Mientras los reyes y los hombres se ocupaban de este modo de Inglaterra, que se gobernaba sola, y que, necesario es decirlo en su elogio, jamás había estado peor gobernada, un hombre sobre quien Dios había fijado su mirada y puesto su dedo, un hombre predestinado a escribir su nombre con letras de oro en el libro de la historia, proseguía a la faz del mundo una obra llena de misterio y de audacia. Iba, y nadie sabía adónde quería ir, pues no sólo Inglaterra, sino también Francia y Europa veíanle marchar con paso firme y erguida la cabeza.
Monk acababa de declararse por la libertad del Rump Parliament, esto es, del Parlamento Rabadilla, como entonces se le llamaba; Parlamento al que el general Lambert, imitando a Cromwell, del cual había sido lugarteniente, concluía de bloquear tan estrechamente, para obligarle a hacer su voluntad, que ningún miembro durante el bloqueo había podido salir de él, y sólo uno, Pedro Wentworth, había logrado entrar.
Lambert y Monk: todo se resumía en estos, dos hombres, representantes el primero del despotismo militar, y el segundo del republicanismo puro. Estos dos hombres eran los únicos representantes de esta revolución en la que Carlos I perdió su corona, y después la vida. Lambert no disimulaba sus miras, que se dirigían a establecer un gobierno puramente militar, y a constituirse en jefe de este gobierno. Monk, decían unos, republicano intransigente, quería mantener el rump parliament, representación visible, aunque degenerada, de la república. Monk, diestro, ambicioso, lo hacían otros, deseaba convertir este Parlamento, al que parecía, proteger, en sólido escalón para subir al trono que Cromwell había dejado vacío, mas sobre el cual no se había decidido a sentarse. Y Lambert, persiguiendo al Parlamento, y Monk, declarándose por él, se habían manifestado adversarios uno de otro.
De esta manera, Monk y Lambert habían pensado antes de todo en adquirir cada cual un ejército; Monk en Escocia, donde permanecían los presbiterianos y los realistas, es decir, los descontentos; Lambert en Londres, donde se hallaba como siempre la más ruda oposición contra el poder que delante de sus ojos tenía.
Monk había pacificado a Escocia, donde se había formado un ejército y creado un asilo. Sabía que aún no había llegado la hora señalada por el Señor para un gran cambio, así es que su espada parecía pegada a la vaina. Inexpugnable en su feroz y monstruosa Escocia, general absoluto, rey de un ejército de once mil soldados veteranos, que más de una vez había conducido a la victoria; tan bien o mejor instruido de los negocios de Londres como el mismo Lambert, que tenía guarnición en la City; tal era la posición de Monk cuando se pronunció por el Parlamento a cien leguas de distancia de Londres. Lambert por el contrario, como ya hemos dicho, habitaba la capital, el centro de todas sus operaciones, dónde reunía en derredor suyo a todos sus amigos y a todo el pueblo bajo, eternamente inclinado a amar a los adversarios del poder constituido.
En Londres supo Lambert el apoyo que desde las fronteras de Escocia prestaba Monk al Parlamento. Conoció que no había tiempo que perder, y que el Tweed no estaba tan separado del Támesis como para que un ejército no pudiese saltar de una orilla a otra, principalmente si estaba bien mandado. Además, sabía que, a medida que, penetrasen en Inglaterra los soldados de Monk, formarían en el camino esa bola de nieve, emblema del globo de la fortuna, que no es para el ambicioso más que un escalón siempre ascendente para llevarle a su fin. Reunió, pues, su ejército, formidable a la vez por su composición y por su número; y corrió al encuentro de Monk, quien semejante a un marino discreto que boga en medio de escollos, se adelantó a cortas jornadas, arrogante, escuchando el ruido y husmeando el aire que venía de Londres.
Los dos ejércitos divisáronse a la altura de Newcastle. Lambert llegó primero y acampó en la misma ciudad.
Monk, hizo alto donde estaba, y estableció su cuartel general en Coldstream, sobre el Tweed.
