Capítulo XLIIIGuénaud

La orden de Su Eminencia era urgente; Guénaud no se hizo esperar.

Halló a su enfermo tendido en el lecho, con las piernas hinchadas, lívido, y él estómago comprimido. Mazarino acababa de sufrir un rudo ataque de gota. Padecía atrozmente y con la impaciencia del hombre no acostumbrado a resistencias. A la llegada de Guénaud:

—¡Ah! —dijo—. ¡Me ha salvado!

Guénaud esa un hombre muy sabio y prudente, que no necesitaba de las críticas de Boileau para tener reputación. Cuando estaba enfrente de la enfermedad, aunque estuviese personificada en un soberano, trataba al enfermo sin miramientos. Nada, pues, replicó, como el ministro esperaba. Por el contrario, examinando al enfermo con aire muy grave.

—¡Oh, oh! —exclamó.

—¿Qué es eso, Guénaud? Me asustáis.

—Vuestro mal, monseñor, es muy peligroso.

—La gota… ¡Oh! Sí, la gota.

—Con complicaciones, monseñor.

Mazarino se incorporó sobre un codo, interrogando con la mirada y con el gesto.

—¿Cómo? ¿Estoy más malo de lo que yo mismo creo?

—Monseñor —dijo Guénaud sentándose junto a la cama—, Vuestra Eminencia ha trabajado en su vida; Vuestra Eminencia ha sufrido mucho.

—Mas no soy tan viejo, me parece… El difunto señor de Richelieu tenía diecisiete meses menos que yo cuando murió, y murió de enfermedad mortal. Yo soy joven, Guénaud; apenas tengo cincuenta y dos años.

—Monseñor, mucho más de eso tenéis… ¿Cuánto tiempo duró la Fronda?

—¿Y con qué propósito me hacéis esa pregunta?

—Para un cálculo médico, monseñor.

—Unos diez años… poco más o menos.

—Perfectamente, tened la bondad de contar cada año de Fronda por tres… son treinta; veinte y cincuenta y dos son ochenta y dos años, monseñor, y ya es edad avanzada.

Diciendo esto tomaba el pulso al enfermo. Este pulso estaba lleno de tan tristes pronósticos, que el médico prosiguió al instante a pesar de las interrupciones del doliente:

Pongamos los años de Fronda a cuatro cada uno; son noventa y dos años los que habéis vivido. Mazarino púsose muy pálido y dijo con voz apagada:

—¿Habláis seriamente, Guénaud?

—¡Ah! Sí, monseñor.

—¿Luego, tomáis un rodeo para anunciarme que estoy muy malo?

—A fe que sí, monseñor; y con un hombre del talento y del valor de Vuestra Eminencia no se debería andar con rodeos.

El cardenal respiró tan difícilmente que causó lástima al mismo inexorable doctor.

—Hay enfermedades y enfermedades —repuso Mazarino—. De algunas se escapa.

—Es verdad, monseñor:

—¿No es eso? —exclamó Maza—. Sino casi alegre.

—Porque en fin, ¿de qué serviría el poder, la fuerza de voluntad…? ¿De qué aprovecharía el genio, vuestro genio, Guénaud? ¿De qué, en fin, sirven la ciencia y el arte, si el enfermo que dispone de todo no puede salvarse del peligro?

Guénaud iba a abrir la boca, pero prosiguió Mazarino:

—Pensad en que soy el más confiado de vuestros clientes; pensad que os obedezco ciegamente, y que por tanto.

—Sé todo eso —dijo Guénaud.

—¿Conque me curaré?

—Monseñor, no hay fuerza ni voluntad, ni poder, ni genio, ni ciencia que resistan al mal que Dios envía sin duda, o que arrojó sobre la tierra en la creación, con pleno poder de destruir y matar a los hombres. Orando el mal es mortal, mata y nadie puede impedirlo.

—¿Mi mal… es… mortal? —pregunto Mazarino.

—Sí, monseñor.

Su Eminencia abatióse un momento, como el infeliz a quien ha magullado una columna al caer. Pero era, un alma bien templada y un espíritu muy sólido el del señor Mazarino.

—Guénaud —dijo incorporándose—, no me concederéis que apele de vuestro juicio.

Quiero reunir a los hombres más sabios de Europa, quiero consultarlos… quiero vivir, en fin, en virtud de cualquier clase de remedio.

—No creáis, monseñor —dijo Guénaud—, que yo tengo a pretensión de haber fallado sólo sobre una existencia preciosa como la vuestra; he reunido a todos los buenos doctores y prácticos de Francia y de Europa… Eran doce.

—¿Y qué han dicho?

—Han dicho que Vuestra Eminencia estaba atacado de enfermedad mortal; tengo la consulta firmada en mi cartera. Si queréis tomar conocimiento de ella, leeréis los nombres de todas las enfermedades incurables que hemos descubierto. Primero…

—¡No! ¡No! —murmuró Mazarino rechazando el papel—. ¡No, Guénaud, me rindo!

Y un profundo silencio, durante el cual reanimábase el cardenal y reparaba sus fuerzas, sucedió a las agitaciones de esta escena.

—Hay otra cosa —murmuró Mazarino—; hay empíricos, los charlatanes. En mi país, aquellos a quieres abandonan los doctores corren a la ventura de un vendedor de brebajes, que diez veces los matan, pero que dos salvan ciento.

—¿No ha notado Vuestra Eminencia que hace un mes he cambiado diez veces de remedios?

—Sí ¿y qué?

—Que he gastado cincuenta mil libras en comprar secretos de todos esos tunantes; la lista se ha agotado y mi bolsa también. No habéis sanado y sin mi arte estaríais muerto.

—Esto se acabó —dijo el cardenal—, se acabó…

—Y derramó en derredor suyo una mirada sombría sobre sus riquezas.

—¡Será necesario abandonar todo esto! —dijo suspirando—. Soy muerto, Guénaud, soy muerto.

—¡Oh! Aún no, monseñor —dijo el médico.

Mazarino le cogió la mano.

—¿Dentro de cuánto tiempo? —preguntó clavando sus ojos extremadamente abiertos en el rostro impasible del médico.

—Monseñor, eso no se dice nunca.

—A los hombres vulgares, no; pero a mí… a mí, para quien cada minuto vale un tesoro, ¡dímelo, Guénaud, dímelo!

—No, monseñor, no.

—Lo quiero, te digo. ¡Oh! Dame un mes, y por cada uno de esos treinta días te pagaré cien mil libras.

—Monseñor —replicó Guénaud, con voz firme—. ¡Dios es quien os da los días de gracia, y no yo! Dios no os da más que quince días.

—¡Gracias, Guénaud, gracias!

El médico iba a marcharse cuando, incorporándose, le dijo con los ojos encendidos:

—¡Silencio, silencio!

—Monseñor, hace dos meses que sé el secreto; ya veis que lo he guardado bien.

—Vete Guénaud, yo tendré cuidado de tu fortuna; vete, y dile a Brienne que me envíe a un dependiente llamado Colbert. Anda.