El rey de Inglaterra hizo su entrada con gran pompa eh Douvres, y después en Londres. Había ordenado que le acompañasen sus hermanos, su madre y su hermana. Hacía tanto tiempo que Inglaterra estaba entregada a sí propia, esto es, a la tiranía y a la injusticia, que esta vuelta del rey Carlos II, a quien, sin embargo, no conocían los ingleses, más que como el hijo de un hombre a quien ellos habían cortado la cabeza, fue una fiesta para los tres reinos. Así es que todas aquellas aclamaciones que acompañaban su vuelta llamaron tanto la atención del rey, que se inclinó al oído de Jack de York, su hermano más joven, para decirle:
—Verdaderamente, Jack, me parece ha sido falta nuestra si hemos estado tanto tiempo ausentes de un país donde tanto nos aman.
El acompañamiento fue soberbio, y un tiempo admirable favorecía la solemnidad. Carlos había vuelto a su juventud, a su buen humor; parecía transfigurado; los corazones reían como el sol.
Entre aquella muchedumbre ardiente de cortesanos y de adoradores, que parecían no acordarse de que ellos habían llevado al cadalso de White Hall al padre del nuevo rey; un hombre, en uniforme de teniente de mosqueteros, miraba, con la sonrisa en sus delgados labios, unas veces al pueblo, que vociferaba sus bendiciones, otras al príncipe, lleno de emoción, que a todos saludaba, y especialmente a las mujeres, cuyos ramilletes venían a caer a los pies de su caballo.
—¡Qué hermoso oficio el de rey! —exclamaba aquel hombre impulsado por su contemplación, y tan absorto, que se paró en medio del camino, dejando desfilar el séquito—. He aquí en verdad un príncipe lleno de oro y de diamantes como un Salomón, y esmaltado de flores como un prado en primavera; allá va a sacar a manos llenas del inmenso cofre en que sus súbditos; muy leales hoy, muy infieles ayer, le han reunido una o dos carretas de barras de oro. Ahora le echan flores hasta cubrirlo, y hace dos meses, si se hubiese presentado, le habrían enviado tantas balas de cañón y de mosquete como hoy le envían flores. Decididamente, nacer de cierta manera es cosa que no desagrada a los villanos que pretenden les importa poco nacer villanos.
El séquito continuaba desfilando, y con el rey las aclamaciones comenzaban a alejarse en dirección del palacio; lo cual no impedía que nuestro oficial fuese bien atropellado.
—¡Vive Dios! —decía el razonador—. Ved toda esa gente que anda sobre mis pies, y que me mira como muy poco, o más bien como nada, en atención a que ellos son ingleses y yo francés. Si se preguntara a toda esta gente: «¿Quién es el señor de D’Artagnan?», responderían: «Nescio vos». Pero que les digan: «Mirad al rey que pasa, mirad al general Monk que pasa», y gritarán: «¡Viva el rey! ¡Viva el general Monk!», hasta que se nieguen a ello sus pulmones. —Sin embargo seguía mirando de aquel modo penetrante que le distinguía, pasar la multitud—, sin embargo, reflexionad, un poco, buena gente, en lo que a hecho vuestro rey Carlos, en lo que ha hecho el señor Monk, y luego, pensad en lo que ha hecho ese pobre desconocido que se llama el señor de D’Artagnan. Ver. No os conozco. Verdad es que no lo sabéis, porque es desconocido, lo cual os impide reflexionar tal vez. ¡Pero, bah! ¡Qué importa! Esto no impide que Carlos II sea un gran monarca, aunque haya estado en el destierro doce años, y que el señor Monk sea un gran capitán, aunque haya hecho el viaje a Francia encerrado en un cajón. Y puesto que se reconoce que el uno es un gran rey y el otro un excelente capitán: ¡Hurra for the king Charles II! Hurra for the captain Monk!
Y su voz mezclóse con la de millares de espectadores, a quienes dominó por un momento. Y para representar mejor al hombre decidido, agitó en el aire su sombrero, y no faltó quien le detuviera del brazo en lo mejor de su expansivo lealismo. (Así se llamaba en 1660 lo que hoy se llama realismo.)
—¡Athos! —gritó D’Artagnan—. ¿Vos aquí?
Y ambos amigos se abrazaron.
—¡Vos aquí! Y estando aquí —continuó el mosquetero—, ¿no estáis en medio de todos los cortesanos, mi querido conde? ¡Cómo! Vos, el héroe de la fiesta, ¿no dais caballadas a la izquierda del rey como, caballea milord Monk a la derecha? En verdad que no comprendo nada de vuestro carácter, ni del príncipe que tanto os debe.
