D’Artagnan meditó tanto toda la noche, que por la mañana ya estaba su plan resuelto.
—¡Eso es! —dijo sentándose en la cama, apoyado un codo sobre la rodilla—. ¡Eso es! Buscaré cuarenta hombres a toda prueba, reclutados entre gente algo comprometida, pero habituada a la disciplina; les prometeré quinientas libras al mes, si vuelven; nada si no vuelven, o la mitad para sus parientes. Respecto a comida y alojamiento, esto concierne a los ingleses, que tienen bueyes en los pastos, tocino en el saladero, gallinas en los corrales y trigo en los graneros. Me presentaré al general Monk con este cuerno de ejército, le parecerá bien, tendré su confianza y abusaré de ella lo más pronto posible.
Pero, sin ir más lejos, D’Artagnan movió la cabeza interrumpiéndose.
—No —dijo—, no me atrevería a contar esto a Athos; el medio es poco honroso. Es preciso usar de violencia, necesariamente, sin comprometer para nada mi fidelidad. Con cuarenta hombres recorreré la campiña como partidario; pero si encuentro, no digo cuarenta mil ingleses, como decía Planchet, sino simplemente cuatrocientos, seré derrotado, en atención a que de mis cuarenta guerreros habrá diez por lo menos que se dejarán matar por brutos. No es posible tener cuarenta hombres leales; no existen. Preciso será contentarse con treinta. Con diez hombres menos, tendré derecho a evitar un encuentro a mano armada por el escaso número de mi gente, y si el encuentro se realiza, siempre mi elección será más cierta sobre treinta hombres que sobre cuarenta. Además, economizo cinco mil francos; es decir, la octava parte de mi capital, lo cual vale algo. Eso dicho, tendré, por tanto, treinta hombres. Los dividiré en tres secciones y recorreremos el país con la consigna de reunirnos en un momento dado; de esta manera de diez en diez no damos la menor sospecha y pasamos desapercibidos. Sí, sí, treinta, es buen número, pues tiene tres decenas: ¡tres! Número divino. Y la verdad, una compañía de treinta hombres, cuando esté reunida, siempre tendrá algo de imponente… ¡Ah! ¡Infeliz de mí! —continuó D’Artagnan—. Se necesitan treinta caballos, y esto es ruinoso. ¿Dónde diablos tenía la cabeza cuando olvidaba los caballos? Sin embargo, no se puede ni soñar dar un golpe semejante sin caballos. Pues bien, sea; haremos ese sacrificio, a no ser que los tomemos en el país, que tampoco son malos, por otra parte. ¡Diantre! También se me olvidaba, tres pelotones exigen tres comandantes, y ésa es la dificultad; de los tres comandantes, ya tengo uno, que soy yo; sí, pero los otros dos costarán ellos solos tanto dinero como el resto de la tropa. No, decididamente no será menester más que un capitán. Pero, entonces, reduciré mi tropa a veinte hombres. Bien sé que veinte hombres es poco, pero puesto que con treinta hombres estaba resuelto a evitar los encuentros, lo haré ahora mucho mejor con veinte. Veinte es cuenta redonda; y además reduce a veinte el número de caballos, lo cual es muy digno de consideración; y así, con un buen teniente… ¡Diantre! ¡Esto sí que es paciencia y cálculo! Iba a embarcarme con cuarenta hombres; y he aquí que ya me reduzco a veinte para la misma empresa. Diez mil libras de ahorro de un solo golpe y más seguridades, es una buena cosa. Veamos ahora; ya sólo se trata de encontrar ese teniente; encontrémosle; pues, y luego… Esto no es fácil; yo lo necesito valiente y bueno, un segundo yo. Sí, esto es, pero un teniente tendrá mi secreto, y como este secreto vale un millón, y yo no pagaré a mi hombre más que mil libras, o mil quinientas todo lo más, mi hombre venderá el secreto a Monk. Nada de teniente, ¡cáscaras! Por otra parte, aunque este hombre fuese mudo como un discípulo de Pitágoras, tendría sin duda alguna en la compañía algún soldado de confianza, de