Capítulo LIIIEl rey

Pasado el primer movimiento de sorpresa, D’Artagnan leyó de nuevo el billete de Athos.

—Es raro —dijo—, que me haga llamar el rey.

—¿Por qué? —dijo Raúl—. ¿No suponéis que el rey deberá echar de menos un servidor como vos?

—¡Oh! ¡Oh! —murmuró el oficial riendo, can los labios fruncidos—. Linda cosa estáis diciendo, querido Raúl. Si el rey me echara de menos, no me hubiese dejado marchar. No, no; yo veo en esto algo mejor, o peor, si queréis.

—¡Peor! ¿Y qué?, señor caballero, tú eres joven, confiado… ¡Ojalá estuviera yo donde tú! Tener veinticuatro años, la frente tersa y cerebro vacío de todo, a no ser de mujeres, de amor o de buenas intenciones… ¡Oh! Raúl, mientras no hayas recibido las sonrisas de los reyes y las confidencias de las reinas; mientras no hayas tenido dos cardenales, muertos en tu época, tigre el uno, zorro el otro; mientras no hayas… Pero ¿a qué vienen esas niñerías? Es menester separarnos.

—¡Cómo me decís eso! ¡Qué aire tan serio!

—La cosa bien vale la pena… Escuchadme, tengo qué haceros una recomendación.

—Ya escucho, caballero D’Artagnan.

—Avisaré a tu padre mi marcha.

—¿Os marcháis?

—¡Diantre! Le dirás que he pasado a Inglaterra y qué voy a vivir a mi casita de recreo.

—¡A Inglaterra! ¡Vos…! ¿Y las órdenes del rey?

—Cada vez te hallo más cándido. ¿Te figuras tú que así, sin más ni más, voy a presentarme en el Louvre y ponerme a disposición de ese lobezno coronado?

—¡Lobezno el rey! Pero ¿estáis loco?

—Al contrario, nunca he sido más cuerdo. Tú no sabes lo que quiere hacer de mí, ese digno hijo de Luis el Justo… ¡Vive Dios! Esa es la política… Lo que quiere es embastillarme, pura y simplemente.

—¿Con qué propósito? —pregunto Raúl, asombrado de lo que oía.

—A propósito de lo que le dije un día en Blois… Estuve algo vivo y él se acordará.

—¿Qué le dijisteis?

—Que era un roñoso, un canalla, un miserable.

—¡Ah, Dios mío! —dijo Raúl—. ¿Es posible que hayan salido de vuestra boca semejantes palabras?

—Quizá no te haya dado precisamente la letra de mi discurso; pero al menos te he dado el sentido.

—¡Pero el rey os hubiera hecho arrestar al momento!

—¿Par quién? Yo era quien mandaba los mosqueteros, y le hubiera sido necesario mandarme a mí mismo que me condujese a la prisión; yo no hubiera consentido nunca, y me habría resistido a mí mismo. Hoy ha muerto o casi muerto el cardenal, saben que estoy en París, y me atrapan.

—Por tanto, el cardenal era protector vuestro.

—El cardenal me conocía y sabía de mí ciertas particularidades; también sabía yo dé él algunas cosas y nos apreciábamos mutuamente… El cardenal, al entregar su alma al diablo, habrá aconsejado a Ana de Austria que me haga habitar en sitio seguro. Ve, pues, en busca de tu padre, relátale el hecho, y adiós.

—Querido señor de D’Artagnan —dijo Raúl, muy conmovido, después de haber mirado por la ventana—, ni siquiera podéis, huir.

—¿Y, por qué?

—Porque permanece abajo un oficial de suizos que os espera.

—¿Y qué?

—Que os arrestará.

D’Artagnan no pudo menos de soltar una carcajada de risa homérica.

—¡Oh! Sé muy bien que resistiréis, que combatiréis, y hasta que saldréis vencedor, pero eso es la rebelión, y vos, que sois también oficial, no ignoráis lo que es la disciplina.

—¡Diablo de niño! ¡Qué bien criado está y qué lógico es! —murmuró D’Artagnan.

—Aprobáis esto, ¿no es verdad?

—Sí. En lugar de pasar por la calle, donde me espera ese bienaventurado, voy a largarme bonitamente por el muro de atrás. Tengo un caballo en la cuadra que es excelente; lo reventaré, mis medios me lo permiten, y de caballo reventado en caballo reventado llegaré a Boulogne en once horas. Sé el camino… No digas más que una cosa a tu padre.

