Capítulo XXXVIIIDonde se ve cómo el abacero francñes se había ya rehabilitado en el siglo XVII

Hechas ya sus cuentas y sus recomendaciones, sólo pensó D’Artagnan en volver a París lo antes posible. Athos, por su parte, también deseaba regresar a casa y descansar un poco.

Por más enteros que hayan quedado el carácter y el hombre después de las fatigas de un viaje, el viajero ve con placer, al fin del día, y mucho más si el día ha sido espléndido, que la noche va a proporcionarle un poco de sueño. Así es que desde Boulogne a París, cabalgando los dos amigos uno junto a otro, un tanto absortos en sus pensamientos individuales, no hablaron cosas bastante interesantes para qué enteremos de ellas al lector; entregados ambos a sus reflexiones personales, y construyéndose el porvenir a su manera, se ocuparon principalmente en acortar la distancia por medio de la celeridad. Athos y D’Artagnan llegaron en la noche del cuarto día después de su salida de Boulogne, a las barreras de París.

—¿Dónde vais, amigo? —preguntó Athos.

—Yo voy derecho a mi casa.

—Y yo derecho a la de mi consocio.

—¿A casa de Planchet?

—Sí, buen amigo, al «Pilón de Oro».

—Por supuesto, nos volveremos a ver.

—Si estáis en París, sí; porque yo me quedo.

—No; después de haber abrazado a Raúl, a quien he citado en mi casa, salgo inmediatamente para la Fère.

—Entonces, adiós, buen amigo.

—Hasta más ver, diréis mejor, pues no sé por qué me parece que os vendréis a vivir conmigo a Blois. Ya que sois libre, ya que sois rico, os compraré, si gustáis, una buena hacienda en las cercanías de Cheverny o en las de Bracieux. Por una parte, tendréis los bosques más hermosos del mundo, que van a unirse con los de Chambord, y por otra, huertas admirables. Vos, a quien tanto place la caza, y que de grado o por fuerza sois poeta, encontraréis allí faisanes, codornices y cercetas, sin contar puestas de sol y paseas en barca, que causarían envidia a Nemrod y al mismo Apolo. Esperando la adquisición habitaréis en la Fère, e iremos a levantar la marica en las viñas, como hacía el rey Luis XIII. Es un moderado placer para viejos como nosotros.

D’Artagnan tomó las manos de Athos.

—Amigo mío —le dijo—, no os digo que sí, ni que no. Dejadme pasar en París el tiempo indispensable para arreglar todos mis asuntos, y para acostumbrarme poco a poco a la pesada y brillante idea que agita mi cerebro. Soy rico, ya lo sabéis, y de aquí a que me haya acostumbrado a la riqueza, me conozco, seré un animal insoportable. Ahora bien, tampoco soy tan bestia como para carecer de espíritu ante un amigo como vos, Athos. El vestido es hermoso y ricamente dorado, pero nuevo, y me molesta en las sisas.

Athos sonrió.

—Sea lo que queráis —dijo—; pero a propósito de ese vestido, ¿queréis que os dé un consejo, amigo D’Artagnan?

—¡Oh! Con mucho gusto.

—¿Y no os enfadaréis?

—¡Vamos!

—Cuando la riqueza llega tarde y de pronto, hay que hacerse avaro para no cambiar, es decir, es preciso no gastar mucho más dinero del que uno tenía antes, o hacerse pródigo y tener tantas deudas que vuelva a ser pobre.

—¡Ah! Eso que me decís se parece mucho a un sofismo, mi querido filósofo.

—No lo creo. ¿Tratasteis de aceros avaro?

—¡No tal! Yo lo era antes de tener nada. Cambiemos. Entonces, sed pródigo.

—Todavía menos, ¡diantre! Las deudas me espantan. Los acreedores me representan con anticipación los diablos que revuelven a los condonados en las parrillas; y como la paciencia no es mi virtud dominante, siempre tengo tentaciones de zurrar a los diablos.

—Sois el hombre más sabio que conozco, y no tenéis que recibir consejos de nadie. Locos serían los qué creyesen que podrían engañaros alguna vez. Pero ¿no estamos en la calle de San Honorato?

—Sí, querido amigo.

—¿Distinguís allá abajo, a la izquierda, una casita blanca? Pues allí tengo mi alojamiento. Notaréis que sólo consta de dos pisos; yo ocupo el primero, y el otro está alquilado a un oficial cuyo servicio le tiene fuera de París ocho o nueve meses al año; de modo que estoy en esa casa como en la mía, a excepción del gasto.

