Capítulo XVIIBúscase a Aramis y sólo se encuentra a Bazin

No habían pasado dos horas desde la marcha del amo de la casa; quien a la vista de Blaisois había tomado el camino de París cuando un jinete montado en un buen caballo pío paróse delante de la verja, y un ¡hola! sonoro llamó a los palafreneros que aún hacían corro con los jardineros alrededor de Blaisois, historiador ordinario de la gente de librea del castillo. Este ¡hola!, conocido, indudablemente, de maese Blaisois, le hizo volver la cabeza, y exclamar:

—¡Señor de D’Artagnan…! ¡Corred pronto vosotros, y abridle la puerta!

Un grupo de ocho mocetones corrió a la verja, la cual fue abierta como si hubiera sido de plumas, y todos se deshacían en cumplimientos porque sabían la acogida que el amo solía hacer a este amigo.

—¡Ah! —dijo sonriente D’Artagnan, que se balanceaba sobre el estribo para saltar en tierra—. ¿Dónde está ese querido conde?

—¡Ay, señor, cuánta es vuestra desgracia —exclamó Blaisois—, y cuál será también la pena del señor conde, nuestro amo, cuando sepa vuestra llegada! Por una casualidad, acaba de marchar hace dos horas.

D’Artagnan no se apuró por tan poca cosa.

—Bueno —dijo—, veo que siempre hablas con la mayor corrección del mundo; vaya, me darás una lección de gramática y de buen lenguaje; mientras espero el regreso de tu amo.

—Imposible, señor —dijo Blaisois—, tendríais que aguardar mucho tiempo.

—¿No volverá hoy?

—Ni mañana, señor, ni pasado mañana; el señor conde ha salido para hacer un viaje.

—¡Un viaje! —dijo D’Artagnan asombrado.

—¿Me cuentas un cuento?

—Señor, es la pura verdad. El conde me ha hecho el honor de confiarme la casa, añadiendo con su voz de autoridad y de dulzura: «Dirás que he ido a París».

—Entonces, bueno —exclamó D’Artagnan—, puesto que camina hacia París; ya tengo todo lo que deseaba saber; por allí debiste comenzar, tonto… ¿Lleva dos horas de delantera?

—Sí, señor.

—Pronto le habré alcanzado. ¿Va solo?

—No, señor.

—¿Quién va con él?

Un caballero a quien desconozco; un anciano y el señor Grimaud.

—Todos juntos no correrán tanto como yo… Me voy.

—¿Queréis escucharme un momento? —dijo Blaisois apoyándose blandamente en las riendas del caballo:

—Sí; procura ser breve.

—Pues bien, señor, esa palabra de París me parece una añagaza.

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. ¿Una añagaza?

—Sí, señor, y juraría que el señor conde no va a París.

—¿Qué te hace creer eso?

—Lo siguiente: el señor Grimaud sabe siempre dónde va nuestro amo, y me tenía prometido que la primera vez que fuera a París llevaría consigo algún dinero para mi mujer.

—¡Ah! ¿Tienes mujer?

—Tenía una de esta tierra; pero el amo la encontraba picotera y yo la he enviado a París; esto es incómodo a veces; pero muy agradable en otras.

—Entiendo, pero termina: ¿no crees que él conde vaya a París?

—No, señor, porque entonces el señor Grimaud hubiera faltado a su palabra, lo cual es imposible.

—Lo cual es imposible —repitió D’Artagnan, porque estaba convencido del todo—. Vaya, buen Blaisois, gracias.

Blaisois se inclinó.

—Vamos, tú sabes que no soy curioso… He de tratar precisamente con tu amo… No quieres por una palabrita siquiera… tú, que hablas tan bien, hacedme comprender. Una sílaba sola… y yo adivinaré lo demás.

—Mi palabra, señor, que no puedo… Ignoro el objeto del viaje de mi amo… En cuanto a escuchar por las puertas, es cosa que me repugna, y además está prohibido aquí.

—Amigo —dijo D’Artagnan—, mal principio es éste para mí; pero no importa. ¿Sabes al menos cuándo volverá el conde?

—Lo mismo, señor, que su destino.

—Vamos; Blaisois, investiga.

—¿Dudáis sin duda de mi sinceridad? ¡Ah! Me disgustáis mucho, señor.

—¡Lleve el diablo tu dorada lengua! —exclamó D’Artagnan—. ¡Más vale un palurdo con decir una sola palabra! ¡Adiós!

—Señor, tengo el honor de ofreceros mis respetos.

