El mismo día en que se enviara el donativo al rey, el cardenal se había hecho trasladar a Vincennes, adonde le siguieron el rey y la Corte. Los últimos resplandores de esta antorcha todavía despedían bastante brillo para absorber con sus rayos todos los otros fanales.
El joven Luis XIV, satélite fiel de su ministro, según hemos visto ya, marchaba hasta el último momento en el sentido de su gravitación. El mal había empeorado, y ya no era aquello un ataque de gota, sino un ataque de muerte. Había, por otra parte, algo que hacía a este agonizante más agonizante aún, y era la ansiedad que provocaba en su ánimo aquella donación enviada al rey, y que al decir de Colbert debía ser devuelta y no aceptada. Su Eminencia tenía gran fe, como ya lo hemos visto, en las predicciones de su secretario; pero la suma era considerable, y cualquiera que fuese el genio de Colbert, el cardenal no podía menos de pensar alguna que otra vez que, además de él, también había podido engañarse el padre teatino, y que había por lo menos tantas probabilidades para que él se condenase como para que Luis XIV le devolviera sus millones.
Además, mientras más tardaba en volver la donación, tanto más creía Mazarino que cuarenta millones bien vale la pena de exponer algo, y, sobre todo, una cosa tan hipotética como el alma.
Mazarino, como cardenal y primer ministro, era casi ateo y completamente materialista.
Cada vez que se abría la puerta volvíase con viveza hacia ella, creyendo ver entrar allí su desventurada donación; mas engañada su esperanza, volvíase a acostar con un suspiro y le atacaba el dolor con más fuerza que antes.
También Ana de Austria había seguido al cardenal; aunque la edad hubiera hecho egoísta su corazón, no podía negarse a demostrar a este moribundo una tristeza que le debía en calidad de mujer, como dicen unos, en calidad de soberana, como dicen otros.
Por anticipado, habíase compuesto una fisonomía de duelo, y toda la Corte le imitaba. Luis, para no manifestar en el rostro lo que pasaba en su corazón, se obstinaba en permanecer confinado en su cámara, donde solamente le hacía compañía su nodriza; unas veces veía acercarse el término en que cesaría para él toda contradicción, otras se convertía en humilde y paciente, replegándose en sí mismo, como todos los hombres fuertes que tienen algún designio, para tener más medios en el instante decisivo.
La extremaunción había sido administrada en secreto al cardenal, que, fiel a sus hábitos de disimulo, luchaba contra las apariencias y aun contra la realidad, recibiendo visitas en su lecho coma si sólo estuviera atacado de un mal pasajero. Guénaud, por su parte, guardaba el más absoluto secreto; interrogado y, fatigado de investigaciones y de preguntas, sólo contestaba: «Su Eminencia está todavía lleno de juventud y de fuerza; pero Dios quiere lo que quiere, y cuando ha decidido que debe abatir al hombre, es necesario que el hombre sea abatido».
Estas, palabras, que sembraba con una especie de discreción, de reserva y de preferencia, las comentaban dos personas con marcado interés: el monarca y el cardenal.
A pesar de la profecía de Guénaud, siempre se engañaba Mazarino, o mejor dicho, representaba tan bien su papel, que los más diestros, al decir que se engañaba, demostraban que ellos eran los engañados.
Hacía dos días que Luis no veía al cardenal, pues tenía los ojos fijos en aquella donación que tanto preocupaba a Su Eminencia, y ni sabía a punto fijo dónde estaba Mazarino.
El hijo de Luis XIII, siguiendo las tradiciones paternas, había sido tan poco rey hasta allí, que aun cuando deseaba ardientemente reinar, lo quería con el horror que acompaña siempre a lo desconocido. Pero habiendo tomado su resolución, que por otra parte no comunicó a nadie, se decidió a pedir una entrevista a Mazarino. Ana de Austria, siempre asidua al lado del cardenal, fue la primera que oyó la proposición del rey y quien la transmitió al moribundo haciéndole temblar.
