El caballero francés que Spithead anunciara a Monk, y que tan bien envuelto en su capa había pasado al lado del pescador que salía de la tienda del general cinco minutos antes de que él entrase, atravesó los diferentes puestos sin dirigir siquiera la vista en derredor suyo, temeroso de parecer indiscreto. Según las órdenes dadas, fue conducido a la tienda del general, en cuya antecámara le dejaron solo aguardando a Monk, que no tardó en presentarse más tiempo que el necesario para escuchar el informe de su gente y estudiar por el tabique de lienzo el rostro del que pedía una entrevista.
Sin duda el informe de los que habían acompañado al gentilhombre francés hablaba de la discreción con que se condujo; porque la primera impresión que sintió el extranjero de la acogida que se le hacía por parte del general, fue más favorable de lo que debía esperarse en semejante momento, y de parte de un hombre tan suspicaz. Monk, por su parte, según su costumbre, cuando se halló en presencia del extranjero, fijó en él sus penetrantes miradas, que el extranjero sostuvo sin dificultad ni embarazo. Después de algunos segundos, el general le hizo una seña con la mano y con la cabeza en demostración evidente de que aguardaba.
—Milord —dijo el gentilhombre en correcto inglés—, he pedido una entrevista a Vuestro Honor, para un asunto importante.
—Caballero —contestó Monk en francés—, muy puramente habláis nuestra lengua para un hijo del continente. Os pido perdón, porque sin duda es indiscreta la pregunta: ¿habláis el francés con igual pureza?
—Nada tiene de extraño, milord, que hable inglés con bastante familiaridad, porque en mi juventud viví en Inglaterra, y después he hecho a ella dos viajes.
Estas palabras fueron dichas en francés y con tal pureza de lenguaje que denunciaba no solo a un francés, sino también a un francés de las cercanías de Tours.
—¿Y en qué parte de Inglaterra habéis vivido, caballero?
—Durante mi juventud en Londres, milord; luego, hacia el año 1635, hice un viaje de placer a Escocia, y por último, en 1648, habité algún tiempo en Newcastle, particularmente en el convento, cuyos jardines se encuentran ocupados por vuestro ejército.
—Dispensadme, caballero, pero… ya comprenderéis estas preguntas, ¿no es cierto?
—Me sorprendería, milord, que no se me hicieran.
—Ahora, caballero, ¿qué puedo hacer en vuestro servicio y qué deseáis de mí?
—Helo aquí, milord; pero ¿estamos solos?
—Sí, solos, caballero, a excepción del destacamento que nos guarda. Y diciendo estas palabras, separó Monk el lienzo de la tienda, y demostró al caballero que el centinela permanecía a diez pasos de distancia, y que al primer llamamiento podía acudir gente en un segundo.
—En ese caso, milord —dijo el caballero con tono tan tranquilo como si desde mucho tiempo estuviese ligado por la amistad con su interlocutor—, estoy completamente decidido a hablar a Vuestro Honor, porque sé que sois hombre honrado. Por lo demás, la comunicación que voy a haceros os demostrará la estimación que os tengo.
Sorprendido Monk de este lenguaje que establecía entre él y el caballero francés la igualdad, por lo menos, alzó su penetrante mirada sobre el extranjero, y con una ironía sensible tan sólo por la inflexión de voz, pues no se movió siquiera un músculo de su fisonomía.
—Os doy las gracias, señor —dijo—; pero, si gustáis, decidme primeramente quién sois.
—Ya he manifestado mi nombre, al sargento de vuestra guardia, milord.
—Perdonadle, caballero, es escocés y ha tenido dificultad en retenerlo.
—Me llamo conde de la Fère —repuso Athos.
—¿El conde de la Fère? —dijo Monk como queriendo recordar alguna cosa—. Dispensad, caballero, pero me parece que ésta es la vez primera que oigo ese nombre. ¿Desempeñáis algún cargo en la corte de Francia?
—Ninguno. Soy un simple gentilhombre.
—¿Alguna dignidad?
—El rey Carlos I me hizo caballero de la Jarretiera, y la reina Ana de Austria me concedió el cordón del Espíritu Santo. Estas son mis únicas dignidades, señor.
—¡La Jarretiera! ¡Espíritu Santo! ¿Sois caballero de estas dos órdenes, señor?
—Sí.
—¿Y por qué os fue concedido tal favor?
—Por servicios prestados a Sus Majestades…
Monk miró asombrado a este hombre, que parecía tan sencillo y tan grande al mismo tiempo. Luego, como si hubiera, renunciado a penetrar este misterio de sencillez y de grandeza, sobre el cual el extranjero no parecía estar dispuesto a dar más explicaciones, dijo:
—¿Sois vos quien se presentó ayer en las avanzadas?
—Y a quien despidieron; sí, mi lord.
