Capítulo XVIIID’Artagnan busca a Porthos y sólo haya a Mosquetón

Cuando D’Artagnan estuvo bastante persuadido de que la ausencia del señor vicario general era positiva, y de que no podía encontrar a su amigo ni en Melun ni en sus cercanías, dejó a Bazin sin disgusto, dirigió una ojeada burlesca al magnífico castillo de Vaux, que comenzaba a brillar con aquel esplendor que causó su ruina, y pellizcándose los labios como quien está lleno de desconfianza y de sospechas, aguijoneó a su caballo pío diciendo:

—Vamos, vamos, no es aquí, si no en Pierrefonds, donde encontraré el hombre mejor y el mejor cofre. No necesito más que esto, puesto que ya tengo la idea.

Haremos gracia al lector de los incidentes prosaicos del viaje de D’Artagnan, que llegó a Pierrefonds en la mañana del tercer día. D’Artagnan llegaba por el camino de Nanteuil-le-Hardouin y Crécy, y divisó desde lejos el castillo de Luis de Orléans que, convertido en propiedad de la Corona, estaba guardado por un anciano conserje. Era una de esas grandiosas fortalezas de la Edad Media, con murallas de veinte pies de espesor y torres de cien pies de altura.

D’Artagnan costeó esas murallas, midió con la vista sus torres y bajó al valle. Desde lejos dominaba el castillo de Porthos, situado a orillas de un inmenso estanque, y lindando con un hermoso bosque. Es el mismo que ya hemos tenido el gusto de describir a nuestros lectores, por lo cual nos contentaremos con indicarlo. Lo primero que distinguió D’Artagnan después de los hermosos árboles, el sol de mayo que doraba los verdes ribazos, y después de los magníficos arboles que se extendían hacia el Compiegne, fue una enorme caja con ruedas, conducida por dos lacayos y arrastrada por otros dos. En esta caja encontrábase una cosa inmensa, verde y dorada, que medía, conforme iba arrastrando, las risueñas alamedas del parque. Aquella cosa imprecisable no representaba absolutamente nada; desde muy cerca era un tonel cubierto de paño verde galoneado; desde mas cerca aún era un hombre extremadamente obeso, cuya extremidad inferior llenaba toda la caja; y todavía desde más cerca, este hombre era Mosquetón, Mosquetón, blanco de cabellos y rojo de cara, como Pulcinella.

—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan—. ¡Este es el señor Mosquetón!

—¡Ah…! —gritó el hombre gordo—. ¡Ah! ¡Qué suerte! ¡Qué alegría! ¡El señor de D’Artagnan…! ¡Parad, tunos!

Estas últimas palabras iban dirigidas a los lacayos que le conducían.

La caja paró, y los lacayos, con precisión puramente militar, se quitaron a un tiempo sus sombreros galoneados y se alinearon detrás de la caja.

—¡Oh, señor dé D’Artagnan! —exclamó Mosquetón—. ¡Que no pueda yo abrazaros, las rodillas! Pero, como veis, me he vuelto impotente.

—¡Diantre! Amigo Mosquetón, es la edad.

—¡No, señor, no es la edad; son los achaques, las penas!

—¡Las penas, Mosquetón! —murmuró D’Artagnan dando vuelta a la caja—. ¿Estáis loco, querido amigo? A Dios gracias, os conserváis como una encina de trescientos años.

—¡Ah! Las piernas, señor, ¡las piernas! —dijo el buen servidor.

—¿Cómo las piernas?

—Sí, ya no quieren llevarme.

—¡Ingratas! Sin embargo, bien las alimentáis, Mosquetón, según parece.

—¡Ay, sí! Nada tienen que echarme en cara sobre ese punto —dijo Mosquetón con un suspiro—; siempre hice cuanto pude por mi cuerpo; no soy egoísta.

Y suspiró de nuevo.

—¡Es que Mosquetón desea también ser barón, y por eso suspira de esa suerte! —observó D’Artagnan.

—Dios santo —dijo Mosquetón substrayéndose a una distracción penosa—; Dios mío, ¡monseñor será muy feliz cuando vea que os habéis acordado de él!