—¡Galopín! —murmuró D’Artagnan—. Sí, el tuno es insoportable. Echó la última ojeada a la casa, volvió bridas al caballo, y partió como hombre que nada tiene en su alma de enfadoso o embarazado.

Cuando llegó al extremo del muro, y cuando nadie podía verle.

—Vamos a cuentas —dijo respirando bruscamente—. ¿Athos se halla en casa…? No… Todos esos haraganes que he visto cruzados de brazos en el patio hubieran estado trabajando si el amo pudiera verlos. ¡Athos de viaje…! ¡Es incomprensible! ¡Bah! Esto es un misterio del diablo… Y luego, no… no es éste el hombre que necesito. No, necesito una inteligencia astuta y paciente. Mi asunto está en Melun, en cierta vicaría que yo conozco. ¡Cuarenta y cinco leguas! ¡Cuatro días y medio! Vamos, es necesario y soy libre. Traguemos la distancia.

Y puso su caballo al trote, dirigiéndose hacia París. Al cuarto día llegaba a Melun.

D’Artagnan tenía por costumbre no preguntar nunca a nadie el camino que debía llevar o sus señas. Para esta clase de datos, a menos de un error muy grave, se fiaba en su perspicacia nunca desmentida, en una experiencia de treinta años, y en una gran costumbre de leer en la fisonomía de las cosas lo mismo que en las de los hombres.

D’Artagnan encontró al instante la vicaría, casa encantadora, de yeso barnizado y ladrillos rojos, con cepas vírgenes que enredábanse a lo largo de unas estacas, y una cruz de piedra esculpida, clavada en la cúspide del tejado. De la sala baja de esta casa salía un ruido; o más bien un murmullo de voces, cómo el canto de los pajarillos cuando la nidada acaba de salir a luz. Una de estas voces pronunciaba distintamente las letras del alfabeto. Otra voz, estropajosa y aflautada a la vez, sermoneaba a los bulliciosos y corregía las faltas del lector.

D’Artagnan reconoció esta voz, y como estaba abierta la ventana de la sala baja, se inclinó sin desmontarse del caballo bajo los pámpanos y briznas doradas de la vid, y dijo:

—Bazin, querido Bazin, buenos días.

Un hombre de baja estatura, gordo, de aplastado rostro, con cráneo de cabellos grises, recortados en forma de tonsura, cubierta la cabeza con un solideo de terciopelo verde, se levantó en el instante en que oyó a D’Artagnan. No se levantó hablando más exactamente, sino saltó. Bazin saltó efectivamente, dejando caer la silla baja en que estaba sentado, a la cual quisieron levantar los chicos con más ruidosas y agitadas batallas que las de los griegos, cuando quisieron arrebatar a los troyanos el cuerpo de Patroclo; Bazin hizo más que saltar, puesto que dejó caer la cartilla y la palmeta que tenía en las manos.

—¡Vos! —dijo—: ¡Vos, señor de D’Artagnan!

—Sí, yo. ¿Dónde está Aramis…, el caballero de Herblay…; no, tampoco, el señor vicario general?

—¡Ah! Señor —dijo Bazin con dignidad—, monseñor está en su diócesis.

—¿Cómo? —exclamó D’Artagnan.

Bazin repitió su frase.

—¡Cómo es eso! ¿Aramis tiene diócesis?

—Sí, señor. ¿Cómo no?

—¿Luego es obispo?

—Pero ¿de dónde salís —dijo Bazin con bastante irreverencia—, que ignoráis esto?

—Amigo Bazin; nosotros, los paganos, nosotros, las gentes de armas, sabemos muy bien que un hombre sea coronel, general, o mariscal de Francia, pero que sea obispo, arzobispo o papa… ¡el demonio me lleve si la noticia llega a nosotros antes que las tres cuartas partes de la tierra hayan hecho su agosto de ella!

¡Chito! ¡Chito! —dijo Bazin con ojos tamaños—. No me echéis a perder a estos muchachos, a quienes trato de inculcar buenos principios.

Los niños, en efecto, habían hecho corto alrededor de D’Artagnan, admirando su caballo, su larga espada, sus espuelas y su aire marcial: Sobre todo, admiraban su robusta voz, de suerte que, cuando acentuó su peculiar juramento, toda la escuela gritó: «¡el demonio me lleve!», tal estrépito horrible de risas y pataleo que colmó de gusto al mosquetero e hizo perder la cabeza al viejo pedagogo.

—¡A callar! —gritó—. ¡Silencio, chiquillos! No habéis hecho más que llegar, señor de D’Artagnan, y todos mis buenos principios volaron… En fin, como de costumbre, siempre está el desorden con vos… ¡Babel ha parecido! ¡Ah! ¡Buen Dios! ¡Los endemoniados!

