Capítulo XXSe forma sociedad en «El pilón de oro» para explotar la idea del señor D’Artagnan

Después de un instante de silencio, durante el cual D’Artagnan pareció recoger, no una, sino todas sus ideas, dijo.

—Es imposible, amigo Planchet, que no hayas oído hablar de Su Majestad Carlos I, rey de Inglaterra.

—Sí, señor, y recuerdo que vos fuisteis a Francia para ayudarle, faltando poco para que os arrastrase en su caída.

—Veo que tienes buena memoria.

—Por mala que la tuviese no lo hubiera olvidado. Cuando Grimaud, que, como sabéis, no habla nunca, se decide a relatar cómo cayó la cabeza del rey Carlos, cómo navegasteis la mitad de la noche en un barco lleno de pólvora, y cómo apareció sobre las aguas el cadáver de Mordaunt, con un puñal clavado en el pecho, no es cosa de olvidarlo.

—Sin embargo, hay algunos que lo olvidan.

—No se lo habrán oído referir a Grimaud.

—Pues bien, ya que te acuerdas, tanto mejor, así no tendré que recordarte sino que Carlos I tenía un hijo.

—Dos; sin que esto sea contradeciros —replicó Planchet— porque, yo he visto en París al segundo, al señor duque de York; un día que iba al palacio real, y me dijeron quién era. Respecto al primogénito, sólo le conozco de nombre.

—A ese hijo primogénito; que antes se llamaba el príncipe de Gales; y ahora Carlos II, rey de Inglaterra es al que vamos a parar.

—Rey sin reino; señor —dijo Planchet.

—Justamente, y puedes añadir, príncipe desdichado, más desgraciado que un hombre del pueblo, perdido en el barrio más miserable de París.

Planchet hizo un gesto, lleno de esa compasión indiferente que se concede a los extraños.

Por otra parte, no veía en aquella disertación, político sentimental, ningún indicio de la idea mercantil de D’Artagnan, y ésta era la que preocupaba a Planchet. El mosquetero, habituado a conocer los hombres y las cosas; comprendió a su antiguo criado.

—Prosigamos nuestro, asunto —dijo—. Ese joven príncipe de Gales, monarca sin reino, como tú dices muy bien, me ha interesado mucho. Le he visto mendigar el auxilio de Mazarino, que es un pícaro, y el de Luis XIV, que es un niño, y me ha parecido a mí; que conozco bien estas cosas, que su mirada inteligente y la nobleza de su aspecto, eran dignas de un hombre de corazón y de un rey.

Planchet aprobó tácitamente; pero sin traslucir adónde iba a parar su amo, que prosiguió.

—Mira, pues, el razonamiento que he hecho y fíjate bien, porque llegamos a la conclusión.

—Estoy atento.

—Los reyes no abundan tanto en la tierra que los pueblos los encuentren dondequiera que los necesitan. Así es que a mi juicio, ese rey sin reino es una semilla reservada que debe florecer en una estación cualquiera; siempre que una mano diestra y vigorosa la siembre como es debido, escogiendo el suelo, el cielo y el tiempo.

Planchet, sin comprender, asentía con la cabeza.

—¡Pobre semilla de rey! dije para mí —continuó D’Artagnan—. Y como estaba enternecido, temí pensar alguna necedad, y por eso he querido consultarte.

Planchet se puso encarnado de orgullo y de placer.

—¡Pobre semilla de rey! Yo te recojo y voy a sembrarte en buen terreno.

—¡Ay, Dios santo! —dijo Planchet, mirando fijamente a su amo como si dudase del estado de su razón.

—¿Qué hay? —preguntó D’Artagnan—. ¿Qué te sucede?

—Nada.

—Como has dicho: «¡Ay, Dios santo!».

—Sí…

—¿Ibas ya comprendiendo?

—Declaro; señor, que tengo miedo…

—¿De comprender?

—Sí.

—De comprender que yo quiero volver a su trono al rey Carlos II.

