La malicia de Su Eminencia no dejaba muchas cosas que decir al embajador. No obstante, la palabra restauración impresionó al rey, que, dirigiéndose al conde, sobre el cual tenía fijos dos ojos desde su entrada:
—Señor —dijo—, ¿queréis darnos algunos detalles acerca de los asuntos en Inglaterra? Venís del país, sois francés, y las Órdenes que veo brillar en vuestra persona anuncian un hombre de mérito al mismo tiempo que de calidad.
—El caballero —dijo el cardenal volviéndose hacia la reina madre—, es un antiguo servidor de Vuestra Majestad: el señor conde de la Fère.
Ana de Austria era olvidadiza como una reina que pasó la vida entre los huracanes y los días serenos. Miró a Mazarino, cuya mala sonrisa le prometía alguna perversidad, y después solicitó una explicación de Athos por medio de otra mirada.
—El señor —prosiguió el cardenal—, era un mosquetero de Treville al servicio del difunto rey… Conoce perfectamente a Inglaterra, adonde ha hecho muchos viajes en distintas épocas; es persona del más alto mérito.
Estas palabras aludían a todos los hechos que Ana de Austria temía siempre recordar. Inglaterra era su odio a Richelieu y su afecto a Buckingham; un mosquetero de Tréville era la odisea de triunfos que hicieron, latir el corazón de la mujer joven y de los peligros que habían desarraigado a medias el trono de la joven reina.
Mucho poder tenían aquellas palabras, pues hicieron mudas y atentas a todas las personas reales, quienes, con muy diversos sentimientos, se pusieron a repasar al mismo tiempo los misteriosos años que los jóvenes no habían visto, y que los viejos habían creído para siempre olvidados.
—Hablad, caballero —ordenó Luis XIV, que fue el primero en salir de la turbación, de las sospechas y de los recuerdos.
—Sí, hablad —repitió Mazarino, a quien devolvía sus fuerzas y alegría la pequeña maldad que acababa de hacer a Ana de Austria.
—Majestad —dijo el conde—, una especie de milagro ha cambiado los destinos del rey Carlos II. Lo que los hombres no habían podido hacer hasta ahora, Dios se resolvió a llevarlo a cabo. Mazarino tosió.
—El rey Carlos II —prosiguió Athos— salió de La Haya, no como fugitivo ni como conquistador, sino como rey absoluto que, después de un viaje lejos de su reino, vuelve entre las bendiciones universales.
—Gran milagro, efectivamente —dijo Mazarino—, porque si las noticias han sido exactas, el rey Carlos II, que acababa de entrar entre bendiciones, salió entre mosquetazos.
El rey permaneció impasible. Felipe, más joven y mas frívolo, no pudo dominar una sonrisa que aduló a Mazarino como un aplauso de su chanza.
—En efecto —dijo el rey—, ha sido un milagro; mas Dios, que tanto hace por los reyes, señor conde, emplea también la mano de los hombres para hacer triunfar sus designios.
¿A qué hombre, principalmente, debe Carlos II su restablecimiento?
—¡Cómo! —murmuró el cardenal sin cuidarse para nada del amor propio del rey—. ¿No sabe Vuestra majestad que ha sido el señor Monk?
—Debo saberlo —replicó resueltamente Luis XIV—; y sin embargo, pregunto al señor embajador las causas del cambio del señor Monk.
—Y Vuestra Majestad toca precisamente la cuestión —contestó Athos—, porque sin el milagro de que he tenido el honor de hablar, el señor Monk seguiría, probablemente siendo un enemigo invencible del rey Carlos II. Dios ha querido que una idea singular, atrevida e ingeniosa cayese en el espíritu de cierto hombre, mientras que otra idea, apasionada y animosa, caía en la inteligencia de otro. La combinación de estas dos ideas causó tal cambio en la posición del señor Monk, que, de enemigo encarnizado, se convirtió en amigo del destronado rey.
—Esa es precisamente la noticia que yo pedía —dijo el rey—. ¿Quiénes son esos dos hombres de que habláis?
—Dos franceses, Majestad.
—Es cierto que eso me agrada mucho.
—¿Y las dos ideas? —exclamó Mazarino—. Yo soy más apasionado de las ideas que de los hombres.
—Sí —dijo— el rey.
—La segunda idea, apasionada y valerosa… la menos importante, Majestad, era ir a desenterrar un millón en oro sepultado por el rey Carlos I en Newcastle, y comprar con ese oro el concurso de Monk.
—¡Oh, oh! —exclamó Mazarino reanimado con esta palabra millón—. Newcastle estaba precisamente ocupado por ese mismo Monk.
—Sí, señor cardenal, y he ahí la razón por que me he atrevido a llamar animosa la idea al mismo tiempo que apasionarla. Tratábase, pues, si el señor Monk despreciaba las ofertas del negociador, de reintegrar al rey Carlos II la propiedad de ese millón, que debía arrancarse a la lealtad y no al legalismo del general Monk. Esto se hizo, a pesar de algunas dificultades; el general fue leal y dejó que se llevasen el oro.
—Creo —dijo el rey pensativo y tímido— que Carlos II no tenía conocimiento de ese millón durante su permanencia en París.
—Me parece —repuso el cardenal maliciosamente— que Su Majestad el rey de la Gran Bretaña sabía perfectamente la existencia del millón, pero que prefería dos millones.
