Habiendo pasado Su Eminencia a su gabinete, encontró al conde de la Fère, que esperaba muy ocupado en admirar un Rafael hermosísimo puesto sobre un aparador recamado de plata.
El cardenal llegó, ligero y silencioso como una sombra, y sorprendió la fisonomía del conde, como tenía costumbre de hacer, pretendiendo adivinar, por la simple inspección del rostro de su interlocutor, cuál sería el resultado, de la conversación.
Pero esta vez se engañó la esperanza, de Mazarino, y nada absolutamente leyó en el rostro de Athos, ni siquiera el respeto que habitualmente leía en todas las fisonomías.
Athos vestía de negro con sencillo bordado de plata. Llevaba el Espíritu Santo, la Jarretiera y el Toisón de oro, tres Órdenes de tal importancia, que, sólo un rey o un comediante podían reunir.
Mazarino, rebuscó largo tiempo en su memoria un poco turbada para recordar el nombre que debía dar a aquel semblante glacial, y no lo consiguió.
—He sabido —dijo al fin— que me llegaba un mensaje de Inglaterra.
Sentóse, despidiendo a Bernouin y a Brienne, que como secretario se preparaba a llevar la pluma.
—De parte de Su Majestad el rey de Inglaterra, sí, Eminencia.
—Muy correctamente habláis el francés, caballero, para ser inglés —dijo graciosamente Mazarino, mirando siempre al través de sus dedos el Espíritu Santo, la Jarretiera, el Toisón, y sobre todo el semblante del mensajero.
—No soy inglés, sino francés, señor cardenal —respondió Athos.
—¡Cosa extraña! El rey de Inglaterra escoge franceses para sus embajadas; esto es de excelente agüero. Decidme vuestro nombre, si gustáis, señor.
—Conde de la Fère —dijo Athos saludando más ligeramente de lo que exigía el ceremonial y el orgullo del ministro omnipotente.
Mazarino encogióse de hombros para decir: «no conozco ese nombre».
Athos no pestañeó.
—Y venís, caballero —prosiguió Mazarino—, para decirme…
—Venía de parte de Su Majestad, el rey de la Gran Bretaña, a anunciar al rey de Francia… Mazarino frunció el ceño.
—A anunciar al rey de Francia —continuó Athos imperturbable—, la feliz restauración de Su Majestad Carlos II en el trono de sus padres.
—Sin duda tendréis poderes —observó Su Eminencia con tono breve e inquisidor.
—Sí, monseñor.
La palabra monseñor salía penosamente de labios de Athos, como si lo desollase.
—En ese caso, enseñadlos. Athos sacó un despacho de una bolsa de terciopelo que llevaba debajo de su jubón.
El cardenal alargó la mano.
—Perdón, monseñor —dijo Athos—; mi despacho es para el rey.
—Puesto que sois francés, caballero, debéis saber lo que vale un primer ministro de la Corte de Francia.
—Hubo un tiempo —contestó Athos—, en que yo me ocupaba, en efecto, de lo que valen los primeros ministros; pero he formado, ya hace muchos años, la resolución de no tratar sino con el rey.
—Entonces, caballero —dijo Mazarino, que ya comenzaba a irritarse—, no veréis ni al ministro ni al rey.
Y Su Eminencia se levantó. Athos volvió a meter su despacho en la bolsa, saludó gravemente y dio algunos pasos hacia la puerta. Esta sangre fría exasperó a Mazarino.
—¡Qué raros procedimientos diplomáticos! —exclamó—. ¿Estamos aún en los tiempos en que el señor Cromwell nos enviaba aquellos fanfarrones a guisa de encargados de negocios? Sólo os falta, señor, el morrión en la cabeza y la Biblia en la cintura.
—Señor —replicó Athos—, jamás he tenido yo, como vos, la ventaja de tratar con el señor Cromwell, y no he visto a sus encargados de negocios sino con la espada en la mano; ignoro, pues, cómo trataba con los primeros ministros. Respecto al rey de Inglaterra, Carlos II, sé que cuando escribe a Su Majestad el rey Luis XIV no lo hace a Su Eminencia el cardenal Mazarino; en esta distinción no veo ninguna diplomacia.
—¡Ah! —exclamó Mazarino golpeándose en la frente con la mano—. ¡Ahora me acuerdo!
Athos le miró sorprendido.
—¡Sí, eso es! —murmuró el cardenal, sin dejar de mirar a su interlocutor—. Sí, eso es, sin duda… Os conozco, caballero. ¡Ah, diávolo! Ya no me sorprende.
—Efectivamente, yo me sorprendía que con la excelente memoria de Vuestra Eminencia —respondió Athos sonriendo—, no me hubiese conocido aún.
—Siempre pertinaz y regañón, caballero, caballero. ¿Cómo os llamaban?
—Aguardar… un nombre de río… Potamos… No… un nombre de isla… Nexos… no, ¡per Jove! ¡Un nombre de montaña…! ¡Athos! ¡Eso es! Estoy encantado de veros otra vez y de no estar ya en Rueil, donde me hicisteis pagar rescate con vuestros condenados cómplices… ¡Fronda! ¡Siempre Fronda! ¡Fronda condenada! ¡Oh! Caballero, ¿por qué, han sobrevivido vuestras antipatías a las mías? Si alguien tuviera de qué quejarse, creo que no seríais vos, que salisteis de allí, no sólo con el bolsillo repleto, sino también con el cordón del Espíritu Santo al cuello.