—Siempre zumbón, amigo D’Artagnan —dijo Athos—. ¿No os corregiréis nunca de ese maldito defecto?
—En fin, ¿no formáis parte de la comitiva?
—No, porque no he querido.
—¿Y por qué no habéis querido?
—Porque no soy ni enviado ni embajador, ni delegado siquiera del rey de Francia, y porque no me conviene presentarme así junto a otro rey que Dios no me ha dado por señor.
—¡Diantre! Bien cerca os presentasteis del rey su padre.
—Eso es otra cosa, amigo; aquél iba a morir.
—Y, sin embargo, lo que habéis hecho por éste…
—Ha sido porque debía hacerlo. Ya sabéis que deploro toda clase de ostentación. Déjeme, pues, ahora el rey Carlos II, que no tienen necesidad de mí, en mi reposo y en mi obscuridad, que es todo lo que de él exijo.
D’Artagnan suspiró:
—¿Qué tenéis? —le dijo Athos—. Diríase que esta vuelta feliz del rey a Londres os entristece, amigo mío, a pesar de que habéis hecho al menos tanto como yo por Su Majestad.
—¿No es cierto —respondió D’Artagnan riendo con su risa gascona—, que yo también he hecho mucho por Su Majestad sin que quepa la menor duda?
—¡Oh! Sí —exclamó Athos—, y bien lo sabe el rey, amigo mío.
—¡Lo sabe! —dijo el mosquetero—. A fe mía que no dudaba de ello, y aun trataba de olvidarlo en este momento.
—Pero él no lo olvidará, os lo aseguro.
—Eso me lo decís por consolarme un poco.
—¿De qué?
—¡Cáscaras! De todos los gastos que he hecho. Me he arruinado, amigo mío, arruinado por la restauración de este joven príncipe que acaba de pasar haciendo cabriolas sobre su caballo isabelino.
—El rey no sabe que estáis arruinado; pero sí que os debe mucho.
—¿Salgo ganando algo con eso; Athos? ¡Decid! Porque, al fin, yo os hago justicia; habéis trabajado noblemente. Pero yo que, en apariencia, por poco hago fracasar vuestra combinación, soy quien en realidad la ha hecho triunfar. Seguid bien mi cálculo: vos no hubierais convencido tal vez, por la persuasión y la dulzura, al general Monk, mientras que yo he tratado tan rudamente a ese apreciado general, que líe proporcionado a vuestro príncipe la ocasión de mostrarse generoso; esa generosidad que le fue inspirada por mi yerro venturoso, Carlos se la ve ahora pagada con la restauración que le hace Monk.
—Todo eso, amigo, es de una verdad indiscutible —respondió Athos.
—Pues bien, por indiscutible que sea esa verdad, no por ello dejaré de volverme, muy querido de milord Monk, que me llama my dear captain, aunque yo no sea su querido ni capitán, y muy apreciado del rey, que ya ha olvidado mi nombre no por eso; digo, dejaré de volverme a mi hermosa patria, maldito por los soldados a quienes enganché con la esperanza de un crecido sueldo, y maldito por el buen Planchet, a quien tomé prestada una parte de su fortuna.
—¿Cómo es eso? ¿Qué diablos viene a hacer Planchet en todo esto?
—Sí, amigo; ese rey tan rozagante, tan risueño y adorado, se figura el señor Monk que ha sido llamado por él, vos os figuráis haberle sostenido, yo me figuro haberlo traído, el pueblo se figura haberlo reconquistado, él mismo cree haber negociado de una manera a propósito para ser proclamado; y nada de esto es cierto, sin embargo, Carlos II, rey de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda, ha sido restaurado en su trono por un abacero de Francia que vive en la calle de los Lombardos y se llama Planchet. ¡Lo que es la grandeza! «¡Vanidad, dice la Escritura, vanidad!».
Athos no pudo menos de reírse de la salida de su amigo.
—Querido D’Artagnan —dijo estrechándole afectuosamente la mano—. ¿Habéis dejado de ser filósofo? ¿No es para vos una satisfacción haberme salvado la vida, como lo habéis hecho al llegar tan felizmente con Monk, cuando esos malditos parlamentarios querían quemarme vivo?
—Vamos, vamos —dijo D’Artagnan—; un poco merecíais esa quemadura, amado conde.
