Capítulo XXIILos soldados de D’Artagnan

La hostería «El Gran Monarca» se encontraba situada en una calle paralela al puerto, sin dar al mismo; angulosas callejuelas cortaban las dos grandes líneas rectas del puerto y de la calle. Por estas callejuelas se desembocaba de la calle al puerto.

D’Artagnan llegó al puerto, dirigióse por una de estas calles y cayó inopinadamente ante la hostería El Gran Monarca.

El momento era bien escogido, y pudo recordar a nuestro hombre su presentación en la hostería El Molinero Franco, en Meung. Algunos marineros que acababan de jugar a los dados, habían armado pendencia y se amenazaban con furor. El posadero, la posadera y dos criados, vigilaban con ansiedad el corro de estos malos jugadores, en cuyo centro amenazaba estallar la guerra, erizada de hachas y cuchillos.

Entretanto proseguía el juego. Un banco de piedra estaba ocupado por dos hombres, que de este modo parecían vigilar a la puerta; cuatro mesas en el fondo de la sala común, estaban ocupadas por otros ocho individuos, y ni los hombres del banco, ni los de las mesas tomaban parte en la pendencia ni en el juego. D’Artagnan reconoció a sus diez hombres en estos espectadores tan fríos e indiferentes.

La pendencia iba creciendo. Toda pasión tiene, como el mar, su marea que afluye y refluye. Un marinero, llegado al paroxismo de su pasión, echó al suelo la mesa y el dinero que sobre ella había, al instante todo el personal de la hostería se arrojó sobre las puertas y un crecido número de monedas blancas fueron recogidas por personas que se ocultaron; mientras los marineros se despedazaban mutuamente.

Solamente los dos hombres del banco y los ocho del interior, por más que pareciesen en un todo indiferentes entre sí, sólo, decimos, estos diez hombres parecía que estaban convenidos para permanecer impasibles en medio de los gritos, del furor y del ruido del dinero. Dos de ellos solamente se limitaron a rechazar con el pie a los combatientes que iban hasta debajo de su mesa.

Otros dos sacaron las manos de los bolsillos, pero sin tomar parte en la baraúnda, y otros dos, en fin, subiéronse sobre la mesa que ocupaban, como hacen para evitar ser sumergidas las personas, sorprendidas por una avenida de agua.

—¡Ea! —dijo interiormente D’Artagnan, que no había perdido ninguna de las circunstancias que acabamos de relatar—. ¡Bonita colección! Circunspectos, tranquilos, habituados al ruido, hechos a los golpes.

—¡Pardiez! Buena mano he tenido.

De repente fijó su atención en un punto de la sala.

Los dos hombres que habían dado con el pie a los combatientes, fueron insultados atrozmente por los marineros que acababan de reconciliarse.

Uno de ellos, medio embriagado de cólera y completamente de cerveza, se llegó al más pequeño de aquellos otros a interrogarle con qué derecho había tocado con su pie a criaturas de Dios que no eran perros, y al hacer esta interpelación, puso, para hacerla más directa, su fuerte puño en la nariz del recluta de D’Artagnan.

Aquel hombre se puso pálido, sin poderse apreciar si la causa era el miedo o la cólera. Viendo lo cual el marinero dedujo que era por temor, y levantó el puño con la intención bien manifiesta de dejarlo caer sobre la cabeza del individuo; mas sin que se moviese el hombre amenazado, descargó tan fuerte puñetazo en el estómago del marinero, que lo hizo rodar hasta el fin de la sala con espantosos gritos.

Al instante, hostigados todos los compañeros del vencido por el espíritu de cuerpo, cayeron sobre el vencedor.

Este último, con la misma sangre fría de que ya había dado prueba, y sin cometer la indiscreción de tocar a sus armas, empuñó un jarro de cerveza con el tapón de estaño, y tumbó a dos o tres de sus agresores; mas luego, como iba a sucumbir al mayor número, los otros siete silenciosos del interior, como no habían chistado siquiera, conocieron que se trataba de su causa y acudieron en su socorro.

Al mismo tiempo los dos indiferentes de la puerta volvieron la cara con un fruncimiento de cejas que indicaba su intención bien marcada de acometer al enemigo por la espalda, si el tal enemigo no cesaba en su agresión.

El posadero, sus criados y dos guardias de la ronda nocturna que pasaban, y que por curiosidad penetraron en la sala, fueron envueltos en la pelea y en los puñetazos.

Los parisienses descargaban como cíclopes, y con una uniformidad y táctica que era un primor; al fin, obligados a tocar en retirada ante el número, tomaron su atrincheramiento al otro lado de la gran mesa, que cuatro de ellos levantaron de común acuerdo, mientras los otros dos se armaban cada uno de un banco; de modo que, sirviéndose de aquellos útiles como de un gigantesco ariete, echaron por tierra de un solo golpe a ocho marineros, sobre cuyas cabezas habían hecho jugar su monstruosa catapulta.