—¡Oh! ¡Qué bien os arregláis, Athos! ¡Qué orden! Eso es lo que yo desearía reunir, pero qué queréis, eso es de nacimiento y no se adquiere.

—¡Adulador! Vamos, adiós, amigo. A propósito, dad un recuerdo de mi parte a Planchet. Seguirá siendo un mozo de talento, ¿verdad?

—Y de corazón, Athos. ¡Adiós!

Separáronse. Durante esta conversación D’Artagnan no había perdido de vista un segundo cierto caballo de carga, en cuyos canastos, y debajo de una poca de paja, se extendían los saquillos en que estaba el dinero. Las nueve de la noche daban en Saint-Merri, y los mozos de Planchet cerraban la tienda. D’Artagnan paró al postillón que guiaba el caballo de carga en la esquina de la calle de los Lombardos, debajo de un cobertizo, y llamando a uno de los criados de Planchet, le encargó que guardase, no sólo los dos caballos, sino también al postillón; después de lo cual entró en casa del abacero, que acababa de comer y que, en su entresuelo consultaba con ansiedad el calendario, en el cual borraba todas las noches el día que acababa de pasar.

En el instante en que, según su costumbre cotidiana, borraba Planchet con la pluma el día transcurrido, D’Artagnan puso el pie en el umbral de la puerta y el choque hizo sonar sus espuelas.

—¡Ah! ¡Dios santo! —exclamó Planchet.

El digno abacero no pudo decir más, pues acababa de ver a su consocio. D’Artagnan entró con la cabeza inclinada y los ojos tristes. El gascón tenía una idea respecto a Planchet.

—¡Buen Dios! —dijo el abacero mirando al caminante—. ¡Está triste!

El mosquetero se sentó.

—Querido caballero de D’Artagnan —dijo Planchet con horribles latidos de corazón, ya estáis aquí, ¿cómo va de salud?

—Bastante bien, Planchet —dijo D’Artagnan dando un suspiro.

—Espero no habréis sido herido…

—¡Psch!

—¡Ah! —prosiguió Planchet cada vez más alarmado—. ¿La expedición ha sido dura?

—Sí —contestó D’Artagnan.

Un estremecimiento corrió por todo el cuerpo de Planchet.

—Bebería de buena gana —observó el mosquetero alzando lastimeramente la cabeza.

Planchet corrió por sí mismo al armario y sirvió al mosquetero vino en un gran vaso. D’Artagnan miró la botella.

—¿Qué vino es ese? —dijo.

—El que preferís, señor —dijo Planchet—; ese buen vino añejo de Anjou que un día por poco nos cuesta caro a todos.

—¡Ah! —replicó D’Artagnan con triste sonrisa—. Pobre Planchet, ¿debo todavía beber buen vino?

—Vamos, señor —dijo el abacero, haciendo un gran esfuerzo, mientras sus músculos contraídos, la palidez y el temblor manifestaban la más viva angustia—. Vamos, he sido soldado, y por tanto tengo valor; no me hagáis padecer, señor de D’Artagnan; se ha perdido nuestro dinero, ¿no es así?

Antes de responder, D’Artagnan se tomó tiempo, un siglo para el infeliz abacero. Sin embargo, no había hecho más que revolverse en su silla.

—Y si fuese así —dijo moviendo la cabeza de arriba abajo—, ¿qué diríais, pobre amigo mío?

Planchet, de pálido que estaba púsose amarillo. Hubiérase dicho que iba a tragarse la lengua, pues tanto se hinchaba su garganta y tanto se enrojecían sus ojos.

—¡Veinte mil libras! —exclamó—. ¡Veinte mil libras!

D’Artagnan, con el cuello y las piernas estirados y los brazos caídos, parecía la estatua del decaimiento. Planchet arrancó un doloroso suspiro de las cavidades más profundas de su pecho.

—Vamos —dijo—, ya sé lo que hay. Seamos hombres. Esto se acabó, ¿verdad? Lo principal es, señor, que hayáis salvado la vida.

—Sin duda, la vida es algo; pero entre tanto me he arruinado.

—¡Pardiez! Señor —dijo Planchet—, si es así, no hay que desesperarse; os metéis a abacero conmigo, os asocio a mi comercio, dividimos las ganancias, y cuando no haya ganancias, entonces partiremos las almendras, los higos y las ciruelas pasas, y roeremos juntos el último pedazo de queso de Holanda.

