Capítulo XLVConfesión de un hombre honrado

El padre teatino entró resueltamente y sin sorprenderse mucho del ruido y movimiento que la inquietud sobre la salud de Su Eminencia habían producido en su casa.

—Venid, reverendo —dijo Mazarino después de mirar por última vez el espacio entre la cama y la pared—, venid a consolarme.

—Ese es mi deber, monseñor —replicó el teatino.

—Comenzad por sentaros cómodamente, porque voy a principiar por una confesión general; enseguida me daréis una buena absolución y me quedaré más tranquilo.

—Monseñor —dijo el reverendo—, no estáis tan malo como para que sea urgente una confesión general… Eso os molestará mucho; tened cuidado.

—¿Suponéis que será larga, reverendo?

—¿Cómo ha de ser de otro modo, cuando se ha vivido tan completamente como Vuestra Eminencia?

—¡Ah! Es cierto… Sí, el relato puede ser largo.

—La misericordia de Dios es grande —gangueó el teatino.

—Mirad —dijo Mazarino—; yo mismo empiezo ya a espantarme de haber dejado pasar tantas cosas que el Señor podía reprobar.

—¡Verdad es! —dijo cándidamente el padre teatino apartando de la luz su semblante fino y puntiagudo como el de un topo—. Así son los pecadores: primero olvidadizos, y luego escrupulosos, cuando es ya demasiado tarde.

—¿Los pecadores? —replicó el cardenal—. ¿Me decís eso con ironía y para echarme en cara todas las genealogías que me he atribuido… yo, hijo de pescador, en efecto?

—¡Hum! —murmuró el padre teatino.

—Ya es éste un pecado, padre; porque en, fin, he sufrido que me hicieran descender de los antiguos cónsules de Roma, T. Geganio Macerino I, Macerino II, y Pióculo Macerino III, de quienes se ocupa la crónica de Haolder, de Macerino a Mazarino era tentadora la proximidad. Macerino, diminutivo, quiere decir delgadito. ¡Oh! Padre mío; Mazarino bien puede significar hoy en aumentativo, ¡flaco como un Lázaro! ¡Mirad!

Y le mostró sus brazos descarnados y sus piernas devoradas por la fiebre.

—Nada veo de malo para vos —repuso el teatino—, en que hayáis nacido de una familia de pescadores… pues al fin, San Pedro era pescador, y si vos sois príncipe de la Iglesia, monseñor, él fue su jefe supremo. Adelante, si os parece.

—Tanto más cuanto que amenace con la Bastilla a un tal Bounet, sacerdote de Aviñón, que quería publicar una genealogía de la Casa Mazarini en extremo maravillosa…

—¿Para ser verosímil? —replicó el teatino.

—¡Oh! Entonces; si hubiese obrado con aquella idea, habría vicio de orgullo… otro pecado. Sería más bien exceso de talento, y nunca se puede echar en cara a nadie ese género de abusos: pasemos a otro, pasemos.

—Estaba en el orgullo… Ya veis, reverendo, que trato de dividir esto en pecados capitales.

—Me placen las divisiones bien hechas.

—Me alegro. Es menester que sepáis que en 1630, ¡hace treinta y un años…!

—Entonces teníais veintinueve, monseñor.

—Edad ardiente. Yo me convertí en soldado arrojándome en medio de los arcabuzazos para demostrar que montaba a caballo tan bien como un oficial. Cierto es que llevaba la paz a los españoles y a los franceses, lo cual disminuye un poco mi pecado.

—Yo no veo el menor pecado en demostrar que se sabe montar a caballo —repuso el teatino—; eso es de buen gusto y honra a nuestro traje. En mi cualidad de cristiano apruebo que hayáis impedido la efusión de sangre; como religioso me llena de satisfacción el valor que un colega mío ha demostrado.

Mazarino hizo con la cabeza un humilde saludo.

—Sí —dijo—; ¡más las consecuencias!

—¿Qué consecuencias?

—Ese maldito pecado de orgullo tiene raíces sin fin… Después que me arrojé, como he dicho, entre dos ejércitos, que husmeé la pólvora y recorrí las líneas de soldados miré a los generales con algo de lástima.

—¡Ah!

—He aquí el mal… De suerte que, desde aquel tiempo, no he encontrado ni uno solo soportable.

—El hecho es —añadió el teatino—, que no valían mucho los generales que hemos tenido.

—¡Oh! —exclamó Mazarino—. ¡Ahí está el príncipe…! ¡Mucho lo he atormentado!

—No tiene por qué quejarse; bastante gloria y bienes ha adquirido.

—Pase con respecto al príncipe. ¡Pero el señor de Beaufort, por ejemplo, a quien tanto he hecho sufrir en el torreón de Vincennes…!

—¡Ah! Pero era un rebelde, y la seguridad del Estado exigía que hicieseis tal sacrificio.

Adelante.

—Creo que he agotado el orgullo. Otro pecado hay que tengo temor de calificar.

—Pues yo lo calificaré… decid.

—Un pecado muy grande, padre reverendo.

—Veremos, monseñor.

