Capítulo XXXVID’Artagnan saca, como hubiera hecho un hada, una casa de recreo de un cajón de pino, como por encanto

Las palabras del rey, con respecto al amor propio de Monk, sólo había inspirado a D’Artagnan mediana aprensión. El teniente había tenido toda su vida el difícil arte de escoger a sus amigos, y cuando los había tomado implacables e invencibles, era que no había podido, bajo ningún pretexto, hacer otra cosa. Mas los puntos de vista cambian mucho en la vida, que es una linterna mágica cuyos aspectos altera todos los años el ojo del hombre. De ahí resulta que, del último día de un año que se veía blanco, al primer día de otro que se verá negro, sólo hay un espacio de una noche.

De modo que D’Artagnan, cuando salió de Calais con sus diez satélites, se cuidaba tan poco de apoderarse de Goliat, Nabucodonosor u Holofernes, como de cruzar la espada con su recluta o de discutir con su posadera. Entonces se parecía al gavilán que acomete en ayunas a un cordero. El hambre ciega. Pero D’Artagnan, satisfecho, rico, vencedor y orgulloso de un triunfo tan difícil, tenía demasiado que perder para no contar con la probable mala suerte.

Pensaba, pues, al volver de su presentación, en una sola cosa, es decir, en contemplar a un hombre tan temible como Monk, a un hombre a quien también contemplaba Carlos, por más que fuese rey; porque apenas restablecido en su trono, el protegido podía tener aún precisión de protector, y no le negaría, por consiguiente, si llegaba el caso, la mezquina satisfacción de deportar al señor de D’Artagnan, o de encerrarle en alguna torre del Middlesex, o de hacerle dar un baño en la travesía de Douvres a Boulogne. Tales satisfacciones se dan de reyes a virreyes sin ulterior consecuencia.

Ni aun siquiera era menester que el rey fuese agente activo en este negocio, en el que Monk tomaría la revancha. El papel del rey se limitaría muy sencillamente a perdonar al virrey de Irlanda todo lo que hubiera hecho contra D’Artagnan. No se necesitaba otra cosa para poner en reposo la conciencia del duque de Albemarle, que un te absolvo dicho riendo, o el garabato del Charles, the King, trazado en el extremo inferior de un pergamino; y con aquellas dos palabras pronunciadas, o con estas tres escritas, el pobre D’Artagnan estaba siempre enterrado bajo las ruinas de su imaginación.

Por otra parte, había una cosa que causaba bastante inquietud a un hombre tan previsor como era nuestro mosquetero: veíase solo, y la amistad de Athos no le bastaba para tranquilizarse. Cierto que si se hubiese tratado de una buena distribución de estocadas, el mosquetero hubiera contado con su amigo; pero, tratándose de delicadezas con un rey, cuando el tal vez de una casualidad desgraciada viniera en ayuda de la justificación de Monk o de Carlos II, D’Artagnan conocía bastante a Athos para estar seguro de que dejaría en buen lugar la lealtad del que sobreviviera, contentándose en verter muchas lágrimas sobre la tumba del muerto, además de, si el muerto era su amigo, componerle enseguida su epitafio con los más pomposos superlativos.

«Decididamente —decía para sí el gascón, y este pensamiento era el resultado de las reflexiones que acababa de hacer en voz baja y que nosotros acabamos de proferir en voz alta—, decididamente, es necesario que me reconcilie con el señor Monk y que yo adquiera la prueba de su completa indiferencia por lo pasado. Si, lo que Dios no permita, él es todavía astuto y reservado en la expresión de su sentimiento, entrego mi dinero a Athos para que se lo lleve, y me quedo en Inglaterra todo el tiempo preciso para descubrirlo, y luego, como tengo el ojo vivo y los pies ligeros, en cuanto vea el primer signo hostil, tomo el portante y me oculto en casa de milord de Buckingham, que me parece un buen diablo en el fondo, y al cual, en recompensa de su hospitalidad, cuento toda la historia de los diamantes, que ya sólo puede comprometer a una reina vieja, la cual puede pasar, siendo la mujer de un cicatero como Mazarino, por haber sido en otro tiempo la querida de un señor arrogante como Buckingham. ¡Diantre! Está dicho, y no me vencerá el señor Monk. ¡Además, una idea…!».

