Capítulo XXXIV¿Qué hacen con tanto capital?

D’Artagnan no se durmió, y tan pronto como la cosa fue conveniente y oportuna, hizo su visita al señor tesorero del rey.

Entonces tuvo la satisfacción de cambiar un pedazo de papel de escritura muy fea, por una suma prodigiosa de escudos fabricados muy recientemente con el busto, de Su Muy Graciosa Majestad Carlos II.

D’Artagnan se hacía fácilmente dueño de sí mismo, mas en esta ocasión, sin embargo, no pudo menos de manifestar una alegría que el lector comprenderá quizá, si se digna tener alguna indulgencia por un hombre que, desde su nacimiento, jamás había visto tantas monedas y montones de ellas yuxtapuestas en orden verdaderamente agradable a la vista.

El tesorero metió todos estos montones en unos sacos, cerrándolos con la estampilla de las armas de Inglaterra, gracia que los tesoreros no suelen conceder a todo el mundo.

Y luego, impasible y tan urbano como debía serlo con respecto a un hombre honrado con la amistad de Su Majestad, dijo:

—Llevaos —vuestro dinero, señor. ¡Vuestro dinero! Esta palabra hizo vibrar mil cuerdas que el mosquetero jamás había sentido en su corazón.

Hizo cargar los sacos en un carrito, y volvió a casa meditando profundamente. Un hombre que posee trescientas mil libras, no puede tener la frente tersa, y una arruga por cada centenar de mil libras no es mucho.

D’Artagnan se encerró, no comió, negó la entrada a todo el mundo en su casa, y, con la lámpara encendida y una pistola armada sobre la mesa, veló toda la noche calculando un medio de evitar que aquellos hermosos escudos, que del cofre real habían pasado a los suyos propios, no pasasen de éstos a los bolsillos de un ladrón cualquiera. El mejor medio que encontró el gascón fue encerrar momentáneamente su capital bajo cerraduras bastante sólidas para que ninguna mano pudiese romperlas, y bastante complicadas para que ninguna llave sencilla pudiere abrirlas.

D’Artagnan se acordó de que los ingleses son maestros consumados en mecánica y en industria conservadora, y decidió ir a la mañana siguiente en busca de un mecánico que le vendiese una caja de caudales.

No tuvo que andar mucho. El señor Will Jobson, residente en Piccadilly, escuchó sus proposiciones, comprendió sus deseos, y le prometió confeccionar una cerradura de seguridad que le sacaría de todo temor para lo venidero.

—Os daré —le dijo— un mecanismo nuevo. A la primera tentativa algo seria hecha sobre la cerradura, se abrirá una plancha invisible, y un cañoncito, invisible también, vomitará una linda bala de cobre del peso de un marco; que echará abajo al mal intencionado no sin un ruido notable. ¿Qué tal?

—Afirmo que es verdaderamente ingenioso —exclamó D’Artagnan—; la balita de cobre me agrada sobremanera. Veamos ahora, señor mecánico, las condiciones.

—Quince días para la ejecución, y quince mil libras pagaderas al entregar la obra —contestó el artista.

D’Artagnan frunció el ceño. Quince días era un plazo suficiente para que todos los ladrones de Londres hubiesen hecho desaparecer la necesidad que tenía del arca de hierro. Respecto a las quince mil libras, era pagar muy caro lo que algo de vigilancia le daría por nada.

—Lo pensaré —le dijo—; gracias, amigo.

Y volvió a su casa torciendo; nadie se había acercado todavía al tesoro.

El mismo día fue Athos a visitar a su amigo y lo encontró preocupado hasta el punto de manifestarle por ello su sorpresa.

—¡Cómo! ¡Estáis rico y no satisfecho —le dijo—, tanto como deseabais las riquezas!

—Amigo mío, los placeres a los cuales no se está acostumbrado, estorban más que las penas que nos son habituales. Un consejo, si me lo permitís. Esto puedo preguntároslo, porque siempre habéis tenido dinero; cuando se tiene dinero, ¿qué se hace?