—Señor cardenal —contestó Athos—, permitidme no entrar en consideraciones de ese orden. Tengo una misión que desempeñar… ¿Me facilitaréis los medios de llevarla a cabo?
—Me asombra —dijo Mazarino muy alegre por haber hecho memoria y no sin punta de malicia—; me sorprende, señor… Athos, que un frondista como vos haya aceptado una misión cerca de Mazarino, como se decía en mejores tiempos…
Y Mazarino se echó a reír, a pesar de una tos dolorosa que cortaba cada una de sus frases convirtiéndolas en sollozos.
—Yo no he aceptado misión sino cerca del rey de Francia, señor cardenal —contestó el conde, con menos acritud, por tener bastantes ventajas para mostrarse moderado.
—Siempre será necesario, señor frondista —dijo alegremente Mazarino—, que del rey… el asunto de que os habéis encargado.
—De que me han encargado, monseñor; yo no corro tras de los asuntos.
—Bueno; será preciso, digo, que esa negociación pase un poco por mis manos… No perdamos un tiempo precioso… Decidme las condiciones.
—He tenido la honra de asegurar a Vuestra Eminencia que sólo la carta de Su Majestad Carlos II contiene la revelación de su deseo.
—¡Vaya! Estáis ridículo con vuestra rigidez, señor Athos… Bien se conoce que habéis, frecuentado al trato de los puritanos de por allá… Vuestro secreto lo sé mejor que vos, y tal vez habéis hecho mal en no tener algunas consideraciones hacia un hombre muy viejo y achacoso, que ha trabajado mucho en su vida y sostenido valerosamente la campaña por sus ideas como vos por las vuestras… ¿no queréis decir nada? Bien. ¿No queréis comunicarme vuestra carta…? Magnífico. Venid conmigo a mi cámara; vais a hablar al rey… y delante del rey… Ahora, oíd una palabra: ¿quién os ha dado el Toisón? Me acuerdo que pasabais por tener la Jarretiera, pero en cuanto al Toisón, no sabía…
—Recientemente, monseñor, con motivo del matrimonio de Su Majestad Luis XIV, España ha enviado al rey Carlos II un despacho del Toisón en blanco; Carlos II me lo ha transmitido llenando el blanco con mi nombre.
Mazarino se levantó, y, apoyándose en el brazo de Bernouin, entró en su alcoba en el momento en que anunciaban en el salón al señor príncipe. El príncipe de Conde, el primer príncipe de la sangre, el vencedor de Rocroy, de Lens y de Nordlingen, entraba efectivamente en el cuarto del señor Mazarino, seguido de sus gentileshombres, y ya saludaba al rey, cuando el primer ministro levantó la cortina, Athos tuvo tiempo para ver a Raúl, que estrechaba la mano del conde de Guiche, y para cambiar una sonrisa por su respetuoso saludo.
También tuvo tiempo para ver el semblante radiante del cardenal, cuando advirtió ante él, sobre la mesa, una enorme masa de oro que el conde de Guiche había ganado, por rara suerte, desde que Su Eminencia le confió las cartas. De modo que, olvidando embajador, embajada y príncipe, su primer pensamiento fue para el oro.
—¡Cómo! —exclamó el vicio ¿Todo, esto… todo eso… le ganancia?
—Cosa como de cincuenta mil escudos; sí, monseñor —replicó el conde de Guiche levantándose—. ¿Dejo el puesto a Vuestra Eminencia o continúo?
—¡Dejadlo, dejadlo! ¡Sois un loco, y perderíais todo lo que habéis ganado; diablo!
—Monseñor —dijo el príncipe de Condé saludando.
—Buenas noches, señor príncipe —dijo el ministro con tono ligero—; sois muy amable en hacer una visita a un amigo enfermo.
—¡Un amigo! —murmuró el conde de la Fère viendo con estupor esa alianza monstruosa de palabras—. ¡Amigo, tratándose de Mazarino y de Condé!
El cardenal adivinó el pensamiento del frondista, porque sonrió con aspecto de triunfo y dijo enseguida al rey:
—Majestad, tengo el honor de presentaros al señor conde de la Fère, embajador de Su Majestad Británica… ¡Asunto de Estado, señores! —añadió, despidiendo con la mano a todos los que llenaban el salón, y los cuales, con el príncipe de Condé a la cabeza, eclipsáronse al gesto sólo de Mazarino.
Raúl, después de mirar por última vez al conde de la Fère, siguió al príncipe de Condé.
Felipe de Anjou y la reina parecían consultarse como para salir también.
—Asunto de familia —dijo Mazarino, deteniéndolos en sus asientos—. Este caballero que veis trae al rey una carta, en la cual Carlos II, completamente restaurado en su trono, intenta un enlace entre Monsieur, hermano del rey, y lady Enriqueta, nieta de Enrique IV… ¿Queréis entregar al rey vuestras credenciales, señor conde?
Athos permaneció un momento estupefacto. ¿Cómo podía saber el ministro el contenido de una carta que no había abandonado un instante? Sin embargo, dueño siempre dé sí mismo, entregó su despacho al rey Luis XIV, que lo tomó ruborizándose. Un silencio solemne reinó en el salón del cardenal, interrumpido tan sólo por el ruido del oro que Mazarino, con su mano seca, apilaba en un cofre, en tanto que el monarca leía.