—¡Buen Porthos! —dijo D’Artagnan—. ¡Ardo en deseos de abrazarlo!

—¡Oh! —dijo Mosquetón enternecido—: Yo se lo escribiré de seguro, señor.

—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan—. ¿Tú se lo escribirás?

—Hoy mismo, sin tardanza.

—Luego, ¿no está aquí?

—No, señor.

—Pero ¿se halla cerca o lejos?

—¿Lo sé yo, señor? —dijo Mosquetón.

—¡Diantre! —exclamó el mosquetero, dando una patada—: ¡Estoy de desgracia! ¡Porthos tan casero!

—No hay hombre más sedentario que monseñor, raro…

—Pero ¿qué?

—Cuando os acosa un amigo… ¡Un amigo! sin duda; ése digno señor de Herblay.

—¿Es Aramis quien ha inducido a Porthos?

—He aquí cómo ha pasado la cosa, señor de D’Artagnan: el señor de Herblay escribió a monseñor…

—¿Es cierto?

—¡Una carta, señor, una carta tan apremiante, que todo lo ha puesto aquí a sangre y fuego!

—Relátame eso, querido amigo —dijo D’Artagnan—, pero primero haz que se retiren un poco estos señores.

Mosquetón pronunció un «¡largo, tunantes!» tan fuerte, que hubiera bastado el soplo, sin las palabras, para hacer evaporar a los cuatro lacayos. D’Artagnan se sentó sobre las parihuelas y abrió los oídos.

Mosquetón prosiguió:

—Monseñor recibió, pues, una carta del señor vicario general Herblay, hará unos ocho o nueve días, el día de los placeres campestres; sí, esto es, el miércoles.

—¿Cómo es eso? —dijo D’Artagnan. ¿El día de los placeres campestres?

—Sí, señor, tenemos tantos placeres de que gozar en este delicioso país, que nos vemos abrumados con ellos, y tanto, que nos han obligado a distribuirlos.

—¡Cómo! Reconozco el orden de Porthos! No se me hubiese ocurrido a mí esa idea; verdad es que yo no estoy abrumado de placeres.

—Nosotros lo estamos —repuso Mosquetón.

—¿Y cómo habéis arreglado eso? —Sepamos preguntó D’Artagnan.

—Es cosa un poco larga, señor.

—No importa, porque tenemos tiempo; además, habláis tan bien, mi querido. Mosquetón, que verdaderamente es un placer escucharos.

—Es cierto —dijo Mosquetón con gesto de satisfacción, originado evidentemente por la justicia que se le hacía—; verdad es, que he alcanzado grandes progresos en compañía de monseñor.

—Aguardo esa distribución de placeres, Mosquetón, y con impaciencia quiero saber si he llegado en buen día.

—¡Oh! Señor de D’Artagnan —dijo tristemente Mosquetón—, desde que monseñor se ha marchado; volaron todos los placeres.

—Pues bien, amigo Mosquetón, reunid vuestros recuerdos.

—¿Por qué día queréis que comencemos?

—¡Diantre! comienza por el domingo, que es día del Señor.

—¿El domingo?

—Sí.

—Domingo, gozos religiosos: monseñor va a misa; reparte el pan bendito y manda a su limosnero que le lea discursos e instrucciones.

Esto no es muy divertido, mas estamos aguardando un fraile carmelita de París que desbancará a nuestro limosnero, y que habla muy bien; según dicen; él nos despertará, porque el actual limosnero siempre nos duerme. Lunes, placeres mundanos.

—¡Ah, ah! —dijo D’Artagnan—. ¿Cómo entiendes eso, Mosquetón? Veamos esos placeres mundanos, veamos.

—Señor, el lunes estamos en el mundo; recibimos, pagamos visitas, se toca el laúd, se baila, se hacen versos con pie forzado, y finalmente se quema un poco de incienso en honor de las damas.

—¡Diablo! Ésta es la suprema galantería —dijo el mosquetero; que tuvo necesidad de llamar en su ayuda todo el vigor de sus músculos mastoides para comprimir unas enormes ganas de reír.