—¡Cómo! ¿Por haber salvado el millón del rey Carlos?
—¿Qué millón?
—¡Ah! Es cierto, jamás habéis sabido esto, amigó mío; pero no hay que hacerme cargo alguno, porque no me pertenecía el secreto. Aquella palabra Remember que el rey Carlos pronunció en el cadalso…
—Y que significa acuérdate…
—Perfectamente. Esa palabra significaba: «Acuérdate que hay un, millón enterrado en los subterráneos de Newcastle, y de que ese millón pertenece a mi hijo».
—¡Perfectamente! Comprendo. Pero también comprendo, y esto es horrible, que Su Majestad Carlos II dirá cada vez que piense en mí: «He ahí un hombre que por poco me hace perder la corona; felizmente, yo he sido generoso, lleno de presencia de espíritu».
Eso es lo que dirá de mí y de él ese joven caballero del jubón negro muy raído, que llegó al castillo de Blois, sombrero en mano, a pedirme si tenía a bien darle entrada en el aposento del rey de Francia.
—¡D’Artagnan! ¡D’Artagnan! —dijo Athos poniendo su mano sobre el hombro del mosquetero—. No sois justo.
—Tengo derecho a ello.
—No, pues ignoráis el porvenir. D’Artagnan miró a su amigo y se echó a reír.
—En verdad, mi querido Athos —dijo—, tenéis soberbias palabras que no he conocido más que en vos y en el señor cardenal Mazarino.
Athos hizo un movimiento.
—Perdón —prosiguió D’Artagnan riéndose—; perdón si os ofendo. ¡El porvenir! ¡Oh! ¡Bonitas palabras las que prometen, y qué bien llenan la boca a falta de otra cosa! ¡Diantre! Después de haber encontrado tantos que prometían, ¿cuándo hallaré uno que dé…? Pero, dejemos esto —añadió D’Artagnan—. ¿Qué hacéis aquí, querido Athos? ¿Sois tesorero del rey?
—¿Cómo tesorero del rey?
—Sí, puesto que el rey posee un millón, necesita un tesorero. El rey de Francia, que no tiene un cuarto, tiene un superintendente de Hacienda, el señor Fouquet. Verdad es que, en cambio, el señor Fouquet tiene muchos millones.
—¡Oh! Nuestro millón se gastó hace mucho tiempo —dijo Athos riendo.
—Comprendo, se ha gastado en raso, en pedrería, en terciopelos y en plumas de todas especies y colores. Todos esos príncipes y princesas tenían necesidad de sastres y modistas. ¿Os acordáis, Athos, de lo que gastamos para equiparnos nosotros cuando la campaña de La Rochela, y para hacer también nuestra entrada a caballo? Dos o tres mil libras; pero un jubón del rey es más grande, y precisa un millón para comprar la tela. Al menos, Athos, si no sois tesorero, estáis bien en la Corte.
—A fe de gentilhombre, no sé nada —respondió Athos.
—¿Cómo que eso? ¡No sabéis nada!
—No he vuelto a ver al rey desde que estuvo en Douvres.
—Entonces es que también os ha olvidado. ¡Diantre! ¡Magnífico!
—¡Su Majestad ha tenido tanto quehacer!
—¡Oh! —murmuró D’Artagnan con uno de aquellos gestos extraños que sólo él sabía hacer—. Por mi honor que voy a enamorarme de monseñor Mazarino. ¿Cómo, amigo Athos, no os ha vuelto a ver el rey?
—No.
—¿Y no estáis furioso?
—¿Yo por qué? ¿Os figuráis acaso, amigo D’Artagnan, que ha sido por el rey por quien he obrado de esta manera? Yo no conocía a este joven. Defendí al padre, que representaba un principio para mí sagrado; y me he dejado llevar hacia el hijo, siempre por simpatía al mismo principio. Por lo demás, el padre era un digno caballero, una noble criatura. ¿Os acordáis de él?
—Verdad; un hombre excelente, que tuvo una triste vida y una muerte muy hermosa.
—Pues bien/ querido D’Artagnan, oíd esto: a ese rey, a ese hombre de corazón, a ese amigo de mi pensamiento, si así puedo decirlo, prometí en la hora suprema conservar, fielmente el secreto de un depósito que debía poner en manos de su hijo para ayudarle cuando la ocasión se presentase; ese joven fue a buscarme, me contó su miseria, pues ignoraba que yo fuera para él otra cosa que un recuerdo vivo de su padre; cumplí con respecto a Carlos II lo que había prometido a Carlos I, y no tengo más que decir. ¿Qué me importa, pues, que sea o no reconocido? A mí es a quien he prestado este servicio, librándome de esta responsabilidad, y no a él.