—¿Qué?

—Que… lo que él sabe está muy bien colocado en casa de Planchet, a excepción de un quinto, y que.

—Pero, señor de D’Artagnan, nota que si salís huyendo van a decir dos cosas.

—¿Cuáles, querido?

—Primero, que habéis sentido miedo.

—¡Oh! ¿Y quién dirá eso?

—El primero de todos el rey.

—Pues… dirá la verdad: siento miedo.

—Segundo, que os reconocéis culpable.

—¿Culpable dé qué?

—¡Toma! De crímenes que querrán imputaros.

—También eso es cierto… Así, pues, ¿me aconsejas que vaya a hacerme embastillar?

—El conde de la Fère os lo aconsejaría como yo.

—Lo sé muy bien —dijo D’Artagnan pensativo— tienes razón, no me salvaré. Pero ¿y si me meten en la Bastilla?

—Nosotros os sacaremos —dijo Raúl tranquilamente.

—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan tomándole una mano—. Has dicho eso de una manera— valiente, Raúl; la de Athos pura. Pues bien, parto. No olvides mi último encargo.

—A excepción de un quinto —dijo Raúl.

—Sí. Eres un guapo mozo, y deseo que añadas una cosa, a esa última.

—Hablad.

—Esta: si no me sacáis de la Bastilla, y me muero en ella, lo cual se ha visto ya… seré un detestable prisionero, yo, que soy un hombre pasable… En ese caso, te doy los tres quintos, y el cuarto a tu padre.

—¡Caballero!

—¡Diantre! Si queréis, hacerme decir misas, sois libre en ello. Dicho esto descolgó su tahalí, ciñó la espada, caló el sombrero, en ya pluma era nueva, y tendió la mano a Raúl.

Una vez en la tienda, dirigió una ojeada a los mozos, que contemplaban la escena con orgullo y cierta inquietud, y, metiendo la mano en una caja de pasas de Corinto, se fue hacia el oficial, que aguardaba filosóficamente delante de la puerta de la tienda.

—¡Esas facciones…! ¿Sois vos, señor de Friedisch? —exclamó alegremente el mosquetero—. ¡Hola! ¡Así se arresta a los amigos!

—¡Arrestar! —murmuraron entre ellos los mozos.

—Yo soy —dijo torpemente el suizo—; buenos días, señor de D’Artagnan.

—¿He de daros la espada? Os prevengo que es muy larga y pesada: dejádmela hasta el Louvre. No puedo andar sin espada por la calle, y vos también andaríais mal llevando dos.

—El rey no ha dicho nada —replicó el suizo—; guardad, por tanto, vuestra espada.

—Eso es magnífico de parte del rey Marchemos al momento.

El señor de Friedisch no era hablador, y D’Artagnan tenía muchas cosas en que pensar para serio. Desde la tienda de Planchet al Louvre no mediaba mucha distancia, y llegaron en diez minutos, cuando ya era de noche.

El señor de Friedisch quiso entrar por el postigo.

—No —observó D’Artagnan—; par ahí perderíamos tiempo; tomad la escalerilla.

El suizo hizo lo que le recomendaba D’Artagnan, y lo condujo al vestíbulo del gabinete de Luis XIV.

Llegado allí saludó a su prisionero, y, sin decir más se volvió a su puesto.

D’Artagnan no tuvo siquiera tiempo de preguntarse por qué no le quitaron la espada, cuando se abrió la puerta del gabinete, y un ayuda de cámara llamó:

—¡Señor de D’Artagnan!

El mosquetero tomó su actitud de parada y entró con dos ojos extremadamente abiertos, la frente serena y el bigote alisado.

El rey estaba sentado a su mesa y escribía.

Pero no se movió cuando los pasos del mosquetero resonaron en el pavimento, y ni siquiera volvió la cabeza. D’Artagnan se adelantó hasta la mitad de la sala, y viendo que el rey no paraba la menor atención en él, comprendiendo además muy bien que aquello era afectación, como un preámbulo enfadoso para la explicación que se preparaba, volvió la espalda al príncipe y se puso a contemplar con todos sus ojos los frescos de la cornisa y las grietas del techo.

Esta maniobra fue acompañada de este monólogo tácito:

«¡Ah! Deseas humillarme, tú a quien he visto muy chiquito, tú a quien he salvado como hijo mío, a quien he servido como a mi Dios, es decir, por nada. ¡Espera, espera, vas a ver lo que puede hacer un hombre que ha silboteado la tonada del baile de los hugonotes en las barbas del señor cardenal, del verdadero cardenal!».

