Capítulo LPrimer día del reinado de Luis XIV

La muerte del cardenal súpose por la mañana en el palacio y en la ciudad.

Los ministros Fouquet, Lyonne, y Letellier entraron en la sala de sesiones para celebrar Consejo.

El rey los mandó llamar al momento.

—Señores —dijo—, mientras vivió el señor cardenal, yo le dejé que gobernara mis asuntos; mas, al presente quiero gobernarlos yo mismo; vosotros me daréis vuestros consejos cuando yo os los pida. ¡Marchaos!

Los ministros miráronse con sorpresa, y si disimularon una sonrisa, fue con gran esfuerzo, porque sabían que el príncipe, educado en una ignorancia absoluta de los negocios, encargábase, por amor propio, de un trabajo demasiado pesado para sus fuerzas.

Fouquet se despidió de sus colegas en la escalera, diciendo:

—Señores, menos tarea para nosotros.

Y subió muy contento en su carroza.

Los otros, algo inquietos del giro que tomaban los acontecimientos, volvieron juntos a París.

El rey pasó a eso de las diez al cuarto de su madre, con la cual sostuvo una conversación muy reservada; y luego, después de cenar, subió en un coche cerrado y se fue derecho al Louvre. Allí recibió a mucha gente, y tuvo cierto placer en ir observando la vacilación de todos y la curiosidad de cada uno.

Luego mandó que se cerrasen todas las puertas del Louvre, excepto una que daba al muelle. En este lugar puso de centinela doscientos suizos que no hablaban ni una palabra en francés, con la consigna de dejar entrar todo lo que fuese fardo o cajón, pero ninguna otra cosa, y de no permitir salir nada.

A las once en punto oyó el rodar de un carro pesado, después el de otro, y enseguida el tercero; tras de lo cual giró silenciosamente sobre sus goznes la verja para cerrarse.

Enseguida arañó alguien con la uña en la puerta del gabinete. El rey fue a abrir por sí mismo, y vio a Colbert, cuyas primeras palabras fueron éstas:

—El dinero está en la cueva de Vuestra Majestad.

Luis bajó entonces a visitar él mismo las barricas de monedas de oro y plata, que, gracias a las precauciones de Colbert, cuatro hombres habían hecho rodar en una cueva, cuya llave había hecho entregar el rey a Colbert aquella misma mañana. Concluida esta revista, Luis entró en su cuarto acompañado de Colbert, que no había animado su inmóvil frialdad con el más insignificante rayo de personal satisfacción.

—Caballero —le dijo el rey—, ¿qué deseáis que os dé en recompensa de vuestra adhesión y probidad?

—Nada absolutamente, Majestad.

—¡Cómo nada! ¿Ni aun la ocasión de servirme?

—Aunque Vuestra Majestad no me proporcione esa ocasión, no par eso le serviré menos. Me es imposible no ser el mejor servidor del rey.

—Seréis intendente de Hacienda, señor Colbert.

—Mas hay un superintendente, Majestad.

—Cierto.

—Majestad, el superintendente es el hombre más poderoso del reino.

—¡Ah! —murmuró el rey Luis ruborizándose—: ¿Creéis…?

—Me aplastará en ocho días, Majestad; por que al fin, Vuestra Majestad me da una intervención para la cuales menester fuerza. Intendente bajo un superintendente es la inferioridad.

—Queréis apoyo…

—Ya he tenido el honor de decir a Vuestra Majestad que el señor Fouquet, en vida del señor Mazarino, era el segundo personaje del reino; pero muerto ya Mazarino, el señor Fouquet se ha hecho el primero.

—Caballero, hoy consiento aún en que me digáis esas cosas; pero mañana, pensad bien en ello, ya no las sufriré.

—Entonces, ¿seré inútil a Vuestra Majestad?

—Ya lo sois, puesto que teméis comprometeros en mi servicio.

—Sólo temo no poder serviros.

—¿Qué queréis entonces?

—Deseo que Vuestra Majestad me de ayudantes en el trabajo de la intendencia.

—La plaza desmerece:

—Pero gana en seguridad.

—Elegid, vuestros colegas.

—Los señores Breteuil, Marin y Hervart.

—Mañana aparecerá el decreto.

—¡Gracias, Majestad!

—¿Mas eso todo lo que deseáis?

—No, Majestad; una cosa más.

—¿Cuál?

—Dejadme componer un tribunal de justicia.