¿Con qué objeto pedía Luis XIV está entrevista? ¿Era para devolver, como había dicho Colbert? ¿Era para guardar, después de dar las gracias, según pensaba Mazarino? Mas como quiera que el moribundo sentía aumentarse su mal con la incertidumbre, no vaciló un instante.
—Su Majestad será bienvenido —exclamó haciendo a Colbert, sentado al pie de la cama, un signo que comprendió éste muy bien.
—Señora —continuó Mazarino—, ¿será tan bondadosa Vuestra Majestad que asegure por sí misma al rey la verdad de lo que digo?
Ana de Austria se levantó; también ella quería fijarse con respecto a los cuarenta millones, que era el sordo pensamiento de todo el mundo. Salió, y Mazarino hizo un gran esfuerzo, incorporándose hacia Colbert.
—Mira, Colbert —dijo—, han transcurrido dos días desgraciados, dos días mortales, y ya ves, nada ha venido de por allá.
—Paciencia, monseñor —dijo Colbert.
—¡Estás loco, necio! ¡Tú me aconsejas paciencia! ¡Oh! ¡Te burlas de mí, Colbert; ves que me muero y, me dices que espere!
—Monseñor —dijo Colbert con su habitual sangre fría—, es imposible que las cosas no sucedan según he dicho. Su Majestad viene a veros, y él mismo os traerá la donación.
—¿Tú lo crees? Pues bien, yo, por el contrario, estoy cierto de que Su Majestad viene a darme las gracias:
En aquel momento entró Ana de Austria. Al ir en busca de su hijo habíase encontrado en las antesalas con un nuevo empírico.
Tratábase de unos polvos que debían salvar al cardenal, y Ana de Austria llevaba una muestra de estos polvos.
Pero no era esto lo que aguardaba Mazarino; así es que ni siquiera quiso mirarlos, asegurando que la vida no valía todos los trabajos que se tomaban por conservarla. Mas al mismo tiempo que profería este axioma filosófico, se le escapaba su secreto, largo tiempo contenido.
—Señora —dijo—, no está en eso lo interesante de la situación. Hace dos días que hice al rey una pequeña donación; hasta aquí, por delicadeza sin duda, Su Majestad no ha querido hablar; mas llega el momento de las explicaciones, y yo os suplico me le digáis qué piensa el rey sobre el particular.
Ana de Austria hizo un movimiento para responder, y Mazarino la detuvo.
—¡La verdad, señora —dijo—, en nombre del cielo! ¡No animéis a un moribundo con una esperanza que sería vana!
Detúvose aquí, pues una mirada de Colbert le decía que iba por mal camino.
—Ya sé —dijo Ana de Austria tomando una mano del cardenal—, ya sé que habéis hecho generosamente, no una pequeña, donación, como decís con tanta modestia, sino un don magnífico. Sé cuán penoso os será que el rey…
Mazarino escuchaba, moribundo y todo, como no lo hubieran hecho diez vivos.
—Que el rey… que el rey —continuó Ana de Austria— no aceptará de buen grado lo que tan noblemente le ofrecéis.
El cardenal se dejó caer sobre la almohada con toda la desesperación de un hombre que se abandona al naufragio; pero conservó todavía bastante, fuerza y presencia de espíritu para clavar en Colbert una de esas miradas que bien valen diez sonetos, es decir, diez poemas.
—¿No es cierto —añadió la reina—, que hubierais considerado la negativa como una especie de injuria?
Mazarino hizo rodar su cabeza sobre la almohada sin proferir ni una sílaba.
La reina, se engañó, o simuló engañarse a esta demostración.
—Así es —repuso—, que he me guiado con buenos consejos; y como ciertas personas, envidiosas indudablemente de la gloria que ibais a conquistar por esa generosidad, se esforzasen en probar al rey que debía rehusar la donación, he luchado en favor vuestro, y he luchado tan bien, que creo no tendréis que sufrir este disgustó.
