Colbert no se encontraba lejos. Durante toda la noche había estado en un corredor charlando con Bernouin y con Brienne, y comentando, con la acostumbrada habilidad de los cortesanos, las noticias que se presentaban como burbujas, de aire sobre el agua en la superficie de cada acontecimiento. Ya es hora de trazar en pocas palabras uno de los retratos más interesantes de aquel siglo, y trazarlo con tanta verdad como quizá hubieran podido hacerlo los pintores contemporáneos. Colbert fue un hombre sobre el cual tienen igual derecho moralistas e historiadores.
Tenía trece años más que Luis XIV, su futuro amo. Era de regular estatura, más bien flaco que grueso, de ojos hundidos, cara pequeña y cabellos fuertes, negros y ralos, lo cual, como dicen los biógrafos de su época, le obligó a gastar gorro antes de tiempo. Una mirada preñada de severidad y aun de dureza; una especie de gravedad que, para los inferiores, era orgullo, y, para los superiores, afectación de virtud; ceño para todas las cosas, aun cuando estuviera sólo mirándose en un espejo; he aquí todo lo relativo al exterior del personaje. En lo moral, se exageraba la profundidad de su talento para las cuentas, su ingenio para hacer producir la misma esterilidad.
Colbert pensó obligar a los gobernadores de las plazas fronterizas a que alimentasen a las guarniciones sin soldados, de lo que sacaban de las contribuciones. Una cualidad tan hermosa proporcionó la idea al señor cardenal Mazarino de reemplazar a Joubert, su intendente, que acababa de morir, por el señor Colbert, que sabía escatimar tan peregrinamente.
Poco a poco lanzábase Colbert a la Corte, a pesar de la medianía de su nacimiento; pues era hijo de un vinatero, como su padre, que después fue pañero, y más tarde sedero.
Colbert, destinado primero al comercio, fue dependiente en casa de un mercader de Lyon, a quien abandonó para ir a París al estudio de un procurador del Chatelet, llamado Biterne. Así fue como aprendió el arte de rectificar cuentas y el más interesante de embrollarlas.
Aquel ceño de Colbert le proporcionó mucho bien; tan cierto es que la fortuna, cuando tiene un capricho parécese a esas mujeres de la antigüedad, cuya fantasía no deseaba nada en lo físico ni en lo moral de las cosas y de los hombres. Ocupado Colbert en casa de Miguel Letellier, secretario de Estado en 1648, por su primo Colbert, señor de Saint-Penange, que la favorecía, recibió un día del ministro una comisión para el señor Mazarino.
Su Eminencia el cardenal gozaba entonces de una salud perfecta, y los malos años de la Fronda, aún no se habían triplicado ni cuadruplicado para él. Estaba entonces en Sedan madurando una intriga de Corte, en la que Ana de Austria parecía querer abandonar su causa.
Letellier tenía los hilos de esta intriga.
Acababa de recibir una carta de Ana de Austria, carta muy importante para é1 y demasiado comprometida para Mazarino; pero como ya representaba el doble papel que tan bien le servía, y como siempre manejaba a dos adversarios para sacar partido de uno y de otro, ya embrollándolos más que antes lo estaban, ya reconciliándolos, Miguel Letellier quiso enviar a Mazarino la carta de Ana de Austria, a fin de que tuviese conocimiento de ella, y por tanto a fin de que le supiese agradecer un servicio tan galantemente prestado.
Enviar la carta era cosa fácil; recobrarla después de la comunicación era lo difícil. Letellier esparció la vista en derredor suyo, y viendo al dependiente negro y pobre que garabateaba en su bufete con la frente ceñuda, le prefirió al mejor gendarme para la ejecución de su designio.
Colbert debía partir para Sedan con orden de dar la carta a Mazarino y volvérsela a traer a Letellier.
Escuchó su consigna con escrupulosa atención, se la hizo repetir dos veces, e insistió en la pregunta de saber si volver a traer era tan preciso coma entregar, a lo cual dijo Letellier:
—Más necesario.
Entonces partió, viajó como un correo sin cuidarse de su cuerpo, y entregó al cardenal, primero una esquela de Letellier que le anunciaba la remisión de la carta, y después la carta misma.
Mazarino sonrojóse mucho leyendo la carta de Ana de Austria, dejó ver su graciosa sonrisa y despidió a Colbert:
—¿Cuándo vuelvo por la respuesta, monseñor? —dijo con humildad el mensajero.
—Mañana.
—¿Por la mañana?
El dependiente dio media vuelta y se fue.
A las siete de la mañana siguiente ya estaba esperando en su puesto. Mazarino le hizo aguardar hasta las diez. Colbert no pestañeó en la antecámara; cuando le llegó el turno, entró.
Entonces le entregó Mazarino un paquete cerrado, en cuya cubierta iban escritas estas palabras: «Al señor Miguel Letellier, etc…».
Colbert miró el paquete con mucha atención; Mazarino le hizo un gesto encantador y lo llevó hacia la puerta.
