Capítulo XLVILa donación

Colbert apareció en las cortinas.

—¿Habéis oído? —dijo el cardenal.

—¡Ay! Sí, monseñor.

—¿Y tiene razón? Todo ese dinero, ¿son bienes mal adquiridos?

—Un teatino, monseñor, no es juez competente en materias de Hacienda —respondió fríamente Colbert—. No obstante, podría suceder que, según sus ideas teológicas, Vuestra Eminencia hubiera cometido ciertos errores. Siempre se han cometido cuándo uno muere.

—Y el primero de todos, morir, Colbert.

—Cierto, monseñor. Pero ¿con respecto a quién habrá encontrado en vos esos errores el padre teatino? ¿Con respecto al rey?

Su Eminencia se encogió de hombros.

—¡Como si yo no hubiese salvado su Estado y su Hacienda!

—Eso no admite duda, monseñor.

—¿No es cierto? Luego habré ganado muy legítimamente mi salario, a pesar de mi confesor.

—Indudablemente.

—Y podría guardar para mi familia, tan necesitada, una buena parte… y aun el todo de lo que he ganado.

—No veo inconveniente, monseñor.

—Bien seguro estaba, Colbert, de que consultándoos, me daríais un consejo sabio —replicó Mazarino muy alegre.

Colbert hizo su mueca de pedante.

—Monseñor —dijo—, bueno sería ver si lo que ha dicho el teatino es acaso un lazo.

—¡No! Un lazo… ¿Por qué? El padre teatino es un hombre honrado.

—Ha creído que Vuestra Eminencia estaba en las puertas del sepulcro, toda vez que le había llamado para consultarle… Yo no le he oído decir: «distinguid lo que el rey os ha dado de lo qué os habéis dado a vos mismo». Pensad bien, monseñor, si no ha dicho algo de esto; es muy de teatino la frase.

—Sería posible.

—Por tanto, monseñor, os consideraré como puesto en el caso.

—¿De restituir? murmuró Mazarino muy sofocado.

—¡Eh! No digo que no.

—¿De restituirlo todo? No penséis en ello… Decís lo mismo que el confesor.

—Restituir una parte es igual que sacar la parte de Su Majestad; y esto, monseñor, puede tener sus peligros. Vuestra Eminencia es político bastante hábil para ignorar que a estas horas no posee el rey ciento cincuenta mil libras en sus arcas.

—Eso no es cosa mía —observó Mazarino triunfante—, sino del señor superintendente Fouquet cuyas cuentas os he dado a revisar estos últimos meses.

Colbert pellizcóse los labios al oír el nombre de Fouquet.

—Su Majestad —dijo entre dientes—, no tiene más dinero que el que le proporciona el señor Fouquet; vuestro dinero, monseñor, será para él un pasto muy goloso.

—En fin, no soy el superintendente de las haciendas del rey; tengo mi bolsa propia… Ciertamente que haré, por la dicha de Su Majestad, algunos legados. Pero no puedo defraudar a mi familia…

—Un legado parcial os deshonra y ofende al rey. Legar una parte al rey es confesar que esa parte os ha inspirado dudas, como no adquirida legítimamente.

—¡Señor Colbert!

—He creído que Vuestra Eminencia me hacía el honor de pedirme un consejo.

—Sí, pero ignoráis los principales pormenores de la cuestión.

—No ignoro nada, monseñor: ya hace diez años que paso revista a todas las columnas de guarismo que se hacen en Francia, y, si las he enclavado con gran trabajo en mi cabeza, han quedado tan fijas en ella, hasta hoy, que recitaría cifra por cifra desde los gastos del señor Letellier, que es sobrio, hasta las larguezas ocultas del señor Fouquet, que es pródigo; todo el dinero que se gasta desde Marsella a Cherbourg.

—¡Entonces querríais que yo tirase todo mi dinero a las, arcas de Su Majestad! —exclamó irónicamente Mazarino, a quien la gota arrancaba al mismo tiempo muchos suspiros dolorosos.

—Ciertamente el rey no me reprocharía nada; pero se burlaría de mí comiéndose mis millones, y tendría muchísima razón.

—Vuestra Eminencia no ha comprendido. Yo no he pretendido absolutamente que el rey debiese gastar vuestro dinero.

—Pues bien claro lo decís, me parece, aconsejándome que se lo dé.

—¡Ah! —repuso Colbert—. Su Eminencia, absorto como está con su mal, pierde completamente de vista el carácter de Luis XIV.

—¿Cómo es eso?

—Su carácter se parece al que monseñor confesaba ahora poco al teatino.

—Pues atreveos; ¿qué es?

—El orgullo. Perdón, monseñor, la dignidad quise decir. Los reyes no tienen orgullo; ésta es una pasión humana.

—El orgullo, sí, tenéis razón. ¿Qué más…?