—¡Ah! —murmuró Mazarino con ojos lánguidos—. ¡Ah! ¡Ese es un servicio que no olvidaré ni un minuto durante las pocas horas que me restan de vida!
—Por lo demás, debo decirlo —continuó Ana de Austria—, no me ha costado poco conseguírselo a Vuestra Eminencia.
—¡Ah! ¡Maldición! ¡Lo creo! ¡Oh!
—¿Qué tenéis?, Dios mío.
—Me abraso.
—¿Padecéis mucho?
—Como un maldito.
Colbert hubiera querido desaparecer bajo los entarimados.
—De suerte —prosiguió Mazarino—, que vuestra Majestad supone que el rey… —y aquí se detuvo unos segundos— que el rey vendrá para hacerme algunos cumplidos…
—Lo creo —dijo la reina.
El cardenal lanzó a Colbert, como si fuese un rayo su última mirada.
En este momento anunciaron los ujieres al rey en las antecámaras llenas de gente. Este anuncio produjo un momento de confusión, del cual aprovechóse Colbert para desaparecer por la cortecilla del hueco de la cama. Ana de Austria se levantó y esperó de pie a su hijo. Luis. XIV apareció en el umbral, con los ojos clavados en el moribundo, que ya no se tomaba el trabajo de menearse por una Majestad, de la cual pensaba que nada tenía ya que esperar.
Un ujier rodó un sillón hasta ponerlo cerca del lecho. Luis saludó, a su madre, luego al cardenal, y se sentó enseguida. La reina se sentó también.
Y como el rey mirase detrás de sí, el ujier entendió esta mirada, hizo una seña y se apartaron los cortesanos que habían permanecido a la puerta.
El silencio cayó en la cámara con las cortinas de terciopelo.
El rey, aún muy joven y tímido ante aquél que había sido su maestro desde que naciera, le respetaba más en aquella suprema majestad de la muerte, no se atrevía, pues, a entablar conversación, viendo que cada palabra debía tener un pensamiento, no, sólo sobre las cosas de este mundo, sino también sobre las del otro.
En cuanto al cardenal, sólo tenía un pensamiento en aquel momento: su donación. No era el dolor el que le daba aquel aspecto abatido y aquella mirada triste, sino esperar aquel cumplimiento que iba a salir de boca del rey y a cortarle toda esperanza de restitución.
El cardenal fue el primero qué rompió el silencio.
—¿Ha venido Vuestra Majestad a establecerse en Vincennes?
Luis movió la cabeza.
—Es un favor precioso —continuó Mazarino— que concede a un moribundo y que hará más dulce la muerte.
—Espero —contestó el rey— que vengo a visitar, no a un moribundo, sino a un enfermo susceptible de curación.
Mazarino hizo otro movimiento de cabeza, que significaba: «Muy bondadosa es Vuestra Majestad; pero sé más que vos de esto».
—La última visita, Majestad, la íntima.
—Si así fuese, señor cardenal —dijo Luis XIV—, aún vendría nuevamente a pedir conejos a un guía a quien todo lo debo.
Ana de Austria era mujer y no pudo contener las lágrimas. El mismo Luis se manifestó muy conmovido, y Mazarino más aún que sus dos huéspedes; pero por otros motivos. Otra vez volvió el silencio; la reina enjugó sus mejillas y Luis recobró su firmeza.
—Decía —continuó el rey— que debo mucho a Vuestra Eminencia. Los ojos del cardenal devoraron al rey, porque sentía llegar el momento supremo.
—Y el principal objeto de mi visita —prosiguió— era daros gracias muy sinceras por el último testimonio de amistad que habéis tenido a bien enviarme.
Las mejillas del cardenal se pusieron cóncavas, sus labios entreabriéronse y el más lamentable suspiro que jamás se haya dado se preparó a salir de su pecho.
—Majestad —dijo—, habré despojado a mi desgraciada familia, habré arruinado a todos los míos, de lo cual pueden hacerme un cargo, pero al menos no se dirá que he rehusado sacrificarlo todo a mi rey.
