo; no contestó palabra. Con un solo reproche hubiera matado a su amo.

—¿Dónde va, monseñor? —preguntó el lacayo.

—A mi casa de París; vos, Pelisson, volved a Saint Mandé y enviadme al abate Fouquet para dentro de una hora. ¡Marchad!