Capítulo XXXLas acciones de la sociedad «Planchet y Compañía» pónense a la par

Durante la travesía, Monk no dirigió la palabra a D’Artagnan sino en los casos de necesidad urgente. De modo que cuando el francés tardaba en presentarse a la hora de la comida (pobre comida, compuesta de pescado salado, galleta y ginebra), Monk le invitaba:

—¡A la mesa, señor!

Esto era todo cuanto le decía. Justamente, porque D’Artagnan era en las grandes ocasiones en extremo conciso, no sacó de esta concisión ningún favorable augurio para el éxito de su misión. Además, como tenía mucho tiempo de sobra, se quebraba la cabeza investigando cómo había visto Athos a Carlos II; cómo había tramado con él aquel viaje, y cómo, por fin, había entrado en el campamento de Monk; y el pobre teniente de mosqueteros se arrancaba un pelo de su bigote cada vez que pensaba en Athos era sin duda el caballero que acompañaba Monk la famosa noche del rapto.

En fin, después de dos noches y dos días de navegación, el patrón Keyser tocó tierra en el lugar donde Monk, que había dado las órdenes durante la travesía, mandó que lo desembarcasen. Era, precisamente, la embocadura de aquel río, cerca del cual había elegido Athos su habitación.

El día declinaba, y un sol hermoso, semejante a un escudo de hierro candente, sumergía la extremidad inferior de su disco en la línea azul del mar. La falúa seguía sirgando y remontando el río, muy ancho en aquel sitió; pero Monk, en medio de su impaciencia, mandó saltar en tierra, y la canoa de Keyser condújolo en compañía de D’Artagnan a la fangosa orilla del río, entre juncos y cañas.

D’Artagnan, resignado a la obediencia, siguió a Monk del mismo modo que el oso encadenado sigue a su dueño; pero su posición le humillaba en demasía, y murmuraba en voz baja que el servicio de los reyes era muy penoso, y que el mejor de todos no valía nada.

Monk andaba a pasos apresurados. Hubiérase dicho que aún no estaba muy seguro de haber reconquistado la tierra de Inglaterra, aun cuando ya se divisaban claramente las pocas casas de los marineros y pescadores; esparcidas en el reducido muelle de aquel humilde puerto. De pronto exclamó D’Artagnan.

—¡Ah! ¡Dios me perdone, aquella casa está ardiendo!

Monk alzó los ojos y vio efectivamente que el fuego comenzaba a devorar una casa. El fuego había prendido en un cobertizo pequeño inmediato a ella, cuyo tejado comenzaba a arder, y el viento fresco de la noche venía en ayuda del incendio.

Los dos viajeros apresuraron el paso, oyeron tremendos gritos, y vieron al acercarse soldados que movían sus armas y que extendían el puño cerrado hacia la casa incendiada.

Sin duda esta ocupación amenazadora había hecho que no advirtiesen la llegada de la falúa.

Monk se detuvo un momento, y por vez primera formuló su pensamiento con palabras.

—¡Eh! —dijo—. Esos no serán mis soldados, sino los de Lambert. Estas palabras contenían a la vez un dolor, una aprensión y una reconvención, que D’Artagnan comprendió a las mil maravillas.

—En efecto, durante la ausencia del general, Lambert podía haber dado la batalla, derrotando, dispersando a los parlamentarios, y tomando con su ejército las posiciones de Monk, privado de su más firme apoyo. A esta duda, que pasó del espíritu de Monk al suyo, hizo D’Artagnan este razonamiento:

«Una de dos: o Monk ha dicho la verdad, y no hay más que lambertistas en el país, es decir, enemigos que me recibirán bien, pues a mí deberán la victoria, o no ha cambiado nada, y Monk, entusiasmado de alegría, encontrando su campamento en el mismo sitio, no será demasiado duro en sus represalias».

Pensando así, avanzaban los dos viajeros, y comenzaban a encontrarse en medio de un grupo de marineros que veían con dolor arder la casa, pero que nada osaban decir, asustados por las amenazas de los soldados. Monk dirigiese a uno de los marineros.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó.

—Caballero —contestó el hombre sin reconocer a Monk como oficial, envuelto como iba en su capa—; lo que hay es que esa casa estaba habitada por un extranjero, y que ese extranjero se ha hecho sospechoso a los soldados. Entonces, han intentado penetrar en su casa a pretexto de conducirle al campamento; pero él, sin asustarse por su número, ha amenazado de muerte al primero que pretendiera franquear el umbral de la puerta; y, como se encontrase uno que se arriesgara, el francés le ha tendido en tierra de un pistoletazo.