En aquel momento volvióse Luis XIV y dijo:

—¿Estáis ahí, señor de D’Artagnan? D’Artagnan vio el movimiento y lo imitó.

—Sí, Majestad —dijo.

—Bien, tened la amabilidad de esperarme.

D’Artagnan no respondió nada, pero se inclinó.

«Esto es muy delicado —pensó—, y nada tengo que decir».

Luis hizo un rasgo de pluma violento y la arrojó con cólera.

«Ea, enfádate para ponerte en punto —pensó el mosquetero—; también me pondrás a mis anchas y no estará de más lo que te dije el otro día en Blois».

Luis se levantó, pasó una mano por la frente, y; parándose luego delante de D’Artagnan, lo miró con aire imperioso y benévolo a la vez.

«¿Qué desea de mí? Veamos, que acabe», pensó el mosquetero.

—Caballero —dijo el rey—, sin duda, sabréis que el señor cardenal ha muerto.

—Tenía mis dudas, Majestad.

—Sabréis, por tanto, que soy el amo en mi casa.

—Esa no es cosa que date de la muerte del cardenal, Majestad; siempre es uno amo de su casa cuando quiere.

—Sí; mas os acordaréis de todo lo que me dijisteis en Blois.

Ya llegamos —pensó D’Artagnan—; no me he engañado. Vamos, tanto mejor; esto prueba que todavía tengo el olfato bastante fino.

—¿No me contestáis? —dijo Luis.

—Majestad, creo que me acuerdo.

—¿Solamente creéis?

—Hace tanto tiempo…

—Si no os acordáis, yo sí me acuerdo; mirad lo que dijisteis; escuchad atentamente.

—¡Oh! Escucho con todos mis oídos, Majestad, porque probablemente la conversación tomará un giro favorable para mí.

Luis miró de nuevo al mosquetero; éste acarició la pluma de su sombrero, luego el bigote y aguardó intrépidamente.

Luis XIV prosiguió:

—Señor, ¿habéis abandonado mi servicio después, de haberme dicho toda la verdad?

—Si, Majestad.

—Después de haberme declarado lo que creíais cierto, respecto a mi modo de pensar y obrar. Eso siempre es un mérito. Empezasteis por decir que llevabais treinta y cuatro años al servicio de mi familia y que estabais cansado.

—Lo dije, sí, Majestad.

—Y confesasteis luego que ese cansancio era un pretexto, y que el descontento era la causa real.

—En efecto, estaba descontento; pero ese descontento no se ha manifestado en ninguna parte, y si como hombre de corazón he hablado alto delante de su Majestad, ni aun siquiera he pensado en presencia de otra persona.

—No os excuséis, D’Artagnan, y seguid oyéndome. Cuando me hicisteis el cargo de vuestro descontento, recibisteis por respuesta una promesa; os dije que esperaseis, ¿no es eso?

—Majestad.

—Y me contestasteis: «¿Más tarde? ¡No, ahora, ahora mismo…!». No os excuséis, os digo… Eso es natural; pero no teníais caridad para vuestro príncipe, señor D’Artagnan.

—¡Majestad…!

—¿Piedad… para un rey, de parte de un soldado?

—Bien me comprendéis; bien sabéis que yo tenía necesidad de ella; bien sabéis que yo no era el amo; bien sabéis que mi porvenir no era más que una esperanza, y sin embargo, me respondisteis cuando yo hablaba de ese porvenir: «¡Mi licencia… ahora mismo!».

D’Artagnan mordióse el bigote.

—Es verdad —murmuró.

—No me habéis lisonjeado cuando yo estaba lleno de angustia añadió Luis XIV.

—Pero —replicó D’Artagnan alzando con dignidad la cabeza—, si no he lisonjeado a Vuestra Majestad pobre, tampoco le he hecho traición; e derramado mi sangre por nada, he velado como un perro a la puerta, sabiendo muy bien que no me echarían ni pan ni huesos. Pobre también, yo sólo he solicitado la licencia de que habla Vuestra Majestad.

—Sé muy bien que sois un hombre valiente; pero yo era un joven y me debíais excusar… ¿Qué teníais que reprobar al rey? ¿Que dejaba a Carlos II…? Más aún… ¿Que no se casaba con la señorita Mancini?

—¡Ah, ah! —pensó este último—. Hace más que acordarse… Adivina… ¡Diablo!