La vista de Lambert propagó la alegría en el ejército de Monk, mientras que, por el contrario, la vista de Monk infundió el desorden en el de Lambert. Hubiérase creído que estos intrépidos batalladores, que tanto ruido habían hecho en las calles de Londres, se habían puesto en marcha con la esperanza de no hallar a nadie, y que ahora, viendo que habían encontrado un ejército, y que este ejército enarbolaba delante de ellos, no sólo un estandarte, sino también una causa y un principio, hubiérase creído, decimos, que estos intrépidos batalladores se habían puesto a reflexionar que ellos eran menos buenos republicanos que los soldados de Monk, puesto que éstos sostenían al Parlamento, mientras que Lambert no sostenía a nadie, ni aun a sí mismo.
En cuanto a Monk, si hubo de reflexionar, o si reflexionó, eso debió ser muy tristemente, porque la historia cuenta, y esta púdica señora no miente nunca, como es sabido, que el día de su llegada a Coldstream se buscó un carnero inútilmente por toda la ciudad.
Si Monk hubiese mandado un ejército inglés ya hubiera tenido bastante con esto para que todo él desertara. Mas no sucede lo mismo a los escoceses que a los ingleses, a quienes esa carne fluida que se llama sangre es de toda necesidad. Los escoceses, raza humilde y sobria, viven de una poca cebada molida entre dos piedras, desleída con agua de la fuente, y cocida sobre una losa enrojecida.
Los escoceses, después de hecha la distribución de cebada; no se apesadumbraron porque hubiese o no carne en Coldstream.
Monk, no familiarizado con las tortas de cebada, tenía hambre, y su Estado Mayor, no menos hambriento que él, miraba con ansiedad a derecha e izquierda para saber lo que se preparaba de comida.
Sus exploradores encontraron la ciudad desierta y los almacenes vacíos; y no había que contar en Coldstream ni con carniceros ni con panaderos. Así es que no encontraron ni el menor trozo de pan para la mesa del general.
A medida que se sucedían estas noticias, tan poco tranquilizadoras unas como otras, viendo Monk el espanto y el decaimiento en todos los semblantes, afirmó que no tenía hambre. Además, comerían a la mañana siguiente, pues Lambert estaba allí con probable intención de dar la batalla, y, por tanto, de entregar sus provisiones si era forzado en Newcastle, o para librar del hambre definitivamente a los soldados de Monk si salía vencedor.
Este consuelo no fue eficaz sino para un escaso número, lo cual importaba muy poco a Monk, porque Monk era muy absoluto, bajo apariencia de la más perfecta dulzura.
Cada cual se vio precisado a quedar satisfecho, o a demostrarlo por lo menos. Monk, tan hambriento como su tropa, pero afectando la mayor indiferencia por ese carnero, ausente, cortó un pedazo de tabaco de media pulgada, de manos de un sargento que formaba parte de su séquito, y comenzó a masticar el referido fragmento, asegurando a sus oficiales que el hambre era una quimera, y que además se tenía hambre con tal de que se tuviese algo que poner entre los dientes.
Esta chanzoneta satisfizo a algunos de aquellos que habían resistido a la primera deducción que Monk sacó de la vecindad de Lambert: el número de los pertinaces disminuyó, la guaria se instaló, las patrullas comenzaron, y el general continuó su frugal desayuno en la tienda abierta.
Entre su campo y el de su enemigo se alzaba una antigua abadía, cuyas ruinas apenas existen hoy, pero que entonces permanecían en pie, y se llamaba la abadía de Newcastle. Estaba construida sobre un vasto terreno, independiente a un tiempo de la llanura y de la ribera porque casi era un pantano alimentado por las lluvias. No obstante, en medio de estos charcos, cubiertos de grandes hierbas, juncos y cañas, veíanse sobresalir terrenos sólidos, consagrados en otro tiempo a huerta, parque y jardín, y a otras dependencias de la abadía, parecida a una de esas grandes arañas de mar, cuyo cuerno es redondo, mientras que sus patas salen de esta circunferencia en distintas direcciones.
Monk hizo guardar la huerta como el lugar más propio para las sorpresas, y mucho más allá de la abadía veíanse los fuegos del general enemigo; pero entre éstos y aquélla, corría el Tweed desarrollando sus luminosas escamas bajo la densa sombra de las grandes encinas.