Ya se sabe que, por regla general, no eran ideas lo que faltaba a D’Artagnan. Durante su monólogo, D’Artagnan habíase abotonado hasta la barba, nada excitaba tanto su imaginación como las preparativos a un combate cualquiera, que los romanos llamaban accinction. Llegó, pues, muy sofocado a la posada del duque de Albemarle, y fue introducido en la habitación del virrey con una celeridad que manifestaba bien a fías claras era considerado como de casa. Monk estaba en su despacho.

—Milord —le dijo D’Artagnan con esa expresión de franqueza que tan bien sabía extender por su rostro el astuto gascón—, vengo a pedir un consejo a Vuestra Gracia.

Monk, abotonado moralmente, tanto como su antagonista físicamente, contestó:

—Pedid, querido.

Y su semblante presentaba una expresión no menos franca que la de D’Artagnan.

—Ante todo, milord, prometedme indulgencia y secreto.

—Prometo lo que deseéis. ¿Qué hay? Decid.

—Hay, milord, que no estoy completamente contento de Su Majestad.

—¡De veras! ¿Cómo es eso? Hablad, mi querido teniente.

—Porque el rey se entretiene muchas veces con bromas muy comprometidas para sus servidores, y la broma, milord, es un arma que lastima mucho a la gente de espada como nosotros.

Monk hizo grandes esfuerzos para no manifestar su pensamiento; pero D’Artagnan lo acechaba con atención demasiado sostenida para no distinguir un imperceptible rubor en sus mejillas.

—Lo que es yo —dijo Monk—, no soy enemigo de las bromas, mi querido D’Artagnan; mis soldados podrán deciros cuántas veces escuché en el campamento con la mayor indiferencia, y hasta con cierto gusto, las canciones satíricas que desde el ejército de Lambert pasaban al mío, y que sin duda habrían despedazado los oídos de un general más susceptible que yo.

—¡Oh milord! —dijo D’Artagnan—. Sé que sois un hombre completo y que estáis colocado hace mucho tiempo por encima de las miserias humanas, mas hay bromas y bromas, y ciertas de ellas tienen el privilegio de irritarme de una manera prodigiosa.

—¿Y puede saberse cuáles son, my dear?

—Las que se dirigen contra mis amigos o contra las personas que respeto, general.

Monk hizo un movimiento imperceptible, que advirtió D’Artagnan.

—¿Y cómo —preguntó Monk a espina que araña a otro puede hacer cosquillas en vuestra piel? ¡Contadme eso!

—Veamos, Milord, voy a explicároslo en una sola palabra: se trata de vos.

Monk dio un paso hacia D’Artagnan.

—¿De mí? —dijo.

—Sí, y he ahí lo que no puedo explicarme; tal vez sea por falta de conocer su carácter. ¿Cómo tiene Su Majestad corazón para hacer burla a un hombre que le ha prestado tantos y tan grandes servicios? ¿Cómo comprender que se divierta en indisponer un león como vos con un mosquito como yo?

—Nada de eso veo yo —contestó Monk.

—¡Sí tal! En fin, el rey, que me debía una recompensa, y podría recompensarme como a un soldado, sin imaginar siquiera esa historia del rescate que os concierne, milord…

—No —dijo Monk riendo—, no me concierne de ningún modo, os lo aseguro.

—Ya me conocéis, milord; yo soy tan discreto, que un sepulcro parecería hablador a mi lado, pero… ¿Comprendéis, milord?

—No —dijo Monk.

—Si otro supiera el secreto que yo sé…

—¿Qué secreto?

—¡Eh! Milord, ese desgraciado secreto de Newcastle.

—¡Ah! ¿El millón del conde de la Fère?

—No, milord, no; la empresa contra Vuestra Gracia.

—Estuvo muy bien jugada, caballero; nada hay que decir; sois hombre de guerra, valiente y astuto a la vez, lo cual prueba que reunís las cualidades de Fabio y Aníbal. De modo, que habéis usado de vuestros medios, de la fuerza y de la astucia; nada hay que decir a esto, y es cosa mía el garantirme de ello.

—No lo ignoro, milord, y no esperaba menos de vuestra imparcialidad; si no hubiese más que el rapto en sí mismo, ¡pardiez!, eso no sería nada; pero hay…

—¿Qué?

—Las circunstancias de ese rapto.

