Capítulo XXVIIEl día siguiente por la mañana

Eran las siete de la mañana: los primeros albores del día iluminaban los pantanos, en los que se reflejaba el sol como una bala encendida, cuando Athos, despertando y abriendo la ventana de su aposento que daba a la orilla del río, distinguió a quince pasos de distancia, aproximadamente, al sargento y a los hombres que le habían acompañado la víspera, y que, después de haber depositado los barriles en su casa, habíanse vuelto al campamento por la calzada de la derecha.

¿Por qué regresaban estos hombres después de haberse marchado al campamento? Tal era la pregunta que acudió a la imaginación de Athos.

El sargento, con la cabeza alzada, parecía acechar el instante en que apareciese el caballero para interpelarle: Asombrado Athos de encontrar allí a quien había visto marchar la víspera, no pudo menos de demostrar su asombro.

—No tiene nada de extraño, caballero —dijo el sargento—, porque ayer me mandó el general que velara por vuestra seguridad, y debí obedecer la orden.

—¿Está el general en el campamento? —preguntó Athos.

—¿Por qué no? ¿No le dejasteis ayer cuando se marchaba?

—Pues bien, esperadme; voy allá para darle cuenta de la fidelidad con que habéis desempeñado vuestro encargo, y a fin de tomar mi espada, que dejé ayer sobre una mesa.

—Me alegro mucho —dijo el sargento—, porque iba a suplicaros lo mismo.

Athos creyó observar cierto aire de bondad equívoca en el rostro del sargento; pero la aventura del subterráneo podía haber excitado su curiosidad de este hombre, y no era raro, en tal caso, que dejase ver en su semblante algo de los sentimientos que agitaban su ánimo.

Athos cerró cuidadosamente las puertas, y confió las llaves a Grimaud, que había escogido su domicilio bajo el mismo colgadizo que conducía a la bodega donde estaban encerrados los barriles. El sargento escoltó al conde de la Fère hasta el campamento. Allí, otra guardia esperaba y relevó a los cuatro hombres que habían conducido a Athos.

Esta nueva guardia era mandada por el ayudante de campo Digby, el cual, durante el trayecto, clavó sobre Athos unas miradas tan poco tranquilizadoras, que el francés se preguntó de dónde provenía aquella vigilancia y severidad cuando la víspera lo habían dejado completamente libre.

Prosiguió, pues, su camino hacia el cuartel general, encerrando en sí mismo las observaciones que le obligaban a hacer los hombres y las cosas. En la tienda del general, donde fue introducido la víspera, halló a tres oficiales superiores, que eran el lugarteniente de Monk y dos coroneles. Athos reconoció su espada, que aún estaba sobre la mesa del general, en el mismo puesto en que la había dejado.

Ninguno de los oficiales había visto a Athos, y ninguno, por tanto, le conocía.

Entonces le preguntó el lugarteniente de Monk si era el mismo caballero con quien el general había salido de la tienda.

—Sí, señor —contestó el sargento—, el mismo es.

—Pero yo no lo niego, me parece —dijo Athos con altivez—; y ahora, señores, permitidme os diga a qué vienen todas esas preguntas, y principalmente algunas explicaciones sobre el tono con que las hacéis.

—Caballero —dijo el lugarteniente—, si hacemos estas preguntas es porque tenemos derecho, y si las hacemos con ese tono es porque ese tono conviene a la situación, creedme.

—Señores —dijo Athos—, vosotros no sabéis quién soy yo pero lo que debo manifestaros es que aquí no reconozco a nadie por mi igual más que al general Monk. ¿Dónde está? Que me lleven a su presencia, y si él tiene alguna pregunta que dirigirme, yo le responderé, y creo que quedará satisfecho. Lo repito, señores, ¿dónde está el general?

—¡Pardiez! ¡Vos lo sabéis mejor que nosotros! —dijo el lugarteniente.

—¿Yo?

—Sí, Vos.

—Señor —dijo Athos—, no os comprendo.

—Vaina comprendedme; mas primero hablad más bajo. ¿Qué os dijo ayer el general?

Athos sonrió desdeñosamente.

—No hay que sonreírse —exclamó uno de los coroneles con fogosidad—, se trata de responder.

—Y yo, señores, os aseguro que no os responderé sino en presencia del general.

—Pero vos sabéis muy bien —dijo el mismo coronel que ya había hablado—, que pedís un imposible.

—Van ya dos veces que se me da esa rara respuesta al deseo que manifiesto —repuso Athos—. ¿Está ausente el general?