—Eso depende…

—¿Qué habéis hecho del vuestro, para que él no hiciera de vos ni un avaro ni un pródigo? Porque la avaricia deseca el corazón y la prodigalidad le ahoga… ¿no es verdad?

—No diría más Fabricio. Pero, en verdad, mi dinero no me ha estorbado jamás.

—¿Lo convertís en rentas?

—No; ya sabéis que tengo una casa bastante hermosa, y que esta casa es el mejor de mis bienes.

—Ya lo sé.

—De suerte que seréis tan rico como yo, y aun más rico si queréis, por el mismo medio.

—Pero ¿las rentas las conserváis?

—No.

—¿Qué pensáis de un escondite en una pared maestra?

—Nunca he usado de eso. Entonces tendréis algún confidente, algún hombre de negocios seguro que os pague un interés equitativo.

—Nada de eso.

—¡Dios mío! ¿Qué hacéis entonces?

—Gasto todo lo que tengo; y no tengo más que lo que gasto, mi querido D’Artagnan.

—¡Ah, ya! Pero vos sois algo príncipe, y quince o dieciséis mil libras de renta se os escapan por entre los dedos; además, tenéis ciertas cargas, la representación…

—Pero no veo yo que seáis mucho menos gran señor que yo, amigo mío, y vuestro dinero os vendrá bien justo.

—¡Trescientas mil libras! Hay aquí dos terceras partes superfluas.

—Dispensad, pero me parecía que me habéis dicho… creí haberlo oído… en fin… me figuraba que teníais un socio.

—¡Ah! ¡Pardiez! ¡Es cierto! —exclamó D’Artagnan ruborizándose—. ¡Sí, Planchet!; olvidaba a Planchet, por vida mía…! ¡Pues bien! He ahí deshechos mis cien mil escudos… Es lástima; la cuenta era redonda y sonaba bien… Verdad, Athos, no soy ya rico. ¡Qué memoria tenéis!

—¡Bastante buena, gracias a Dios!

—Ese buen Planchet —dijo D’Artagnan—, no ha hecho aquí mal negocio.

—¡Qué especulación, diantre! En fin, lo dicho, dicho.

—¿Cuánto le dais?

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. Es un buen muchacho y siempre me arreglaré bien con él; ya veis, he tenido trabajos, gastos… y todo esto debe entrar en cuenta.

—Amigo, estoy muy seguro de vos —dijo tranquilamente Athos—, y nada temo por ese buen Planchet; sus interés está mejor en vuestras manos que en las suyas; pero, ya que nada tenéis que hacer aquí, nos marcharemos, si os parece. Iréis a dar las gracias al rey y a pedirle sus órdenes, y dentro de seis días podremos distinguir las torres de Nuestra Señora.

—Amigo mío, ardo en deseos de marcharme; y enseguida voy a despedirme del rey.

—Yo —dijo Athos—, voy a saludar a algunas personas en la ciudad, y soy vuestro.

—¿Me prestáis a Grimaud?

—Con mucho gusto… ¿Qué pensáis hacer de él?

—Una cosa muy sencilla y que no le fatigará: le suplicaré que me guarde mis pistolas que están sobre la mesa y al lado del cofre.

—Muy bien —replicó Athos imperturbable.

—Y no se apartará de aquí, ¿verdad?

—Ni más ni menos que las mismas pistolas.

—Así, me voy a ver al rey. Hasta luego.

D’Artagnan llegó, en efecto, al palacio de Saint-James, donde Carlos II, que escribía su correspondencia, hízole guardar antesala una hora cumplida.

Al mismo tiempo que se paseaba en la galería, desde las puertas a las ventanas, y desde las ventanas a las puertas, creyó ver una capa igual, a la de Athos atravesar los vestíbulos; pero en el momento en que iba a cerciorarse del hecho, el ujier lo llamó a la cámara de Su Majestad.

Carlos II se frotaba las manos recibiendo los cumplidos de nuestro amigo.