—No habréis dejado de oír hablar de ciertas relaciones que yo tuve con Su Majestad la reina madre… Los malévolos…

—Los malévolos, monseñor, son tontos. ¿No era preciso, por el bien del Estado y en interés del joven rey, que vivieseis en buena inteligencia con la reina? Pasemos, pasemos.

—Os aseguro —dijo el cardenal—, que me quitáis del pecho un peso terrible.

—¡Fruslerías…! Buscad las cosas graves.

—También he tenido ambición, padre mío…

—Esa es la señal de las grandes causas, monseñor.

—Hasta la veleidad de la tiara…

—Ser pontífice, es ser el primero de los cristianos. ¿Por qué no habíais de desearlo?

—Han publicado en letras de molde que para conseguirlo había vendido Cambray a los españoles.

—Quizá hayáis hecho vos mismo libelos sin perseguir demasiado a los libelistas.

—Entonces, padre reverendo, tengo la conciencia muy tranquila: sólo siento algunos pecadillos ligeros…

—Decid…

—El juego.

—Es algo mundano; pero en fin, estabais obligado a tener casa por deber de grandeza.

—Quería ganar.

—No hay jugador que juegue para perder.

—Hacía algunas trampas…

—Tomabais la ventaja: Adelante.

—Pues bien, padre mío, nada absolutamente siento ya en mi conciencia. Dadme la absolución y mi alma podrá, cuando Dios la llame, subir sin obstáculos hasta el trono…

El padre teatino no movió ni los brazos ni los labios.

—¿Qué aguardáis? —preguntó Mazarino.

—Aguardo el fin. ¿El fin de qué?

—De la confesión, monseñor.

—Pero si he concluido.

—¡Oh! ¡No! Vuestra Eminencia se engaña.

—No, que yo sepa.

—Buscad bien.

—He buscado tan bien como es posible.

—Entonces, voy a ayudar vuestra memoria.

—¿Cómo?

El padre teatino tosió varias veces.

—No me habéis hablado de la avaricia, otro pecado capital, ni de los millones —dijo.

—¿Qué millones, reverendo?

—Los que poseéis, monseñor.

—Padre, ese dinero es mío; ¿por qué os he de hablar de él?

—Es que, ya veis, son contrarias nuestras opiniones. Vos decís que ese dinero es vuestro, y yo creo que algo es de otro.

Mazarino llevó una mano fría a su frente llena de sudor.

—¿Cómo es eso? —balbuceó.

—Helo aquí. Vuestra Eminencia ha ganado muchos bienes… al servicio de Su Majestad…

—¡Hum! Muchos… no son demasiados.

—Los que fueren, ¿de dónde venían?

—Del Estado.

—El Estado es del rey.

—Pero ¿qué sacáis de ahí, padre mío? —dijo Mazarino, que comenzaba a temblar.

—No puedo sacar nada sino una lista de los bienes que poseéis. Contemos una poca, si os place. Tenéis el obispado de Metz.

—Sí.

—Y las abadías de San Clemente, de San Arnaldo y de San Vicente, también en Metz.

—Sí.

—Tenéis la abadía de San Dionisio en Francia, soberbia propiedad.

—Sí, padre reverendo.

—Tenéis la abadía de Cluny, que es rica.

—La tengo.

—La de San Medardo, en Soissons, que vale cien mil libras de renta.

—No lo niego.

—La de San Víctor en Marsella, una de las mejores del Mediodía.

—Sí, padre reverendo.

—Un buen millón al año. Que con los emolumentos del cardenalato y del ministerio, es poco decir dos millones anuales.

—¡Eh!

—En diez años veinte millones… y veinte millones puestos al cincuenta por ciento dan por progresión otros veinte millones en diez años.

—¡Bien sabéis contar para ser teatino!

—Desde que Vuestra Eminencia colocó nuestra Orden en el convento que ocupamos, cerca de Saint Germain des Près, en 1644, yo soy quien hace las cuentas de la sociedad.

—Y las mías; según veo, padre mío.

—Es preciso saber un poco de todo, monseñor.

—¡Y bien! ¿Sacáis algo ahora?

—Saco que el bagaje es demasiado voluminoso para que paséis por la puerta del paraíso.

—¿Me condenaré?

—Si no restituir; ciertamente. Mazarino dio un grito lastimero.

—¡Restituir! Pero ¿, a quién, buen Dios?

—¡Al dueño de ese dinero, al rey!

—¡Pero si es el rey quien me lo ha dado!

—¡Un momento! ¡El rey no firma los decretos…!

Mazarino pasó de los suspiros a los gemidos.

—La absolución —dijo.

—Imposible, monseñor… Restituid, restituid —replicó el teatino.

—Pero si me absolvéis de todos los pecados, ¿por qué no de éste?

—Porque absolveros por este motivo —contestó el reverendo—, es un pecado del cual no me absolvería a mí jamás el rey, monseñor. Después de esto el confesor dejó a su penitente con cara llena de compunción, y salió lo mismo que había entrado.

—¡Oh Dios mío! —gemía el cardenal—. Venid, Colbert; estoy muy malo, amigo mío.