Al pronunciar esta palabra, el rey fijó en el mosquetero una mirada profunda.

—Vuestro juicio —prosiguió Luis XIV— caía sobre el rey y sobre el hombre…, pero, señor de D’Artagnan… esa debilidad, porque vos la consideráis como una debilidad.

D’Artagnan no respondió.

—Me la echáis también en cara con respecto al cardenal difunto; porque el señor cardenal me ha educado, sostenido… sosteniéndose él mismo a su vez, lo sé bien; pero al fin, el beneficio queda adquirido. Si hubiera sido ingrato y egoísta, ¿me habríais amado más y servido mejor?

—Majestad…

—No hablemos más de eso, señor; seria causaros mucho disgusto y a mí mucha pena.

D’Artagnan no estaba convencido. Tomando el rey para con él un tono de altivez, no adelantaba su negocio.

—¿Habéis reflexionado después? —repuso Luis XIV.

—¿En qué, Majestad? —preguntó cortésmente D’Artagnan.

—En todo lo que os he dicho, señor.

—Sí, Majestad… sin duda.

—¿Y no habéis aguardado más que una ocasión para recoger vuestras palabras?

—Majestad…

—Vaciláis, según parece…

—No entiendo bien lo que Vuestra Majestad hace el honor de decirme.

Luis arrugó el entrecejo.

—Perdonadme, Majestad; tengo la, inteligencia particularmente espesa… y las cosas no penetran en ella sino con dificultad; cierto es que una vez dentro, allí permanecen.

—Sí, me parece que tenéis buena memoria.

—Casi tanta como Vuestra Majestad.

—Entonces; dadme pronto una solución. El tiempo es precioso. ¿Qué hicisteis después de la licencia?

—Mi fortuna, Majestad.

—Dura es la palabra, señor de D’Artagnan.

—Vuestra Majestad la toma en mal sentido, sin duda. Yo no tengo para el rey sino profundo respeto, y tal vez habré sido impolítico, lo cual puede perdonárseme por mi larga costumbre de andar por campamentos y cuarteles. Vuestra Majestad está muy por encima de mí para enojarse de una palabra escapada; involuntariamente a un soldado.

—En efecto, señor; sé que habéis hecho en Inglaterra una acción hermosa. Lo único que siento es que habéis faltado a vuestra promesa.

—¿Yo? —exclamó D’Artagnan.

—Ciertamente… Me empeñasteis palabra de no servir a ningún príncipe al dejar mi servicio… Sin embargo, por el rey Carlos II habéis trabajado en el maravilloso rapto del señor Monk.

—Dispensadme, Majestad; trabajé por mí.

—¿Y os ha salido bien?

—Como a los capitanes del siglo XV los golpes de mano y las aventuras.

—¿A qué llamáis salir bien una cosa? ¿Una fortuna?

—A cien mil escudos que poseo, Majestad; es decir, a haber ganado en una semana el triple de todo el dinero que había reunido en cincuenta años.

—La suma es bonita… Sois ambicioso, según veo.

—La cuarta parte me parecería un tesoro, y os juro que no pienso en aumentarlo.

—¡Ah! ¿Contáis con permanecer ocioso…?

—Sí, Majestad.

—¿Pensáis dejar la espada?

—Ya está dejada.

—Imposible, señor —dijo Luis con resolución.

—Pero, Majestad… ¿Qué?

—¿Por qué es eso?

—Porque yo no quiero —dijo el príncipe con voz de tal modo imperiosa, que D’Artagnan hizo un movimiento de sorpresa y de inquietud.

—¿Me permitirá Vuestra Majestad que le diga una palabra?

—Decid.

—Esa resolución ya la había tornado estando pobre y desnudo.

—Bien; ¿y qué más?

—Por tanto, hoy que por mi industria he adquirido un bienestar asegurado, Vuestra Majestad me despojaría de mi libertad y me condenaría a lo menos cuando tan bien he ganado lo más.

—¿Quién os ha permitido sondear mil designios y contar conmigo? —repuso Luis XIV con voz casi colérica—. ¿Quién os ha dicho lo que yo haré, lo que haréis vos mismo?

—Majestad —dijo reposadamente el mosquetero—, según veo, no está la conversación a la altura de la franqueza, como el día en que nos explicamos en Blois.

—No, señor, todo ha cambiado.

—Hago a Vuestra Majestad mis más cordiales cumplimientos; pero…

—Pero no lo creéis.