Planchet dio un salto en la silla.

—¡Ah! —dijo admirado—. ¿Eso es lo que llamáis una restauración?

—Así se llama.

—Sin duda, ¿habéis reflexionado…?

—¿En qué?

—En lo que hay allá.

—¿Dónde?

—En Inglaterra.

—¿Y qué hay?

—En primer lugar, señor, os pido perdón si me mezclo en estas cosas que no tienen nada que ver con mi comercio; pero, puesto que me proponéis un negocio… ¿No es así?

—Magnífico, Planchet.

—Entonces, tengo derecho a discutirlo.

—Discute.

—Pues bien, con vuestro permiso, os manifestaré que allí hay, primero los Parlamentos.

—Bien.

—Después, el ejército.

—¿Qué más?

—La nación.

—¿Has terminado?

—La nación que ha consentido la caída y la muerte del rey difunto, padre de Carlos II. Esto no puede negarse.

—Discurres como un necio, amigo Planchet —dijo D’Artagnan—. La nación… la nación está cansada de esos señores que llevan nombres bárbaros y cantan salmos. Cantar por cantar, he observado que las naciones prefieren cualquier cosa al canto llano. Acuérdate de la Fronda. ¿Se cantaba, entonces? Pues aquéllos eran los buenos tiempos.

—No tanto; estuve a punto de ser ahorcado.

—Pero no lo has sido.

—Es verdad.

—Y de entonces data tu fortuna.

—Efectivamente.

—Luego no tienes nada que decir.

—Sí; vuelvo al ejército y a los Parlamentos.

—He dicho que tomaba prestadas veinte mil libras al señor Planchet, y que, yo ponía otras veinte mil por mi parte con esas cuarenta mil libras levanto un ejército.

Planchet juntó las manos, veía serio a D’Artagnan y creyó de buena fe que había perdido el juicio.

—¡Un ejército! ¡Ah, señor! —exclamó con su sonrisa más graciosa por miedo de irritar a aquel loco y ponerle furioso. Un ejército… ¿de cuántos hombres?

—De cuarenta.

—Cuarenta contra cuarenta mil, son pocos. Vos sólo valéis por mil hombres, señor de D’Artagnan, lo sé muy bien; pero ¿dónde encontraréis otros treinta y nueve hombres que valgan tanto como vos? O en caso de encontrarlos, ¿quién os proporcionará dinero para pagarles?

—Malo, Planchet. ¡Ah! Te haces cortesano.

—No, señor, digo lo que siento, y por eso precisamente digo que tengo miedo de la primera batalla campal que deis con vuestros cuarenta hombres.

—Así es que no daré batallas campales, amigo Planchet —dijo el gascón riéndose. Tenemos muy bellos ejemplos en la antigüedad de retiradas y de marchas sabias, que consistían en evitar al enemigo en lugar de esperarle. Tú debes de saber esto, Planchet, tú que has mandado a los parisienses el día que debieron batirse contra los mosqueteros, y que tan bien calculaste las marchas y contramarchas, que no abandonaste la Plaza Real.

Planchet echóse a reír.

—De seguro —respondió—, que si vuestros cuarenta hombres se ocultan siempre y no son torpes, pueden esperar no ser batidos; pero, en fin, os proponéis algún resultado.

—¿Puedes dudarlo? Atiende cuál es, según mi parecer, el procedimiento que debe emplearse para restaurar prontamente en su trono a Su Majestad Carlos II.

—¡Bueno! —contestó Planchet redoblando su atención—. Veamos ese procedimiento; pero antes creo que olvidamos algo.

—¿Qué?

—Hemos puesto aparte la nación, que quiere mejor cantar cualquier cosa antes que salmos, y el ejército que no combatiremos; pero quedan los Parlamentos que no cantan nada.

—Y que tampoco se baten. ¿Cómo, Planchet, un hombre cómo tú, se apura por una caterva de parlanchines que se llaman rabadillas y descarnados? Los Parlamentos no me apesadumbran, Planchet.

