Capítulo LIILa lección de D’Artagnan

Raúl no encontró al día siguiente, como esperaba, al señor de D’Artagnan; sólo halló a Planchet, cuya satisfacción fue muy viva al ver de nuevo a aquel joven, saludado con dos o tres cumplidos guerreros no muy propios de un abacero. Pero cuando Raúl regresaba de Vincennes aquella mañana, conduciendo cincuenta dragones que le había confiado el príncipe, vio, en la plaza Baudoyer, a un hombre que, fijamente, miraba una casa como, se mira un caballo que se desea comprar.

Aquel hombre, vestido con traje de paisano, abotonado como un jubón militar, calado un sombrero muy chico, y llevando al costado una larga espada, volvió la cabeza tan pronto como oyó el paso de los caballos y dejó de contemplar la casa para mirar a los dragones.

Aquel hombre era el señor de D’Artagnan; D’Artagnan a pie, D’Artagnan con las manos a la espalda, que pasaba revista a los dragones después de haberla pasado a los edificios. Ni un hombre, ni una correa, ni un casco de caballo se escapó a su inspección.

Raúl iba al lado de la tropa, y D’Artagnan lo distinguió el último.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Vive Dios! —dijo.

—¿No me equivoco? —dijo Raúl deteniendo su caballo.

—No, no te engañas. ¡Buenos días! —contestó el antiguo mosquetero.

Y Raúl estrechó emocionado las manos de su viejo amigo.

—Ten cuidado, Raúl —dijo D’Artagnan—; el segundo caballo de la quinta fila queda desherrado antes de llegar al puente María; solamente tiene dos clavos en la mano derecha.

—Esperadme —dijo Raúl—, vuelvo.

—¿Dejas tu destacamento?

—Ahí se halla el abanderado para reemplazarme.

—¿Vienes a comer conmigo?

—Con mucho gustó, señor de D’Artagnan.

—Entonces, anda pronto; deja el caballo o procura que me den uno.

—Mejor quiero ira pie con vos. Raúl corrió a avisar al abanderado, que ocupó su lugar; luego, echó pie a tierra, dio su caballo a uno de los dragones, y, muy contentó, cogió el brazo de D’Artagnan, que lo contemplaba después de todas estas evoluciones con la satisfacción de un conocedor.

—¿De modo que vienes de Vincennes? —le dijo.

—Sí, señor caballero…

—¿Y el cardenal…?

—Está muy enfermo, y hasta afirman que ha muerto.

—¿Estáis a bien con el señor Fouquet? —preguntó D’Artagnan, demostrando con un desdeñoso movimiento de hombros que la muerte del cardenal no le afectaba demasiado.

—¿Con el señor Fouquet? —dijo Raúl—. No le conozco.

—Tanto peor, porque un nuevo rey busca siempre hacerse de criaturas suyas.

—¡Oh! El rey no me quiere mal. Yo no te hablo de la corona —replicó D’Artagnan—, sino del rey… El rey es el señor Fouquet, ahora que ha muerto el cardenal… Se trata de estar a buenas con el señor Fouquet, si no quieres enmohecerte toda la vida, como a mí me ha sucedido… Cierto es que tienes otros protectores, felizmente. El príncipe el primero.

—Ese está gastado, gastado, amigo mío.

—¿Y el conde de la Fère?

—¡Athos! ¡Oh! Eso es distinto; sí, Athos… Y si quieres hacer un buen viaje a Inglaterra a nadie puedes dirigirte mejor. Y aun te diré, sin mucha vanidad, que yo mismo tengo algún crédito en la Corte de Carlos II. ¡Ese sí que es un monarca!

—¡Ah! —dijo Raúl con la cándida curiosidad de los jóvenes bien pacidos que oyen hablar a la experiencia y al valor.

—Sí, un rey que se divierte, es cierto; pero que también ha sabido poner mano a la espada y apreciar a los hombres útiles. Athos goza de influencia con Carlos II. Tómame dé servicio, para eso, y abandona a los tunantes traficantes que lo mismo roban con manos francesas como con dedos italianos; deja también a esté rey llorón que va a darnos un reinado, de Francisco II. ¿Sabes historia, Raúl?

—Sí, caballero.

—Entonces, sabrás que Francisco II tenía siempre mal de oídos…

—No, no lo sabía.

—Que Carlos IX tenía siempre dolor de cabeza…

—Y Enrique III siempre mal de vientre.

Raúl echóse a reír.

—Pues bien, mi querido amigo, Luis XIV siempre tiene enfermo el corazón; es deplorable ver que un rey suspire por la mañana y por la noche, y que no diga una vez al día: «¡voto a tal!» o «¡diantre!». En fin, algo que anime.

—¿Y es por eso, señor caballero, por lo, que habéis dejado el servicio? —preguntó Raúl.