—¿Cuáles?

—Bien sabéis lo que quiero decir, milord.

—¡No, Dios me condene!

—Hay… la verdad, es muy difícil de decir.

—¿Hay?

—Pues bien, hay ese diablo de caja.

Monk sonrojóse visiblemente.

—¡Esa indignidad de caja —continuó D’Artagnan—; la caja de pino, ya sabéis!

—¡Bueno! Lo había olvidado.

—De pino —siguió el mosquetero—, con agujeros para la nariz y la boca. En verdad, milord, lo demás podía pasar, ¡pero la caja, la caja! Decididamente, fue una broma pesada.

Monk se revolvía en todos sentidos.

—Y, sin embargo —añadió D’Artagnan—, que yo, un capitán de aventuras, haya hecho eso, es muy sencillo, porque al lado de la acción, un poco ligera, que he cometido, pero que puede excusarme la gravedad de la situación, he sido circunspecto y reservado.

—¡Oh! —murmuró Monk—. Os conozco muy bien, señor de D’Artagnan, y os aprecio.

D’Artagnan no perdía de vista a Monk, estudiando todo lo que pasaba en su interior mientras hablaba.

—Pero no se trata de mí —repuso D’Artagnan.

—¿Pues entonces de quién se trata? —preguntó Monk que empezaba a impacientarse.

—Se trata del rey, que jamás contendrá su lengua.

—¡Y bien! ¿Qué le hemos de hacer, si habla? —dijo Monk, balbuciente.

—Milord —repuso D’Artagnan—, os suplico que no disimuléis con un hombre que habla tan francamente como lo hago yo. Tenéis derecho de erizar vuestra susceptibilidad, por benigna que sea. ¡Qué diantre! El lugar de un hombre como vos, de un hombre que juega con cetros y coronas como un gitano con sus bolas, no era una caja así, como si se tratara de un objeto curioso de Historia Natural; porque, finalmente, ya comprendéis que sería cosa para hacer reventar de risa a todos vuestros enemigos; y sois tan grande, tan noble y generoso, que por fuerza debéis tener muchos. Tal secreto puede hacer morir de risa a la mitad del género humano, si se os representase en esa caja, y no es decente que se rían así del segundo personaje de este reino.

Monk perdió completamente su continencia a la idea de verse representado en la caja.

El ridículo, como juiciosamente había previsto D’Artagnan, causaba en él lo que ni las aventuras de la guerra, ni los deseos de la, ambición, ni el temor de la muerte habían podido causar.

—¡Bien! —pensó el gascón—. Tiene miedo: estoy salvado.

—¡Oh! ¡En cuanto al rey —dijo Monk—, querido D’Artagnan, el rey no se chanceará con Monk, os lo aseguro!

El brillo de sus ojos fue interceptado al paso por D’Artagnan. Monk se dulcificó al instante.

—El rey —prosiguió—, es de un natural demasiado noble y tiene un corazón demasiado elevado para querer mal a quien le ha hecho tanto bien.

—¡Oh! Ciertamente —exclamó D’Artagnan—. Soy enteramente de vuestra opinión respecto al corazón del rey, pero no en cuanto a su cabeza: es bueno, pero ligero.

—Su Majestad no será ligero con Monk, estad tranquilo.

—¿De modo que vos lo estáis, milord?

—Por esa parte al menos, sí, perfectamente.

—¡Ah! Os comprendo, estáis tranquilo por parte del rey.

—Ya os lo he dicho.

—Pero ¿no lo estáis también por la mía?

—Me parece haberos asegurado que contaba con vuestra lealtad y discreción.

—Sin duda, sin duda; pero reflexionad una cosa…

—¿Cuál?

—Que yo no soy solo, que tengo compañeros, y que éstos…

—¡Oh! Sí, los conozco.

—Por desgracia, milord, ellos también os conocen.

—¿Y qué?

—Están allá, en Boulogne, esperándome.

—¿Y teméis…?

—Sí, que en mi ausencia… ¡Cáscaras! Si estuviese a su lado respondería de su silencio.

—Razón tenía yo en deciros que el peligro, si había peligro, no vendría del rey, por más dispuesto que sea para la broma, sino de vuestros compañeros, como acabáis de decir…

Ser burlado por un rey, es cosa tolerable todavía; pero por unos galopines… ¡Goddam!

