La noticia de la situación en que se encontraba el cardenal se había ya propagado por todas partes, y traía al Louvre tanta gente al menos; como la noticia del matrimonio de Monsieur, hermano del rey, la cual ya se había anunciado oficialmente.
Apenas había entrado en su cámara Luis XIV, muy preocupado todavía con las cosas vistas y oídas aquella noche, cuando el ujier anunció que la misma muchedumbre de cortesanos que había acudido por la mañana a la hora de levantarse el rey, se presentaba también a la hora de acostarse, favor insigne que, durante el reinado del cardenal, la Corte, muy poco discreta en sus preferencias, había concedido al ministro sin cuidarse de no disgustar al rey:
Pero el ministro había tenido, según ya hemos dicho, un gran ataque de gota, y la marea de la adulación subía hacia el trono.
Los cortesanos tienen el maravilloso instinto de vislumbrar los acontecimientos, la ciencia suprema; son diplomáticos para adivinar los grandes desenlaces de las circunstancias críticas, capitanes para encontrar las salidas de las batallas, y médicos para curar las enfermedades.
Luis XIV, a quien su madre había enseñado este axioma, entre otros muchos, conoció que Su Eminencia el cardenal Mazarino estaba muy enfermo.
Apenas hubo Ana de Austria conducido a sus habitaciones a la reina y aliviado su frente del peso del tocado de ceremonia, volvió en busca de su hijo al gabinete; donde solo, melancólico y con el corazón lacerado, hacía pesar sobre sí mismo, como para ejecutar su voluntad, una de esas cóleras sordas y terribles, cóleras de rey, que cuando estallan son acontecimientos, y que en Luis XIV, gracias al poder asombroso que sobre sí tenía, eran tormentas tan benignas, que su más ardiente, su única cólera, la que señala Saint Simon, sorprendiéndose, fue aquella celebre que estalló cincuenta años más tarde, a causa de una esquela del señor duque del Maine, y que tuvo por resultado una granizada de bastonazos descargada sobre las costillas de un infeliz lacayo que había robado un bizcocho.
El joven rey que, como hemos visto, era presa de una sobrexcitación dolorosa, se decía a sí propio contemplándose a un espejo:
«¡Oh rey! ¡Rey de nombre y no de hecho! ¡Fantasma! ¡Vano fantasma! Estatua inerte que no tienes otro poder que el de provocar un saludo de los cortesanos, ¿cuándo podrás levantar tu brazo de terciopelo y apretar tu mano de seda? ¿Cuándo podrás abrir, no para suspirar o sonreírte, tus labios, condenados a la inmovilidad estúpida de los mármoles de tu galería?».
Pasando entonces la mano por su frente y buscando aire, acercóse a una ventana y vio abajo algunos caballeros qué charlaban y grupos tímidamente curiosos. Estos caballeros eran una fracción de la ronda; los grupos eran los curiosos del pueblo para quienes un rey es siempre cosa digna de ver, como un rinoceronte, un cocodrilo o una serpiente. Y con la palma de la mano se dio un golpe en la frente, prorrumpiendo:
—¡Rey de Francia! ¡Qué título! ¡Pueblo de Francia! ¡Qué masa de criaturas! Entro yo en mi Louvre, mis caballos humean todavía, y apenas he producido interés para que me miren pasar veinte personas… ¡Qué digo veinte! No, no hay veinte curiosos para el rey de Francia; no hay ni diez arqueros para guardar su casa: arqueros, pueblo, guardias; todo está en el palacio real. ¡Dios santo! Yo, el rey, ¿no tengo el derecho de pediros esto?
—Porque —dijo una voz respondiendo a la suya y que resonó del otro lado de la puerta del gabinete—, porque en el palacio real está todo el oro, esto es, todo el poder de aquel que quiere reinar.
Luis se volvió precipitadamente. La voz que acababa de pronunciar tales palabras era la de Ana de Austria. El rey se estremeció y adelantóse hacia su madre.
—Espero —dijo— que Vuestra Majestad no ha prestado atención a las vanas declamaciones que la soledad y el disgusto, familiares en los reyes, causan en los caracteres más felices.
—Yo sólo he prestado atención a una cosa, hijo mío, y es que os quejabais.
—¡Yo! Nada de eso —repuso Luis XIV—; de veras que no; os equivocáis, señora.