—¡Ah! ¿Es un francés? —exclamó D’Artagnan, frotándose las manos—. ¡Bueno!

—¿Cómo bueno? —dijo el pescador.

—No, quería decir… además… Se me ha trabado la lengua.

—Luego, señor, han venido los otros, furiosos como leones, y han tirado más de cien mosquetazos sobre la casa; pero el francés estaba a cubierto detrás del muro, y, cada vez que se quería penetrar por la puerta, disparaba un tiro su lacayo, que lo hace perfectamente. Cada vez que amenazaban la ventana, aparecía la pistola del amo. Contad, ya están siete hombres en tierra.

—¡Ah! ¡Valiente compatriota! —exclamó D’Artagnan—. Espera, voy a unirme contigo y daremos cuenta de toda esta canallada.

—Un instante, señor —dijo Monk—, esperad.

—¿Mucho tiempo?

—No, el preciso para hacer una pregunta.

Volviendo luego hacia el marinero:

—Amigo mío —preguntó con emoción que no pudo disimular a pesar de su fuerza sobre sí mismo—, ¿de quién son estos soldados?

—¿De quién han de ser, sino de ese endiablado de Monk?

—¿Con que no se ha dado la batalla?

—¿Y para qué? El ejército de Lambert se derrite como la nieve en abril. Todos se van con Monk, oficiales y soldados, y dentro de ocho días no tendrá Lambert más de cincuenta hombres.

El pescador fue interrumpido por una nueva salva de tiros lanzados sobre la casa, y por un nuevo pistoletazo que contestó a esta salva, echando por tierra al más atrevido de los agresores. La cólera de los soldados llegó al colmo.

El fuego iba en aumento, y un penacho de llamas y de humo aparecía como un turbión sobre la casa. D’Artagnan no pudo contenerse por más tiempo.

—¡Diantre! —dijo a Monk, mirándole de reojo—. ¿Sois el general y dejáis que vuestros soldados quemen casas y asesinen a la gente? ¿Y miráis esto tranquilamente calentándoos las manos al fuego del incendio? ¡Cáscaras! ¡No sois hombre!

—Paciencia, caballero, paciencia —dijo Monk, sonriendo.

—¡Paciencia, paciencia! Hasta que esté asado ese caballero tan valiente, ¿no es cierto?

Y D’Artagnan echó a correr.

—Quedaos, señor —dijo Monk, imperiosamente.

Y se adelantó hacia la casa. Precisamente, acababa de acercarse un oficial, que decía:

—¡La casa arde y vas a ser encadenado antes de una hora! Aún es tiempo; manifiesta lo que sepas del general Monk, y te concederemos la vida. Responde, o por san Patricio…

El sitiado no respondió; sin duda volvía a cargar su pistola.

—Y han ido a buscar refuerzo —prosiguió el oficial; dentro de una hora habrá cien hombres alrededor de esta casa.

—Para responder —dijo el francés—, quiero que todo el mundo se aparte; deseo salir libre y marchar solo al campamento, o si no me haré matar aquí.

—¡Mil rayos! —exclamó D’Artagnan. ¡Es la voz de Athos! ¡Ah, miserables!

Y la espada de D’Artagnan lució fuera de la vaina.

Monk lo contuvo y dijo con voz sonora, adelantándose:

—¡Pardiez! ¿Qué se hace aquí? Digby, ¿por qué este fuego? ¿Por qué estos gritos?

—¡El general! —gritó Digby dejando caer la espada.

—¡El general! —repitieron los soldados.

—Y bien, ¿qué hay en esto de extraño? —dijo Monk con voz tranquila.

Y, ya restablecido el orden, añadió:

—¿Quién ha encendido este fuego?

Los soldados bajaron la cabeza.

—¡Qué! ¿Pregunto y no se me contesta? —dijo Monk—. ¡Qué! ¿Reprendo y no se repara el daño? ¡Me parece que aún está ardiendo esa casa!

Al instante lanzáronse los veinte hombres buscando cubos, jarros y toneles, apagando el incendio con tanto ardor como habían empleado un momento antes en propagarlo. Más ya, ante todos y el primero D’Artagnan había aplicado una escala a la casa, gritando:

—¡Athos! ¡Soy yo, D’Artagnan! ¡no me mates, amigo mío! Minutos después estrechaba al conde en sus brazos.

