Capítulo XXIXD’Artagnan teme haber puesto su dinero y el de Planchet en un negocio ruinoso

El rey no podía volver de su asombro, y miraba ora al risueño semblante del mosquetero, ora a la ventana que había abierto D’Artagnan. Pero antes de que hubiera fijado sus ideas, ocho, de los hombres del mosquetero, porque los otros dos quedaron guardando el barco, trajeron aquél objeto de figura oblonga que encerraba de momento los destinos de Inglaterra.

Antes que saliera de Calais, D’Artagnan había hecho confeccionar en esta ciudad una especie de féretro bastante ancho y profundo para que un hombre pudiera moverse cómodamente en él. El fondo y las paredes estaban acolchados, y formaban un lecho bastante dulce para que los vaivenes no pudieran convertir aquella caja en una especie de trampa.

La rejilla de que D’Artagnan había hablado al rey, era semejante a la visera de un casco, y estaba colocada a la altura de la cabeza del hombre, y fabricada de tal modo, que la menor presión podía ahogar un grito, y, en caso necesario la persona que gritase.

D’Artagnan conocía tan bien a su tripulación y a su prisionero, que había temido dos cosas durante el camino, o que el general prefiriese la muerte a tan extraña esclavitud y se hiciese ahogar a fuerza de querer gritar, o que su gente se dejara seducir por las ofertas del prisionero, y lo pusiesen a él en la caja en lugar de Monk.

Así es que D’Artagnan había pasado los dos días y, las dos noches cerca del cofre, solo con el general ofreciéndole vino y alimentos que había rehusado, y siempre pretendiendo tranquilizarle sobre el destino que le aguardaba después de tan extraño cautiverio. Dos pistolas sobre la mesa y su espada desnuda aseguraban a D’Artagnan con respecto a las indiscreciones de afuera.

Pero al llegar a Scheveningen quedó absolutamente tranquilo. Sus hombres temían mucho todo conflicto con los señores de la tierra, y además había interesado en su causa a aquél que moralmente le servía de teniente, y a quien hemos oído responder al nombre de Menneville. Éste no era un hombre vulgar, pues tenía que arriesgar más que los otros, a causa de que tenía mas conciencia. Creía en un porvenir al servicio de D’Artagnan, y por tanto, primero se hubiese hecho despedazar que violar la consigna dada por el jefe. De suerte que, al punto que desembarcaron, D’Artagnan le confió la caja y la respiración del general, mandándole al mismo tiempo que hiciera transportar la caja, por los siete hombres, tan pronto como escuchase el triple silbido. Ya hemos visto que obedeció el teniente.

Estando ya el cofre en la casa del rey, D’Artagnan despidió a los suyos con una graciosa sonrisa, y les dijo:

—Señores, habéis hecho un gran servicio a Su Majestad el rey Carlos II, que antes de seis semanas será rey de Inglaterra. Vuestra gratificación será doble; marchaos, y aguardadme en la barca.

Dicho lo cual todos partieron llenos de alegría, de tal manera que espantaron al mismo perro.

D’Artagnan había ordenado llevar el cofre a la antecámara del rey, cuyas puertas cerró con mucho cuidado, diciendo enseguida al general, después de haber abierto la caja.

—Mi general, tengo muchas excusas que daros; mis maneras no han sido dignas de un hombre como vos; lo sé muy bien; pero yo tenía necesidad de que me tomaseis por un patrón de barco. Además, Inglaterra es un país muy incómodo para los transportes, y espero que todo esto lo tomaréis en consideración. Pero una vez aquí, mi general, sois libre de levantaros y andar.

Dicho esto, cortó las ligaduras que sujetaban los brazos y las manos del general, el cual se levantó y sentóse con la tranquilidad de quien espera la muerte. Entonces abrió D’Artagnan la puerta del gabinete de Carlos.

—Majestad —dijo—, aquí está vuestro enemigo, el señor Monk; me había prometido hacer esto en vuestro servicio. Ya está hecho; mandadme ahora. Caballero Monk —añadió, volviéndose hacia el prisionero—, estáis ante Su Majestad el rey Carlos II, soberano señor de la Gran Bretaña.