—No soy un gran hombre de Estado; sin embargo, tengo mi golpe de vista para los acontecimientos, y no veo las cosas como Vuestra Majestad, señor. El reinado de Mazarino ha concluido; pero comienza el de los financieros, que son los que tienen el oro, y Vuestra Majestad; no debe tener mucho. Estar bajo las uñas de esos lobos hambrientos es cosa dura para un hombre que contaba con su independencia.

En aquel momento llamó alguien con cautela a la puerta del gabinete, y Luis levantó la cabeza can orgullo.

—Perdonad, señor de D’Artagnan —dijo—; es el señor Colbert que viene a darme cuenta de un asunto. Pasad, señor Colbert.

D’Artagnan se apartó; Colbert entró con los papeles en la mano y se acercó al rey.

Debemos decir que el gascón no perdió la ocasión de aplicar su golpe de vista penetrante al nuevo rostro que aparecía.

—¿Está ya hecha la instrucción? —preguntó el rey a Colbert.

—Sí, Majestad.

—¿Y el parecer de los instructores?

—Es que los acusados han merecido la confiscación y la muerte. ¡Ah, ah! —murmuró el rey sin pestañear, pero echando al mosquetero una mirada oblicua—. ¿Y vuestro parecer, señor Colbert?

Colbert miró a D’Artagnan a su vez, que le estorbaba y detenía las palabras en los labios. Luis XIV comprendió.

—No os impacientéis —dijo—; es el señor de D’Artagnan. ¿No le conocéis?

Entonces se miraron estos dos hombres: D’Artagnan con los ojos abiertos y brillantes; Colbert con los ojos medio cerrados. La franca intrepidez del uno desagradó al otro, la cautelosa circunspección del financiero disgustó al soldado.

—¡Ah, ah! Este señor es quien ha dado ese hermoso golpe en Inglaterra —dijo Colbert.

Y saludó ligeramente a D’Artagnan.

—¡Ah, ah! —dijo el gascón—. Este señor es quien ha escatimado la plata de los galones de los suizos… ¡Loable economía!

Y saludó ceremoniosamente.

El financiero había creído cortar al soldado; pero el soldado cortaba al financiero.

—Señor de D’Artagnan —repuso el rey, que no había observado todos los matices que Mazarino no hubiera dejado escapar—, se trata de arrendadores de rentas que me han robado; a quienes hago ahorcar, y cuya sentencia de muerte voy a firmar.

D’Artagnan palideció.

—¡Oh, oh! —exclamó.

—¿Qué decís?

—Nada, Majestad; esos no son asuntos míos.

El rey ya tenía la pluma en la mano y la acercaba al papel. Majestad —dijo en voz baja Colbert—, os prevengo que si bien es necesario un ejemplo, este ejemplo puede tener algunas dificultades en la ejecución.

—¿Cómo es eso? preguntó Luis XIV.

—No se os oculta —continuó Colbert tranquilamente— que tocar a los arrendadores es tocar a la superintendencia. Los desgraciados, los dos culpables de que se trata, son amigos particulares de un personaje poderoso, y el día del suplicio, que por otra parte puede, sofocarse en el Chatelet, se alzarían a no dudarlo tumultos.

Luis se sonrojó y volvióse hacia D’Artagnan, que se roía dulcemente el bigote, no sin una sonrisa de lástima para el financiero, como también para el rey, que tanto tiempo hacía lo escuchaba.

Entonces Luis XIV cogió la pluma, y, con un movimiento tan rápido que le tembló la mano sentó sus dos firmas en los procesos, presentados por Colbert, a quien miraba de frente:

—Señor Colbert —dijo—, cuando me habléis de negocios, borrad a menudo la palabra dificultad de vuestros razonamientos y opiniones; en cuanto a la palabra imposibilidad, no la pronunciéis jamás.

Colbert se inclinó, muy humillado de haber sufrido esta lección delante del mosquetero; ya iba a salir, mas deseoso de reparar su falta.

—Olvidaba decir a Vuestra Majestad —dijo— que las confiscaciones ascienden a cinco millones de libras.

«Soberbio», pensó D’Artagnan.

—Lo cual hace en mis arcas… —dijo el rey.

—Dieciocho millones de libras, Majestad —respondió Colbert inclinándose.

—¡Pardiez! —murmuró D’Artagnan—: ¡Eso es hermoso!

—Señor Colbert —añadió el rey—, os ruego que atraveséis la galería donde espera el señor de Lyonne, y le digáis que traiga lo que ha redactado… de orden mía.