—Siempre he dicho —respondió D’Artagnan con un suspiro— que el desinterés era la cosa más bella del mundo.
—¡Y bien, amigo mío! —respondió Athos—. ¿No estáis vos en la misma situación que yo? Si he comprendido bien vuestras palabras; os habéis dejado conmover por la desgracia de ese joven; esa acción es más hermosa por vuestra parte que por la mía, pues yo tenía un deber que cumplir, mientras que vos no debíais absolutamente nada al hijo del mártir. Vos no teníais que pagarle el precio de aquella gota de sangre preciosa que dejó derramar sobre mi frente desde el tablado de su Cadalso. Lo que os ha hecho obrar ha sido el corazón solamente, corazón noble y bueno que tenéis bajo ese aparente escepticismo, bajo esa ironía sarcástica; habéis comprometido la fortuna de un servidor, quizá la vuestra, según sospecho, benéfico avaro, y se desconoce vuestro sacrificio. ¡Qué importa! ¿Queréis volver a Planchet su dinero? Comprendo eso, amigo mío, porque no conviene que un caballero tome prestado a su inferior sin devolverle capital e intereses. ¡Pues bien, venderé hasta la hacienda de la Fère, si es preciso, y si no lo es, cualquier otra quinta pequeña! Pagaréis a Planchet, y aún quedará bastante grano para nosotros dos y para Raúl en mis graneros. De este modo, amigo mío, sólo quedaréis obligado a vos mismo, y, si os conozco bien, no será para vos satisfacción pequeña decir: «He hecho un rey». ¿Tengo razón?
—¡Athos! ¡Athos! —contestó D’Artagnan pensativo—. Os lo dije una vez: el día que prediquéis, iré al sermón; el día que digáis que hay infierno, tendré miedo, a las parrillas y a los garfios. Sois mejor que yo, es decir, mejor que todo el mundo, y sólo reconozco en mí un mérito: no ser envidioso. Fuera de este defecto, Dios me condene, como dicen los ingleses, tengo todos los demás.
—No conozco a nadie que valga lo que D’Artagnan —repuso Athos pero hemos llegado sin sentirlo a la casa en que vivo. ¿Queréis entrar en mi cuarto, amigo?
—¿Eh? ¡Pero si es la taberna El Cuerno de Ciervo! —exclamó D’Artagnan:
—Os confieso, querido amigo, que la he escogido por eso mismo. Me gustan los conocimientos antiguos y sentarme en aquella silla donde me dejé caer, abatido de cansancio y abismado de desesperación cuando regresasteis la noche del 31 de enero.
—¿Después de haber descubierto la vivienda del verdugo enmascarado? ¡Sí, aquel fue un día terrible!
—Ea, venid —dijo Athos interrumpiéndole.
Y entraron en la que en otros tiempos era sala común. La taberna en general, y esta sala común particularmente, habían sufrido grandes transformaciones; el antiguo huésped de los mosqueteros, demasiado rico para posadero, había cerrado la tienda y convertido la sala de que hablamos en un depósito de géneros coloniales. El resto de la casa lo alquilaba amueblado a los extranjeros.
D’Artagnan reconoció con emoción todos los muebles de esta sala del primer piso, la ensambladura, los tapices y hasta aquella carta geográfica que Porthos estudiaba tan gustosamente en sus ratos de ocio.
—¡Hace once años! —murmuró D’Artagnan—. ¡Pardiez! Parece que hace un siglo.
—Y a mí un día —dijo Athos—. Ved la alegría que siento, amigo mío, al considerar que os tengo aquí, que estrecho vuestra mano, que puedo tirar lejos la espada y el puñal, y tocar sin desconfianza esta botella de Jerez. ¡Oh! En verdad, no podría manifestaros esta alegría, si nuestros dos amigos estuviesen aquí, a los lados de esta mesa, y mi muy amado Raúl, en el umbral, mirándonos con sus grandes ojos, hermosos y dulces.
—Sí; sí —dijo D’Artagnan muy emocionado—, es verdad. Apruebo, sobre todo, la primera parte de vuestro pensamiento; es muy grato sonreír donde hemos temblado tan legítimamente, pensando que de un momento a otro podía aparecer el señor Mordaunt en el descansillo de la escalera.