—¿Pues qué hacíais?
—Me parecía estar bajo la férula de mi profesor y desarrollaba un tema de amplificación.
—Hijo mío —replicó Ana de Austria moviendo la cabeza—, hacéis mal en no fiaros de mi palabra; hacéis mal en no concederme vuestra confianza. Día llegará, y quizá está próximo, en que tendréis necesidad de recordar este axioma: «El oro es todopoderoso, y sólo son verdaderamente reyes los que son todopoderosos».
—¿No era, pues, vuestra voluntad —dijo el rey—, vituperar a los ricos de este siglo?
—No —dijo con viveza Ana de Austria—; los que son ricos en este siglo, bajo vuestro reinado, son ricos porque vos lo habéis tenido a bien, y no alimento contra ellos ni odios ni envidias: sin duda, ellos han servido bien a Vuestra Majestad, para que Vuestra Majestad les haya permitido recompensarse. Esto es lo que quiero decir con las palabras que parece me echáis en cara.
—No, quiera Dios, señora, que jamás eche nada en cara a mi madre.
—Sin embargo —continuó Ana de Austria—, el Señor no da jamás, sino por un tiempo limitado, los bienes de la tierra. Dios ha puesto como corrosivo a los honores y riquezas, los padecimientos, las enfermedades y la muerte; y nadie —repuso Ana de Austria con dolorosa sonrisa que hacía a sí misma la aplicación del fúnebre precepto—, nadie se lleva sus bienes, y su grandeza a la tumba. De aquí resulta, que los jóvenes recogen los frutos de la mies preparada por los viejos.
Luis escuchaba con atención creciente estas palabras, acentuadas por Ana de Austria con un objeto evidentemente consolador.
—Señora —dije Luis XIV mirando fijamente a su madre—; diríase que teníais algo más que anunciarme.
—Nada absolutamente, hijo mío; pero habréis notado que el cardenal se halla muy malo esta noche.
Luis miró a su madre buscando la emoción en su voz y el dolor en su fisonomía. El semblante de Ana de Austria parecía levemente alterado; pero su sufrimiento tenía un carácter meramente personal. Tal vez era causada esta alteración por, el cáncer que comenzaba a morderle en el seno.
—Sí, señora —dijo el rey—, sí, está muy enfermo el señor cardenal.
—Y será una gran pérdida para el reino si llama Dios a Su Eminencia. ¿No pensáis de la misma manera, hijo mío? —preguntó Ana de Austria.
—Sí, señora; sería una gran, perdida para el reino —dijo Luis ruborizándose—; pero me parece que no es tan grande el peligro, y además el cardenal es joven todavía.
Apenas acababa de hablar el rey, cuando el ujier levantó la tapicería y permaneció de pie con un papel en la mano, aguardando a que el rey le preguntase.
—¿Qué sucede? —preguntó el rey.
—Un mensaje del señor Mazarino —respondió el ujier.
—Dadme —dijo le rey.
Tomó el papel; pero en el instante en que iba a abrirlo sonó un gran ruido en la galería; en las antecámaras y en el patio.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Luis XIV, que sin duda reconoció este triple ruido—. ¡Decía yo que no había más que un rey en Francia! Me engañaba, hay dos.
En este momento abrióse la puerta y apareció el superintendente de Hacienda, Fouquet. Él era quien hacía aquel ruido en la galería, sus lacayos en las antecámaras, y sus caballos en el patio. Además se oía un sordo murmullo a su paso que no se extinguía hasta mucho tiempo después de haber pasado. Tal era el murmullo que Luis XIV sentía tanto no oír cuando él pasaba y morir tras de sí.
—Éste no es precisamente un rey como vos creéis —dijo Ana de Austria a su hijo—, sino un hombre muy opulento y nada más.
Al decir estas palabras, un sentimiento amargo daba a las palabras de la reina su más rencorosa expresión, mientras la frente de Luis, en cambio, tranquilo y dueño de sí mismo, estaba limpia de la más ligera arruga.
Saludó; pifies, libremente a Fouquet con la cabeza, en tanto que continuaba desplegando el papel que el ujier le entregó.
Fouquet observó este movimiento, y con una urbanidad a la vez confiada y respetuosa, se acercó a Ana de Austria para dejar en completa libertad al rey.
Luis abrió el papel, pero sin leer. Escuchaba a Fouquet hacer cumplimientos a su madre, adorablemente dedicados a su mano y su brazo.