quien haría su sargento, y el sargento penetraría el secreto del teniente, dado caso que éste fuese hombre de bien y no quisiera venderlo. Entonces, el sargento, menos probo y ambicioso, lo dará todo por cincuenta mil libras. ¡Vamos, vamos! ¡Esto es imposible! ¡Decididamente, es imposible el tal teniente! Entonces, nada de pelotones; yo no puedo dividir mi tropa en dos, y obrar sobre dos puntos a un tiempo sin tener otro yo, que… Mas, ¿a qué viene obrar sobre dos puntos, puesto que sólo tenemos un hombre que agarrar? ¿A qué debilitar un cuerpo, poniendo la derecha aquí, la izquierda allá? un sólo cuerpo, ¡diantre! ¡Sólo y mandado por D’Artagnan, eso es! Pero veinte hombres marchando en un pelotón son sospechosos para todo el mundo; es necesario que no vean marchar juntos veinte jinetes, pues se les destaca una compañía que pide el santo y seña, la cual, viendo el embarazo que hay para darlo, fusila a D’Artagnan y a sus hombres como si fuesen conejos. Reduzcamos, pues, a diez hombres, de este modo obro sencillamente y con unidad; así me veré obligado a tener prudencia, lo cual es la mitad de lo necesario; para conseguir un negocio de la naturaleza del que emprendo; mucha gente quizá me hubiera conducido a alguna locura. Diez caballos no es nada difícil de comprar o de robar. ¡Oh! Excelente idea. ¡Qué tranquilidad tan perfecta hace circular por mis venas! De este modo no habrá dudas, ni santo y seña, ni peligros. Diez hombres son diez criados. Diez hombres que conducen diez caballos, cargados de mercancías cualesquiera, son tolerados y bien recibidos en cualquier parte. Diez hombres viajando por cuenta de la casa «Planchet y Compañía de Francia». No hay más que decir. Estos diez hombres, vestidos como traficantes, tienen un magnífico cuchillo de caza, un buen mosquete a la grupa de su caballo y una buena pistola en la pistolera. Jamás se dejan molestar, porque ellos no llevan malas intenciones. En el fondo quizá sean un poco contrabandistas, pero ¿qué importa?
El contrabando no es como la poligamia, un caso que merezca la horca. Lo peor que podía acontecernos es que confisquen nuestras mercancías. ¡Bonito negocio las tales mercancías! Vamos, vamos, es un plan soberbio. Diez hombres solamente; diez hombres que engancharé para mi servicio, diez hombres que serán tan decididos como cuarenta, que me costarán como cuatro, y a quienes, para mayor seguridad, no abriré la boca sobre mis designios y sólo les diré: «amigos míos, hay un golpe que dar». De está manera, muy perverso será Satanás para que me juegue una de sus malas pasadas. ¡Quince mil libras economizadas de veinte mil! Soberbio.
Así, animado por su industrioso cálculo, D’Artagnan fijóse en este plan, resuelto a no variarlo en nada. Ya tenía una lista, suministrada por su inmensa memoria, diez hombres ilustres entre los perseguidores de aventuras, maltratados por la fortuna o inquietados por la justicia. Después de esto se incorporó D’Artagnan poniéndose al instante en movimiento, advirtiendo a Planchet que no le esperase para el desayuno, ni tal vez para la comida. Día y medio ocupados en correr algunos chiribitiles de París le bastaron para su recolección, y sin comunicar a sus aventureros entre sí, había coligado, coleccionado, reunido en menos de treinta horas un encantador conjunto de malas caras; que hablaban un francés menos correcto que el inglés de que iban a servirse.
Eran éstos, por punto general, soldados cuyo mérito había podido apreciar D’Artagnan en distintas ocasiones, y a quienes la embriaguez, las estocadas desgraciadas, las ganancias inesperadas en el juego, o las reformas económicas del señor Mazarino, habían obligado a buscar la sombra y la soledad, estos dos grandes consuelos; para las almas comprimidas y magulladas.