—Al instante, Majestad; ¿no me necesita ya esta noche Vuestra Majestad?

—No, señor; adiós. Colbert salió.

Volvamos a nuestro asunto, señor de D’Artagnan —dijo Luis XIV, como si nada hubiera pasado—. Ya veis que en cuanto al dinero hay un cambio notable.

—Como de cero a dieciocho —dijo alegremente el mosquetero—. ¡Ah! Eso era lo que necesitaba Vuestra Majestad el día en que llegó a Blois el rey Carlos II; los dos Estados no estarían hoy en contienda; porque necesario es que lo diga, aquí también veo yo una piedra de escándalo.

—En primer lugar, sois injusto, señor, porque si la Providencia me hubiese consentido dar aquel día el millón a mi hermano Carlos, no habríais abandonado mi servicio, y, por tanto, no hubierais hecho vuestra fortuna… como decíais ahora poco… Pero, además de esta felicidad, tengo otra, y no debe sorprenderos mi contienda con la Gran Bretaña.

Un ayuda de cámara interrumpió al rey y anunció al señor de Lyonne.

—Entrad, señor —dijo el rey—; sois muy exacto, lo cual es de buen servidor. Veamos vuestra carta a mi hermano Carlos II.

D’Artagnan escuchó.

—Un momento; señor —dijo negligentemente Luis al gascón—; necesito despachar a Londres mi consentimiento al matrimonio de mi hermano, el señor duque de Orléans, con lady Enriqueta Estuardo.

—Me vence a lo que veo —murmuró D’Artagnan, mientras el rey firmaba la carta y despedía al señor de Lyonne—; pero, a fe mía, lo confieso, mientras más sea batido, más contento estaré.

El rey siguió con la vista al señor de Lyonne hasta que la puerta se cerró, y aún dio tres pasos como si hubiera querido seguir a su ministro. Pero se detuvo después de dar estos tres pasos, hizo una pausa, y, volviéndose hacia el mosquetero, dijo:

—Ahora, démonos prisa en concluir. El otro día me dijisteis en Blois que no erais rico.

—Pero ya lo soy, Majestad.

—Sí, pero eso no me concierne; no tenéis mi dinero, sino el vuestro; esto no es cuenta mía.

—No entiendo muy bien lo que dice Vuestra Majestad. Entonces, en lugar de hacerme que os saque las palabras, hablad espontáneamente. ¿Tendréis bastante con veinte mil libras al año? Dinero fijo.

—Pero, Majestad… —replicó D’Artagnan abriendo enormemente los ojos.

—¿Tendréis bastante con cuatro caballos cuidados y alimentados, y con un suplemento de fondos, tal como lo solicitabais, según las ocasiones y las necesidades, o bien preferís una renta fija, que sería, por ejemplo, de cuarenta mil libras? Responded:

—Señor, Vuestra Majestad.

—Estáis sorprendido, es muy natural, y ya me lo esperaba; responded pronto, o creeré que no tenéis aquella rapidez de juicio que siempre he apreciado en vos.

—Verdad es, Majestad, que veinte mil libras al año son una bonita suma; pero…

—Nada de pero. Sí o no. ¿Es indemnización honrosa?

—¡Oh! Verdaderamente.

—¿Os contentáis entonces?

—Está muy bien.

—Además, señor, se abonarán aparte los gastos, para lo cual os entenderéis con Colbert. Ahora, pasemos a otra cosa más interesante.

—Prefiero, había dicho a Vuestra Majestad…

—Que queríais descansar, lo sé muy bien; solamente que yo os respondí que no quería… ¿Soy o no el amo?

—Lo sois.

—Enhorabuena: ¿Estáis en vena de ser otra vez capitán de los mosqueteros?

—Sí, Majestad.

—Pues bien, aquí tengo vuestro despacho ya firmado; lo pongo en esta papelera; el día que volváis de cierta expedición que tengo que confiaros, vos mismo lo sacaréis de ella.

D’Artagnan vacilaba todavía y tenía la cabeza inclinada.

—Vamos, señor —dijo el rey—, se creería al veras que no sabéis que en la corte del rey cristianísimo, el capitán general de los mosqueteros va delante de los mariscales de Francia.

—No lo ignoro, Majestad.

—Pues se diría que no fiais de mi palabra.

—¡Oh! Jamás… No creáis tales cosas.

—He querido demostraros que vos, tan buen servidor, habíais perdido un buen amo.

