El teniente apeóse enfrente de una tienda de la calle de los Lombardos, que tenía por muestra El pilón de Oro. Un hombre de buen aspecto que llevaba un mandil blanco y acariciaba sus bigotes grises con una mano robusta, exhaló al verle un grito de alegría.
—¡Ah! ¿Caballero —dijo—, sois vos?
—Buenos días, Planchet —respondió D’Artagnan encorvándose para poder entrar.
—Pronto —gritó Planchet— uno de vosotros para el caballo del señor D’Artagnan, otro para arreglar su habitación, y otro para la comida.
—Gracias, Planchet, buenos días, muchachos —dijo D’Artagnan a los solícitos mozos.
—¿Me permitiréis que despache este café, esta miel y estas pasas cocidas? —preguntó Planchet. Son para el señor superintendente.
—Despacha pronto.
—Es cuestión de un instante y luego comemos.
—Procura que comamos solos —dijo D’Artagnan—; he de hablarte. Planchet miró a su antiguo amo de manera significativa.
—¡Oh! Tranquilízate, no se trata de nada desagradable —observó D’Artagnan.
—¡Tanto mejor!
Y Planchet respiró, mientras D’Artagnan se sentaba muy tranquilamente en la tienda sobre un fardo de mercancías y observaba el interior del establecimiento. La tienda estaba muy bien provista y en ella se respiraba un perfume de jengibre, canela y pimienta molida que hizo estornudar a D’Artagnan.
Los mozos, satisfechos de ver de cerca a un hombre de guerra tan famoso, a un teniente de mosqueteros que vivía al lado del rey, se pusieron a trabajar con ardor musitado y a servir a los parroquianos con un desdén que fue advertido por todos.
Planchet guardaba el dinero en el cajón y hacía sus cuentas, dirigiendo a la vez algunas palabras a su amo. Planchet hablaba poco con los compradores y les trataba con esa familiaridad altanera del vendedor rico, que sirve a todo el mundo, pero que no tiene consideración a nadie, lo cuál observó D’Artagnan, con placer que analizaremos más tarde. Vio poco a poco avanzar la noche, y al fin le condujo Planchet a una habitación del primer piso, donde les esperaba una mesa bien servida entre los sacos y las cajas.
D’Artagnan aprovechóse del momento de espera para considerar el rostro de Planchet, a quien no había visto hacía un año. El inteligente Planchet había echado vientre, pero no se le habían inflado los carrillos. Su penetrante mirada aún jugaba con facilidad en sus profundas órbitas, y la obesidad, que nivela todas las prominencias características del semblante humano, aún no había tocado ni a sus salientes pómulos, indicio de astucia, y de codicia, ni a su barba aguda, muestra infalible de finura y perseverancia. Planchet estaba con tanta majestad en su comedor como en su tienda; y presentó a su amo una comida frugal, mas toda parisiense; D’Artagnan encontró muy de su gusto que el abacero hubiera sacado de detrás de los haces de leña una botella de vino de Anjou, que durante toda su vida había sido su vino favorito.
—En otro tiempo, señor —dijo Planchet con sonrisa llena de honradez—, era yo quien se os bebía vuestro vino; ahora tengo el honor de que os bebáis el mío.
—Y gracias a Dios, amigo Planchet, lo beberé por mucho tiempo, según creo, porque al presente soy libre.
—¡Libre! ¿Estáis con licencia, señor?
—¡Ilimitada!
Planchet estupefacto preguntó.
—Sí, voy a descansar.
—¿Y el rey? —exclamó Planchet, que no podía creer que el rey pudiera pasarse sin los servicios de un hombre como D’Artagnan.
—El rey buscará fortuna en otra parte… Pero nosotros hemos comido bien, tú estás predispuesto a las ocurrencias, y me excitas para que te haga confianzas; abre, pues los oídos.
—Abro.
Y Planchet, con cierta sonrisa, más franca que maligna, destapó una botella de vino blanco.
—Déjame sólo con mi razón.
—¡Oh! Cuando perdáis la cabeza, señor…
—Ahora, mi cabeza es mía, y pretendo llevarla mejor que nunca. Hablemos primero de finanzas… ¿Cómo va nuestro dinero?
—A las mil maravillas, señor. Las veinte mil libras que de vos he recibido, siguen dedicadas a mi comercio, donde producen un nueve por ciento. Os doy siete y gano dos.
—¿Y continúas contento?