En sus fisonomías y en sus trajes llevaban las señales de las penas del corazón que habían padecido. Algunos tenían el rostro descarnado, y todos ellos los vestidos despedazados. D’Artagnan socorrió lo más apremiante de estas miserias fraternales con una sabia distribución de los escudos de la sociedad; y luego, habiendo cuidado de que estos escudos se emplearan en el embellecimiento físico de la compañía, dio, alta a sus reclutas para el norte de Francia, entre Berghes y Saint Omer. De plazo les había dado seis días, y D’Artagnan conocía perfectamente la buena voluntad, el excelente humor y la probidad relativa de estos ilustres reclutas, para estar cierto de que ni uno solo faltaría al llamamiento.
Dadas tales órdenes y citas fue a despedirse de Planchet, que le pidió noticias de su ejército; pero D’Artagnan no juzgó a propósito darle parte de la reducción que había hecho en su personal, temiendo despertar con esa confesión la desconfianza de su asociado. Planchet se regocijó mucho al saber que ya estaba levantado todo el ejército, y que él se encontraba como una especie de rey, que desde su trono mostrador mantenía a sueldo un ejército destinado a guerrear contra la pérfida Albión, esta enemiga de todos los corazones verdaderamente franceses.
Planchet contó, pues, en seductores luises dobles, veinte mil libras por su parte personal, y otras veinte mil, siempre en hermosos luises dobles, por la parte de D’Artagnan. Éste metió veinte mil libras en un saco, pesando cada saco en cada una de sus manos.
—Este dinero es muy embarazoso, querido Planchet —dijo—. ¿Sabes que esto pesa más de treinta libras?
—¡Bah! Eso lo llevará vuestro caballo como una pluma.
D’Artagnan movió la cabeza.
—No me digas esas cosas, Planchet; un caballo sobrecargado con treinta libras, además del portamanteo y del jinete, no pasa tan fácilmente un río, ni salta con tanta ligereza un murallón o un foso, y por tanto ni caballo ni caballero. Verdad es que tú no sabes esto, Planchet, pues toda tu vida has servido en infantería.
—Entonces, señor, ¿qué hacemos?
—Escucha —dijo D’Artagnan—, pagaré mi ejército cuando vuelva a sus hogares. Quédate con mi mitad de veinte, mil libras, que puedes hacer valer mientras yo esté fuera.
—¿Y mi mitad? —preguntó Planchet.
—Me la llevo.
—Vuestra confianza me honra —dijo Planchet—, pero ¿y si no volvéis?
—Eso es posible; aunque el negocio sea poco verosímil. Entonces, Planchet, para el caso de que no regrese, dame una pluma y haré mi testamento.
D’Artagnan escribió una sola hoja.
Yo, D’Artagnan, poseo veinte mil libras economizadas sueldo a sueldo en treinta años que he estado al servicio del rey de Francia. De ellas doy cinco mil a Athos, cinco mil a Porthos, cinco mil a Aramis, para que se las den en mi nombre y en los suyos a mi amigo, el joven Raúl, vizconde de Bragelonne. Y las cinco mil restantes se las doy a Planchet, para que distribuya con menos disgusto las otras quince libras a mis amigos.
Para que conste, firmo las presentes.
D’ARTAGNAN.
Planchet: parecía estar muy deseoso de saber lo que había escrito D’Artagnan:
—Lee, Planchet —le dijo el mosquetero.
Cuando llegó a las últimas líneas, se asomaron las lágrimas a los ojos de Planchet.
—¿Creéis que sin esto no hubiera dado el dinero? En este caso, no quiero vuestras cinco mil libras. D’Artagnan sonrió.
—Acepta, Planchet acepta; y de esta manera sólo perderás quince mil libras, en vez de veinte mil, y no te dará la tentación de hacer afrenta a la firma de tu amo y amigo, buscando un medio para no perder nada.
¡Tan bien, conocía D’Artagnan el corazón de los hombres y de los abaceros!
Los que han llamado loco a don Quijote porque marchaba sólo con Sancho a la conquista de un imperio, y los que han llamado loco a Sancho porque marchaba cono su amo a la conquista del susodicho imperio, ésos, decimos, no hubieran formado ciertamente otro juicio sobre D’Artagnan y Planchet.