—Sí, entiendo, es insoportable; y por eso venía a deciros: milord, ¿no creéis que sería bueno que yo marchase a Francia lo más pronto posible?

—Cierto, si creéis que vuestra presencia…

—¿Imponga a todos aquellos tunos? ¡Oh! De eso estoy cierto, milord.

—Pero vuestra presencia no impedirá que se extienda el rumor en caso de que haya transpirado ya.

—¡Oh! No ha transpirado, milord, os lo juro. Y en todo caso, creed que estoy determinado a una cosa.

—¿A qué?

—A romper la cabeza al primero que haya propagado el rumor y al primero que lo haya extendido. Después de lo cual, regresaré a Inglaterra a buscar un asilo y tal vez un empleo al lado de Vuestra Gracias.

—¡Oh! ¡Volved, volved!

—Por desgracia, milord, a nadie conozco aquí sino a vos, y no os encontraré o me habréis olvidado en vuestras grandezas.

—Escuchad, señor de D’Artagnan —respondió Monk—, sois un caballero apreciado, lleno de inteligencia y valor, y merecéis todas las fortunas de este mundo; venid conmigo a Escocia, y juro, haceros en mi virreinato una posición que todos envidiarán.

—¡Oh! Milord, eso es imposible, por ahora. Tengo un deber sagrado por cumplir: he de velar por vuestra gloria, impedir que un mal intencionado empañe a los ojos de los contemporáneos y… ¡quién sabe…! tal vez a los de la posteridad, el brillo de vuestro nombre.

—¿De la posteridad, señor de D’Artagnan?

—¡Sí! Sin duda, es necesario que todos los pormenores de esta historia sean un misterio para la posteridad; porque, en fin, admitid por un instante que se esparciera la desgraciada historia de la caja de pino, y se diría, no que habéis restablecido lealmente al rey, en virtud de vuestro libre albedrío, sino que fue a consecuencia de un compromiso celebrado entre vosotros dos en Scheveningen. Yo pudiera decir perfectamente cómo sucedió la cosa, yo que lo sé, sin embargo, no me creerían, y se diría que habían recibido mi parte de torta y que me la comía.

Monk frunció el entrecejo.

—Gloria, honor; honradez —dijo—. ¡No sois más que palabras vanas!

—Niebla —replicó D’Artagnan—, niebla por entre la cual jamás se ve muy claro.

—¡Pues bien! Entonces marchad a Francia, querido mío —dijo Monk—, id, y para haceros a Inglaterra más accesible y agradable, aceptad un recuerdo mío.

«¡Veamos, pues!», pensó D’Artagnan.

—Tengo a orillas de la Clyde —prosiguió Monk—, una casita rodeada de árboles, un cottage, como aquí se llama, y un centenar de argentas de tierra. Aceptadla.

—¡Oh milord…!

—¡Pardiez! Allí estaréis en vuestra casa, y ése será el refugio de que me hablabais ahora poco.

—¡Cómo! ¿Os quedaré obligado hasta ese punto? En verdad… Me avergüenzo de ello.

—No, señor —replicó Monk con delicada sonrisa—; yo sí que os quedaré reconocido.

Y, estrechando la mano del mosquetero:

—Voy a hacer extender el acta de donación —dijo.

Y salió.

D’Artagnan le vio alejarse y quedó pensativo y hasta emocionado.

—En fin —dijo—, he aquí un barbián. Lo sensible es que lo haga por temor y no por afecto a mi persona. ¡Pues bien, quiero que también me tenga afecto!

Y después de un instante de reflexión más profunda, murmuró:

—¡Bah! ¿Y para qué? ¡Es un inglés!

Y salió, a su vez, algo aturdido de aquel combate.

—Conque —dijo— heme aquí propietario. Pero ¿cómo diantre he de partir esa quinta con Planchet? A menos que le dé las tierras y yo me quede con la casa, o bien que él tome la casa y yo… ¡Vaya! ¡El señor Monk no sufriría que yo dividiera una casa que él ha habitado, con un abacero! ¡Es muy orgulloso! Además, ¿para qué hablar de esto? Con el dinero de la sociedad no he adquirido el inmueble, sino con mi inteligencia; luego es muy mío. Vamos en busca de Athos.

Y se dirigió hacia la morada de éste.