El semblante de Ana de Austria se desarrugó y pasó casi a la sonrisa.
Fouquet conoció que el rey, en vez de leer, le miraba y escuchaba; dio una leve vuelta, siguiendo dedicado, a Ana de Austria, y se encontró cara a cara con el rey.
—¿Sabéis, señor Fouquet —dijo el rey—, que el cardenal está muy enfermo?
—Sí, Majestad, lo sé —dijo Fouquet—; está muy enfermo, en efecto. Me hallaba en mi posesión de Vaux cuando supe la noticia, tan apremiante que todo lo abandoné.
—¿Habéis salido de Vaux esta tarde?
—Hace hora y media, Majestad —dijo Fouquet consultando un reloj adornado de diamantes.
—¡Hora y media! —repitió el rey bastante fuerte para sofocar su cólera, pero no para ocultar su sorpresa:
—Comprendo que Vuestra Majestad dude de mi palabra, y tiene razón; mas el haber venido así no ha sido maravilla. Me habían enviado de Inglaterra tres troncos de caballos muy vivos, según me aseguraban; los hice apostar de cuatro en cuatro leguas, y los he probado esta tarde. Han venido, efectivamente, desde Vaux al Louvre en hora y media, y ya veis que no me habían engañado.
La reina madre sonrió con secreta envidia.
Fouquet se adelantó al mal pensamiento.
—De suerte, señora —se apresuró a añadir—, que semejantes caballos están hechos no para súbditos, sino para reyes, porque los reyes jamás deben ceder a nadie en nada.
El rey alzó la cabeza.
—Sin embargo —objetó Ana de Austria—, vos no sois rey, que yo sepa, señor Fouquet.
—Por eso, señora, los caballos sólo esperan una indicación de Su Majestad para penetrar en las caballerizas del Louvre, y si yo me he permitido probarlos, ha sido por temor de ofrecer al rey algo que no fuese una maravilla.
El rey se puso muy encarnado.
—Bien sabéis, señor Fouquet —dijo la reina—, que en la corte de Francia no hay costumbre que un súbdito ofrezca nada a su rey.
Luis hizo un movimiento.
—Yo creía, señora —dijo Fouquet muy agitado—, que mi amor a Su Majestad y mi deseo constante de agradarle servían de contrapeso a esa razón de etiqueta. Además, no era un regalo lo que me atrevía a ofrecer, sino un tributo que pagaba.
—Gracias, señor Fouquet —dijo atentamente el rey—, os agradezco la intención, porque, en efecto, me gustan mucho los buenos caballos; pero bien sabéis que no soy muy rico, lo sabéis mejor que nadie, pues sois mi superintendente de Haciendo; no puedo, por tanto, aunque quisiera, comprar un tiro tan caro.
Fouquet lanzó una mirada llena de orgullo a la reina madre, que parecía triunfar de la falsa posición del ministro, y contestó:
—El lujo es virtud de reyes, Majestad; el lujo es quien los hace parecidos a Dios; por el lujo son más que los otros hombres. Un monarca alimenta y honra a sus súbditos con el lujo. Al dulce calor de este lujo de los reyes nace el lujo de los particulares, fuente de riquezas para el pueblo. Aceptando Vuestra Majestad esos seis caballos inmejorables, pecaría de amor propio a los criadores de nuestro país, del Limosín; de la Normandía, y esa emulación sería provechosa a todos… Pero el rey calla, y por tanto, estoy condenado.
Durante este tiempo Luis XIV plegaba y desplegaba el papel de Mazarino, sobre el cual aún no había fijado los ojos. Al fin detuvo en él su vista, y exhaló un leve grito al leer la primera línea.
—¿Qué hay, hijo mío? —preguntó Ana de Austria acercándose con viveza al rey.
—De parte del cardenal —contestó el rey continuando su lectura—. Sí, sí, no hay duda que es de su parte.
—¿Está acaso peor?
—Leed —dijo el rey entregando el papel a su madre, como si creyese precisa la lectura para convencerla de algo tan sorprendente como lo que contenía aquel escrito.
Ana de Austria leyó a su vez. Sus ojos brillaban con vivo gozo que pretendía en vano disimular y que atrajo las miradas de Fouquet.
—¡Oh! Una donación en regla —dijo.
