Al regresar Athos del palacio real el mismo día de su llegada, entró, según ya hemos visto, en su casa de la calle de San Honorato, en la cual encontró al vizconde de Bragelonne, que le charlando con en su cuarto charlando con Grimaud.
No era cosa muy divertida hablar con el antiguo servidor; sólo dos hombres poseían este secreto: Athos y D’Artagnan. El primero lo conseguía porque Grimaud trataba de hacerle hablar también; D’Artagnan, en cambio, porque sabía hacer hablar a Grimaud.
Raúl se hallaba ocupado en hacerse contar el viaje a Inglaterra, y Grimaud lo había referido con todos sus pormenores, con cierto número de gestos y ocho palabras; ni más ni menos.
—Primeramente, había indicado con un movimiento de mano que su señor y él habían atravesado el mar.
—¿Para alguna expedición? —preguntó Raúl.
Grimaud, bajando la cabeza, había contestado que sí.
—¿Donde el señor conde corrió peligros?
Grimaud se encogió de hombros, como para decir: «Ni mucho ni poco».
—Pero ¿ni algún peligro? —insistió Raúl.
Grimaud señaló a la espada, al fuego, y a un mosquete que estaba colgado en la pared.
—Por tanto, el señor conde ¿tenía allí un enemigo? —exclamó Raúl.
—Monk —contestó Grimaud.
—Es raro —continuó Raúl— que el señor conde insista en considerarme como un novicio, y en no hacerme participar del honor o del peligro de esos encuentros. Grimaud sonrió.
En este momento volvió Athos. El huésped le alumbraba la escalera, y Grimaud, reconociendo el paso de su amo, corrió a su encuentro, lo cual cortó en seco la conversación:
Pero Raúl habíase lanzado en vías de interrogación; así es que no se detuvo, y tomando las dos manos del conde con viva ternura, pero respetuosa, dijo:
—¿Cómo es, señor, que os marcháis para un viaje lleno de peligros sin decirme adiós, sin pedirme el auxilio de mi espada, a mí, que debo ser para vos un sostén, ya que tengo fuerzas; a mí, a quien habéis educado como a un hombre? ¡Ah! ¿Conque queréis exponerme a la terrible prueba de no volver a veros nunca?
—¿Quién os ha dicho, Raúl, que fuese peligroso mi viaje? —dijo el conde poniendo su capa y su sombrero en manos de Grimaud, que acababa de quitarle la espada.
—Yo —dijo Grimaud.
—¿Y por qué? —dijo seriamente Athos.
—Grimaud estaba muy embarazado, y Raúl fue en su auxilio respondiendo por él.
—Es muy natural, señor, que este buen Grimaud me manifieste la verdad en lo que os concierne. ¿Por quién seréis amado y sostenido sino por mí?
Athos no respondió. Hizo un gesto amigable que apartó a Grimaud, sentándose luego en un sillón, mientras Raúl permanecía delante y en pie.
—Siempre tendremos —continuó Raúl— que vuestro viaje era una expedición… y que el hierro y el fuego os han amenazado.
—No hablemos más de eso —dijo Athos dulcemente—; salí de repente, es verdad; pero el servicio del rey Carlos II exigía tan pronta marcha. Os doy las gracias por vuestra inquietud; sé que puedo contar con vos… ¿No os a hecho falta nada durante mi ausencia, vizconde?
—No, señor; gracias.
—Ordené a Blaisois que os entregará cien doblones en cuanto los necesitaseis.
—Señor, yo no he visto a Blaisois.
—Entonces, ¿os habéis pasado sin dinero?
—Me restaban treinta doblones de la venta de los caballos que tomé para mi última campaña, y además, el señor príncipe tuvo la bondad de hacerme ganar doscientos en el juego hace tres meses.
—¿Jugáis…? No me gusta eso, Raúl.
—Jamás juego, señor; el príncipe me ordenó que llevase sus cartas en Chantilly… una noche que recibió un correo del rey; yo obedecí, y me mandó el príncipe que me quedara con la ganancia de la partida.
—¿Es esa una costumbre de la casa, Raúl? —dijo Athos frunciendo el ceño.
—Sí, señor. Todas las semanas hace el señor príncipe tal obsequio a uno de sus caballeros. Hay cincuenta en casa de Su Alteza, y aquella vez me tocó el turno.
—Bien, ¿con que fuisteis a España?