—Muchos, capitanes no permiten entrar a nadie en su campo, y sobre todo, en la víspera de una batalla probable; pero yo difiero de mis colegas, y no me gusta dejar a nadie detrás de mi. Todo consejo es bueno para mí; todo peligro me lo envía el cielo, y yo lo peso en mi mano con la energía que me ha dado. Así es que ayer fuisteis despedido a causa del Consejo que yo estaba celebrando. Mas hoy que estoy libre podéis hablar.
—Milord, habéis hecho tanto mejor en recibirme; cuanto que para nada se trata ni de la batalla que vais a dar al general Lambert, ni tampoco de vuestro campamento; y la prueba es que yo he vuelto la cabeza a otro lado para no ver vuestros hombres, y cerrado los ojos para no contar vuestras tiendas. No, milord, yo vengo a hablaros para asuntos míos.
—Hablad pues, caballero —dijo el general.
—Hace poco —continuó Athos—, tenía el honor de deciros que he habitado mucho tiempo en Newcastle; esto era en tiempo de Su Majestad Carlos I y cuando el difunto rey fue entregado al señor Cromwell por los escoceses.
—Ya lo sé —dijo fríamente Monk.
—En aquel tiempo tenía yo una crecida suma de dinero en oro, y la víspera de la batalla, por presentimiento tal vez de las cosas que iban a suceder al otro día, la escondí en la cueva del convento de Newcastle, y en la torre cuya cúspide argentada por la luna divisáis desde este sitio. Allí, pues, ha sido enterrado mi tesoro, y venía a suplicar a Vuestro Honor me permita que lo retire antes que, dirigiéndose tal vez la batalla hacia este sitio, una ruina o cualquier otro ardid de guerra destruya el edificio y sepulte mi oro, o lo ponga de manifiesto de tal manera que los soldados se apoderen de él.
Monk conocía a los hombres, y vio en el rostro de éste toda la energía, toda la justicia y toda la circunspección posibles; no podía atribuir sino a una confianza magnánima la revelación del gentilhombre francés, de la cual mostróse profundamente conmovido.
—En efecto, caballero —dijo—, que habéis augurado bien de mí. Pero ¿esa cantidad vale la pena de que os expongáis? ¿Creéis que esté todavía en el lugar que la dejasteis?
—Sí está, señor, no lo dudéis.
—Eso es responder a una pregunta, pero no a la otra… Os he preguntado si la cantidad era tan crecida que mereciese exponeros así.
—Sí, milord, es realmente crecida, porque es un millón que enterré en dos barriles.
—¡Un millón! —murmuró Monk, a quien esta vez miró Athos fija y largamente.
Monk lo notó y volvió a su desconfianza.
—Este es un hombre —dijo para sí— que me tiende un lazo. De suerte, caballero —repuso—, ¿que queréis retirar esa cantidad?
—Si gustáis, milord. ¿Cuándo?
—Esta misma noche, a causa de las circunstancias que os he explicado.
—Pero, caballero —repuso Monk—, el general Lambert está tan cerca de la abadía donde tenéis que buscarlo como yo. ¿Por qué, pues, no os habéis dirigido a él?
—Porque, milord, cuando se obra en circunstancias semejantes es menester consultar al instante antes que todo; pues bien, el general Lambert no me inspira la confianza que vos me inspiráis.
—Bien, caballero. Haré de modo que encontréis vuestro dinero, si es que todavía está allí, porque, en fin, puede ser que no esté. Desde 1648 han transcurrido doce años, y con ellos muchos acontecimientos.
Monk insistía en este punto para ver si el caballero francés se aprovechaba de la escapatoria que le proporcionaba; pero Athos no pestañeó siquiera.
—Os confieso milord —dijo con firmeza—, que mi convicción con respecto al sitio de los dos barriles es que no han cambiado de lugar ni de dueño.
Esta respuesta quitó a Monk una sospecha, pero le sugirió otra. Sin duda, aquel francés era un emisario enviado para inducir acometer alguna falta al protector del Parlamento: el oro no era más que añagaza, con cuyo auxilio se pretendía, quizá, excitar la codicia del general. Aquel oro no debía existir. Así es que Monk trataba de sorprender en flagrante delito de mentira y de astucia al caballero francés, y de sacar del mal paso en que sus enemigos trataban de comprometerlo un triunfo para su reputación. Y decidido sobre lo que debía hacer.
—Caballero —dijo a Athos—, espero me haréis el honor de compartir conmigo la comida.
—Sí, milord —respondió Athos inclinándose—, ya que me hacéis una honra de que me considero digno por la simpatía que me inclina hacia vos.
—Es tanto más de agradecer que aceptéis con esa franqueza, cuanto que mis cocineros son escasos y poco ejercitados, y mis proveedores han vuelto esta noche con las manos vacías; de modo que a no ser por un pescador de vuestra patria, que han hecho entrar en mi campamento, el general Monk se acostaría sin cenar esta noche. De modo que sólo tengo pescado fresco, según me ha dicho, el vendedor.
—Milord, acepto, principalmente por tener el honor de pasar unos instantes más con vos.