—Puesto que no os apesadumbran, señor, pasemos a otro asunto.

—Sí, y llegaremos al resultado. ¿Te acuerdas de Cromwell, Planchet?

—Mucho he oído hablar de él, señor.

—Era un guerrero astuto:

—Y un terrible comilón, principalmente.

—¿Cómo es eso?

—Sí, de un solo golpe se ha tragado a Inglaterra.

—Pues bien, Planchet, si la víspera del día en que se tragó a Inglaterra, alguno se hubiese tragado al señor Cromwell.

—¡Oh! Señor, uno de los primeros axiomas de las matemáticas es que el continente debe ser mayor que el contenido.

—¡Bien! Ese es nuestro negocio, Planchet.

—Pero el señor Cromwell ha muerto, y su continente es ahora la tumba.

—Amigo Planchet, veo con gusto que no sólo te has hecho matemático; sino también filósofo.

—Señor, en mi comercio de especias utilizo mucho papel impreso, y eso me instruye.

—¡Muy bien! En ese caso sabrás, porque no habrás aprendido las matemáticas y la filosofía sin un poco de historia, que después de un Cromwell tan grande ha venido otro muy pequeño.

—Sí, éste llámase Ricardo, y ha hecho lo que vos, señor de D’Artagnan; ha presentado su dimisión.

—¡Bien! Después del grande que ha muerto; después del pequeño, que ha presentado su dimisión, ha venido un tercero se llama señor Monk, general muy hábil, aun cuando no se ha batido jamás, es un diplomático muy inteligente, aun cuando no ha hablado nunca, y aunque, antes de decir buenos días, lo medita doce horas y acaba por decir buenas noches; lo cual hace gritar: «¡milagro!», en atención a que acierta.

—Muy fuerte es eso, efectivamente —dijo Planchet—, pero yo conozco a otro hombre político que se parece mucho a ése.

—El señor Mazarino, ¿no es cierto?

—El mismo.

—Tienes razón, Planchet; sólo que Mazarino no aspira al trono de Francia, esto lo cambia todo, ¿no es cierto? Pues bien, ese señor Monk, que tiene frita a Inglaterra entera, y que abre ya la boca para tragársela; ese señor Monk, que dice a las gentes de Carlos II y a Carlos II mismo: Necio, vos…

—No conozco el inglés —dijo Planchet.

—Sí, pero yo lo sé —dijo D’Artagnan—. Necio significa: No os conozco. Este Señor Monk, el hombre importante de Inglaterra; cuando se la haya tragado…

—¿Qué? —prosiguió Planchet.

—¿Qué, amigo mío? Iré allá, y con mis cuarenta hombres lo robo, lo enfardo y lo traigo a Francia, donde dos partidos se presentan ante mis ojos.

—¡Y los míos! —repuso Planchet trasportado de entusiasmo—. Lo metemos en una jaula y lo enseñamos por dinero.

—Bueno, Planchet; ése que acabas de encontrar es un tercer partido, en el cual no había yo pensado.

—¿Lo consideráis bueno?

—Cierto que sí, pero creo mejores los míos.

—Entonces, veamos los vuestros. Primero lo pongo a rescate.

—¿En cuánto?

—Diantre, un hombre como éste bien vale cien, mil escudos.

—¡Oh! Sí.

—Ya ves; primero lo pongo a rescate por cien mil escudos.

—Qué bien…

—O bien, y lo que es mejor aún, lo entrego al rey Carlos, quien no teniendo ya ni general del ejército que temer, ni diplomático que enseñar, se restaurará por sí mismo, y una vez restaurado me dará los cien mil escudos consabidos. Esta es la idea que he tenido. ¿Qué te parece, Planchet?

—¡Magnífica, señor! —exclamó Planchet temblando de emoción—. ¿Y cómo se os ha ocurrido tal idea?

—Se me ocurrió cierta mañana a orillas del Loira, mientras Luis XIV, nuestro muy amado rey, lloriqueaba sobre las manos de la señorita Mancini.