Ya se hallaba el suelo escombrado de heridos y la sala llena de gritos y de polvo, cuando D’Artagnan, satisfecho de la prueba, adelantóse con la espada en la mano, e hiriendo con el pomo sobre todas las cabezas que encontró erguidas, pronunció un ¡hola! vigoroso, que al instante puso término a la lucha. Entonces, hubo una gran retirada del centro a la circunferencia y D’Artagnan se encontró solo y dominador.

—¿Qué sucede? —preguntó enseguida a la reunión con el tono majestuoso de Neptuno pronunciando el quos ego.

Al momento, y al primer acento de esta voz, para continuar la metáfora virgiliana, los reclutas del señor de D’Artagnan, reconociendo cada cual a su soberano señor, recogieron a un tiempo su cólera y sus banquetazos.

Los marineros, por su parte, viendo aquella larga espada desnuda, aquel aire marcial y aquel brazo ágil que llagaba al socorro de sus enemigos, en la persona de un hombre que parecía habituado al mando, recogieron al momento sus méritos.

Los parisienses se enjugaron la frente e hicieron una reverencia a su jefe.

D’Artagnan fue felicitado por el posadero de El Gran Monarca, a quien recibió como hombre que sabe que no se le ofrece nada de más, y declaró enseguida que mientras esperaba la comida iba a pasearse al puerto.

Al instante comprendieron el llamamiento los enganchados, y cada cual tomó su sombrero, cepilló su traje y siguió a D’Artagnan.

Pero éste, al mismo tiempo que examinaba todo, se guardó muy bien de detenerse; dirigióse a la playa y los diez hombres, asombrados de verse a la pista unos de otros, e inquietos de llevar a derecha, izquierda y detrás de sí a compañeros con los cuales no contaban, le siguieron echándose unos a otros terribles miradas.

Allá y en lo más retirado de la playa se volvió D’Artagnan hacia ellos, sonriendo al verlos tan separados; y haciéndoles un signo pacífico con la mano:

—¡Eh! ¡Aquí, señores! —dijo—. No nos devoremos; estáis hechos para vivir juntos; para entenderos en todas las cosas, y no para devoraros los unos a los otros.

Entonces terminaron las sospechas; los hombres respiraron, como si los sacaran de un ataúd, y se examinaron unos a otros con complacencia. Después de este examen fijaron los ojos en su jefe, quien conociendo de tiempos atrás el difícil arte de hablar a hombres de este temple, les pronunció el discurso siguiente, acentuado con energía completamente gascona:

—Señores: ya sabéis quién soy yo. Os he enganchado conociéndoos por intrépidos y queriendo asociaros a una expedición gloriosa. Figuraos que trabajando conmigo trabajáis por el rey únicamente, os prevengo que si dejáis escapar alguna cosa de esta suposición, me veré obligado a romperos al momento la cabeza de la manera que me sea más cómoda. No ignoráis, señores, que los secretos de Estado son como un mortal veneno; mientras este veneno esté en su redoma; y la redoma bien cerrada, a nadie perjudica; pero fuera de la redoma, mata. Ahora, acercaos a mí, y sabréis de este secreto lo que de él puedo deciros.

Todos se acercaron con un movimiento de curiosidad.

—Acercaos —continuó D’Artagnan—, y que el pájaro que pase por encima de nuestras cabezas, el conejo que corra en la ribera y el pez que salte fuera del agua no puedan escucharnos. Se trata de saber y de contar luego al señor superintendente de Hacienda cuánto daño causa a los comerciantes franceses el contrabando inglés. Entraremos por todas partes y lo veremos todo. Nosotros somos unos pobres pescadores picardos, arrojados a la costa por una borrasca, y venderemos pescado, ni más ni menos que como verdaderos pescadores. Pero puede acontecer que adivinen quiénes somos y nos molesten, en cuyo caso es urgente que estemos en estado de defendernos. Por eso os he escogido como a gente inteligente y de valor. Llevaremos nueva vida y no correremos gran peligro, en atención a que tenemos detrás un protector poderoso, gracias al cual no hay dificultad posible. Una sola cosa me contraría; pero confío en que, después de una corta explicación, me sacaréis del aprieto. Esta cosa que me contraría es llevar conmigo una tripulación de pescadores necios; que nos estorbarán enormemente, mientras que, si por ventura, hubiese entre vosotros gente que conociera el mar…

—¡Oh! Aquí estoy yo —murmuró uno de los reclutas de D’Artagnan—; he sido prisionero de los piratas de Túnez durante tres años y conozco las maniobras como un almirante:

—¡Ya veis —observó D’Artagnan—, qué cosa tan admirable es la casualidad!

D’Artagnan pronunció estas palabras con indefinible acento de fingida buena fe; porque D’Artagnan sabía bien que esta víctima de los piratas era un antiguo corsario, y lo había enganchado con conocimiento de causa. Pero D’Artagnan jamás decía más de lo que tenía precisión de decir, para dejar a las gentes en la duda. Se pagó, pues, de la explicación, y acogió el efecto sin parecer curarse de la causa.