Monk conocía perfectamente esta posición, pues Newcastle y sus cercanías le sirvieron más de una vez de cuartel general. Sabía perfectamente que durante el día era posible que su enemigo fuese a intentar una escaramuza en las ruinas, pero que se guardaría de aventurarse a ello por la noche. Así es que, se encontraba en seguridad.
De este modo pudieron verle sus soldados, después de lo que é1 llamaba fastuosamente su comida, esto es, del ejercicio de masticación antes referido, dormir sentado en una silla de junco, como después hizo Napoleón en la víspera de la acción de Austerlitz, la mitad a la luz de una lámpara, y la otra mitad a los reflejos de la luna, que comenzaba a remontarse a los cielos.
Lo cual quiere decir que eran las nueve y media de la noche, poco más o menos.
De pronto sacudió esta especie de medio sueño, fingido quizá, porque vio un pelotón de soldados que, corriendo con alegres gritos, acababan de pisar a las varetas de la tienda de Monk, zumbando desde este sitio para despertarle.
No era preciso un ruido tan grande. El general abrió los ojos.
—¿Qué, hijos míos, qué sucede? preguntó el general.
—¡General! —gritaron muchas voces—. Comeréis hoy.
—He comido, señores —respondió tranquilamente éste—, y estaba haciendo la digestión, como habéis visto. Pero, pensad y decidme lo que os trae aquí.
—General una buena noticia.
—¡Bah! ¿Dijo Lambert que nos batiremos mañana?
—No, pero hemos apresado una barca de pescadores que conducía pesca al campamento de Newcastle.
—Y habéis hecho mal, amigos míos. Esos señores de Londres son delicados, y hacen ahora el primer servicio; vais a ponerlos de muy mal humor esta noche, y mañana serán inexorables. Creedme, sería de muy buen gusto enviar al señor Lambert esos pescados y esos pescadores, a menos que…
El general reflexionó algunos segundos.
—Decidme, si gustáis —continuó—, ¿quiénes son esos pescadores?
—Marineros picardos que pescaban en las costas de Francia u Holanda, y a quienes un tempestuoso viento ha arrojado a las nuestras.
—¿Alguno de ellos habla en nuestra lengua?
—El jefe ha dicho unas palabras en inglés.
A medida que le daban tales explicaciones, despertábase la desconfianza del general.
—Está bien —dijo—, quiero ver a esos hombres; traédmelos.
Salió un oficial, para ir en busca de ellos.
—¿Cuántos son —añadió Monk—, y qué clase de buque tripulan?
—Son diez o doce, mi general, y montan una especie de quechemarín, como ellos llaman, de construcción holandesa, según parece.
—¿Y decís que llevaban pescado al campamento de Lambert?
—Sí, general, y aun parece que han hecho buena pesca.
—Bien, lo veremos ahora —dijo Monk.
En aquel mismo momento volvía el oficial conduciendo al jefe de los pescadores, hombre de unos cincuenta y cinco años, poco más o menos, de buena presencia. Su estatura era mediana, y vestía jubón de lana basta y gorro calado hasta las cejas; llevaba un cuchillo ceñido a la cintura, y andaba con esa vacilación propia de los marineros, que no sabiendo nunca, gracias al movimiento de sus barcos, si ponen el pie en firme o en vago, dan a sus pasos una fijeza tan segura, como si se tratase de clavar una estaca.
Con una mirada penetrante contempló Monk largo tiempo al pescador, que comenzó a sonreírse de esa manera, mitad picaresca y mitad necia; particular a nuestros campesinos.
—¿Hablas inglés? —le preguntó Monk en— correcto francés.
—¡Ah! Muy mal, milord —respondió el pescador.
Esta contestación fue hecha más bien con la acentuación viva de las gentes de más allá del Loira, que con el acento un poco tardo de las comarcas del Oeste y del Norte de Francia.
—Pero lo hablas —insistió Monk, para estudiar otra vez este acento.
—Nosotros, la gente de mar —respondió el pescador—, hablamos algo todas las lenguas.