Hecho este cambio de cumplimientos, durante el cual nada había perdido el general de su circunspección, fue servida la comida, o lo que debía hacer sus veces, sobre una mesa de abeto. Monk hizo seña al conde de la Fère de que se sentase a ella, y tomó asiento enfrente de él; un solo plato llenó de pescado cocido, presentado a los dos distinguidos convidados, prometía más a los estómagos hambrientos que a los paladares delicados. En tanto, es decir, comiendo el pescado rociado con cerveza, Monk hizo que le narrase los últimos sucesos de la Fronda, la reconciliación del señor de Conde con el rey y el matrimonio probable de Su Majestad con la infanta María Teresa; pero evitó, como evitaba también Athos, toda alusión a los intereses políticos que unían, o más bien que desunían, en aquel momento, a Inglaterra, Francia y Holanda. El general se convenció en esta conversación de una cosa que ya había observado desde el principio: que trataba con un hombre de alta distinción.
Este no podía ser un asesino, y repugnaba a Monk suponerle un espía, pero había en Athos tanta finura y firmeza al mismo tiempo, que Monk creyó ver en él un conspirador.
Cuándo se levantaron de la mesa le preguntó Monk:
—¿De modo que creéis en vuestro tesoro?
—Sí, milord.
—¿De veras?
—Ciertísimo.
—¿Y creéis encontrarle en el mismo sitio en que fue enterrado?
—A la primera investigación —respondió Athos.
—Pues bien —dijo Monk—; yo os acompañaré por curiosidad. Y es tanto más necesario que os acompañe, cuanto que hallaréis las mayores dificultades en circular por el campamento sin mí o uno de mis ayudantes.
—General, yo no consentiría que os incomodaseis, si en efecto no tuviera necesidad de vuestra compañía. Pero como reconozco que esa compañía, me es, no sólo honrosa, sino también necesaria, la acepto.
—¿Queréis que llevemos a alguna gente? —preguntó Monk a Athos.
—Creo que es inútil, general, si vos mismo no veis precisión en ello. Dos hombres y un caballo bastarán para transportar los dos barriles a la falúa que me ha traído.
—Pero será necesario minar, cavar, remover la tierra, partir piedras, y no contaréis con hacer ese trabajo vos mismo, ¿no es verdad?
—General, no es preciso ni minar ni cavar. El tesoro está sepultado en la bóveda de los sepulcros del convento, debajo de una piedra sellada con una anilla grande de hierro. Allí están colocados los dos barriles cubiertos con una capa de yeso, en la misma forma de un ataúd. Hay, además, una inscripción que debe servirme para reconocer la piedra; y como no quiero en un asunto de tanta delicadeza y confianza guardar secretos a Vuestro Honor, os diré esta inscripción:
Hic jacet venerabilis Petrus Guilielmus Scott, Canon, Honorab. Conventus Novi Castelli. Obiit quarta et decima.
Feb. ann. Dom. MCCVIII.
Requiescat in pace.
Monk no perdía palabra, pues estaba admirado, ya de la duplicidad maravillosa de este hombre y de la manera superior con que representaba su papel, y a la buena fe con que presentaba su petición, tratándose de un millón aventurado contra una puñalada en medio de un ejército que hubiera considerado el robo como una restitución.
—Está bien —dijo—, os acompaño y considero tan maravillosa la aventura, que yo mismo quiero llevar la antorcha que nos alumbre.
Diciendo estas palabras, se ciñó la espada y púsose una pistola en el cinto, descubriendo, con este movimiento que hizo entreabrir su jubón, los finos anillos de una cota de malla, destinada a ponerle a cubierto de la primera puñalada de un asesino.
Hecho lo cual, puso en su mano izquierda un dirk escocés, y volviéndose hacia Athos:
—¿Estáis dispuesto, caballero? —preguntó—. Yo ya lo estoy.
Athos, al contrario de lo que Monk acababa de hacer, puso su puñal sobre la mesa, desabrochó el cinturón de su espada, que puso, al lado del puñal y, abriendo sin afectación alguna los broches de su jubón, como para buscar su pañuelo, enseñó debajo de su fina camisa de batista el pecho desnudo y sin armas ofensivas ni defensivas.
—He aquí un hombre extraño —dijo Monk para sí—, no lleva arma ninguna. Sin duda me prepara una emboscada.
—General —dijo Athos como si hubiese adivinado el pensamiento de Monk—, deseáis que vayamos solos, está muy bien; pero un gran capitán no debe jamás exponerse con temeridad; es de noche, y el paso del pantano puede ofrecer peligros, haced que os acompañen.
—Es verdad —dijo.
Y llamando Digby, apareció el ayudante de campo.
—Cincuenta hombres armados espada y mosquete —dijo.
Y miró a Athos.
—A muy poco —dijo éste— si hay peligro, y demasiado si no le hay.
—Iré solo —dijo el general Monk de pronto—. Digby, no necesito a nadie. Vamos, señor.