Esta pregunta fue hecha con tan buena fe, y con aire de tan cándida sorpresa, que los tres oficiales se echaran una mirada entre sí, y el lugarteniente tomó la palabra por una especie de convenio tácito de los otros dos oficiales.

—Caballero —dijo—, ¿no os dejó ayer el general en los límites del monasterio?

—Sí, señor.

—Y fuisteis…

—No soy yo quien debe contestaros, sino los que me acompañaron. Fueron vuestros soldados, preguntadles.

—Pero ¿y si nos parece bien interrogaros?

—Entonces me parecerá bien contestaros que aquí no conozco a nadie más que al general y que sólo a él contestaré.

—Bueno, caballero; pero como nosotros somos los amos, nos constituiremos en Consejo de guerra, y cuando estéis ante los jueces será preciso que respondáis.

El semblante de Athos sólo expresó la sorpresa y el desdén, en vez del terror que pensaban leer en él los oficiales después de esta amenaza.

—¡Jueces escoceses o ingleses, a mí, súbdito del rey francés, colocado bajo la salvaguardia del honor británico! ¡Estáis locos, señores! —dijo Athos encogiéndose de hombros.

Los oficiales se miraron de nuevo.

—Según eso, caballero, ¿no sabéis dónde está el general?

—Ya os he respondido a eso, caballero.

—Sí, pero habéis contestado algo increíble.

—Y, sin embargo, es cierto, señores; las gentes de mi condición no mienten por regla general. Soy gentilhombre, y cuando llevo al costado la espada que, por un exceso de delicadeza, dejé ayer sobre esa mesa donde está todavía, nadie, creedme, me dice cosas que no quiero oír. Hoy me hallo desarmado; si pretendéis ser mis jueces, juzgadme; si sólo sois mis verdugos, matadme.

—Pero, caballero… —dijo con voz más atenta el lugarteniente, sorprendido de la grandeza y sangre fría de Athos.

—Caballero —interrumpió éste—, yo vine a hablar confidencialmente a vuestro general sobre asuntos de importancia. No ha sido una acogida cualquiera la que me ha hecho. Informaos por vuestros soldados y os convenceréis. Luego si el general me ha acogido así, el sabría cuáles eran mis títulos a su estimación. Ahora no supondréis, presumo, que yo os revelaré mis secretos, y mucho menos los suyos.

—En fin, ¿qué contenían esos barriles?

—¿No habéis hecho esa pregunta a los soldados? ¿Qué han respondido?

—Que contenían pólvora y plomo.

—¿Y quién les dio estas noticias? Sin duda, os lo habrán dicho.

—El general, pero nosotros no somos tontos.

—Id con cuidado, caballero; no es a mí a quien dais un mentís, sino a vuestro jefe.

Los oficiales se miraron otra vez y Athos continuó:

—Y en presencia de vuestros soldados me ha dicho el general que le esperase ocho días, y que dentro de este término me daría la respuesta que tenía que darme. ¿Me he fugado yo? No, le espero.

—¿Os ha dicho que le aguardéis ocho días? —exclamó el lugarteniente.

—Tan me lo ha dicho, caballero, que tengo un solo pie al ancla en la embocadura del río, en el cual pude embarcarme ayer perfectamente por conformarme a los deseos del general, que me recomendó no me marchase sin una última entrevista que él mismo fijó para dentro de ocho días. Os lo repito, le espero.

El lugarteniente volvióse hacia los otros dos oficiales, y les dijo en voz baja:

—Si este caballero dice la verdad, aun hay esperanza. Quizá haya tenido el general que ocuparse de algunos asuntos tan secretos que haya creído prudente no prevenir ni aun a nosotros. En tal caso se limitará a ocho días el tiempo de su ausencia.

Y dirigiéndose a Athos: Caballero —le dijo—, vuestra declaración es trascendental. ¿Queréis repetirla bajo juramento?

—Señor —respondió Athos—, siempre he vivido en un mundo donde mi palabra ha sido considerada como el más sagrado de los juramentos.

—Sin embargo, caballero, esta vez son las circunstancias más graves que ninguna de aquéllas en que os habéis hallado. Se trata de la salvación de todo un ejército. Pensadlo bien, el general ha desaparecido y nosotros lo buscamos. ¿Es natural esta desaparición?

¿Se ha consumado algún crimen? ¿Debemos llevar nuestras investigaciones hasta el extremo? ¿Debemos esperar con calma? En este momento, señor, todo depende de la palabra que vais a pronunciar.