—¿Soy yo el que os hace falta?

—Comienzo a pensar que sí, Majestad.

—Pues bien, señor, vais a entrar en vuestras funciones. Vuestra compañía está desorganizada desde que os marchasteis, y los hombres van a escondidas a la taberna, donde se baten, a pesar de mis edictos y los de mi padre. Reorganizaréis el servicio lo más pronto posible.

—Sí, Majestad.

—Ya no abandonaréis mi persona corriente. Y marcharéis conmigo al ejército, donde acamparéis alrededor de mi tienda.

—Entonces, Majestad —dijo D’Artagnan—, si es para imponerme un servicio como éste, Vuestra Majestad, no tiene necesidad de darme veinte mil libras, que no ganaría.

—Quiero que tengáis un estado, casa y mesa; quiero que mi capitán de mosqueteros sea un personaje.

—Y yo —dijo bruscamente D’Artagnan— no quiero el dinero encontrado, sino el ganado. Vuestra Majestad me da un oficio de perezoso que cualquiera desempeñaría por cuatro mil libras.

Luis XIV se echó a reír.

—Sois un gascón muy fino, señor de D’Artagnan; me sacaréis mi secreto del corazón.

—¡Bah! ¿Vuestra Majestad tiene un secreto?

—Sí, señor.

—Entonces, acepto las veinte mil libras; porque guardaré ese secreto, y, la discreción no tiene precio en los tiempos que corren. ¿Desea Vuestra Majestad hablar ahora?

—Vais a calzaros las botas, señor de D’Artagnan, y a montar a caballo.

—¿Ahora mismo?

—Dentro de dos días.

—Está bien, Majestad; porque tengo que arreglar mis asuntos antes de marchar, sobre todo si hay golpes que recibir.

—Pudiera ser.

—Se recibirán. Pero, Majestad, habéis hablado a la avaricia, a la ambición; habéis hablado al corazón del señor de D’Artagnan; mas habéis olvidado una cosa.

—¿Cuál?

—No habéis hablado a la vanidad; ¿cuándo seré caballero de las órdenes del rey?

—¿Y eso os tiene preocupado?

—Sí, tengo a mi amigo Athos, que está todo él galardonado, y eso me ofusca.

—Seréis caballero de mis órdenes un mes después de haber tomado el despacho de capitán.

—¡Cómo! —exclamó el oficial pensativo—. ¿Después de la expedición?

—Precisamente.

—Entonces, hable Vuestra Majestad.

—¿Conocéis la Bretaña?

—No, Majestad.

—¿Tenéis amigos?

—¿En Bretaña? No, a fe.

—Tanto mejor. ¿Entendéis de fortificaciones?

D’Artagnan sonrió.

—Me parece que sí, Majestad.

—Es decir, que podéis distinguir bien una fortaleza de una simple fortificación, cómo se permite a los castellanos, nuestros vasallos.

—Yo distingo un fuerte de un parapeto, como se distingue una coraza de una costra de pastel. ¿Es suficiente?

—Sí, señor. Partiréis, pues.

—¿Para la Bretaña?

—Sí.

—¿Solo?

—Absolutamente solo.

—Esto es, que no podréis llevar ni un lacayo.

—¿Y puedo preguntar a Vuestra Majestad por qué razón?

—Porque muchas veces haréis perfectamente en disfrazaros vos mismo de criado de una buena casa. Vuestra fisonomía es muy conocida en Francia, señor de D’Artagnan.

—¿Y luego, Majestad?

Luego, os pasaréis por la Bretaña y examinaréis con cuidado las fortificaciones del país.

—¿Las costas?

—Y las islas también.

—¡Ah!

Empezaréis por Belle-Île-en-Mer.

—Que es del señor Fouquet —dijo D’Artagnan en tono grave y alzando sobre Luis XIV su inteligente mirada.

—Me parece que tenéis razón, señor; y que Belle-Île es, en efecto, del señor Fouquet.

—Entonces, lo que quiere Vuestra Majestad es que sepa si Belle-Île es buena plaza.

—Sí.

—Si sus fortificaciones son nuevas o viejas…

—Justamente.

—Y si, por casualidad, los vasallos del señor superintendente son bastante numerosos para formar una guarnición.

—Eso es lo que os pido, señor; habéis puesto el dedo en la llaga.

—¿Y si no se fortifica, Majestad?

—Iréis por la Bretaña, escuchando y juzgando.

D’Artagnan se atusó el bigote.