—Encantado. ¿Me traéis más?
—Algo mejor… Pero ¿necesitas de ellas?
—¡Oh! Nada de eso. Ahora, todos me quieren confiar; extiendo mis negocios.
—Ese era tu proyecto.
—Hago algo de banca… compro mercancías a mis cofrades necesitados, y presto dinero a los que se ven apurados para los desembolsos.
—¿Sin usura…?
—¡Ah! Señor, la semana pasada he tenido dos citas en el Boulevard por causa de esa palabra que acabáis de pronunciar.
—¿Cómo?
—Vais a ver: tratábase de un préstamo… El deudor me dio en prenda algún azúcar terciado con la condición de que lo vendería, si el reembolso no se verificaba en determinada época: Yo presto mil libras, él no las paga, yo vendo el azúcar en mil trescientas libras, él lo sabe y reclama cien escudos. Claro que los niego, pretextando que no había podido venderlo sino en novecientas libras. Díjome que yo era un usurero, y yo le supliqué que me repitiese esa palabra detrás del Boulevard. El hombre era un antiguo guardia, fue y le pasé con vuestro acero el muslo izquierdo.
—¡Pardiez, qué banca! —dijo D’Artagnan.
—Por encima de un trece por ciento me bato —replicó Planchet—; es mi carácter.
—No tomes más de doce —dijo D’Artagnan—, y llama a lo restante prima y corretaje.
—Tenéis razón, señor. ¿Y vuestro asunto?
—¡Ah! Planchet, es muy largo y difícil de narrar.
—Hablad, pues.
D’Artagnan acaricióse el bigote, como embarazado por la confidencia que tenía que hacer, y como desconfiando del confidente.
—¿Es una imposición de dinero? —dijo Planchet.
—¡Oh! Sí.
—¿Y de mucho producto?
—Un buen producto; cuatrocientos por ciento, Planchet.
Planchet dio un puñetazo en la mesa con tanta fuerza, que las botellas saltaron como si hubiesen sentido miedo.
—¡Dios! ¿Es posible…?
—Creo que dará más —dijo fríamente D’Artagnan—; pero, en fin, prefiero decir menos.
—¡Ah! ¡Diablo! —dijo Planchet aproximándose—. Pero, señor, ¡eso es seductor…! ¿Puede ponerse mucho dinero?
—Veinte mil libras cada uno, Planchet.
—Ese es todo vuestro interés, señor. ¿Y por cuánto tiempo?
—Por un mes.
—¿Y cuánto nos producirá?
—Cincuenta mil libras a cada uno; cuenta.
—¡Eso es monstruoso…! ¿Será preciso batirse bien por una ganancia como ésa?
—En efecto; no es cosa de batirse mal —dijo D’Artagnan con la misma tranquilidad—; pero esta vez, Planchet, somos dos, y yo recibo los golpes para mí solo.
—Señor, yo no consentiría.
—Planchet; tú no puedes estar allí, pues tendrías que dejar tu comercio.
—¿No se hace el negocio en París?
—No.
—¿En el extranjero?
—En Inglaterra.
—País de especulación, es verdad —dijo Planchet—. País que conozco mucho… ¿Qué clase de negocio es, señor?
—Una restauración.
—¿De monumentos?
—Sí, restauramos a White Hall.
—Eso es importante.
—¿Y suponéis que en un mes?
—Me encargo de ello.
—Entonces, no hay más que hablar; eso es cosa mía… No obstante, te consultaré con mucho gusto.
—Mucha honra es ésa; pero entiendo poco de arquitectura.
—Te equivocas… Eres un buen arquitecto, tan bueno como yo; para el asunto de que se trata.
—Gracias.
—Confieso que he intentado ofrecer el negocio a esos señores; pero no estaban en sus casas. Esto me ha contrariado, porque no hay nadie, ni más atrevidos, ni más resueltos.
—¿Conque la cosa es grave?
—¡Oh! Sí, Planchet, sí…
—Ardo por conocer detalles, señor.
—Cierra las puertas.
Planchet las cerró con doble vuelta.
—Y abre la ventana —añadió D’Artagnan—, para que el ruido de los carros y transeúntes ensordezca al que intente escucharnos.
Hecho lo cual, D’Artagnan bebió del vaso de vino, y dijo:
—Planchet, tengo una idea.
—¡Oh! Señor, qué bien, os conozco en esto —respondió el abacero con gran emoción.