—Interrogado así, no vacilo, caballero; sí, había venido a hablar confidencialmente con el general Monk y a pedirle una respuesta sobre ciertos intereses; el general, no pudiendo seguramente contestarme a balandra. Antes de la batalla que se espera, me suplicó que permaneciese ocho días en la casa que habito, Prometiéndome, que le volvería a ver en este término. Sí, todo esto es cierto; y lo juro por Dios, que es dueño absoluto de mi vida y de la vuestra.

Athos pronunció estas palabras con tanta solemnidad, que los tres oficiales casi quedaron convencidos. Sin embargo, uno de los coroneles hizo la última tentativa.

—Caballero —dijo—, aunque estamos convencidos de la verdad de cuanto decís, hay no obstante en todo esto un misterio extraño. El general es hombre demasiado prudente para haber abandonado de esta manera su ejército la víspera de una batalla, sin haber hecho al menos alguna observación a cualquiera de nosotros. En cuanto a mí, no puedo creer, lo confieso, que un acontecimiento extraño sea la causa de su desaparición. Ayer llegaron unos pescadores extranjeros a vender aquí su pesca, y se les alojó en el cuartel de los escoceses, esto es, en el mismo camino que el general siguió con vos para ir a la abadía y volver, y uno de esos pescadores fue quien acompañó al general con un farol. Pues bien, barca y pescadores desaparecieron esta mañana, arrastrado por la marea de la noche.

—Lo que es yo —dijo el lugarteniente—, nada veo en esto que no sea natural, porque al fin, esas gentes no eran prisioneros.

—No, pero repito que uno de ellos fue quien alumbró al general y al caballero en el subterráneo de la abadía, y Digby nos ha confesado que el general tenía malas sospechas de esa gente. ¿Quién nos dice que esos pescadores no estuviesen en inteligencia con el caballero y que, dado el golpe, éste, que sin duda, es valiente, no se quedara aquí para asegurarlo por medio de su presencia, y para impedir que nuestras investigaciones se dirigiesen hacia punto seguro?

Este discurso impresionó a los otros dos oficiales.

—Caballero —dijo Athos—, permitidme que os diga que vuestro razonamiento, muy especioso en apariencia, carece, no obstante, de solidez en la parte que me concierne. Decís que me he quedado para trastornar las sospechas; pues al contrario, señores, concibo las sospechas lo mismo que vosotros, y afirmo que es imposible que el general se haya ausentado la víspera de una batalla sin decir nada a nadie. Sí, en todo esto hay un suceso extraño, y en vez de permanecer ociosos y esperar, es menester desplegar toda la vigilancia y actividad posibles. Yo soy vuestro prisionero, señores, bajo mi palabra o de cualquier otro modo, pues mi honor está interesado en que se sepa qué ha sido del general Monk de tal modo, que si me dijeseis: «marchaos», os respondería: «no, me quedo»; y si me preguntaseis mi parecer, añadiría: «sí, el general es víctima de alguna conspiración, porque de haber dejado el campamento lo hubiese dicho a alguien». Buscad, pues, registrad en la tierra y en el mar; el general no ha salido de aquí, y, si lo ha hecho, no ha sido al menos por su propia voluntad.

El lugarteniente hizo un ademán a los otros oficiales.

—No, caballero —dijo—, ya vais demasiado lejos. El general no tiene que temer de los acontecimientos, pues al contrario é1 es quien los dirige. Lo que hace ahora el general Monk lo ha hecho muchas veces, y hacemos nosotros mal en alarmarnos; su ausencia será de corta duración, seguramente; con que guardémonos bien, por una pusilanimidad, que él consideraría un crimen, de publicar su ausencia; que podría desmoralizar el ejército. El general nos da una prueba evidente de la confianza que tiene en nosotros; mostrémonos dignos de ella. Señores, que el más profundo secreto cubra todo esto con un velo impenetrable, y guardemos también al caballero, no por desconfianza con relación al crimen, sino para asegurar más eficazmente el secreto de la ausencia del general, concentrándolo entre nosotros; de modo que hasta nueva orden, el caballero habitará el cuartel general.

—Señores —dijo Athos—, no tenéis presente que el general me ha confiado esta noche un depósito sobre el cual debo vigilar. Ponedme la guardia que gustéis, condenadme si os parece, pero dejadme por cárcel la casa que habito. Os aseguro que el general os haría un cargo por haberle disgustado en esto.

Los oficiales consultáronse un momento, y, después de esta consulta dijo el lugarteniente:

—Bien, señor, regresaréis a vuestra casa.

Luego, dieron a Athos una guardia de cincuenta hombres que lo encerró en su casa, sin perderlo de vista un solo instante.

El secreto quedó guardado; mas las horas y los días pasaron sin que el general volviese y sin que nadie tuviese noticias suyas.