—Ciertamente.

—Pero, vos mismo, señor de D’Artagnan, echáis la soga tras el caldero; no haréis fortuna, no.

—¡Oh! Lo que es yo —contestó D’Artagnan con tono ligero—, ya estoy asegurado. Poseía algunos bienes de familia.

Raúl lo miró porque era proverbial la pobreza de D’Artagnan. Gascón como era, encarecía por la mala suerte todas las gasconadas de Francia y de Navarra; Raúl había oído nombrar cien veces a Job y D’Artagnan, como se nombra a los gemelos Rómulo y Remo.

D’Artagnan sorprendió esta mirada de sorpresa.

—Además, tu padre te habrá dicho que he estado en Inglaterra.

—Sí, señor.

—Y que tuve allí un encuentro afortunado.

—No, señor; ignoraba eso.

—Sí, uno de mis buenos amigos, un gran señor, el virrey de Escocia y de Irlanda, me ha hecho hallar una herencia.

—¿Una herencia?

—Y bastante regular.

—¿De suerte que sois rico?

—¡Psch…!

—Os doy la más cordial enhorabuena.

—Gracias… Ahí tienes: mira mi casa.

—¿En la plaza de la Greve?

—Sí. ¿No te gusta ese barrio?

—Al contrario: el agua es muy hermosa de ver…

—¡Oh! ¡Una casa antigua muy linda!

—La Imagen de Nuestra Señora es una taberna antigua que he transformado en casa hace dos días.

—Pero ¿la taberna sigue abierta?

—¡Pardiez!

—¿Y vos, dónde habitáis?

—Yo, en casa de Planches.

—Como me dijisteis ahora poco: «mira mi casa…».

—Lo dije porque es mía; efectivamente… La he comprado.

—¡Ah! —dijo Raúl.

—¡Oh! ¡Mi querido Raúl, un negocio soberbio! He comprado la casa en treinta mil libras, tiene un hermoso jardín que da a la calle de la Mortellerie; la taberna se arrienda en mil libras con el piso principal; el granero o segundo piso, quinientas libras.

—¡Cómo!

—Sin duda.

—¿Un granero quinientas libras? ¡Pero un granero no es habitable!

—Por eso no lo habita nadie; pero ya ves que ése granero tiene dos ventanas que dan a la plaza.

—Sí, señor.

—Pues bien, siempre que enruedan, que ahorcan, que descuartizan o que queman a alguien, ¡se alquilan las dos ventanas hasta por veinte doblones!

—¡Oh! —dijo Raúl estremecido.

—¿Es desagradable, verdad? —dijo D’Artagnan.

—¡Oh! —repitió Raúl.

—Esto es desagradable, mas es un hecho… Estos lobos parisienses son en ocasiones verdaderos antropófagos. No concibo que hombres cristianos puedan hacer tales especulaciones.

—Es cierto.

—Por lo que a mí respecta —continuó D’Artagnan—, si yo habitase esta casa, cerraría en los días de ejecución hasta los agujeros de las cerraduras; pero no la habito.

—¿Y arrendáis en quinientas libras ese granero?

—Al feroz tabernero, que lo subarrienda a su vez… Decía, pues, mil quinientas libras.

—El interés natural del dinero.

—Cierto. Y me queda, además, el cuerpo de casa del fondo: almacenes, viviendas y cuevas inundadas cada invierno, doscientas libras; y el jardín, que es muy hermoso, muy bien plantado, muy escondido bajo los muros y la sombra de la fachada de San Gervasio y San Protario, mil trescientas libras.

—¡Mil trescientas libras! Eso es soberbio.

—He aquí la historia: yo supongo a un canónigo cualquiera de la parroquia (estos canónigos son unos Cresos); supongo, pues, un canónigo que alquila el jardín para solazarse en él. El inquilino ha dicho que se llama señor Godard. Este es un nombre verdadero p falso; si verdadero, es un canónigo; si falso, cualquier desconocido. ¿Por qué he de conocerlo? Siempre paga adelantado. Ahora poco cuando te encontré, tenía la idea de comprara una casa en la plaza. Baudoyer que se juntara por detrás con mi jardín y formase una propiedad magnífica. Tus dragones me distrajeron de mi idea. Ea, tomemos la calle de la Cestería; y vamos derechos a casa de maese Planchet.

D’Artagnan aceleró el paso y condujo, en efecto, a Raúl a casa de Planchet, a una sala que el abacero destinaba a su antiguo señor. Planchet había salido, pero estaba servida la mesa. En casa del abacero subsistía un resto de la regularidad y puntualidad militar.

D’Artagnan llevó a Raúl a tratar del capítulo de su porvenir.

—Tu padre te trata severamente —dijo.

—Con justicia, señor caballero.