—Martes, placeres sabios.

—Bien —dijo D’Artagnan—. ¿Y cuáles son? Referídmelos, querido Mosquetón.

—Monseñor ha comprado una esfera que ya os enseñaré; y que llena todo el perímetro de la torre grande, menos una galería que ha hecho edificar por encima de la esfera. Ésta tiene unos hilos de latón a los cuales están pegados el sol y la luna, todo esto da vueltas y es muy bonito. Monseñor me enseña los mares y las tierras lejanas, a los cuales no pensamos ir jamás. Es algo lleno de interés.

—Lleno de interés, eso es —repitió D’Artagnan. ¿Y el miércoles?

—Placeres campestres; ya he tenido el honor de manifestároslo caballero: nos entretenemos en mirar los carneros y las cabras de monseñor; hacemos bailar a las pastoras con zampoñas y gaitas, como está escrito en un libro que monseñor posee en su biblioteca y que se llama Églogas. Su autor ha muerto hace poco más de un mes.

—¿Quizá él señor Racan? —dijo D’Artagnan.

—Eso es, el señor Racan. Mas, no es esto sólo. Pescamos con caña en el canalillo, y después, comemos coronados de flores. Éste es el miércoles.

—¡Diantre! —dijo D’Artagnan—. No está mal repartido el miércoles. Y el jueves, ¿qué queda para ese pobre jueves?

—No es tan desgraciado, señor —dijo Mosquetón sonriendo—. El jueves, placeres olímpicos. ¡Ah! ¡Señor, esto es magnífico! Hacemos venir a los vasallos jóvenes de monseñor; y hacemos que arrojen el disco, luchen y corran: Monseñor arroja el disco como nadie. Y cuando aplica un puñetazo, ¡oh qué desgracia!

—¡Cómo qué desgracia!

—Sí, señor; ha sido preciso renunciar a la lucha del cesto. Monseñor abría cabezas, rompía quijadas y hundía pechos. Este juego es encantador, pero nadie deseaba jugar con él.

—Conque el puño…

—¡Oh! Señor, más sólido que nunca. Monseñor flojea un poco de las piernas, él mismo lo conoce; pero todo se le ha refugiado en los brazos, de modo que…

—De modo que tumba a los bueyes como en otro tiempo.

—Más todavía que eso, señor, derriba los muros. Últimamente, después de haber comido en casa de uno de sus arrendadores (ya sabéis cuán popular y bueno es monseñor), después de comer, digo, gastó la broma de dar un puñetazo en la pared; ésta se abrió, el techo derrumbóse, y hubo tres hombres y una vieja asfixiados.

—¡Buen Dios! Mosquetón, ¿y tu amo?

—¡Oh! Monseñor tuvo la cabeza un poco desollada, pero le lavamos con agua que nos dan los frailes.

—¿Mas en el puño nada?

—Nada, nada.

—¡Malditos los placeres olímpicos!

—Deben costar demasiado caros, porque al fin las viudas y los huérfanos…

—Se les da una pensión, señor; la décima parte de las rentas de monseñor están afectas a esto.

—Pasemos al viernes —dijo D’Artagnan.

—El viernes; placeres nobles y guerreros. Cazamos, tiramos a las armas, levantamos halcones y domamos caballos. El sábado, por fin, es día de placeres espirituales; enriquecemos nuestra inteligencia, miramos los cuadros y las estatuas de monseñor, y aun escribimos y trazamos planos. También disparamos los cañones de Su Excelencia.

—¡Trazáis planos! ¡Disparáis cañones!

—Sí, señor.

—Amigo mío —dijo D’Artagnan—, el señor Du Vallon posee el talento más delicado y amable que yo conozca pero creo que habéis olvidado una clase de placeres.

—¿Cuáles son? —preguntó Mosquetón con ansiedad.

—Los placeres materiales.

Mosquetón ruborizóse.

—¿Qué entendéis por eso, señor? —preguntó bajando los ojos.