No obstante, él primero pasaba por un espíritu sutil entre los más finos talentos de la corte de Francia. Y en cuanto al segundo, había adquirido reputación de ser uno de los más aventajados cerebros entre los tenderos de la calle de los Lombardos, y por tanto de París, y con justicia de Francia.
Así es que, no considerando a estos dos hombres sino desde el punto de vista de todos los hombres, y los medios con cuyo auxilio contaban para reponer a un rey en su trono sino comparativamente a los otros medios, el más torpe caletre del país en que los caletres sean mas torpes se hubiese rebelado contra la presunción del teniente y la estupidez de su consocio.
Felizmente, D’Artagnan no era hombre para oír chismes que se divulgasen en derredor suyo, ni los comentarios que se hiciesen sobre su persona, pues había adoptado esta divisa: Hagamos y callemos; Planchet, por su parte, había prohijado ésta: Ruede la bola y no digamos nada. De aquí resultaba que, según la costumbre de todos los talentos superiores, estos dos hombres se congratulaban intrapectus de tener razón contra todo el mundo.
Para empezar, D’Artagnan se puso en camino con el tiempo más hermoso del mundo, sin nubes en el cielo; sin nubes en el alma, alegre y fuerte, tranquilo y decidido, lleno de resolución, y por tanto llevando consigo una dosis décuple de ese fluido poderoso que los sacudimientos del alma hacen saltar de los nervios y dan a la máquina humana una fuerza e influencia, de la cual, según todas las probabilidades, los siglos futuros podrán darse más cuenta, aritméticamente considerada, que la que nos damos en el día. Así, pues tomó, como en tiempos pasados, el camino fecundo en aventuras que le había conducido a Boulogne, y que recorría por cuarta vez. Al mismo tiempo que caminaba, casi pudo reconocer las huellas de sus pasos sobre las puertas de las posadas; su memoria, siempre viva, resucitaba ahora aquella juventud que, treinta años después, no había desmentido ni su gran corazón ni su puño de acero.
¡Qué naturaleza tan rica la de ese hombre! Tenía todas las pasiones, todos los defectos, todas las debilidades, pero el espíritu de contradicción familiar a su inteligencia, cambiaba todas esas imperfecciones en cualidades correspondientes. D’Artagnan, gracias a su imaginación, errante sin cesar, tenía miedo a una sombra, y avergonzado de haber tenido miedo, marchaba hacia ella, y entonces; hacíase extraordinario por su bravura, si el peligro era real. Así es que todo era emociones en él. Amaba mucho la sociedad de otro, pero jamás se fastidiaba de la suya, y más de una vez, si se hubiera podido estudiarlo cuando permanecía solo, se le habría visto reírse de cuentecillos que se refería a sí propio, o de, imágenes burlonas que se creaba, justamente cinco minutos antes del momento en que debía comenzar el fastidio.
Esta vez quizá no estuvo D’Artagnan tan jovial como si hubiera tenido la perspectiva de encontrar buenos amigos en Calais, en lugar de los diez genízaros que hallaría; pero, sin embargo, la tristeza no le visito más que una vez por jornada, de modo que fueron cinco visitas poco más o menos las que recibió de esta sombría deidad antes de vislumbrar el mar de Boulogne; además, las visitas fueron breves.
Pero una vez aquí, D’Artagnan se sintió cerca de la acción y desapareció todo sentimiento, a excepción de la confianza. De Boulogne siguió la costa hasta Calais.
Calais era la cita general, habiendo indicado a cada uno de sus enganchados la hostería Él Gran Monarca, donde la vida no era cara, donde los marineros condimentaban su rancho, y donde los hombres de armas encontraban cama, mesa, comida, y todas las dulzuras de la vida por treinta sueldos diarios.
D’Artagnan proponíase encontrarlos en flagrante delito de vida errante, y juzgar por la primera apariencias, debía contar con ellos como buenos compañeros.
A las cuatro y media de aquella misma tarde llegó a Calais, y se encaminó a la hostería El Gran Monarca.