—¿Una donación? —repitió Fouquet.
—Sí —dijo el rey contestando particularmente al superintendente de Hacienda—; próximo a morir, el señor cardenal me hace donación de todos sus bienes.
—¡Cuarenta millones! —murmuró la reina.
—¡Ah! Es un rasgo muy hermoso y va a contradecir muchos rumores malévolos; cuarenta millones reunidos lentamente, y que entran de un solo golpe y en masa en el real tesoro; quien hace esto es un súbdito leal y un verdadero cristiano.
Y fijando otra vez los ojos en el documento, lo devolvió a Luis XIV; a quien había hecho palpitar el anuncio de aquella cantidad enorme. Fouquet había dado algunos pasos atrás y callaba.
El rey lo miró, y le entregó el rollo. El superintendente no hizo más que fijar en él por un momento su mirada altiva. E inclinándose después, dijo:
—Sí, Majestad, una donación, ya lo veo.
—Es menester, hijo mío —dijo Ana de Austria—, contestarle al instante.
¿Y cómo, señora?
—Haciendo una visita al cardenal.
—¡Pero si apenas hace una hora que salí del cuarto de Su Eminencia! —repuso el rey.
—Entonces; escribidle:
—Escribir —dijo el rey con repugnancia.
—Creo —añadió Ana de Austria—, que un hombre que acaba de hacer semejante regalo, bien tiene derecho a esperar que se le den las gracias con alguna presteza.
Y, dirigiéndose al superintendente:
—¿No opináis así, señor Fouquet? —dijo.
—Sí, señora, el regalo bien vale la pena —observó el superintendente—, con nobleza que no escapó al rey.
—Aceptad, pues, y dad las gracias —insistió Ana de Austria.
—¿Qué es lo que dice el señor Fouquet? —preguntó Luis XIV.
—¿Vuestra Majestad desea saber mi pensamiento?
—Dad las gracias, Majestad.
—¡Ah! —exclamó Ana de Austria.
—Pero no aceptéis —prosiguió Fouquet.
—¿Por qué? —preguntó Ana de Austria.
—Vos misma lo habéis dicho, señora —replicó Fouquet, porque los reyes no deben ni pueden recibir presentes de sus súbditos.
El rey permanecía silencioso entre estas dos opiniones contradictorias.
—¡Pero cuarenta millones! —dijo Ana de Austria en el mismo tono con que la pobre María Antonieta dijo más tarde: «¡Tanto me diréis!».
Ya lo sé —dijo Fouquet—, cuarenta millones son una bonita cantidad que podría tentar aun a las conciencias regias.
—Pero, caballero —dijo Ana de Austria—, en vez de inclinar al rey a que no reciba este presente, haced notar a Su Majestad, pues obligación vuestra es, que esos cuarenta millones constituyen una fortuna.
—Precisamente, señora, porque esos cuarenta millones constituyen una riqueza, diré al rey: «Majestad, si no es decente que un rey acepte de un súbdito seis caballos de veinte mil libras, es deshonroso que deba su fortuna a otro súbdito más o menos escrupuloso en la elección de materiales que contribuyeron a la edificación de esa riqueza».
—No os sienta bien, caballero —dijo la reina Ana—, dar una lección al rey; buscadle más bien cuarenta millones para reemplazar a los que le hacéis perder.
—El rey los tendrá cuando quiera —dijo el superintendente de Hacienda inclinándose.
—Sí, exprimiendo al pueblo —dijo Ana de Austria.
—¡Eh! ¿No lo ha sido, señora —contestó Fouquet—, cuando se le hacía sudar los cuarenta millones donados por esta escritura? Por otra parte, Su Majestad ha pedido mi opinión, y la doy; si pide mi concurso, será lo mismo.
—Vamos, vamos, aceptad, hijo mío —dijo Ana de Austria—; estáis por encima de rumores y de interpretaciones.
—Rehusad, Majestad —dijo Fouquet; en tanto un rey vive, no tiene más juez que su conciencia y su deseo; mas cuando muere, tiene la Posteridad que aplaude o acusa.
—Gracias, madre mía —dijo Luis saludando respetuosamente a la reina—. Gracias, señor Fouquet —dijo despidiendo cortésmente al superintendente.
—¿Aceptáis? —preguntó otra vez la reina.
—Reflexionaré —replicó el rey mirando a Fouquet.