—Señor, os aseguro que la idea es admirable. Pero…

—¡Ah! ¿Tenemos un pero?

—Permitidme. Pero esa idea tiene algo de la piel de ese magnífico oso que debíamos vender, pero al cual es necesario coger vivo, así es, que, para pescar a Monk, habrá sarracina.

—Sin duda; pero yo levanto tu ejército.

—Sí, sí, comprendo, ¡diantre!, un golpe de mano. ¡Oh! Entonces, triunfaréis, señor, porque nadie os iguala en esas empresas.

—Tengo suerte en ellas, verdad es —dijo D’Artagnan, con orgullosa sencillez; ya comprendes que si para esto tuviese yo a mi querido Athos, a mi valiente Porthos y a mi astuto Aramis, el negocio estaba terminado, pero, según parece, se han perdido, y nadie sabe dónde encontrarlos. Daré, pues, el golpe yo solo. ¿Encuentras ahora el negocio ventajoso?

—¡Demasiado, demasiado!

—¿Por qué dices eso?

—Porque las buenas cosas no llegan nunca a ese punto.

—Esta es infalible, Planchet, y la prueba, es que yo me ocupo de ella. Para ti será un lucro bastante bonito, y para mí un golpe bastante interesante. Se dirá: «ved cuál fue la vejez del señor de D’Artagnan». Y tendré un lugar en las historias, y aun en la Historia, Planchet; estoy ansioso de gloria.

—Señor —repuso Planchet—; cuando pienso que es aquí, en mi casa, en medio de mi azúcar, de mis pasas y de mi canela, donde se madura ese proyecto gigantesco, me parece que mi tienda es un palacio.

—Ten cuidado, Planchet; si transpira el menor ruido, hay Bastilla para nosotros dos; ten cuidado, amigo mío, porque lo que fraguamos aquí es un complot; el señor Monk es aliado de Mazarino; ¡ten cuidado!

—Señor, cuando se ha tenido la honra de haberos pertenecido, no se tiene miedo, y cuando se tiene la ventaja de estar ligado a vos por intereses, se calla uno.

—Muy bien, eso es cosa tuya, más bien que mía, en atención a que en ocho días estaré ya en Inglaterra.

—Marchad, señor, cuanto antes mejor.

—¿Luego el dinero está corriente?

—Mañana lo estará; mañana lo recibiréis de mi mano. ¿Queréis oro o plata?

—Oro es más cómodo. Pero ¿cómo arreglaremos eso? Veamos. ¡Oh Dios mío!, de la manera más sencilla: me dais un recibo, y basta.

—No, en estás cosas es preciso orden.

—Esa es también mi opinión… pero tratando con vos, señor de D’Artagnan…

—¿Y si me muero allí? ¿Y si me mata una bala de mosquete? ¿Y si reviento por haber bebido cerveza?

—Señor, os suplico que me creáis que en tal caso estaré de tal suerte afligido con vuestra muerte, que no pensaré ni pizca en el dinero.

—Gracias, Planchet, pero esto no es del caso. Vamos, como dos pasantes de procurador, a redactar un convenio, una especie de nota, que podrá llamarse acta de sociedad.

—Con mucho gusto, señor.

—Bien sé que es difícil redactar eso, pero probaremos.

—Ensayemos.

Planchet fue por una pluma, tinta y papel.

D’Artagnan tomó la pluma, mojóla en la tinta, y escribió:

Entre el señor de D’Artagnan, ex teniente de mosqueteros de Su Majestad, habitante en la actualidad en la calle de Tiquetonne, hostería «La Cabrita», y el señor Planchet, habitante en la calle de los Lombardos, tienda «El Pilón de Oro».