—¿Conque eres marinero pescador?
—Sí, milord, pescador, y aun famoso pescador. He pescado un labro que pesa treinta libras por lo menos, más de cincuenta mújoles y una multitud de pescadillas que están riquísimas en una fritura.
—Creo que tú has hecho más pesca en el golfo de Gascuña que en el canal de la Mancha —dijo Monk sonriendo:
—En efecto, soy del Mediodía, pero ¿esto impide que uno sea excelente pescador?
—No, y te compró tu pesca. Ahora, di con franqueza: ¿a quién la destinabas?
Milord, no os ocultaré que iba a Newcastle, siguiendo toda la costa, cuando un pelotón de jinetes que subía la orilla en sentido contrario hizo señas a mi barca de que volviese atrás hasta el campamento de Vuestro Honor, so pena de una descarga de mosquetería. Como yo no estaba armado en guerra —repuso el pescador sonriendo—, obedecí.
—¿Y por qué ibas al campo de Lambert y no al mío?
—Milord, seré sincero, si lo permite vuestra señoría.
—Sí; y si es preciso, te lo mando.
—Pues bien, milord: iba al campo del señor Lambert, porque esos señores de la ciudad pagan bien, mientras que vosotros, los escoceses, puritanos, presbiterianos, o como queráis llamaros, coméis poco y no pagáis mejor.
—¿Y por qué siendo del Mediodía, vienes a pescar a estas costas?
—Porque he hecho la necedad de casarme en Picardía.
—Bien, pero la Picardía no es Inglaterra.
—Milord, el hombre pone el buque en la mar pero el cielo y el viento hacen lo que falta y conducen al buque donde les acomoda.
—¿Luego no teñíais intención de abordar a nuestra playa?
—Nunca.
—¿Y qué ruta llevabas?
—Volvíamos de Ostende, cuando de repente se levantó viento recio de Mediodía, que nos hizo torcer, el rumbo; entonces, conociendo que era inútil luchar contra él, enfilamos en su dirección, y ha sido necesario, para no perder la pesca que era buena, ir a venderla al puerto más cercano de Inglaterra; y como este puerto más cercano era Newcastle y la ocasión propicia, se decían, pues había exceso de población en el campo, y exceso de población en la ciudad, porque uno y otra estaban llenos de caballeros muy ricos y muy hambrientos, me dirigí hacia Newcastle.
—¿Y dónde se hallan tus compañeros?
—¡Oh! Mis compañeros se han quedado a bordo; porque son marineros sin instrucción ninguna.
—Y tú… —dijo Monk.
—¡Ah!: Yo —dijo el patrón riendo—, he corrido mucho con mi padre, y sé cómo se dice un sueldo, un doblón, un luis y un luis doble en todos los idiomas de Europa; así es que mi tripulación me escucha como un oráculo, y me obedece como a un almirante.
—¿De modo que fuiste tú quien escogió al señor Lambert como el mejor parroquiano o comprador?
—Cierto que sí, milord, y sed franco: ¿me había equivocado?
—Eso ya lo veras más tarde.
—En todo caso, milord, si hay culpa, mía es, y no hay por qué molestar a mis camaradas.
Vaya un tunante con talento, pensó Monk.
Después de unos minutos de silencio, empleados en examinar al pescador, le preguntó el general:
—Me has dicho que vienes de Ostende.
—Sí, milord, en línea recta.
—Entonces, habrás oído hablar de los asuntos actuales, porque no dudo que se ocupan mucho de ellos en Francia y en Holanda. ¿Qué hace ahora, ese que se llama rey de Inglaterra?
—¡Oh! Milord —exclamó el pescador con expansiva franqueza—, he ahí una pregunta magnífica, y a nadie os habéis podido dirigir mejor que a mí; porque, en verdad, puedo daros una respuesta famosa. Figuraos, milord, que al arribar a Ostende para vender allí las pocas sardas que habíamos pescado, vi al ex rey, que se paseaba por las dunas, esperando los caballos que debían conducirle a La Haya, es un hombre muy pálido, de cabellos negros y el semblante algo duro. Tenía todo el aspecto de no estar bueno, y creo que el aire de Holanda no le es provechoso.
