Como Fouquet prestaba, o simulaba prestar toda su atención a las brillantes iluminaciones, a la música lánguida de los violines y de los oboes, y a los chispeantes cohetes de las fuegos que, iluminando el cielo con intensos reflejos, recortaban la silueta sombría del torreón de Vincennes; y, como también sonríe a las damas y a los poetas, su fiesta no fue menos alegre que de costumbre. Vatel, cuya mirada, inquieta y hasta celosa, interrogaba con insistencia la de Fouquet, no se mostró descontento de la acogida hecha al orden del sarao.
Terminados los fuegos, todos se dispersaron par los jardines y bajo los pórticos de mármol, con aquella dulce libertad que denuncia en el amo de la casa olvido de la grandeza; hospitalidad exquisita y tanta suntuosidad descuidada.
Los poetas comenzaron a vagar, cogidos del brazo, por los bosquecitos, y aun algunos se tendieron sobre lechos de musgo, con gran detrimento de los vestidos de terciopelo y de los bordados, en los que se introducían las hojas secas más pequeñas Y los tallos de verdura.
Las damas, en corto número, escucharon los cánticos de los artistas y los versos de las poetas; otras escucharon la prosa que decían, con mucha arte, hombres que no eran cómicos ni poetas, mas a quienes la juventud y la soledad daban una elocuencia extraordinaria, que les parecía preferible a todas.
—¿Por qué —preguntó La Fontaine— no ha bajado al jardín nuestro maestro Epicuro? Nunca Epicuro abandona a sus discípulas.
—Señor —díjole Conrart—, hacéis mal persistiendo en decorar con el nombre de epicúreo; en verdad que nada recuerda aquí la doctrina de ese filósofo.
—¡Bah! —repuso La Fontaine—. ¿No está escrito que Epicuro compró un jardín y que vivió tranquilamente en él con sus amigos?
—Cierto.
—Pues bien, ¿no ha comprado el señor Fouquet un hermoso jardín en Saint Mandé, y no vivimos aquí muy tranquilamente con él y nuestros amigos?
—Sin duda, pero ni el jardín ni los amigos pueden servir de comparación. Por otra parte, ¿dónde está la semejanza de la doctrina del señor Fouquet con la de Epicuro?
—En esta: «el placer proporciona la felicidad».
—¡Y bien!
—¿Y qué?
—No creo que nos encontremos desgraciados; yo, por lo menos, no. Buena comida, vino de Joigny, que tiene la atención de ir a buscarme a mi taberna favorita, y ningún disgusto en una hora de mesa, a pesar de haber diez millonarios y veinte poetas.
—Alto ahí. ¿Habéis hablado de vino de Joigny y de buena comida? ¿Insistís en ello?
—Insisto, al hecho, como se dice en Port Royal.
—Entonces, tened presente que el gran Epicuro vivía y hacía vivir a sus discípulos con pan, legumbres y agua clara.
—Eso no es verdad —dijo La Fontaine—, y podría ser muy bien que confundieseis a Epicuro con Pitágoras, amigo Cantan.
—Acordaos también de que el antiguo filósofo era muy mal amigo de los dioses y de los magistrados.
—¡Oh! Esa es lo que no puedo tolerar —replicó La Fontaine.
—No lo comparéis con el señor superintendente —dijo Conrart con voz conmovida—, pues acreditaréis los rumores que ya corren sobré él y respecto a nosotros.
—¿Qué rumores?
—Que somos malos franceses, libios al monarca y sordos a la ley.
—Entonces, vuelvo a mi texto —dijo La Fontaine—. Oíd, Conrart, escuchad la moral de Epicuro a quien por otra parte de asidero, si es preciso que lo diga, como un mito. Todo lo que hay de notable en la antigüedad es mito. Júpiter, si se considera bien, es la vida; Alcides es la fuerza. Aquí están las palabras para darme razón; Zeus es ser, vivir; Alcides es alce, vigor. Pues bien, Epicuro es la grata vigilancia, la protección. ¿Y quién vigila mejor el Estado, y quién protege mejor a los individuos que el señor Fouquet?
—Estáis hablando etimología; pero no moral; digo, que nosotros, los epicúreos modernos, somos malos ciudadanos.
—¡Oh! —exclamó La Fontaine—. Si nos hacemos perversos ciudadanos, no será por seguir las máximas del maestro. Oíd uno de sus principales aforismos.
—Ya oigo.
—«Desead buenos jefes».
—¿Y qué?
—¡Y qué! ¿Qué nos dice el señor Fouquet todos los días? «¿Cuándo estaremos gobernados?». ¿Lo dice o no? Vamos, Conrart, sed franco.
—Lo dice, es cierto.
—Pues bien: doctrina de Epicuro.
—Sí, pero eso es un poco sedicioso.
—¡Cómo! ¿Es sedicioso querer ser gobernado por buenos jefes?
—Sin duda, cuando los que gobiernan son malos.