—¿Para qué?

—Para juzgar a los arrendadores de rentas y asentistas que han malversado de diez años a esta parte.

—Pero… ¿qué se les hará?

—Se ejecutará a tres, lo cual hará vomitar a los otros.

—No puedo, sin embargo, comenzar mi reinado con ejecuciones, señor Colbert.

—Al contrario, Majestad, a fin de no concluirlo con tormentos. El rey no respondió.

—¿Consiente Vuestra Majestad? —dijo Colbert.

—Reflexionaré, caballero.

—Será ya tarde cuando esté hecha la reflexión.

—¿Por qué?

—Porque tenemos que habérnoslas con gente más poderosa que nosotros, si están advertidos.

—Componed ese tribunal de justicia.

—Lo compondré.

—¿Es eso todo?

—No, Majestad; todavía hay una cosa importante… ¿Qué derechos da Vuestra Majestad a esa intendencia?

—Mas… No sé… Hay usos…

—Majestad, necesito que sea devuelto a esa intendencia el derecho de leer la correspondencia de Inglaterra.

—Imposible, caballero, porque de esa correspondencia se despoja al consejo; el mismo Mazarino lo hacía.

—Creo que Vuestra Majestad declaró esta mañana que ya no habría Consejo.

—Sí, lo declaré.

—Entonces, lea Vuestra Majestad por sí mismo sus cartas, y sobre todo, las de Inglaterra; insisto particularmente en este punto.

—Caballero, tendréis esa correspondencia, y me daréis cuenta de ella —exclamó el rey con resolución.

—Y entonces, ¿qué tendré que hacer en la Hacienda?

—Todo lo que no haga el señor Fouquet.

—Eso es lo que yo pedía a Vuestra Majestad. Gracias, me voy tranquilo.

Marchó efectivamente al decir estas palabras, mientras Luis lo miraba. Aún no estaba Colbert a cien pasos de distancia del Louvre, cuando recibió el rey un correo de Inglaterra. Después de haber mirado y sondeado la cubierta del pliego rompióla precipitadamente, y encontró una carta del rey Carlos II.

He aquí lo que el príncipe inglés escribía a su hermano:

Vuestra Majestad debe estar muy inquieto con la enfermedad del señor cardenal Mazarino; pero el exceso del peligro puede serviros: el señor cardenal esta condenado por su médico. Os agradezco la respuesta que habéis dado a mi comunicación con respecto a lady Enriqueta Estuardo, mi hermana, y dentro de ocho días partirá la princesa para París acompañada de su corte.

Es muy dulce para mí reconocer la fraternal amistad que me habéis demostrado, y de llamaros más justamente aún hermano mío. Me es muy grato sobre todo el probar a Vuestra Majestad, cuánto me ocupo de lo que puede agradarle. Hacéis fortificar ocultamente a Belle-Île-en-Mer. Mal, hecho. Nunca tendremos guerra. Esa medida no me inquieta, pero me entristece… En eso gastáis millones inútiles; decidlo así a vuestros ministros, y creed que mi policía está bien informada; hacedme, hermano mío, los mismos servicios en llegando el caso.

El rey llamó violentamente, y su ayuda de cámara apareció.

—El señor Colbert acaba de salir de aquí, y no puede estar lejos… ¡Que le llamen…! —exclamó.

El ayuda de cámara iba a cumplir la orden, pero le detuvo el rey.

—No —dijo—, no… Veo toda la trama de ese hombre. Belle-Île es del señor Fouquet; Belle-Île fortificada es una conspiración del señor Fouquet. El descubrimiento de esa conspiración es la ruina del superintendente, y ese descubrimiento resulta de la correspondencia de Inglaterra; he aquí por qué quería Colbert tener esa correspondencias ¡Oh!

No me es posible, sin embargo poner toda mi fuerza en ese hombre; él no es más que la cabeza, y me falta el brazo.

Luis dio de repente un alegre grito.

—Yo tenía —observó al ayuda de cámara— un teniente de mosqueteros.

—Sí, Majestad; el señor de D’Artagnan.

—Que ha dejado mi servicio temporalmente.

—Sí, Majestad.

—Que lo busquen, y que venga aquí mañana a la hora de levantarme.

El ayuda de cámara se inclinó y salió.

—Trece millones en mi cueva —dijo entonces el rey—; Colbert teniendo mi bolsa y D’Artagnan llevando mi espada.

—¡Ya soy rey!