Monk seguía con gran atención las palabras rápidas y llenas de colorido del pescador, dichas en una lengua que no era la suya; pero ya hemos dicho que Monk la hablaba con facilidad. El pescador, por su parte, empleaba algunas veces una palabra francesa, otras una inglesa, y a veces otra que no pertenecía a ninguna lengua y que era gascona. Pero sus ojos hablaban por él y tan elocuentemente, que bien podía perderse una palabra de su boca, mas no la menor intención de sus ojos.
El general parecía cada vez más satisfecho de su examen.
—Tú habrás oído decir, que ese ex rey, como tú le llamas, se dirigía a La Haya con algún objeto.
—¡Oh! Sí —dijo el pescador—, he oído decir eso.
—¿Y con qué objeto?
—Siempre el mismo —dijo el pescador—; ¿no tiene la idea fija de volver a Inglaterra?
—Es cierto —dijo Monk pensativo.
—Sin contar —añadió el pescador— con que el estatúder… ya sabéis, Guillermo II…
—¿Qué?
—Le auxiliará con todo su poder.
—¡Ah! ¿Tú has oído decir eso?
—No, pero así lo creo.
—Según parece, estás fuerte en política —observó Monk.
—¡Oh! Nosotros los marineros, milord, que tenemos la costumbre de estudiar el agua y el aire, es decir las dos cosas más movibles del mundo, es muy extraño que nos equivoquemos acerca de lo demás.
—Veamos —dijo Monk cambiando de conversación—, dicen que nos vas a dar de comer opíparamente.
—Haré lo que pueda, milord.
—¿En cuánto nos vendes tu pesca?
—Buen necio sería si le pusiera precio.
—¿Y por qué?
—Porque, mi pesca os pertenece.
—¿Con qué derecho?
—Con el del más fuerte.
—Pero mi intención es pagártela.
—Eso es muy generoso, milord.
—Entonces, ¿qué es lo que pides?
—Yo pido irme.
—¿Dónde? ¿Al campo del general Lambert?
—¡Yo! —murmuró el pescador—. ¿Y por qué había de ir a Newcastle, cuando ya no tengo pescado?
—En todo caso, óyeme.
—Oigo.
—Un consejo.
—¡Cómo! ¿Milord quiere pagarme y darme además un buen consejo? ¡Milord me favorece demasiado!
Monk miró fijamente al pescador sobre el cuál parecía conservar alguna sospecha.
—Sí, deseo pagarte y darte un consejo, porque ambas cosas tienen relación. De modo que si vas al campo del general Lambert…
El pescador hizo cierto movimiento de cabeza y de hombros, que significaba:
—Si es así no le contrariemos.
—No atravieses el pantano prosiguió Monk; llevarás dinero, y encontrarás emboscadas de escoceses que he apostado allí. Son gente poco tratable, que comprende mal la lengua que hablas, aunque parezca componerse de tres idiomas, y que podrían quitarte lo que te hubiese dado, y al volver a tu país no dejarías de decir que el general tiene dos manos, una escocesa y otra inglesa, y que tal vez quita con la mano escocesa lo que da con la mano inglesa.
—¡Oh! General, yo iré donde queráis, estad tranquilo —dijo el pescador con un temor muy expresivo para no ser exagerado—. Yo no pido más que permanecer aquí, si queréis que me quede.
—Te creo —dijo Monk—; mas, sin embargo, no puedo conservarte en mi tienda.
—No tengo tal pretensión, milord, y únicamente deseo que vuestra señoría me indique dónde desea que esté. No os molestéis; una noche se pasa muy pronto.
—Pues voy a hacerte llevar a tu barca.
—Como le plazca a vuestra señoría. Y si quiere hacerme conducir por un carpintero, le quedaré agradecido altamente.
—¿Cómo es eso?
—Porque esos señores de vuestro ejército al hacer remontar la orilla a mi barca con el cable de que tiraban los caballos, la han destrozado un poco con las rocas de la ribera, de suerte que por lo menos tengo dos pies de agua en mi cala, milord.