En aquel momento abrióse la puerta, y D’Artagnan, por más valiente que fuera, no pudo contener un ligero movimiento de espanto.
Athos lo comprendió, y sonriendo:
—Es nuestro huésped —dijo—, que me traerá alguna carta.
—Sí, milord —dijo el buen hombre—, traigo una carta para Vuestro Honor.
—Gracias —dijo Athos, tomando la carta sin mirarla—. Decidme, querido huésped, ¿no reconocéis a este caballero?
El viejo levantó la cabeza y miró atentamente a D’Artagnan.
—No —dijo.
—Es —añadió Athos— uno de mis amigos de quienes os he hablado, y que se alojó aquí conmigo hace once años.
—¡Oh! —exclamó el viejo—. Se han alojado aquí tantos extranjeros…
—Pero nosotros nos alojamos aquí el 30 de enero de 1641 —añadió Athos, creyendo estimular por esta aclaración la tardía memoria del huésped.
—Es posible —contestó éste, pero hace ya tanto tiempo…! Saludó y salió.
—¡Gracias! —dijo D’Artagnan. Acomete empresas, lleva a término revoluciones, pretende grabar tu nombre en la piedra o en el bronce con fuertes espadas. Hay algo más rebelde, más duro y más olvidadizo que la piedra y el bronce: el viejo cráneo del primer posadero enriquecido con su comercio. ¡No me conoce! ¡Pues yo le hubiera reconocido al instante!
Athos abrió la carta sonriendo.
—¡Ah! —dijo—. Una carta de Parry.
—¡Oh, oh! —murmuró D’Artagnan—. Leed, amigo mío, leed; sin duda contiene algo nuevo.
Athos meneó la cabeza y leyó:
Señor conde:
El rey ha sentido sobremanera no veros hoy a su lado cuando entraba en la ciudad; Su Majestad me encarga os lo diga y os dé un recuerdo de su parte. Su Majestad esperará a Vuestro Honor esta misma noche en el palacio de Saint James, entre nueve y once.
Soy, con el debido respeto, señor conde, vuestro mas humilde y obediente servidor.
PARRY.
—Ya lo veis, mi querido D’Artagnan —dijo Athos—, no hay que desesperar de la bondad de los reyes.
—Tenéis razón —repuso D’Artagnan.
—¡Oh! Querido, querido amigo —dijo Athos, a quien no se le había escapado la imperceptible amargura de D’Artagnan—, perdón; ¿Habré lastimado inadvertidamente a mi mejor camarada?
—¿Estáis loco, Athos?, y la prueba es que voy a, acompañaros hasta Palacio: hasta la puerta, se entiende; con eso me pasearé.
—Entraréis conmigo, amigo; quiero decir a Su Majestad…
—¡Cómo! —replicó D’Artagnan con orgullo verdadero y puro de toda mezcla—: Si hay algo peor que mendigar por uno mismo, es mendigar por medio de otros. Vaya, marchemos, querido, el paseo será muy grato; de paso os enseñaré la casa del señor Monk, que me ha hecho ir a vivir a ella. ¡Hermosa casa, por cierto!, ¡Ser, general en Inglaterra es mucho más que mariscal en Francia!
Athos dejóse conducir, muy pesaroso de la alegría que D’Artagnan afectaba.
Toda la ciudad estaba jubilosa; los dos amigos tropezaban a cada paso con los entusiastas, que en medio de su embriaguez les pedían que gritaran: «¡Viva el buen rey Carlos!». D’Artagnan respondía con un gruñido, y Athos con una sonrisa. Así, llegaron a la casa de Monk, por, la cual debía pasarse, como hemos dicho, para ir al palacio de Saint James.
Athos y D’Artagnan no conversaron durante el camino, por lo mismo de que sin duda tenían muchas cosas que decirse, si hubieran hablado. Athos pensaba que hablando demostraría su alegría, y que esta alegría podría lastimar a D’Artagnan. Éste temía por su parte, que si hablaba dejaría descubrir en sus palabras una amargura que molestaría a Athos. Aquello era una emulación singular de silencio; entre el gozo del uno y el mal humor del otro. D’Artagnan cedió el primero a la comezón que experimentaba por costumbre en la extremidad de la lengua.
—¿Os acordáis —preguntó a Athos—, de aquel pasaje de las memorias de Aubigné, en el cual este fiel servidor, gascón como yo, pobre como yo, y casi por decir valiente como yo, cuenta las mezquindades de Enrique IV? Recuerdo que mi padre me decía siempre que el señor de Aubigné era embustero. Sin embargo, ¡ved cómo todos los príncipes descendientes del gran Enrique salen a él!