Ana de Austria renovó su llanto.
—Querido señor Mazarino —dijo el rey con el tono grave que no debía esperarse de su juventud—, me habéis comprendido mal a lo que veo.
El cardenal se incorporó sobré un codo.
—Aquí no se trata de arruinar a vuestra querida familia, ni de despojar a vuestros servidores. ¡Oh, no! Nada de eso.
«Entonces, va a devolverme algo —pensó Su Eminencia—. Saquemos el mendrugo lo más grande posible».
«El rey, se va a enternecer y a darla de generoso —pensó la reina—; no le dejemos que se empobrezca, pues no se presentará nunca semejante ocasión de fortuna».
—Majestad —dijo en voz alta el cardenal—, mi familia es muy numerosa, y mis sobrinas van a verse privadas de todo no viviendo yo.
—¡Oh! —se apresuró a interrumpir la reina—. No sintáis ninguna inquietud con respecto a vuestra familia; nosotros no tendremos amigos más preciosos que vuestros amigos; vuestras sobrinas serán mis hijas, hermanas de Su Majestad, y si se distribuye una gracia en Francia, será para quienes amáis.
—¡Eso es humo! —pensó Mazarino, que comprendía mejor que nadie lo que puede sacarse de las promesas de los reyes.
Luis leyó el pensamiento del moribundo en su rostro. Tranquilizaos, querido Mazarino —le dijo con melancólica sonrisa oculta en su ironía—; las señoritas Mancini perderán su mayor bien con vuestra muerte, pero no por eso dejarán de ser las herederas más ricas de Francia, y puesto que habéis querido donarme sus dotes.
El cardenal estaba jadeante.
—Yo se los devuelvo —prosiguió el rey Luis XIV sacando de su pecho y alargando hacia el cardenal el pergamino que contenía la donación que por espacio de dos días había producido tantas tempestades en el ánimo Mazarino.
—¿Qué os había dicho, señor? —murmuró en el hueco de la cama una voz que pasó como un soplo.
—¡Vuestra Majestad me devuelve mi donación! —exclamó Mazarino, tan turbado por el regocijo, que olvidó su papel de bienhechor.
—¡Vuestra Majestad devuelve los cuarenta millones! —exclamó Ana de Austria, tan estupefacta que olvidó su papel de afligida.
—Sí, señor cardenal; sí, señora —contestó Luis XIV, rompiendo el pergamino que aún no se había atrevido a coger Mazarino—. Sí, inutilizando este documento que expoliaba a toda la familia. Los bienes adquiridos por Su Eminencia a mi servicio son suyos y no míos.
—Pero —repuso Ana de Austria—, ¡piense Vuestra Majestad que no tiene diez mil escudos en sus arcas!
—Señora, acabo de hacer mi primera acción regia y creo que inaugurará dignamente mi reinado.
—¡Ah! ¡Majestad, tenéis razón! —exclamó Mazarino—. Es ciertamente grande y generoso lo que acabáis de hacer.
Y miraba uno después de otro los pedazos de pergamino esparcidos sobre el lecho, para cerciorarse bien que había roto el original y no una copia.
Al fin, sus ojos se encontraron con aquel en que estaba la firma, y después que la reconoció, dejóse caer debilitado en la almohada.
Ana de Austria, sin fuerza para ocultar su disgusto, alzaba las manos y los ojos al cielo.
—¡Ah, Majestad! —murmuró Mazarino—. ¡Ah, Majestad! ¡Seréis bendecido, Dios mío! ¡Seréis amado por toda mi familia! ¡Per Bacco! Si algún disgusto os viniese de parte de los míos, fruncid las cejas, Majestad, y salgo de mi sepulcro.
Esta fanfarronada no causó todo el efecto con que Mazarino contaba. Luis había ya pasado a consideraciones de un orden superior, y en cuanto a la reina Ana, no pudiendo soportar, sin abandonarse a la ira que sentía rugir dentro de sí, aquella magnanimidad de su hijo y aquella hipocresía del cardenal, se levantó y salió de la cámara, poco cuidadosa de manifestar así su despecho.