Monk alzó sobre el joven príncipe su mirada fríamente estoica, y contestó:

—Yo no conozco a ningún rey de la Gran Bretaña; yo no conozco aquí a nadie que sea digno de llevar el nombre de caballero, porque en nombre del rey Carlos II un emisario a quién tenía por hombre honrado, llegó a tenderme un infame lazo. He caído en ese lazo, tanto peor para mí. Ahora vos, el tentador —dijo al rey—, vos, el ejecutor —dijo a D’Artagnan—, recordad lo que voy a deciros: tenéis mi cuerpo y podéis matarle, a lo cual os incito, porque nunca tendréis mi alma, ni mi voluntad. Y ahora no me preguntéis ni una palabra, porque desde este momento ni aun abriré la boca para gritar. He dicho.

Y pronunció estas palabras con la resolución feroz del más exagerado puritano. D’Artagnan miró a su prisionero como hombre que sabe el valor de cada palabra, y que fija este valor según el tono con que han sido pronunciadas.

—El hecho es —dijo con voz muy baja al rey—, que el general es un hombre decidido; hace dos días que no ha querido tomar un bocado de pan, ni beber una gota de vino. Más, como a partir de este momento, es Vuestra Majestad quien decide de su suerte, yo me lavo las manos, como dijo Pilatos.

Monk estaba de pie, pálido y resignado, con la mirada fija y los brazos cruzados.

D’Artagnan volvióse hacia él.

—Comprenderéis perfectamente —le dijo—, que vuestra frase, muy bella por lo demás, no puede convenir a nadie, ni aun a vos mismo. Su Majestad deseaba hablaros, y vos os negabais a una entrevista, pero yo he hecho esta entrevista inevitable. ¿Por qué, ahora que estáis frente a frente, y que lo estáis vos por una fuerza independiente de vuestra voluntad, por qué habéis de obligarnos a rigores que yo juzgo inútiles y absurdos? Hablad, aunque no sea más que para decir no.

Monk no despegó los labios ni volvió siquiera los ojos: se acariciaba el bigote con aire que demostraba que las cosas iban a empeorar.

Durante este tiempo había caído Carlos en profunda reflexión. Se encontraba por primera vez frente a Monk, esto es, de aquel hombre a quien tanto había deseado ver, y con ese golpe de vista particular que Dios ha dado al águila y a los reyes, había sondeado el abismo de su corazón.

Veía, pues, a Monk resuelto a morir antes que hablar, lo cuál no era extraordinario por parte de un hombre tan importante, y cuya herida debía ser en aquel momento tan cruel.

En el mismo instante tomó Carlos II una de esas determinaciones en las que un hombre vulgar juega su vida, un general su fortuna y un rey su corona.

—Caballero —dijo a Monk—, tenéis mucha razón en ciertos puntos. Yo no os ruego qué me respondáis, sino que me escuchéis.

Aquí hubo un momento de silencio, durante el cual el monarca miró a Monk, que permaneció impasible.

—Ahora poco me habéis hecho un cargo doloroso; caballero —continuó el rey—. Habéis dicho que uno de mis delegados había ido a Newcastle a preparaos una emboscada, y esto, dicho de paso, no debe haberlo comprendido el señor de D’Artagnan, a quien estáis viendo, y al cual antes de todo debo dar las más expresivas gracias por su generoso y heroico sacrificio.

D’Artagnan saludó con respeto. Monk no pestañeó.

—Porque el señor de D’Artagnan; y observad bien, caballero Monk, que no os digo esto por disculparme, ha ido a Inglaterra por su propio impulso; sin interés alguno, sin orden y sin esperanza, como un verdadero caballero que es; por hacer servicio a un rey desdichado y para añadir a las ilustres acciones de su existencia un hermoso rasgo más.

D’Artagnan se ruborizó un poco y tosió, tomando cierta actitud. Monk no se movió.

—¿No creéis en lo que os manifiesto, caballero Monk? —repuso el rey.