Ha sido convenido lo que sigue:

«Se establece una sociedad con el capital de cuarenta mil libras con objeto de explotar una idea aportada por el señor de D’Artagnan. El señor Planchet, que conoce esta idea y que la aprueba absolutamente, pondrá veinte mil libras en manos del señor de D’Artagnan. Y no exigirá ni el reembolso ni el interés hasta que el señor de D’Artagnan regrese de un viaje que va a hacer a Inglaterra. El señor de D’Artagnan, por su parte, se compromete a poner veinte mil libras, que juntará a las otras veinte mil ya apartadas por el señor Planchet. Y usará de la mencionada suma cuarenta mil libras como mejor le parezca, comprometiéndose, sin embargo, a lo que sé anuncia a continuación. El día en que el señor de D’Artagnan haya restablecido por cualquier medio a Su Majestad el rey Carlos II en el trono de Inglaterra, pondrá en manos del señor Planchet la cantidad de…».

—La cantidad de ciento cincuenta mil libras —dijo ingenuamente Planchet, viendo que D’Artagnan se detenía.

—¡Ah; diablo! No —dijo D’Artagnan—, la partición no puede hacerse a medias, pues no sería justo.

—Sin embargo, señor, cada uno de nosotros pone la mitad —observó tímidamente Planchet.

—Sí, pero escucha la cláusula, Planchet, y si no la encuentras equitativa de todo punto, cuando esté escrita la borraremos.

Y D’Artagnan escribió:

«Sin embargo, como el señor D’Artagnan aporta a la sociedad, además del capital de veinte mil libras, su tiempo, su idea, su industria y su pellejo, cosas que aprecia mucho, sobre todo, esta última, tomará para sí de las trescientas mil libras, doscientas mil, con las que ascenderá su ganancia a las dos terceras partes».

—Muy bien —dijo Planchet.

—¿No es esto justo? —preguntó D’Artagnan.

—Absolutamente justo, señor.

—¿Estarás contento con cien mil libras?

—¡Diantre, ya lo creo! ¡Cien mil libras por veinte mil!

—Y en un mes; entiéndelo bien.

—Señor —dijo generosamente Planchet—, os doy seis semanas.

—Gracias —contestó cortés el mosquetero.

Después de lo cual, los dos socios volvieron a leer la escritura.

—Corriente, señor —dijo Planchet—, ni el difunto señor Coquenard, el primer esposo de la señora baronesa Du Vallon, lo hubiera hecho mejor.

—¿Es justo? Entonces, firmemos. Y ambos pusieron su firma. De esta manera —dijo D’Artagnan—, no quedaré obligado a nadie.

—Mas yo quedaré obligado a vos —dijo Planchet.

—No, amigo Planchet, porque puedo dejar por allá el pellejo, y todo lo perderías entonces… ¡A propósito, pardiez! Esto me hace pensar en lo principal: una cláusula indispensable. Voy a escribirla:

«Caso que el señor de D’Artagnan sucumbiese, en la empresa, la liquidación se da por hecha, y el señor Planchet, desde ahora, da carta de pago y finiquito, a la sombra del señor de D’Artagnan de las veinte mil libras aportadas por él a la susodicha sociedad».

Esta última cláusula hizo fruncir el entrecejo a Planchet, pero cuando vio la mirada brillante, la mano musculosa y los robustos lomos de su consocio, tomó ánimo, y sin sentimiento alguno añadió un rasgo a su firma. D’Artagnan hizo lo propio. Así fue redactada la primera escritura de sociedad conocida. Tal vez se ha abusado después un poco de la forma y, de la esencia.

—Ahora —observó Planchet llenando el último vaso de vino de Anjou a D’Artagnan—, marchaos a dormir, mi querido amo.

—No —repuso D’Artagnan—, porque ahora queda por hacer lo más difícil, y voy a pensar en ello.

—¡Bah! —dijo Planchet—. Tengo una confianza tan ilimitada en vos, señor de D’Artagnan, que no daría mis cien mil libras por noventa mil.

—Y el diablo me lleve —dijo D’Artagnan—, si no creo que tendríais razón.

Dicho esto, D’Artagnan tomó una luz, subió a su cuarto, y se acostó.