—Entiendo la mesa, el buen vino y la noche ocupada en evoluciones de botellas.

—¡Ah! Señor, esos placeres no se cuentan, pues los practicamos todos los días.

—Perdóname, valiente Mosquetón —repuso D’Artagnan—, pero de tal modo he estado absorto con los encantos de tu relato, que he olvidado el fin principal de nuestra conversación, esto es, saber lo que el señor vicario general Herblay ha podido escribir a tu amo.

—Es cierto, señor —dijo Mosquetón—; los placeres nos han distraído. Pues, bien, he aquí la cosa en realidad.

—Ya escucho, amigo Mosquetón.

—El miércoles…

—¿El día de los placeres campestres?

—Sí, Llega una carta y la recibe de mis manos. Yo había conocido la letra.

—¿Y qué?

—Monseñor la leyó, y exclamó: «¡Pronto, mis caballos, mis armas!».

—¡Ay, Dios mío! —dijo D’Artagnan—. ¿Algún duelo aún?

—No, señor, sólo decía estas palabras: «Querido Porthos; en marcha al instante si queréis llegar antes del equinoccio. Os espero».

—¡Pardiez! —dijo D’Artagnan pensativo—. La cosa era urgente, a lo que parece.

—Ya lo creo. De suerte —continuó Mosquetón— que monseñor salió aquel mismo día con su secretario para procurar llegar a tiempo.

—¿Y habrá llegado a tiempo?

—Así lo espero. Monseñor, que a veces jura como sabéis, repetía sin cesar: «¡Trueno de Dios! ¿Quién es ese demonio de equinoccio? No importa; será necesario, que el tuno vaya muy bien montado si llega antes que yo».

—¿Y supones tú que Porthos llegará primero? —preguntó D’Artagnan.

—Estoy seguro de ello. Ese equinoccio, por rico que sea, no tiene ciertamente tan buenos caballos como monseñor.

D’Artagnan contuvo las ganas de reír; porque la brevedad de la carta de Aramis le daba mucho que pensar. Siguió a Mosquetón, o mejor dicho al carricoche de Mosquetón hasta el castillo, y se sentó a una mesa suntuosa, donde se le hicieron honores como a un rey. Pero nada más pudo sacar de Mosquetón: el fiel servidor lloraba a sus anchas, y ahí acababa todo.

D’Artagnan, después de haber pasado la noche en una cama excelente, pensó mucho en el sentido de la carta de Aramis, inquietándose por las relaciones del equinoccio con los asuntos de Porthos, pues no comprendía nada a no ser que se tratase de algún amorío del obispo, que tuviera necesidad de que los días fuesen iguales a las noches. D’Artagnan salió de Pierrefonds como había salido de Melun y de la casa del conde de la Fère; pero no sin una tristeza que en buena ley pudiera pasar por uno de los más negros humores de D’Artagnan. Con la cabeza inclinada y la mirada fija dejaba colgar sus piernas a los flancos del caballo, y murmuraba para sí con aquella vaga distracción que alguna vez se remonta a la más sublime elocuencia.

—¡Ya no tengo amigos, ni porvenir, ni nada! ¡Mis fuerzas se han roto como el lazo de nuestra amistad pasada! ¡Ah! La vejez llega fría, inexorable, y envuelve en su fúnebre crespón todo lo que brillaba, todo lo que embalsamaba mi juventud; después pone este grato peso sobre sus hombros, y lo lleva con todo lo demás a ese golfo insondado de la muerte.

Un frío estremecimiento oprimió el corazón del gascón, tan valiente y fuerte contra todas las desgracias de la vida, y por espacio de algunos momentos las nubes le parecieron negruzcas y la, tierra resbaladiza y helada como la de un cementerio.

—¿Dónde voy? —se preguntó—. ¿Qué quiero hacer…? Sólo… absolutamente solo, sin familia, sin amigos… ¡Bah! de pronto.

Y espoleó a su caballo, que partió al galope, caminando así más de dos leguas.

—A París —dijo D’Artagnan.

Y al día siguiente llegó a París. Había empleado en el viaje diez días.