—Comprendo eso; semejantes pruebas de desprendimiento son tan raras que se podía dudar de su realidad.

—Muy mal hará el señor, no creyéndoos —exclamó D’Artagnan—, porque lo que Vuestra Majestad acaba de decir es la pura verdad, y tanto, que según me parece, al ir en busca del general, he hecho una cosa que todo lo contraría. Si esto es así, voy a desesperarme.

—Señor de D’Artagnan —murmuró el rey tomando la mano del mosquetero—, me tenéis más obligado, creedme, que si hubieseis llevado a cabo el triunfo de mi causa, porque me habéis revelado un amigo incógnito, al cual siempre viviré reconocido y siempre amaré.

Y le apretó cordialmente la mano.

—Y un enemigo —continuó saludando a Monk—, a quien apreciaré ahora en su valor.

Los ojos del puritano lanzaron un relámpago, pero uno sólo; y su semblante, iluminado un instante por él, volvió a su impasibilidad sombría.

—Ahora, caballero D’Artagnan —continuó Carlos—, oíd lo que ha sucedido: el señor conde de la Fère, a quien conocéis, según creo, salió para Newcastle.

—¡Athos! —exclamó D’Artagnan.

—Sí, me parece que ése es su nombre de guerra. El conde de la Fère salió para Newcastle, y tal vez iba a reducir al general a tener una conferencia conmigo o con los de mi partido, cuando, según parece, vos habéis intervenido violentamente en la negociación.

—¡Cáscaras! —exclamó D’Artagnan—. Sin duda era él quien entraba en el campamento la misma noche que yo penetré con mis pescadores.

Un imperceptible fruncimiento de cejas de Monk dio a entender a D’Artagnan que había adivinado.

—Sí, sí, creí reconocer su estatura, oír su voz. ¡Maldito sea yo! ¡Oh! Señor, perdonadme; creía, no obstante, haber conducido bien mi barca.

—Nada hay de malo en esto, caballero —dijo el rey—, sino que el general me acusa de haberle hecho tender un lazo, lo cual no es verdad. No, general; no son ésas las armas que contaba usar con vos; muy pronto lo veréis. Y entretanto, cuando yo os doy mi palabra de hidalgo, creedme, señor, creedme. Ahora, caballero de D’Artagnan, escuchad.

—Escucho de rodillas, Majestad.

—¿Sois mío, no es verdad?

—Vuestra Majestad lo ha visto.

—Bien. Basta la palabra de un hombre como vos, mucho más cuando va acompañada de acciones. General, seguidme. Venid con nosotros, caballero D’Artagnan.

D’Artagnan, bastante sorprendido, se apresuró a obedecer. Salió Carlos II, Monk le siguió y D’Artagnan a Monk. Carlos II tomó el camino que el mosquetero había traído, y el aire fresco del mar vino a herir muy pronto el rostro de los tres paseantes nocturnos; a cincuenta pasos más allá de una portecilla que Carlos abrió, se encontraron en la playa y enfrente del Océano que, habiendo dejado de crecer, reposaba en la ribera como un monstruo fatigado.

Pensativo Carlos II, marchaba con la cabeza inclinada y las manos debajo de su capa. Monk seguíale con los brazos libres y la mirada inquieta, y D’Artagnan detrás con la mano sobre el pomo de su espada.

—¿Dónde está el buque que os ha traído, señores? —preguntó Carlos al mosquetero.

—Allá abajo, Majestad; tengo siete hombres y un oficial que me esperan en esa barquilla alumbrada por un farol.

—¡Ah, sí! La han sacado a la arena, ya la veo; pero, en verdad, no habréis venido de Newcastle en esa barca.

—No, Majestad; yo había fletado por mi cuenta una falúa que ha echado anclas a un tiro de la playa. En esa falúa hemos hecho el viaje.

—Caballero —dijo el rey a Monk—, sois libre.

Por firme de voluntad que fuera Monk no pudo contener, una exclamación. El rey hizo un signo afirmativo con la cabeza, y continuó:

—Vamos a despertar a un pescador de esta aldea que botará su barco esta misma noche y os llevará donde le mandéis. El señor de D’Artagnan a quien pongo bajo la salvaguardia de vuestra lealtad, escoltará a Vuestro, Honor.