D’Artagnan no pudo resistir más.

—¡Pardiez! —exclamó conmovido—. ¡Eres un bravo mozo, Planchet, por mi honor! Veamos, ¿no has representado una comedia? ¿No has visto en la calle, bajo el cobertizo, el caballo de los sacos?

—¿Qué caballo? ¿Qué sacos? —dijo Planchet, cuyo corazón se conmovió a la idea de que D’Artagnan se volviese loco.

—¡Toma! ¡Los sacos ingleses, pardiez! —dijo D’Artagnan radiante y transfigurado.

—¡Ah! ¡Dios santo! —articuló Planchet, retrocediendo ante el fuego deslumbrador de sus miradas.

—¡Imbécil! —exclamó D’Artagnan—. Me crees loco. ¡Diantre! Jamás, por el contrario, he tenido la cabeza más sana, y más alegre el corazón. ¡A los sacos, Planchet; a los sacos!

—¡Pero, qué sacos, Dios santo! D’Artagnan empujó a Planchet hacia la ventana.

—Debajo del cobertizo, allí —le dijo—, ¿no distingues un caballo?

—Sí.

—¿No ves que está cargado?

—Sí, sí.

—¿Ves a uno de tus mozos que conversa con el postillón?

—Sí, sí, sí.

—¡Pues bien! Tú sabes el nombre de ese mozo, puesto que es tuyo; llámalo.

—¡Abdón! ¡Abdón! —llamó Planchet por la ventana.

—Trae el caballo —le apuntó D’Artagnan.

—¡Trae el caballo! —gritó Planchet.

—Ahora, diez libras al postillón —exclamó D’Artagnan con el tono que hubiera usado para mandar una revolución, dos mozos para subir los dos primeros sacos, otros dos para subir los segundos, y vivo, voto va!

—¡Actividad!

Planchet se precipitó por la escalera, como si el diablo le hubiera mordido en las pantorrillas. Un momento después la subían los mozos, doblados bajo el peso que conducían. D’Artagnan los mandó a su zaquizamí, cerró cuidadosamente la puerta, y dirigiéndose a Planchet, que a su vez se volvía loco:

—Ahora nosotros dos —le dijo. Y extendió en el suelo una gran cobertera, vaciando encima el primer saco. Otro tanto hizo Planchet con el segundo, y después rompió el tercero D’Artagnan, valiéndose de un cuchillo. Cuando Planchet oyó el seductor ruido de la plata y el oro, cuando vio relucir fuera del saco los brillantes escudos que saltaban como peces fuera de la red, cuando sintió llegar hasta sus pantorrillas aquella marea de monedas amarillas y plateadas, le acometió una especie de desmayo, dio una vuelta sobre sí mismo, como herido por el rayo, y se dejó caer pesadamente sobre el enorme montón de monedas, que, bajo su peso, resonó en la estancia con indescriptible ruido.

Planchet había perdido el conocimiento, sofocado por la alegría. D’Artagnan le echó un vaso de vino blanco a la cara, lo cual le volvió al momento a la vida.

En aquel tiempo, lo mismo que hoy, los abaceros llevaban bigote de caballero y barba de lansquenete; solamente los baños de dinero, ya muy raros entonces, se han hecho casi desconocidos en el día.

—¡Cáscaras! —dijo D’Artagnan—. Aquí hay cien mil libras para vos, mi señor consocio.

—¡Oh! ¡Qué hermosa cantidad! Señor de D’Artagnan, ¡qué hermosa cantidad!

—Hace media hora hubiera sentido un poco darte esa cantidad; pero al presente ya no lo siento, porque eres un abacero barbián, Planchet. Vaya, hagamos buenas cuentas, porque, como dicen, las buenas cuentas hacen los buenos amigos.

—¡Oh! Contadme primero toda la historia —dijo Planchet—; eso debe ser aún más bonito que el dinero.

—No digo que no, a fe mía —replicó D’Artagnan acariciándose el bigote—, y si alguna vez piensa en mí un historiador para referirla, bien podrá decir que no bebió en mala fuente. Escúchame, pues, Planchet, voy a contártela.

—Y yo a hacer montones de monedas —dijo Planchet—. Comenzad, querido patrón.

—¡Ea! —dijo D’Artagnan tomando aliento.

—Vamos —dijo Planchet, cogiendo el primer puñado de escudos.