—Un motivo más para que cuides de tu barco.
—Milord, estoy a vuestras órdenes —dijo el pescador—. Voy a descargar mis canastas donde queráis; luego me pagaréis, si os place, y me volveréis a ver si la cosa os conviene.
Ya veis que yo me acomodo fácilmente.
—Vamos, vamos, eres un buen diablo —dijo Monk, cuya mirada escrutadora no había podido hallar una sola sombra en la limpidez de los ojos del pescador.
—¡Hola!
Digby, un ayudante de campo se presentó.
—Conduciréis a este buen hombre y a sus camaradas a las tiendas de las cantinas, delante de los pantanos; así, estarán cerca de su barca y no se acostarán en agua esta noche. ¿Qué sucede Spithead?
Spithead era el sargento a quien Monk había tomado un pedazo de tabaco para comer.
Spithead, al pasar a la tienda del general sin ser llamado, motivaba aquella pregunta.
—Milord —dijo—, un caballero francés se ha presentado en las avanzadas, y solicita hablar a Vuestro Honor.
Mas, aunque la conversación fuese en esta lengua, el pescador hizo un ligero movimiento, que Monk, ocupado con el sargento, no notó.
—¿Y quién es ese caballero? —preguntó Monk.
—Milord —respondió Spithead—, me lo ha, dicho; pero esos nombres franceses son tan difíciles de pronunciar para un gaznate escocés, que no he podido retenerlo. Por lo demás, ese caballero, según me han manifestado los centinelas, es el mismo que se presentó ayer, y que Vuestro Honor no quiso recibir.
—Es cierto, tenía consejo de oficiales.
—¿Decidís algo respecto a ese caballero?
—Que le conduzcan aquí.
—¿Será menester tomar precauciones?
—¿Cuáles?
—Vendarle los ojos, por ejemplo.
—¿Para qué? Sólo verá lo que yo deseo que vea, esto es, que tenga en derredor mío once mil valientes deseando morir en honor del parlamento de Escocia e Inglaterra.
—¿Y este hombre, milord? —dijo Spithead mostrando al pescador, que durante el diálogo había permanecido en pie e inmóvil, como hombre que ve, pero que no entiende.
—¡Ah! Es verdad —dijo Monk. Y volviéndose hacia el vendedor de pescado, le dijo:
—Hasta más ver, querido; ya te he buscado una cama. Digby, condúcelo. No temas nada, que al instante se te enviará tu dinero.
—Gracias, milord —dijo el pescador.
Y, tras saludar, salió seguido de Digby.
A cien pasos de la tienda encontró a sus compañeros, que cuchicheaban con una locuacidad no exenta, al parecer, de inquietud. Pero les hizo una seña que los calmó.
—¡Hola! Vosotros —dijo el patrón—, venid acá, Su Señoría, el general Monk, tiene la generosidad de pagarnos nuestro pescado, y la amabilidad de darnos hospitalidad esta noche.
Los pescadores se unieron a su jefe, y conducidos por Digby se encaminaron hacia las cantinas, lugar que se les había destinado, según sabemos.
Al marchar hacia este punto, los pescadores pasaron en la obscuridad junto al soldado que conducía al caballero francés, a caballo y embozado en la capa, lo cual hizo que el patrón no pudiese verle, por grande que fuera su curiosidad. En cuanto al caballero, ignorando que tan cerca tuviera compatriotas, no paró la atención en la pequeña caravana.
El ayudante instaló a sus huéspedes en una tienda bastante capaz, de donde fue desalojada una cantinera irlandesa que fue a acostarse con sus hijos donde la suerte la deparó. Una buena fogata ardía delante de esta tienda, y extendía su resplandor purpúreo sobre los húmedos matorrales del pantano, que rizaba una brisa bastante fresca. Hecha la instalación, el ayudante de campo dio las buenas noches a los marineros, haciéndoles observar que desde el umbral de la tienda veíanse las jarcias de la barca que se balanceaba sobre el Tweed, prueba patente de que aún no se había ido a pique. Este espectáculo pareció alegrar infinitamente al jefe de los pescadores.