—¡Oh! Ya sé que Athos es justo; pero tacaño, quizá.

—Tiene una mano regia, señor de D’Artagnan.

—No te apures, muchacho; si tienes necesidad de algunos doblones, aquí está él viejo mosquetero:

—¡Oh! ¡Señor de D’Artagnan!

—Juegas algo, ¿eh?

—Nunca.

—Entonces, ¿serás afortunado con las mujeres…? Te ruborizas…

—¡Oh, pequeño Aramis! Querido, eso cuesta aún más caro que el juego. Cierto que uno se bate al perder, lo cual es una compensación. ¡Bah! Ese llorón de rey hace pagar la multa a las gentes que valen algo. ¡Qué reinado, mi pobre Raúl, qué reinado! ¡Cuando se considera que en mi tiempo se sitiaba a los mosqueteros en las casas, como Héctor y Príamo en la ciudad de Troya! Y entonces lloraban las mujeres, y quinientos descamisados palmoteaban y prorrumpían: «¡Mata, mata!», cuando no se trataba de un mosquetero. ¡Pardiez! No veréis esto vosotros.

—Tenéis ojeriza al rey, señor de D’Artagnan, y apenas le conocéis.

—¿Yo? Oye, Raúl. Día por día y hora por hora, toma buena nota de mis palabras, te predigo lo que hará. Muerto el cardenal llorará mucho, lo cual será lo menos malo, principalmente si no piensa en las lágrimas…

—¿Y luego?

—Luego, hará que el señor Fouquet le de una pensión, y se irá a componer versos a Fontainebleau pata la Mancini, a quien la reina sacará los ojos. Ella es española y tiene por suegra a Ana de Austria. ¡Conozco bien a las españolas de la casa de Austria!

—¿Y luego?

—Luego, después de haber hecho arrancar los galones de plata de los suizos, porque el bordado cuesta demasiado caro, pondrá a pie a los mosqueteros, porque la avena y el heno de un caballo cuestan cinco sueldos diarios.

—¡Oh! No digáis tal cosa.

—¡Qué me importa! Ya no soy mosquetero, ¿verdad? Que se vaya a caballo o a pie, que se lleve un asador o unas parrillas, o una espada, o nada, ¿qué me importa?

—Querido señor de D’Artagnan, os suplico que no sigáis hablando mal del rey. Yo estoy casi a su ser vicio, y mi padre me reprendería de haber escuchado, aun de vuestra boca, esas palabras injuriosas para Su Majestad.

—Tu padre… ¡eh! Es el caballero de toda causa quebradiza. ¡Diantre! Tu padre, un valiente, un César, es verdad; pero un hombre sin golpe de vista.

—¡Vamos bien! —dijo Raúl riendo—. Ya vais a hablar mal de mí.

—Padre de aquel a quien llamáis el gran Athos; hoy estáis de mal humor y la riqueza os hace duro, como a otros la pobreza.

—Tienes razón, ¡pardiez!; soy un belitre, un desgraciado viejo, una cuerda deshilachada, una coraza rota, una espuela sin ruedecilla; pero préstame un favor, Raúl; dime una sola cosa.

—¿Qué cosa, señor de D’Artagnan?

—Dime esto… Mazarino no era un pillastre.

—Quizá haya muerto.

—Razón de más, y por eso digo: que era; si no creyese que había muerto, te suplicaría que, dijeses: «Mazarino es un pillastre». Ea, dilo, por amor a mí.

—Vaya, lo diré.

—¡Di!

—Mazarino era un pillastre —dijo el vizconde sonriendo al mosquetero, que alegrábase como en sus más bellos días.

—Un momento —dijo éste—. Ya has dicho la primera proposición; he aquí la conclusión. Repite, Raúl, repite: «Pero echaré de menos a Mazarino».

—¡Caballero!

—Si no quieres decirlo, yo lo diré dos veces por ti. ¡Mas, tú echarás de menos a Mazarino!

Aún reían y discutían sobre esta profesión de principios, cuando entró uno de los mozos del abacero, y dijo:

—Una carta para el señor de D’Artagnan.

—Gracias… ¡Toma! —dijo el mosquetero.

—Es la letra del señor conde —dijo Raúl.

—Sí, sí.

Y D’Artagnan rompió el sobre. «Querido amigo, acaban de rogarme de parte del rey que os busque…».

—¿A mí? —dijo D’Artagnan dejando caer el papel sobre la mesa. Raúl lo cogió y siguió leyendo en voz alta:

«Apresuraos. Su Majestad tiene mucha necesidad de hablaros, y os espera en el Louvre».

—¿A mí? —repitió el mosquetero.

—¡Eh! ¡Eh! —dijo Raúl.

—¡Oh! ¡Oh! —respondió D’Artagnan—. ¿Qué quiere decir esto?