—Pues bien, monseñor, si he acertado con la palabra, Vuestra Eminencia no tiene más que dar todo su dinero al rey, y pronto.

—Pero ¿por qué? —dijo Mazarino muy turbado.

—Porque el rey no aceptará el todo.

—¡Oh! Un joven que no posee dinero y que está roído por la ambición.

—Bien.

—Un joven que desea mi muerte.

—Monseñor.

—Para heredarme, Colbert; sí, desea mi muerte para heredarme. ¡Soy tonto, muy tonto!

¡Yo evitaré eso!

Precisamente. Si la donación se hace en cierta forma, rehusará. ¡Vamos!

—Es positivo. Un joven que nada ha hecho, que arde por hacerse ilustre, que rabia por reinar solo, no tomará nada que ya esté constituido, pues todo querrá construirlo por sí mismo. Tal príncipe, monseñor, no se contentará con el Palacio Real; que lo legará el señor de Richelieu, ni con el palacio Mazarino, que tan admirablemente habéis hecho construir, ni con el Louvre, que habitaron sus progenitores, ni con Saint Germain, donde ha nacido. Todo lo que no proceda de él lo desdeñará: lo predigo.

—Y garantizáis que si doy mis cuarenta millones a Su Majestad.

—Diciéndole ciertas cosas, garantizo que rehusará.

—¿Qué cosas son ésas?

—Yo las escribiré, si Vuestra Eminencia quiere dictármelas.

—Pero, en fin, ¿qué ventajas tiene para mí…?

—Una ventaja grandiosa. Nadie podrá acusar a Vuestra Eminencia de esa avaricia injusta que los libelistas han echado en cara al talento más brillante de este siglo.

—Tienes razón, Colbert; ve a buscar al rey de mi parte, y llévale mi testamento.

—Una donación, monseñor. ¡Pero y si aceptase! ¡Si aceptase!

Entonces, quedarían trece millones a vuestra familia, que es un bonito caudal.

—Pero serías tú un traidor o un tonto.

—No soy ni lo uno ni lo otro, monseñor. Me parece que teméis mucho que el rey acepte… ¡Oh! Temed más bien que no acepte.

—Verás: si no acepta quiero garantirle mis trece millones de reserva… sí, lo haré… sí… Mas ya me vuelven los dolores y la debilidad… Es que estoy muy malo, Colbert, estoy cerca de mi fin. Colbert se estremeció.

El cardenal estaba muy mal, en efecto; sudaba gruesas gotas en el lecho de dolor, y aquella palidez horrible de un rostro manando agua era un espectáculo que el médico más endurecido no hubiera soportado impasible. Colbert se conmovió mucho, sin duda, pues salió de la cámara llamando a Bernouin al lado del moribundo y entró en el corredor.

Allí, paseándose de arriba abajo con expresión meditabunda que daba nobleza a su fisonomía vulgar, con los hombros arqueados, el cuello tenso y los labios entreabiertos que dejaban escapar trozos incoherentes de pensamientos extraños, se animaba para acometer lo que meditaba, en tanto que a diez pasos de él, solamente separado por un muro, su amo se consumía en angustias que le arrancaban gritos y lamentos, no pensando ya ni en los tesoros de la tierra ni en la felicidad del paraíso, sino en todos los horrores del infierno.

Mientras los paños calientes, los tópicos, los revulsivos y Guénaud, a quien habían llamado al lado de Su Eminencia, funcionaban con actividad siempre creciente, Colbert, apretando con las dos manos su enorme cabeza, para comprimir en ella, la fiebre de los planes engendraos por el cerebro, meditaba los términos de la donación que iba a hacer escribir a Mazarino en la primera hora de reposo que le concediese el mal. Parecía que todos los gritos de su Eminencia y todas las acometidas de la muerte sobre este representante del pasado, eran estimulantes para el genio de aquel pensador de pobladas cejas, que ya se volvía hacia el Oriente del nuevo sol de una sociedad regenerada.

Colbert volvió al lado del cardenal cuando se restableció un tanto la razón del enfermo, y le persuadió a que dictase una donación concebida en estos términos:

Próximo a aparecer ante Dios, Señor de los hombres, ruego al rey, que fue mi señor en la tierra, tome los bienes que su bondad me había dado, pues mi familia será muy feliz en verlos pasar a tan ilustres manos. El inventario de mis bienes se encontrará, redactado, al primer requerimiento de Su Majestad, o en el último suspiro de su más adicto servidor.

JULIO, CARDENAL, MAZARINO.

Su Eminencia firmó, suspirando. Colbert cerró el paquete y lo llevó al punto al Louvre, donde acababa de entrar el rey.

Y después volvió a su cuarto, frotándose las manos con la confianza del obrero que ha empleado bien la jornada.