—¿Y la carta de la reina madre, monseñor? —preguntó Colbert.
—Ahí va con todo lo demás, en el paquete —respondió Mazarino.
—¡Ah! Muy bien —replicó Colbert.
Y, colocándose el sombrero entre las rodillas, se puso a abrir el paquete. Mazarino dio un grito.
—¿Qué hacéis? —preguntó brutalmente.
—Abrir el paquete, monseñor.
—¿Desconfiáis de mí, señor mío? ¡Habráse visto semejante impertinencia!
—¡Oh! Monseñor, no os enfadéis contra mí. No es ciertamente la palabra de Vuestra Eminencia lo que pongo en duda, ¡no lo permita Dios!
—¿Pues qué, entonces?
—La exactitud de vuestra cancillería, monseñor. ¿Qué es una carta? Un miserable papelillo. ¿Y no puede olvidarse un papelillo? Y mirad, monseñor, ¡mirad si me equivocaba! ¡Vuestros dependientes han olvidado el papelillo; la carta no se encuentra en el paquete!
—Sois un miserable y nada habéis visto —exclamó Mazarino—. Retiraos y esperad mis órdenes.
Diciendo estas palabras con cierta sonrisa enteramente italiana, arrancó el paquete de manos de Colbert y entró en sus habitaciones.
Pero su ira no podía durar tanto que no fuese reemplazada algún día por el razonamiento.
Al abrir Mazarino todas las mañanas la puerta de su gabinete, hallaba de centinela la figura de Colbert, y esta figura desagradable le pedía humildemente, pero con tenacidad la carta de la reina madre.
El cardenal no pudo resistir más y la entregó acompañando la restitución con una reprimenda de las más duras, durante la cual Colbert se contentó con examinar, investigando y aun ajando el papel, los caracteres y la firma, ni más ni menos que si hubiese estado tratando con el mayor falsario del reino. Mazarino lo trató más duramente todavía, y Colbert, impasible, habiendo adquirido la certidumbre de que la carta era la verdadera, marchóse como si se hubiera vuelto sordo.
Esta conducta le valió después el puesto de Joubert, porque Mazarino, en vez de guardarle rencor, admiró y deseó atraerse fidelidad tan notable.
Por esta sola anécdota puede verse lo que era el espíritu de Colbert. Los acontecimientos desarrollándose poco a poco, dejaron funcionar libremente todos los resortes de ese espíritu.
Colbert no tardó mucho en insinuarse en los favores del cardenal; le llegó a ser hasta indispensable. Todas sus cuentas las llevaba el empleado, sin que el cardenal le hubiese hablado jamás de ellas. Tal secreto entre ellos dos, era un poderoso lazo, y por esta razón, próximo a verse ante el afino del otro mundo, quiso Mazarino tomar un partido y un buen consejo para disponer de lo que se veía obligado a dejar en éste.
Después de la visita de Guénaud llamó, pues, a Colbert, y le hizo sentar, diciéndole:
—Charlemos seriamente, porque estoy enfermo y podría suceder que muriera.
—El hombre es mortal —replicó Colbert.
—Siempre lo he tenido presente, señor Colbert, y siempre he trabajado con semejante previsión… Ya sabéis que he reunido algunos bienes.
—Lo sé, monseñor.
—¿En cuánto estimáis, esos bienes, poco más o menos, señor Colbert?
—En cuarenta millones quinientas sesenta mil doscientas libras, nueve sueldos y ocho denarios —contestó Colbert.
El cardenal dio un gran suspiro y miró a Colbert con admiración; pero dejó escapar una sonrisa.
—Dinero contante —repuso Colbert respondiendo a esta sonrisa.
El cardenal se estremeció en su lecho.
—¿Qué entendéis por eso? —preguntó.
—Entiendo —dijo Colbert—, que además de esos cuarenta millones quinientas sesenta mil doscientas libras, nueve sueldos y ocho denarios, existen otros trece millones que no se conocen.
—¡Uf! —suspiró Mazarino—. ¡Qué hombre!
En este instante apareció en el umbral la cabeza de Bernouin.
—¿Qué hay? —preguntó Mazarino—: ¿Por qué me interrumpen?
—El padre teatino, director de Su Eminencia, ha sido llamado para esta noche, y no podrá volver hasta pasado mañana, monseñor.
Mazarino miró a Colbert, que al instante tomó el sombrero diciendo:
—Volveré, monseñor.
Mazarino vaciló un momento.
—No, no —dijo—; tanto tengo que hacer con vos como con él. Además, sois mi segundo confesor, y lo que digo al uno puede oírlo el otro. Permaneced, Colbert.
—Monseñor ¿consentiría el director, aunque no haya secreto de penitencia?
—No os turbéis por eso; entrad en el hueco de la cama.
—Puedo aguardar fuera, monseñor.
—No, no, vale más que oigáis la confesión de un hombre honrado.
Colbert se inclinó y pasó adonde le habían ordenado.
—Que entre el padre teatino —dijo el cardenal corriendo las cortinas.