—¿Soy espía del rey? —dijo muy claro.

—No, señor.

—Perdonadme; mas espío por cuenta de Vuestra Majestad.

—Vais a la descubierta, señor. Es lo mismo que si marcharais a la cabeza de mis mosqueteros, con la espada en la mano, para descubrir un lugar cualquiera o una posición del enemigo…

A esta palabra se estremeció visiblemente D’Artagnan.

—Acaso —continuó el rey— ¿os creeríais un espía?

—¡No, no! —murmuró D’Artagnan pensativo—. La cosa muda de aspecto cuando se descubre el enemigo; no, en este caso no es uno más que un soldado… ¿Y si fortifican a Belle-Île? —añadió de pronto.

—Tomaréis un plano exacto de la fortificación.

—Eso no me concierne; es cosa vuestra.

—¿No habéis oído que os daba un suplemento de veinte mil libras al año si queríais?

—Sí, tal, Majestad, mas, ¿y si no la fortifican?

—Os volveréis tranquilamente, sin fatigar vuestro caballo.

—Estoy dispuesto, Majestad. Mañana empezaréis por ir a casa del señor superintendente a tomar la cuarta parte de la pensión que os doy. ¿Conocéis al señor Fouquet?

—Muy poco, señor; pero haré notar a Vuestra Majestad que no es muy preciso que lo conozca.

—Dispensad, señor; porque os negará el dinero que yo quiero que cobréis, y esa negativa es la que yo aguardo.

—¡Ah! —exclamó D’Artagnan—. ¿Y luego?

—Negado el dinero, iréis a buscarlo en casa del señor Colbert. A propósito, ¿tenéis un buen caballo?

—Sí, Majestad.

—¿Cuánto pagasteis por él?

—Ciento cincuenta doblones.

—Os, lo compro. Tomad un bono de doscientos doblones.

—Pero, Majestad, necesito mi caballo para viajar.

—¿Y qué?

—Que os quedáis con el mío. Nada de eso, al contrario, os lo doy. Sólo que como es mío y no vuestro, estoy seguro de que no lo contemplareis mucho.

—¿Tiene prisa Vuestra Majestad?

—Ciertamente.

—Entonces, ¿qué me obliga a esperar dos días?

—Razones que yo conozco.

—Eso es distinto. El caballo podrá adelantar esos dos días en los ocho que tiene que andar; además, tenemos la posta.

—No, no, la posta compromete mucho, señor de D’Artagnan; partid y no olvidéis que sois mío.

—¡Majestad, no soy yo quien ha olvidado eso nunca! ¿A qué hora me despediré de Vuestra Majestad pasado mañana?

—¿Dónde vivís?

—Desde ahora he de vivir en el Louvre, Majestad.

—No quiero eso; conservaréis vuestra habitación en la ciudad; yo la pagaré. Partiréis de noche; en atención a que debéis salir sin ser visto, o si sois visto sin que sepan que me pertenecéis. Punto en boca, señor.

—Todo cuanto ha dicho Vuestra Majestad se comprende en esa palabra.

—Os preguntaba dónde vivís, porque no puedo enviar siempre a buscaros en casa del señor conde de la Fère.

—Yo habito en casa del señor Planchet, abacero de la calle de los Lombardos, tienda «El Pilón de Oro».

—Salid poco, mostraos menos aún y esperad mis órdenes sin embargo; es necesario que vaya por el dinero.

—Es verdad, pero para ir a la superintendencia, donde va tanta gente, os confundiréis con la multitud.

—Fáltanme los bonos para cobrar, Majestad.

—Aquí están. El rey firmó.

D’Artagnan miró para cerciorarse de la regularidad.

—Esto es dinero —dijo—; y el dinero se lee o se cuenta.

—Adiós, señor de D’Artagnan; me parece que me habréis comprendido bien.

—He comprendido que Vuestra Majestad me envía a Belle-Île-en-Mer, y eso es todo.

—Para saber…

—Para saber cómo siguen los trabajos del señor Fouquet; eso es todo.

—Bien, admito que os prendan.

—Yo no lo admito —replicó atrevidamente el gascón.

—Consiento que os maten —continuó el rey.

—No es probable, Majestad.

—En el primer caso, no habléis; en el segundo, que no os encuentren ningún papel.

D’Artagnan se encogió de hombros sin ceremonia, y despidióse del rey diciéndose:

«¡La lluvia de Inglaterra continúa! Sigamos bajo la gotera».