Monk dejó escapar un murmullo de asombro, y D’Artagnan un profundo suspiro. El rey, sin que nada notase al parecer, llamó al enrejado de pino que cerraba la cabaña del primer pescador habitante de la playa.

—¡Hola! Keyser —gritó—, ¡despierta!

—¿Quién me llama? —gritó el pescador.

—Yo, el rey Carlos.

—¡Ah! Milord —exclamó Keyser levantándose envuelto en la vela, en la que se acostaba como en una hamaca—, ¿qué he de hacer en vuestro servicio?

—Patrón Keyser —dijo Carlos—, apareja sobre la marcha; aquí tienes un pasajero que fleta tu barco y que te pagará espléndidamente: sírvele.

Y el rey dio unos pasos atrás para que Monk hablase libremente con el pescador.

—Quiero pasar a Inglaterra —dijo Monk, que hablaba holandés lo preciso para que le entendieran.

—Al instante —dijo el patrón—, al instante mismo, si queréis.

—¿Pero será muy largo? —dijo Monk.

—Menos de media hora, señor; mi hijo el mayor está aparejando en este momento, porque a las tres de la mañana debíamos salir a la pesca.

—Y bien, ¿está ya? —preguntó Carlos acercándose.

—Menos el precio —dijo el pescador—, sí, Majestad.

—Eso, es cosa mía —repuso Carlos—; el señor es amigo mío. Monk se estremeció y miró a Carlos.

—Bien, milord —replicó Keyser. En aquel momento se oyó al hijo mayor de Keyser que tocaba, desde la playa, un cuerno de buey.

—Podéis partir, señores —dijo el rey.

—Señor —dijo D’Artagnan—, ¿quiere vuestra Majestad concederme algunos minutos?

—Tenía enganchados unos hombres, y como me voy sin ellos, será menester que les avise.

—Silbadles —dijo Carlos sonriendo.

D’Artagnan silbó, en efecto, mientras el patrón Keyser respondía a su hijo, y acudieron cuatro hombres conducidos por Menneville.

—Ya estáis pagados —murmuró D’Artagnan, dándoles una bolsa que contenía dos mil quinientas libras en oro—. Id a esperarme a Calais, donde sabéis.

Y D’Artagnan, dando un prolongado suspiro, puso la bolsa en manos de Meinneville.

—¡Cómo! ¿Nos dejáis? —exclamaron los hombres.

—Por poco tiempo —contestó D’Artagnan—, o por mucho. ¡Quién sabe! Con esas dos mil quinientas libras; y las otras dos mil que ya tenéis recibidas, estáis pagados, según nuestro convenio. Separémonos, pues, hijos míos.

—Pero ¿y el barco?

—No os sobresaltéis por eso. Nuestros efectos están en la falúa.

—Iréis a buscarlos, y al momento os pondréis en marcha.

—Bien, mi comandante. D’Artagnan se volvió hacia Monk, y le dijo:

—Caballero, espero vuestras órdenes, porque vamos a marchar juntos, a menos que mi compañía os sea desagradable.

—Al contrario, caballero —dijo Monk.

—¡Vamos, señores, a bordo! —gritó el hijo de Keyser.

Carlos saludó dignamente al general, y le dijo:

—Me perdonaréis el contratiempo y la violencia que habéis sufrido, cuando estéis persuadido de que no los he causado yo.

Monk se inclinó profundamente sin responder. Carlos, por su parte, afectó no decir una palabra, en particular a D’Artagnan; pero en voz alta:

—Gracias os doy otra vez, caballero —le dijo—; gracias por vuestros servicios. Ya os serán pagados por Dios, que espero reserve para mí solo el sufrimiento y las pruebas.

Monk siguió a Keyser y a su hijo, y se embarcó con ellos.

D’Artagnan los siguió, murmurando:

—¡Ah! ¡Mi pobre Planchet! Mucho temo que hayamos hecho una mala especulación.