—Sí, señor, hice un viaje muy placentero e interesante.
—¿Y hace un mes que habéis vuelto?
—Sí, señor.
—Y en ese mes, ¿qué habéis hecho?
—Mi servicio, señor.
—¿No habéis estado en mi casa de la Fère?
Raúl se ruborizó. Athos le miró con ojos fijos:
—Haréis mal en no creerme —dijo Raúl—; conozco que me ruborizo, pero es a pesar mío. La pregunta que me hacéis el honor de dirigirme es de tal naturaleza, que causa en mí muchas emociones. Me ruborizo porque estoy conmovido, mas, no porque mienta.
—Ya sé, Raúl; que no mentís nunca.
—No, señor.
—Pero, además, hacéis mal en eso; lo que yo quería deciros…
—La sé muy bien, señor; queríais preguntarme si yo no había estado en. Blois.
—Precisamente.
—No he ido, ni todavía he visto a la persona de quien queréis hablarme.
La voz de Raúl temblaba al decir estas palabras. Athos, soberano juez en toda delicadeza, añadió al momento:
—Raúl, me respondéis con sentimiento penoso; veo que sufrís.
—Mucho, señor; me habéis prohibido ir a Blois y volver a ver a la señorita de La Vallière.
Aquí detúvose el joven; este dulce nombre, tan, encantador de pronunciar, desgarraba su corazón, acariciando sus labios.
—Y he hecho bien, Raúl —se apresuró a decir Athos—. No soy un padre bárbaro ni injusto; respeto el verdadero amor; mas pienso para vos en un porvenir… en un inmenso porvenir: Un nuevo reinado va a lucir como una aurora, y la guerra llama al joven rey, lleno de espíritu caballeresco… Lo que necesita ese ardor heroico, es un batallón de oficiales jóvenes y libres que corran a los hechos con entusiasmo y caigan gritando: ¡Viva el rey! en vez de exclamar: ¡adiós, esposa mía…! Ya comprendéis esto, Raúl. Por más cruel que parezca mi razonamiento, os conjuro a que me creáis y a que no volváis vuestras miradas hacia aquellos primeros días de juventud en que adquiristeis la costumbre de amar, días de muelle abandono que conmueven el corazón y le hacen incapaz de contener esos licores fuertes y amargos que se llaman gloria y adversidad. Repito, Raúl, que veáis en mi consejo el solo deseo de seros útil, la sola ambición de veros prosperar. Os considero capaz de llegar a ser un hombre notable; caminad solo, y caminaréis mejor y con mas prontitud.
—Habéis mandado, señor —replicó Raúl—, y yo obedezco.
—¡Mandado! —murmuró Athos. ¿Es así como me respondéis? ¿Yo os he mandado?
¡Oh! Trastornáis mis palabras. ¡Cómo desconocéis mis intenciones! Yo no he mandado, he suplicado.
—No, señor, habéis mandado —replicó Raúl con terquedad—. Pero aunque no hubierais hecho sino una súplica, esa súplica habría sido más eficaz que una orden. Yo no he vuelto a ver a la señorita de La Vallière.
—¡Pero sufrís! ¡Sufrís! —exclamó Athos.
Raúl no respondió.
—Os encuentro pálido, y os veo triste… ¿Tan fuerte es ese sentimiento?
—Es una pasión —repuso Raúl—, no una costumbre señor, ya sabéis que he viajado mucho y que he pasado dos años lejos de ella. Me parece que toda costumbre puede romperse en dos años. Pues bien, a mi vuelta la amaba, no más, porque eso es imposible, pero sí lo mismo. La señorita de La Vallière es para mí la compañera por excelencia; mas vos sois para mi dios en la tierra… y todo lo sacrificaré a vos.
—Haríais mal —dijo Athos—; yo no tengo ya ningún derecho sobre vos. La edad os ha emancipado y no tenéis necesidad de mi consentimiento. Además, yo no negaré ese consentimiento después de todo lo que acabáis de decirme. Casaos, pues, con la señorita de La Vallière, si gustáis.
Raúl hizo un movimiento, y dijo:
—Sois bondadoso, señor, y vuestra concesión me llena de reconocimiento; mas no aceptaré.
—¡Con que ahora rehusáis!
—¡Sí, señor!
—Nada os echaré en cara, Raúl. Pero tenéis en lo profundo del corazón un sentimiento contra ese matrimonio; no sois vos quien me lo ha escogido.