—¡Paciencia! Tengo respuestas para todo.
—¿Aun para lo que acaba de decir?
—Escuchad: «Someteos a los que gobiernan mal…» ¡Oh! Está escrito: Cacos politeuousi… ¿Es exacto el texto?
—¡Pardiez! Ya lo creo. ¿Sabéis que habláis el griego como Esopo, mi querido La Fontaine?
—¿Lo decís en chanza, mi querido Conrart?
—¡Dios me libre!
—Entonces, volvamos al señor Fouquet. ¿Qué nos repetía siempre? «¡Qué tunante ese Mazarino! ¡Qué asno! ¡Qué sanguijuela! ¡Y, sin embargo, es preciso obedecer a ese pícaro!». ¿No es esto, Conrart? ¿Lo decía o no lo decía?
—Confieso que lo decía, y quizá algo más.
—Como Epicuro, amigo mío, siempre como Epicuro; lo repito, somos epicúreos, y esto es muy divertido.
—Sí, pero temo que se levante a nuestro lado una secta como la de Epícteto; ya sabéis, el filósofo de Hierápolis; aquel que denominaba al pan lujo, a las legumbres prodigalidad, y al agua clara embriaguez; aquel que, azotado un día por su amo, le decía gruñendo un poco, pero sin incomodarse lo más mínimo: «¿Apostamos a que me habéis roto uña pierna?». Y ganó la apuesta. Ese Epícteto era un idiota.
—Corriente; pero podría muy bien ponerse a la moda cambiando únicamente su nombre por el de Colbert.
—¡Bah! —replicó La Fontaine.
—Eso es imposible; jamás encontraréis a Colbert en Epícteto.
—Es verdad, yo buscaré, Coluber todo lo más.
—¡Ah! Estáis abatido, Conrart, pues os refugiáis en los juegos de palabras. El señor Arnaud pretende que yo no tengo lógica… Tengo más que el señor Nicole…
—Sí —contestó Conrart—, tenéis lógica, pero sois jansenista. Estas palabras fueron acogidas con una estrepitosa carcajada. Poco a poco habían sido atraídos los paseantes por los gritos de los ergotistas en derredor del bosquecillo don Culebra.
Le peroraban: Toda la discusión había sido escuchada religiosamente, y el mismo Fouquet, conteniéndose apenas, había dado ejemplo de moderación.
Pero el desenlace de la escena le puso fuera de quicio, y estalló. Todo el mundo estalló como él, y los dos filósofos fueron saludados con felicitaciones unánimes.
No obstante, La Fontaine fue declarado vencedor a causa de su erudición profunda y de su lógica incontestable.
Conrart obtuvo las indemnizaciones debidas a un combate desgraciado; lo elogiaron por la lealtad de sus intenciones y la pureza de su conciencia. En el momento en que se manifestaba esta alegría con las más vivas demostraciones, y cuando las damas hacían cargos a los dos enemigos, por no haber hecho entrar a las mujeres en el sistema de felicidad epicúrea, se vio venir a Gourville del otro extremo del jardín. Se acercaba a Fouquet, que lo acechaba con la vista, y éste se destacó del grupo.
El superintendente conservó en su semblante la risa y todos los caracteres de la tranquilidad; mas apenas lo perdieron de vista dejó la máscara.
—¿Dónde está Pelisson? —dijo con viveza—. ¿Qué hace Pelisson?
—Pelisson regresa de París.
—¿Ha traído los presas?
—Ni siquiera ha podido ver al alcaide de la Conserjería.
—¡Qué! ¿No ha dicho que iba en nombre mío?
—Lo ha dicho; pero el alcaide ha mandado responder: «Si vienen de parte del señor Fouquet, deben traer una carta suya».
—¡Oh! —murmuró éste—. Si sólo se trata de darla una carta…
—Jamás —replicó Pelisson, que apareció en el extremo del bosquecillo—, jamás, monseñor… Id vos mismo y habladle en vuestro nombre.
—Sí, tenéis razón, voy a entrar en mi cuarto como para trabajar; dejad enganchados los caballos, Pelisson; entretened a mis amigos, Gourville.
—Escuchad un consejo; monseñor —respondió éste.
—Hablad, Gourville.
—No vayáis a ver al alcalde sino en el último momento; es osado, pero no hábil.
—Dispensadme, señor Pelisson, si tengo otro parecer que el vuestro.
—Pero creedme, monseñor; haced que hablen otra vez al alcaide, que es un hombre galante; pero no vayáis vos mismo.
—Yo avisaré —repuso Fouquet—; además, tenemos la noche entera.
—No contéis mucho con el tiempo, pues aunque fuese doble del que tenemos —replicó Pelisson—, nunca es una falta llegar demasiado pronto.
—Adiós —dijo el superintendente—, venid conmigo, Pelisson. Gourville, os recomiendo mis convidados. Y partió.
Los epicúreos no advirtieron que el jefe de la escuela había desaparecido; los violines tocaron durante toda la noche.