—¡Vaya, vaya, D’Artagnan! —dijo Athos—. ¿Los reyes de Francia avaros? ¿Estáis loco?
—Jamás confesáis los defectos de otros, vos que sois perfecto; pero, en verdad, Enrique IV era avaro, Luis XIII, su hijo, también lo era, sobre lo cual sabemos algo, ¿no es cierto? Gastón llevaba este vicio al extremo, y bajo tal aspecto se hizo detestar de todos los que le rodeaban. Enriqueta, ¡pobre mujer!, ha hecho muy bien en ser avara, porque ni comía todos los días, ni se calentaba todos los años: esto era un ejemplo que daba a su hijo Carlos II, nieto del gran Enrique IV, avaro como su madre y como su abuelo. Qué, ¿he sacado bien la genealogía de los avaros?
—D’Artagnan —replicó Athos—, sois demasiado duro para esa raza de águilas que se llama los Borbones.
—¡Pues olvido al mejor…! El otro nieto del Bearnés, Luis XIV mi ex amo. ¡Yo creo que será avaro quien no ha querido prestar un millón a su hermano Carlos! Bueno, veo que os enfadáis; pero, por fortuna, ya estamos cerca de mi casa, o más bien, de la de mi amigo el señor Monk.
—Querido D’Artagnan, no me enfado pero me entristecéis; es cruel en efecto, ver un hombre de vuestro mérito al lado de la posición que sus servicios debieron haberle adquirido me parece que vuestro nombre, amigo, es tan radiante como los más hermosos en la guerra y en la diplomacia; decidme si los Luises, si los Bellegarde y los Bassompierre han merecido como nosotros la fortuna y los honores: tenéis razón, sí, cien veces razón, amigo mío.
D’Artagnan suspiró, precediendo a su amigo bajo el pórtico de la casa que Monk habitaba en la City.
—Permitidme —dijo—, que deje la bolsa en casa; porque si, entre la multitud, estos rateros de Londres, que tanto nos han ponderado, hasta en París, me robasen el resto de mis pobres escudos, no podría regresar a Francia; y vuelvo lleno de alegría, pues todas mis prevenciones de otro tiempo contra Inglaterra se han realizado, acompañadas de otras muchas.
Nada respondió Athos.
—Así, pues, amigo —dijo D’Artagnan—, esperadme un instante y os sigo. Bien sé que es preciso ir a Palacio a recibir vuestras recompensas; pero creedme, a mi también me precisa disfrutar de vuestra alegría… aunque sea de lejos… Esperadme.
D’Artagnan atravesaba ya el vestíbulo cuando un hombre, mitad criado, mitad soldado, que hacía en casa de Monk las funciones de portero y de guardia, detuvo a nuestro mosquetero diciéndole en inglés:
—¡Perdón, milord de D’Artagnan!
—¿Qué hay? —dijo éste—. ¿Es quizá que el general me despide también…? ¡Sólo me falta ser expulsado por él!
Estas palabras, pronunciadas en francés, no fueron entendidas por aquel a quien iban dirigidas, que sólo hablaba un inglés mezclado del escocés más rudo. Pero Athos estaba conmovido, porque D’Artagnan comenzaba al parecer a tener razón.
El inglés mostró una carta a D’Artagnan.
—From the general —dijo.
—Bien, eso es mi despedida —replicó el gascón—. ¿Será preciso leerla, Athos?
—Debéis engañaros, o no conozco más hombres honrados que a vos y a mí.
D’Artagnan se encogió de hombros y rompió el sello de la carta, mientras el inglés, impasible, le aproximaba una gran linterna cuya luz debía ayudarle a leer.
—¡Qué es eso! ¿Qué tenéis? —dijo Athos viendo cambiar la fisonomía del lector.
—Tomad y leed —dijo el mosquetero.
Athos cogió el papel y leyó:
Caballero D’Artagnan:
El rey ha sentido mucho que no hayáis venido a San Pablo con su acompañamiento, y dice Su majestad que le habéis faltado como me habéis faltado a mí, querido capitán. No existe más que un medio para recuperar todo eso. Su Majestad me espera a las nueve en el palacio de Saint James. ¿Queréis encontraros allí a las diez? Su Majestad os fija esta hora para la audiencia que os concede.
La carta estaba escrita por Monk. De parte del general.