—Caballero —le dijo—, hacéis mal en estarme, reconocido; yo no he pagado la cuarta parte de lo que vale la historia de la caja en que metisteis al valiente general… es decir, al buen duque de Albemarle. Y el rey soltó una carcajada.

D’Artagnan creyó no deber interrumpir a Su Majestad y se inclinó con modestia.

—A propósito —prosiguió Carlos—, ¿os ha perdonado de veras nuestro querido Monk?

—¡Perdonado! Espero que sí, Majestad.

—¡Es que el lance fue terrible…! ¡Odds fish! ¡Embanastar como un arenque al primer personaje de la revolución inglesa! No me fiaría yo en vuestro lugar, caballero.

—Pero, Majestad.

—Sé muy bien que Monk os llama su amigo… Mas tiene un ojo muy profundo para ser falto de memoria y el entrecejo muy alto para no, ser orgulloso; ya sabéis, grande supercilium.

«De seguro, aprenderé latín», se dijo D’Artagnan.

—Vamos —exclamó el rey encantado—, es preciso que yo arregle vuestra reconciliación; sabré conducirme de tal modo…

D’Artagnan se mordió el bigote.

—¿Me permite Vuestra Majestad que le manifieste la verdad?

—Hablad, caballero, hablad.

—Pues bien, señor, me causáis un miedo horrible… Si Vuestra Majestad arregla mi asunto, como parece tener ganas, soy hombre perdido; el duque me hará asesinar. El rey soltó otra carcajada que trocó en espanto el temor de D’Artagnan.

—Señor, por piedad, permitidme tratar este asunto por mí mismo; y luego, si ya no tenéis necesidad de mis servicios.

—No, caballero. ¿Queréis marcharos? —respondió Carlos con una hilaridad que causaba en nuestro gascón cada vez más inquietud.

—Si Vuestra Majestad no tiene ya nada que mandarme.

Carlos púsose casi serio.

—Una sola cosa. Ved a mi hermana lady Enriqueta. ¿Os conoce?

—No, señor, pero… un soldado viejo como yo, no es un espectáculo agradable para una princesa joven y jovial.

—Quiero que mi hermana os conozca; quiero que pueda contar con vos en caso necesario.

—Señor, todo lo que es querido a Vuestra Majestad será sagrado para mí.

—Corriente… Parry, ven acá; buen Parry.

Abrióse la puerta lateral, y penetró Parry, radiante el rostro desde que vio al caballero.

—¿Qué hace Rochester? —preguntó el rey.

—Está en el canal con las señoras —contestó Parry.

—¿Y Buckingham?

—También.

—Tanto mejor. Acompañarás al caballero al lado de Villiers… es el duque de Buckingham, caballero… y le suplicarás presente al señor de D’Artagnan a lady Enriqueta.

Parry se inclinó y sonrió a D’Artagnan.

—Caballero —prosiguió el rey—, ésta es vuestra audiencia de despedida; luego podéis marcharon cuando os agrade.

—¡Majestad, gracias!

—Pero haced las paces con Monk.

—¡Oh! Majestad…

—¿Sabéis que uno de mis buques está a disposición vuestra? —dijo el rey mirando fijamente a D’Artagnan.

—Pero, señor, me colmáis de gracias, y no sufriré jamás que los oficiales de Vuestra Majestad se incomoden por mí —dijo el gascón con humildad.

Su Majestad dio un golpecito en el hombro de D’Artagnan.

—Nadie se incomoda por vos, caballero, sino por un embajador a quien envío a Francia, y a quien, según creo, serviréis con gusto de compañero, porque le conocéis perfectamente.

D’Artagnan miró sorprendido.

—Es cierto conde de la Fère… al que vos llamáis Athos —repuso el rey, terminando la conversación como la había comenzado con una festiva carcajada—. ¡Adiós, caballero, adiós! Queredme como yo os quiero.

Y después de esto, haciendo una seña a Parry para preguntarle si alguien le aguardaba en un gabinete inmediato, el rey desapareció en este gabinete, dejando al caballero aturdido de tan singular audiencia.

El viejo le asió amistosamente del brazo y lo condujo a los jardines.