Durante este tiempo, Grimaud, que permanecía tranquilo, desmantelada la fortificación del piso bajo, y después de haber abierto la puerta, se cruzaba tranquilamente de brazos en el umbral. Sólo a la voz de D’Artagnan había lanzado una exclamación de asombro.

Apagado el fuego, los soldados se presentaron confusos, y Digby a la cabeza de ellos.

—General —dijo éste—, perdonadnos. Lo que hemos hecho, ha sido por afecto a Vuestro Honor, al que creíamos perdido.

—Estáis locos, señores. ¡Perdido! ¿Se pierde acaso un hombre como yo? ¿Por ventura, no me será permitido ausentarme cuando me plazca sin avisar? ¿Acaso un caballero que es mi amigo, mi huésped, debe ser sitiado, batido y amenazado de muerte, porque se sospeche de él? ¿Qué significa esa palabra sospechar? ¡Dios me castigue si no hago fusilar a todos los que aquí ha dejado con vida ese valiente gentilhombre!

—General —dijo Digby lastimeramente— éramos veintiocho, y ocho están en tierra.

—Yo autorizo al señor conde de la Fère para que envíe a los otros veinte a unirse con los ocho —dijo Monk.

Y tendió la mano a Athos.

—Id al campamento —dijo Monk. Señor Digby, quedáis arrestado un mes. Eso os enseñará, caballero, a no obrar otra vez sino conforme a mis órdenes.

—Tenía las del lugarteniente, mi general.

—El lugarteniente no tiene que daros órdenes semejantes, y él guardará el arresto en vuestro lugar, si efectivamente os ha mandado quemar la casa de este gentilhombre.

—No es eso lo que ha ordenado, general, sino que le llevásemos al campamento, pero el señor conde no ha querido seguirnos.

—No quise que entraran a saquear mi casa —dijo Athos a Monk con mirada expresiva.

—Y habéis hecho bien. ¡Al campamento, os digo!

Los soldados se alejaron con la cabeza baja.

—Ahora que permanecemos solos —dijo Monk a Athos—, decidme, caballero, ¿por qué os obstinabais en permanecer aquí, puesto que teníais vuestra falúa?

—Os aguardaba, general —dijo Athos—. ¿No me había dado Vuestro Honor una cita para dentro de ocho días?

Una mirada elocuente de D’Artagnan demostró a Monk que estos dos hombres tan intrépidos y tan leales no estaban en inteligencia para su rapto. Ya lo sabía él.

—Caballero —dijo a D’Artagnan—, teníais mucha razón. Dejadme, si gustáis, hablar un momento con el señor conde de la Fère.

D’Artagnan aprovechase del permiso para ir a dar los buenos días a Grimaud.

Monk suplicó a Athos que le llevase a la casa que habitaba. La sala principal todavía estaba llena de escombros y de humo. Más de cincuenta balas habían pasado por la ventana, y mutilado las paredes.

Allí encontraron una mesa, un tintero y todo lo preciso para escribir. Monk cogió una pluma, escribió una sola línea, firmó, dobló el papel, cerró la carta con el sello de su anillo, y la entregó a Athos, diciéndole:

—Caballero, llevad, si queréis, esta carta al rey Carlos II, y marchad en este mismo instante si nada os detiene aquí.

—¿Y los barriles? —dijo Athos.

—Los pescadores que me han traído os ayudarán a transportarlos a bordo. Marchad, si es posible, dentro de una hora.

—Sí, general —dijo Athos.

—¡Señor de D’Artagnan! —gritó Monk por la ventana.

D’Artagnan subió corriendo.

—Abrazad a vuestro amigo y despedíos de él; caballero, porque vuelve a Holanda.

—¡A Holanda! —dijo D’Artagnan—. ¿Y yo?

—Sois libre en seguirle, señor; pero ruego os quedéis —dijo Monk—. ¿Me lo negáis?

—¡Oh! No, general, a vuestras órdenes.

D’Artagnan abrazó a Athos, y tan sólo tuvo tiempo de decirle adiós. Monk, que los vigilaba entretanto, cuidó por sí mismo los preparativos de la marcha, de la conducción de los barriles a bordo y de que Athos se embarcara. Y tomando enseguida del brazo a D’Artagnan, pasmado y conmovido, lo condujo hacia Newcastle. Al mismo tiempo que andaban, el mosquetero iba diciendo en voz baja:

—¡Vamos, vamos, me parece que suben las acciones de la casa «Planchet y Compañía»!