Capítulo XLIXPrimera aparición de Colbert

La noche transcurrió entre las angustias del rey y las del moribundo; éste esperaba librarse de sus males; aquél aguardaba su libertad.

Luis no se acostó. Una hora después de su salida de la cámara de Mazarino supo que, recobrando el moribundo algunas fuerzas, se había hecho vestir, afeitar, y peinar, y que había querido recibir a los embajadores. Semejante a Augusto, consideraba sin duda al mundo como un gran teatro y quería representar dignamente el último acto de su comedia.

Ana de Austria no volvió a presentarse en el aposento del cardenal, pues ya nada tenía que hacer en él. Las conveniencias fueron un pretexto. Por lo demás, el cardenal no preguntó por ella; el consejo que la reina diera a su hijo se le había clavado en el corazón.

A eso de media noche y muy acicalado, Mazarino entró en la agonía. Había revisado su testamento, y como éste era expresión exacta de su voluntad, y temía que una influencia interesada se aprovechase de su debilidad a fin de cambiar algunas de sus disposiciones, había dado a Colbert la consigna, y éste, paseábase en el corredor que conducía a la alcoba del cardenal como el más vigilante centinela.

Encerrado el rey en su habitación, enviaba de hora en hora a su nodriza al departamento de Mazarino, con orden de traerle el parte exacto de la salud del cardenal.

Después de haber sabido que éste se había hecho vestir, afeitar, peinar, y que había recibido a los embajadores, supo también que ya comenzaban por su alma las oraciones de los agonizantes.

A la una de la mañana había ensayado Guénaud el último remedio llamado heroico. Mazarino respiró cerca de diez minutos después de haberlo tomado, y dio orden para que se extendiese por todas partes y al momento el rumor de una crisis feliz. A esta noticia sintió el rey pasar como un sudor frío por su frente; había entrevisto el día de su libertad, y la esclavitud le parecía más triste y menos aceptable que nunca. Pero el parte que siguió cambió enteramente la faz de las cosas. Mazarino ya no respiraba del todo, y apenas repetía las oraciones que a su lado recitaba el párroco de San Nicolás de los Campos. El rey comenzó a andar con agitación en su cámara, y a consultar, al mismo tiempo que andaba, muchos papeles que había sacado de una cajita, cuya llave sólo él guardaba. Volvió por tercera vez la nodriza. Mazarino acababa de hacer un juego de palabras y de ordenar que se volviese a barnizar su Flora de Ticiano.

Finalmente, a eso de las dos de la mañana, ya no pudo el rey resistir su desfallecimiento, pues no había dormido en veinticuatro horas.

El sueño, tan tenaz en su edad, apoderóse de él y le venció por espacio de cerca una hora; pero no se acostó, sino que durmió en su sillón. A las cuatro entró en la cámara la nodriza y lo despertó.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—Mi querida Majestad —dijo la nodriza juntando las manos con aire de conmiseración—, ¡ha muerto!

El rey se levantó de un salto, como si hubiese tenido en las piernas un resorte de acero.

—¡Muerto! —exclamó.

—¡Ay! Sí.

—Pero ¿eso es cierto?

—¿Oficial?

—Sí.

—¿Se ha dado ya la noticia?

—Aún no.

—Pero ¿quién te ha dicho que el cardenal haya muerto?

—El señor Colbert.

—¿Y estaba él cierto de lo que decía?

—Salía de la cámara y había tenido durante unos minutos un espejo junto a los labios del cardenal.

—¡Ah! —exclamó el rey—. ¿Y qué ha sido de Colbert?

—Acaba de salir del cuarto de Su Eminencia.

—¿Para ir adónde?

—Para seguirme.

—De modo que está…

—Aquí, mi querida Majestad, esperando en la puerta que tengáis el gusto de recibirlo.

Luis corrió a la puerta, la abrió él mismo, y vio a Colbert en el pasillo, en pie y esperando. El rey estremecióse al aspecto de aquella estatua vestida de negro.

Colbert, saludando con profundo respeto, dio dos pasos hacia el rey. Luis entró en la cámara haciendo señas a Colbert para que le siguiera.

Colbert entró y Luis despidió a la nodriza, que cerró la puerta al salir. Colbert se paró modestamente al lado de esa puerta.

—¿Qué venís a decirme, caballero? —dijo Luis muy turbado de ser sorprendido en su pensamiento íntimo, que no podía ocultar completamente.

—Que el señor cardenal acaba de morir, Majestad, y que os traigo su último adiós.

El rey permaneció pensativo un instante, durante el cual miró atentamente a Colbert; era evidente que recordaba el último pensamiento del cardenal.

—¿Sois vos el señor Colbert? —preguntó.

—Sí, Majestad.

—¿Fiel servidor de Su Eminencia, como él mismo me ha dicho?

—Sí, Majestad.

—¿Depositario de una parte de sus secretos?