—Majestad —contestó Athos con firmeza—, Su Majestad el rey Carlos II se ha visto en Francia de tal manera pobre, que ni tenía dinero para tomar posta; de tal manera desnudo de esperanzas, que a veces pensó en morir. Tanto ignoraba la existencia del millón de Newcastle, que sin un caballero, súbdito de Vuestra Majestad, depositario moral del millón, y que reveló el secreto a Carlos II, aún vegetaría ese príncipe en el más cruel olvido.
—Pasemos a la idea ingeniosa, singular y atrevida —interrumpió Mazarino, cuya sagacidad se presentaba en derrota—. ¿Cuál era?
—Hela aquí… Siendo el señor Monk el único obstáculo al restablecimiento de Su Majestad el rey destronado, un francés pensó en suprimir ese obstáculo.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Ese francés es un malvado! —dijo el cardenal—. Y la idea no es de tal modo ingeniosa que no haga colgar o enredar a su autor en la plaza de la Grève, por sentencia del Parlamento.
—Se equivoca Vuestra Eminencia —dijo secamente Athos—; yo no he dicho que el francés en cuestión estuviese resuelto a asesinar al señor Monk, sino a suprimirlo. Las palabras de la lengua francesa tienen un valor que conocen absolutamente los caballeros de Francia. Por otra parte, éste es un negocio de guerra, y cuando se sirve a los reyes contra sus enemigas, no se tiene por juez al Parlamento… sino a Dios. Así es que ese caballero francés imaginó apoderarse de la persona del señor Monk, y ejecutó su plan.
El rey animábase con la relación de las acciones hermosas.
El joven hermano de Su Majestad dio un puñetazo sobre la mesa exclamando:
—¡Ah! ¡Eso es hermoso! ¿Robó a Monk? —dijo el rey—. Pero él estaba en su campamento…
—Y el caballero estaba solo, Majestad:
—¡Soberbio! —dijo Felipe.
—¡En efecto, maravilloso! —exclamó el rey.
—¡Bueno! Ahí están dos leoncillos desencadenados —murmuró el cardenal.
Y con aire de despecho, dijo:
—Ignoro esos pormenores; ¿garantizáis su autenticidad, caballero?
—Con tanto más gusto, señor cardenal, cuanto que he presenciado los acontecimientos.
—¿Vos?
—Sí, monseñor.
El rey se había acercado involuntariamente al conde; el duque de Anjou también había dado una vuelta, aproximándose a Athos por el otro lado.
—¿Y luego, señor, y luego? —exclamaron los dos al mismo tiempo.
—Majestad, siendo cogido el señor Monk por el francés, fue llevado al rey Carlos II en La Haya. El rey devolvió la libertad al señor Monk, y el general, reconocido, dio en cambio a Carlos II el trono de la Gran Bretaña, por el cual habían combatido tantos hombres de mérito sin resultado alguno.
Felipe palmoteó, entusiasmado. Más reflexivo Luis XIV, se volvió hacia el conde la Fère:
—¿Es verdad —dijo— en todos sus detalles?
—Absolutamente, Majestad.
—¿Conque uno de mis gentileshombres conocía el secreto del millón y lo había guardado?
—Sí, Majestad.
—¿El nombre de ese caballero?
—Vuestro servidor —dijo Athos.
Un murmullo de admiración llegó a henchir el corazón de Athos. El mismo Mazarino había alzado los brazos al cielo.
—Señor —dijo el rey—, buscaré y trataré de encontrar un medio para recompensaros.
Athos hizo un movimiento.
—No de vuestra probidad —prosiguió el rey—, porque os humillaría ser pagado por esto; pero os debo una recompensa por haber contribuido a la restauración de mi hermano Carlos II.
—Verdaderamente —dijo Mazarino.
—Triunfo de una buena causa, que colma de alegría a toda la casa de Francia —dijo Ana de Austria.
—Continúo —dijo Luis XIV—. ¿Es verdad también que un solo hombre haya penetrado hasta Monk, en su campamento, y que lo haya robado?
—Ese hombre tenía diez auxiliares que había encontrado en un rango inferior.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Y se llama?
—Señor de D’Artagnan, en otro tiempo teniente de mosqueteros de Vuestra Majestad.
Ana de Austria ruborizóse, Mazarino se puso amarillo, Luis XIV se asombró y cayó una gota de sudor de su pálida frente.
—¡Qué hombres! —murmuró. Y lanzó inadvertidamente al ministro una ojeada que lo hubiera espantado, si Mazarino no hubiese tenido en aquel momento oculta la cabeza bajo la almohada.
—Señor —exclamó el joven duque de Anjou, poniendo su mano, blanca y delicada como la de una mujer, sobre el brazo de Athos—, decid de mi parte a ese hombre valiente, que Monsieur, hermano del rey, beberá mañana a su salud en presencia de los cien mejores hidalgos de Francia.
Y conociendo el joven, al concluir estas palabras, que el entusiasmo le había descompuesto uno de sus puños de encaje, se ocupó en componerlo con el mayor cuidado.
—Tratemos de negocios, Majestad —interrumpió Mazarino, que ni se entusiasmaba ni tenía puños de encaje.
—Sí, señor —replicó Luis XIV—. Decid vuestra comunicación, señor conde repuso volviéndose a Athos.
Athos comenzó, en efecto, y propuso solemnemente la mano de lady Enriqueta Estuardo al joven príncipe, hermano del rey.
La conferencia duró una hora, después de la cual abriéronse las puertas de la cámara a los cortesanos, que volvieron a sus puestos, como si nada se hubiera suprimido para ellos de las ocupaciones, de aquella noche.
Athos se encontró entonces cerca de Raúl, y el padre y el hijo pudieron estrecharse la mano.