—Y yo —repuso otro de los reclutas—, tengo casualmente un tío que dirige los trabajos del puerto de la Rochela, y siendo muy niño jugaba en las embarcaciones; de modo que sé manejar el remo y la vela, y desafío a que lo haga mejor el primer marinero ponentino.

Éste no mentía más que el otro: había remado seis años en las galeras de Su Majestad.

Otros dos fueron más sinceros, y confesaron ingenuamente que habían servido en un buque como soldados penados, de lo cual no se ruborizaban. D’Artagnan se encontró, pues, jefe de seis hombres aguerridos y de cuatro marineros, teniendo a un mismo tiempo ejército de tierra y mar, lo cual hubiera llevado al colmo el orgullo de Planchet, si Planchet hubiese conocido estos detalles.

Ya sólo se trataba de la orden general, y D’Artagnan la dio muy precisa. Intimó a sus hombres que estuvieran dispuestos a salir para La Haya, siguiendo los unos el litoral que llega hasta Breskens, y los otros él camino que conduce a Amberes.

Calculando las marchas, fue dada la cita para después de quince días en la plaza principal de La Haya.

D’Artagnan recomendó a sus hombres que se emparejasen, como mejor lo entendiesen, por simpatía, de dos en dos; y él mismo eligió entre los rostros menos patibularios dos guardias que había conocido en otro tiempo, y cuyas únicas faltas eran ser jugadores y borrachos. Estos hombres no perdieron toda idea de civilización, y bajo vestidos aseados hubieran vuelto a latir sus corazones. D’Artagnan, para no dar celos a los otros, les hizo marchar delante; y conservando a sus dos favoritos los vistió con sus propios atavíos y salió con ellos.

A éstos, a quienes parecía honrar con una confianza absoluta, fue a quienes D’Artagnan hizo una falsa confidencia, destinada a garantizarles el buen éxito de la expedición. Confesóles que se trataba, no ya de ver los perjuicios que el contrabando inglés podía causar al comercio francés, sino al contrario, los daños que el contrabando francés podía hacer al comercio inglés. Estos hombres parecieron convencidos, y lo estaban, en efecto. D’Artagnan hallábase persuadido de que al primer exceso, y cuando estuviesen muertos de embriaguez, uno de los dos divulgaría este secreto capital a la compañía. Su plan le parecía infalible. Quince días después de lo que acabamos de presenciar en Calais, todo el ejército se hallaba reunido en La Haya.

Entonces vio D’Artagnan que todos sus hombres, con una inteligencia notable, se habían disfrazado de marineros más o menos derrotados por la mar:

D’Artagnan les dejó dormir en un chiribitil de Newkerke Street, y él sé alojó en el gran canal.

Supo que el rey de Inglaterra se había acercado a su aliado Guillermo II de Nassau, estatúder de Holanda. Entonces supo también que la negativa de Luis XIV había disminuido un poco la protección que hasta entonces se le concediera, y que en consecuencia había ido a confinarse en una casita de la aldea de Scheveningen, situada en la playa a orillas del mar, a una legua corta de La Haya.

Allí, según se decía, el desgraciado proscrito se consolaba de su destierro, mirando con la tristeza particular a los príncipes de su raza, aquella mar inmensa del Norte que le separaba de su Inglaterra, como en otro tiempo había separado a María Estuardo de Francia. Allí, detrás de algunos árboles del magnífico bosque de Scheveningen y sobre la fina arena donde crecían los dorados arbustos de la playa, Carlos II vegetaba como ellos, más desgraciado que ellos, porque existía con la vida del pensamiento, y esperaba y desesperaba al propio tiempo.

D’Artagnan se adelantó una vez hasta Scheveningen para asegurarse de lo que se contaba con respecto al príncipe. Vio, efectivamente, a Carlos II, pensativo y solo, salir por una pequeña puerta que daba al bosque y pasearse por la ribera, al sol poniente, sin llamar siquiera la atención de los pescadores, quienes al avanzar la noche sacaban sus barcos sobre la arena de la playa; como los antiguos marinos del archipiélago.

D’Artagnan conoció al rey; a quien vio fijar su mirada sombría sobre la inmensa extensión de las aguas, y absorber en su pálido semblante los rojizos rayos del sol, cortado ya por la negra línea del horizonte. Luego entró Carlos II en la casa aislada, siempre solo, siempre lento y triste, y distrayéndose en hacer crujir bajo sus pasos la movediza arena.

Aquella misma noche alquiló D’Artagnan por mil libras una barca de pescadores que valía cuatro mil; aquéllas mil las pagó en el acto, y depositó las otras tres mil en casa del burgomaestre: Después de lo cual, embarcó, sin que nadie lo viese y en la obscuridad de la noche, a los seis hombres que formaban su ejército terrestre; y al subir la marea, a eso de las tres de la mañana, ganó la alta mar maniobrando ostensiblemente con los cuatro hombres y descansando en la ciencia de su galeote, como si hubiese sido el primer piloto del puerto.