—De todos.

—Los amigos y domésticos de Su Eminencia me serán queridos, caballero, y tendré cuidado de que seáis colocado en mis oficinas:

Colbert se inclinó.

—¿Sois financiero?

—Sí, Majestad.

—¿Y el señor cardenal os empleaba en sus negocios?

—He tenido tal honor, Majestad.

—Pero creo que nunca hicisteis nada personalmente por mi casa.

—Dispensad, Majestad; yo soy quien tuvo el honor de dar al señor cardenal la idea de una economía que produce trescientos mil francos al año a las cajas de Su Majestad.

—¿Qué economía, caballero?

—¿Vuestra Majestad sabe que los cien suizos tienen encajes de plata en los dos lados de las cintas?

—Indudablemente.

—Pues bien, Majestad, yo soy quien propuso que esos encajes fuesen de plata falsa; esto parece que no es nada; mas son cien mil escudos, son la manutención de un regimiento por un semestre, o el precio de diez mil buenos mosquetes, o el importe de un buque de diez cañones dispuesto a darse a la vela.

—Es cierto —dijo Luis XIV considerando con más atención al personaje—; y es una economía muy bien hecha, pues era ridículo que los soldados llevasen el mismo encaje que los señores.

—Soy dichoso en ser aprobado por Vuestra Majestad —dijo Colbert.

—¿Y es ése el único empleo que teníais con el cardenal? —preguntó el rey.

—También me había encargado el cardenal examinar las cuentas de la superintendencia.

—¡Ah! —dijo Luis XIV, que ya se disponía a despedir a Colbert, pero que se detuvo al oír estas palabras—. ¡Ah! ¿Sois vos a quien el cardenal había encargado de intervenir al señor Fouquet? ¿Qué ha resultado?

—Que hay déficit; pero si Vuestra Majestad me permite…

—Hablad; señor Colbert.

—¿Debo dar algunas explicaciones a Vuestra Majestad?

—No, caballero, vos sois quien habéis intervenido esas cuentas; dadme la suma.

—Eso será fácil, Majestad. Vacío por todas partes, dinero en ninguna.

—Cuidado, caballero; atacáis cruelmente a la administración del señor Fouquet; el cual, según he oído decir, es hombre hábil.

Colbert ruborizóse, y después se puso pálido, porque conoció que desde aquel momento entraba en lucha con un hombre cuyo poder casi igualaba al del que acababa dé morir.

—Sí, Majestad, un hombre muy hábil —repitió Colbert inclinándose.

—Pero si el señor Fouquet es un hombre hábil, y si a pesar de su habilidad falta el dinero, ¿quién tiene la culpa?

—Yo no acuso, Majestad, sino pruebo.

—Está bien; haced vuestras cuentas y presentádmelas. ¿Decís que hay déficit? Un déficit puede ser pasajero; el crédito vuelve y los fondos crecen:

—No, Majestad.

—Por éste año, quizá, lo comprendo; pero ¿y en el próximo?

—El próximo, Majestad, está tan comido como el actual.

—¿Y el otro año?

—Como el próximo.

—¿Qué me decís, señor Colbert?

—Afirmo que hay cuatro años comprometidos de antemano.

—Entonces se hará un empréstito:

—Ya se han hecho tres, Majestad.

—Crearé oficios a fin de hacerlos renunciar, y se guardará el dinero de las cargas.

—Imposible, Majestad, porque ya ha habido creaciones sobre donaciones de oficios, cuyas provisiones se han entregado en blanco, de modo que los adquirentes gozan de ellos sin desempeñarlos. Por otra parte, el señor superintendente ha dado un tercio de remisión en cada tratado, de suerte que los pueblos son exprimidos sin que se aproveche de ello vuestra Majestad.

El rey, hizo un movimiento.

—Explicadme eso, señor Colbert.

—Que Vuestra Majestad formule su pensamiento y me diga lo que desea que yo le explique.

—Tenéis razón; claridad ¿no es eso?

—Sí, Majestad; claridad. Dios es Dios, sobre todo por haber creado la luz.

—Pues bien —prosiguió Luis XIV—, si hoy que ha muerto el señor cardenal y quedo hecho rey, quisiera, por ejemplo, tener dinero…

—Vuestra Majestad no lo tendría.

—¡Oh! He aquí algo raro, señor. ¿Cómo no iba a encontrarme dinero mi superintendente?

Colbert sacudió su cabezota.

—Entonces —dijo el rey—, ¿tan empeñada están las rentas del Estado que ya no sean rentas?

—Sí, Majestad, hasta ese punto. El rey frunció el ceño.

—Pues entonces reuniré los libramientos para conseguir de los tenedores un descargo, una liquidación a buen precio.

—Imposible, porque los libramientos han sido convertidos en billetes, los cuales, para facilidad de transacción, están cortados en tantas partes originales que es imposible reconocer el original.