Todo lo adivinó Mazarino, y temiendo que Luis XIV se arrepintiese de su primera decisión, empezó a gritar para dar otra dirección a los ánimos, como más tarde debía hacerlo Scapin en aquella farsa sublime que el regañón y melancólico Boileau se atrevió a reprender a Moliere.
Sin embargo, poco a poco calmáronse los gritos, y cuando Ana de Austria salió de la cámara se extinguieron del todo.
—Señor cardenal —dijo el rey—, ¿tenéis ahora alguna recomendación que hacerme?
—Majestad —contestó Mazarino—, ya sois la misma sabiduría, la prudencia en persona, y en cuanto a generosidad, no digo, lo que acabáis de hacer excede a cuanto han hecho jamás los hombres más bondadosos de la antigüedad y de los tiempos modernos.
El rey permaneció impasible a este elogio.
—¿De modo —dijo—, que os limitáis a darme las gracias, y vuestra experiencia, más conocida todavía que mi sabiduría, mi prudencia y mi generosidad, no os sugiere un consejo amistoso que me sirva para el porvenir?
Mazarino reflexionó un instante, y dijo:
—Mucho acabáis de hacer por mí, es decir, por los míos.
—No me habléis de eso —dijo el rey:
—Pues bien —prosiguió Mazarino—, quiero daros algo en cambio de ésos cuarenta millones que me abandonáis tan regiamente.
Luis XIV hizo un movimiento que demostraba que todas aquellas adulaciones le hacían padecer.
—Quiero —siguió diciendo Mazarino— daros un consejo; y un consejo más valioso que los cuarenta millones.
—¡Señor cardenal! —interrumpió Luis XIV.
—Escuchad el consejo, Majestad.
—Escucho.
Aproximaos, que me debilito… Más cerca, Majestad, más cerca. El rey se inclinó sobre el lecho del moribundo.
—Majestad —dijo el cardenal en voz tan baja que, el soplo de su palabra llegó sólo como una recomendación del sepulcro a los oíos atentos del joven rey—, no tengáis jamás primer ministro.
Luis se incorporó asombrado. El consejo era una confesión. Era un tesoro, en efecto, aquella confesión sincera de Mazarino. El legado del cardenal al joven rey se componía solamente de seis palabras; pero éstas como había dicho Su Eminencia valían cuarenta millones.
Luis permaneció un momento aturdido. En cuanto a Mazarino, parecía haber dicho algo muy natural.
—Ahora, aparte de vuestra familia —dijo el rey—, ¿tenéis alguno a quien recomendarme, señor Mazarino?
Un ligero frotamiento se escuchó en las cortinas de la cama. Mazarino comprendió.
—Sí, sí, Majestad —exclamó vivamente—; os recomiendo un hombre sabio, un hombre honrado, un hombre hábil.
—Manifestadme su nombre, señor cardenal.
—Su nombre os es casi desconocido hasta ahora, Majestad; el señor Colbert, mi intendente. ¡Oh! Valeos de él —añadió Mazarino—; todo lo que ha predicho ha sucedido; tiene buen golpe de vista y jamás se engaña ni sobre las cosas ni sobre los hombres, lo cual es más sorprendente aún. Majestad, mucho os debo, pero creo desquitarme dándoos al señor Colbert.
—Bien —dijo Luis XIV, porque como decía Mazarino, ese nombre de Colbert le era desconocido, y tomaba este entusiasmo del cardenal por delirio de agonizante.
El cardenal volvió a caer en la almohada.
—Por última vez, adiós, Majestad, adiós —murmuró Mazarino—. Estoy cansado y tengo que andar todavía un camino áspero antes de presentarme delante de mi nuevo amo… ¡Adiós, Majestad!
El rey sintió lágrimas en sus ojos. Se inclinó sobre el moribundo, ya medio cadáver, y enseguida se apartó precipitadamente.