—Es verdad.
—Eso basta para que no insista; esperaré.
—Cuidado, Raúl; lo que decís es muy grave.
—Lo sé muy bien, señor; esperaré, os digo.
—¿A que yo muera? —dijo Athos muy conmovido.
—¡Oh, señor! —murmuró Raúl con lágrimas en los ojos—. ¡Es posible que de este modo me desgarréis el corazón, a mí, que no os he dado ningún motivo de queja!
—Es cierto, hijo querido —murmuró Athos, apretando violentamente los labios para reprimir la emoción de que ya no era dueño—. No, no quiero afligiros… sino que no he comprendido lo que esperaréis… ¿Será, quizá, a que no améis ya?
—¡Ah! No, señor, esperaré, a que mudéis de, opinión.
—Quiero hacer una prueba, Raúl; ver si la señorita de La Vallière espera como vos.
—Así lo creo, señor.
—Cuidado, Raúl. ¿Y si no aguardase ella? ¡Ah! Sois tan joven, tan confiado, tan fiel…
Las mujeres son variables.
—Nunca me habéis hablado mal de las mujeres, señor; jamás habéis tenido de qué quejaros de ellas; ¿por qué quejarse ahora con respecto a la señorita de La Vallière?
—Es cierto —dijo Athos bajando los ojos—; jamás os he hablado mal de las mujeres; jamás he tenido por qué quejarme de ellas; jamás me ha motivado una sospecha la señorita de La Vallière; pero, cuando se prevé, es necesario ir hasta las excepciones, hasta las improbabilidades. Por eso os he hablado de si la señorita de La Vallière os esperaría.
—¿Cómo puede ser eso, señor?
—Volviendo los ojos a otra parte.
—¿Sus miradas a otro hombre, queréis decir? —dijo Raúl pálido de angustia.
—Eso es.
—Bien: entonces mataría a ese hombre —dijo seriamente Raúl—, y a todos los hombres a quienes escogiese la señorita de La Vallière, hasta que uno de ellos me matase a mí o hasta que la señorita de La Vallière me hubiera entregado su corazón.
Athos palideció.
—Creía —contestó con voz sorda—, que no ha mucho me llamabais vuestro dios, vuestra ley en el mundo.
—¡Oh! —exclamó Raúl temblando—. ¿Me prohibiríais el duelo?
—¿Y si lo prohibiese, Raúl?
—Me prohibiríais esperar, señor, y por consecuencia no me prohibiríais morir.
Athos alzó los ojos sobre el vizconde, porque había pronunciado estas palabras con inflexión sombría y acompañadas de una mirada sombría también.
—Basta —dijo Athos después de un largo silencio—, basta ya de este enojoso asunto, en el cual exageramos ambos. Dejad correr días y días, Raúl; haced el servicio; amad a la señorita de La Vallière; en fin, obrad como un hombre, pues tenéis edad de tal, pero no olvidéis que os amo tiernamente y que vos pretendéis amarme.
—¡Ah, señor conde! —murmuró Raúl apretando fuertemente la mano de Athos contra su corazón.
—Bien, amigó mío, dejadme, tengo necesidad de reposo. A propósito, el señor de D’Artagnan ha vuelto de Inglaterra conmigo, y le debéis una visita.
—Iré a verlo, y con mucho gusto, pues quiero mucho al señor de D’Artagnan.
—Tenéis razón; es un hombre honrado y un valiente caballero:
—¡Que os ama! —dijo Raúl.
—Estoy cierto de ello… ¿Sabéis dónde vive?
—Eh el Louvre, en el Palacio Real, donde quiera que esté el rey, ¿No manda los mosqueteros?
—Por el momento, no, porque está con licencia descansando… No lo busquéis, pues, en los puestos de su antiguo servicio; tendréis noticias suyas en casa de un tal señor Planchet.
—¿Su antiguo lacayo? —convertido ahora en abacero.
—¿Calle de los Lombardos, número 9?
—Una cosa así… o calle de Arcis.
—Buscaré, buscaré.
—Le diréis mil cosas en mi nombre, y lo traeréis a comer conmigo antes que me marche a la Fère.
—Bien, señor.
—Adiós, Raúl.
—Señor, veo en vos una Orden que no os conocía, recibid mis parabienes.
—¡El Toisón…! Es cierto. Un juguete, hijo mío, que ya no entretiene a un viejo niño como yo… Buenas noches, Raúl.