Luis, muy agitado, se paseaba de arriba abajo con el ceño siempre arrugado.

—Pues si es así como decís, señor Colbert —dijo al fin deteniéndose de pronto—, ¿estaré arruinado aun antes de reinar?

—Lo estáis, en efecto, Majestad repuso el impasible alineador de guarismos.

—Pero, sin embargo, señor, el dinero está en alguna parte.

—En efecto, y, para empezar, traigo a Vuestra Majestad una nota, pero que me los había confiado a…

—¿A vos?

—Con prescripción de ponerlos en manos de Vuestra Majestad.

—¡Cómo! ¿Además de los cuarenta millones del testamento?

—Sí, Majestad.

—¿Aun tenía más fondos el señor cardenal?

Colbert se inclinó.

—¡Pero ese hombre era un abismo! —murmuró el rey—. El señor Mazarino por una parte, por otra, el señor Fouquet; más de cien millones quizá entre los dos; así no me espanta que mis arcas estén vacías.

Colbert esperaba sin moverse.

—¿Y esa suma que me traéis vale la pena? —preguntó el rey.

—La cantidad es bastante redonda, Majestad.

—¿Asciende?

—A trece millones de libras.

—¡Trece millones! —exclamó Luis XIV estremeciéndose de alegría—. ¿Decís trece millones, señor Colbert?

—Sí, Majestad, he dicho trece millones.

—¿Que todo el mundo ignora?

—Que todo el mundo ignora.

—¿Que están en vuestras manos?

—En mis manos, sí, Majestad.

—¿Y que puedo tener?

—Dentro de dos horas.

—¿Pues dónde se hallan?

—En la cueva de una casa que el señor cardenal poseía y que ha tenido a bien legarme por cláusula particular de su testamento.

—¿Luego conocéis el testamento del señor Mazarino?

—Tengo una copia firmada de su mano.

—¿Una copia?

—Sí, Majestad, hela aquí. Colbert, sacó sencillamente la escritura, de su bolsillo y la enseñó al rey, quien leyó el artículo relativo a la donación de la casa.

—Aquí sólo se trata de la casa —dijo— y en ninguna parte se menciona el dinero.

Perdón, Majestad, está en mi conciencia.

—¿Y el señor Mazarino ha confiado en vos?

—¿Por qué no, Majestad?

—¿El, el hombre desconfiado por excelencia?

—No lo era conmigo, como puede ver Vuestra Majestad.

Luis fijó asombrado su mirada en aquella cabeza vulgar, pero expresiva.

—Sois un hombre honrado, señor Colbert —dijo el rey.

—Eso no es virtud, Majestad, sino deber —contestó, Colbert fríamente.

—Pero ese dinero —añadió Luis XIV—, ¿no es de la familia?

—Si fuera de la familia estaría en el testamento del cardenal, como lo demás de su fortuna. Si fuera de la familia, yo, que he redactado el acta de donación hecha en favor de Vuestra Majestad, hubiese añadido la cantidad de trece millones a la de los cuarenta que ya se os ofrecían.

—¡Cómo! —exclamó Luis XIV—. ¿Sois vos quien redactó la donación, señor Colbert?

—Sí, Majestad.

—¿Y el cardenal os quería? —repuso cándidamente el rey.

—Yo había asegurado a Su Eminencia que Vuestra Majestad no aceptaría —dijo Colbert con el mismo tono de tranquilidad que ya hemos observado, y que, aun en los negocios habituales de la vida, tenía algo de solemne.

Luis pasó una mano por su frente.

—¡Oh! Soy joven —exclamó en voz muy baja— para mandar hombres.

Colbert aguardaba el fin de este monólogo interior, y vio a Luis que alzaba la cabeza.

—¿A qué hora enviaré el dinero a Vuestra Majestad? —preguntó.

—Esta noche a las once. Deseo que nadie sepa lo que tengo. Colbert no respondió, como si la cosa no fuese con él.

—¿Esa suma está en barras o en oro acuñado?

—En oro acuñado, Majestad.

—Bien.

—¿Dónde lo enviaré?

—Al Louvre; gracias, señor Colbert.

Colbert inclinóse y salió.

¡Trece millones! —exclamó Luis XIV cuando se vio solo—. ¡Es un sueño!

Enseguida dejó caer la frente entre las manos, como si en efecto durmiese.

Pero al cabo de un instante alzó la cabeza, sacudió su hermosa cabellera, se levantó, y abriendo con violencia la ventana, bañó sus ardientes sienes en el aire de la mañana que le llevaba el olor acre dé los árboles, el dulce perfume de las flores.

Una aurora resplandeciente apareció en el horizonte, y los primeros rayos del sol inundaron de llamas la frente del joven rey.

—Esta aurora es la de mi reinado —murmuró Luis XIV—. ¿Es este un presagio qué me enviáis, Dios Omnipotente?