Y el digno Bazin aplicaba a derecha e izquierda cachetes que redoblaban los gritos de los escolares, haciéndoles variar de naturaleza.

—Por lo menos —dijo—, ya no pervertiréis aquí a nadie.

—¿Eso crees? —dijo D’Artagnan con sonrisa que produjo escalofrío en Bazin.

—Es capaz de ello —murmuró.

—¿Dónde está la diócesis de tu amo?

—Monseñor Renato es obispo de Vannes.

—¿Quién le ha hecho obispo?

—El señor superintendente, nuestro vecino.

—¿El señor Fouquet?

—Sí, señor.

—¿Por lo tanto, Aramis está bien con él?

—Monseñor predicaba todos los domingos en casa del señor superintendente en Vaux, y después charlaban juntos.

—¡Ah!

—Y Su Eminencia trabajaba muchas veces sus homilías, no, quiero decir, sus sermones, con el señor superintendente.

—¡Bah! Pues, qué, ¿predica en verso ese dignísimo obispo?

—¡Señor, no os moféis de las cosas religiosas, por el amor de Dios!

—Bueno, Bazin, bueno. De suerte que Aramis está en Vannes.

—En Vannes, en Bretaña.

—Eres un socarrón, Bazin: eso no es cierto.

—Señor, mirad: las habitaciones de la vicaría están vacías.

—Tienes razón —dijo D’Artagnan examinando la casa; cuyo aspecto anunciaba la soledad.

—Pero Su Eminencia ha debido escribiros su promoción.

—¿De cuándo data?

—De ha un mes.

—¡Oh! Entonces no hay tiempo perdido. Aramis puede no haber tenido aún necesidad de mí. Pero, veamos, Bazin, ¿por qué no has seguido a tu pastor?

—Señor, no puedo, tengo obligaciones.

—¿Tu alfabeto?

—Mis penitentes.

—¿Cómo? ¿Tú confiesas? ¿Eres tal vez sacerdote?

—Como lo decís. ¡Tengo tanta vocación!

—Pero ¿y las órdenes?

—¡Oh! —dijo Bazin con aplomo—. Ahora que Su Eminencia es obispo tendré al instante las órdenes; cuando menos las dispensas. Y se frotó las manos.

—Indudablemente —dijo para sí D’Artagnan—. No hay medio de sacar a esta gente de su tema. Hazme servir, Bazin.

—Al instante, señor.

—Un pollo, una taza de caldo y una botella de vino:

—Hoy es viernes, día de vigilia —observó Bazin.

—Yo tengo dispensa —dijo D’Artagnan.

Bazin lo miró con aire receloso.

—¡Hola! Señor camándulas, ¿por quién me tomas? —exclamó el mosquetero—. Si tú, que eres el criado, aguardas dispensas para cometer un crimen; ¿no tendré yo amigo del obispo, dispensa para comer según los deseos de mi estómago? Bazin sé bondadoso conmigo, o por Cristo que me quejo al rey y no confesarás jamás. Ya sabes que el nombramiento de los obispos corresponde al rey. Yo tengo al rey de mi parte, y soy el más fuerte.

Bazin sonrió hipócritamente.

—¡Oh! Pero nosotros tenemos a señor superintendente —dijo.

—¿Luego te burlas del rey? —le preguntó D’Artagnan.

—Nada —replicó Bazin.

Su sonrisa era bastante elocuente.

—Mi comida —dijo D’Artagnan—, que ya es tarde.

Bazin mandó al mayor de sus escolares que fuese a avisar a la cocinera. Entretanto observaba D’Artagnan la vicaría.

—¡Bah! —dijo desdeñosamente—. Monseñor alojaba aquí bastante a Su Ilustrísima.

—Tenemos el palacio de Vaux —dijo Bazin.

—Que vale tal vez tanto como el Louvre —replico D’Artagnan chanceándose.

—Que vale más —respondió Bazin con la mayor sangre fría del mundo.

—¡Ah! —murmuró D’Artagnan. Quizá iba a prolongar la discusión y a sostener la supremacía del Louvre, cuando advirtió que su caballo permanecía atado a los barrotes de una puerta.

—¡Pardiez! —dijo—. Haz que cuiden de mi caballo. Tu amo, el obispo, no tiene otro igual en su caballeriza.

Bazin echó una mirada oblicua al caballo y respondió:

—El superintendente le ha dado cuatro de sus cuadras; y uno solo de esos cuatro vale otros cuatro como el vuestro.

La sangre subió al rostro de D’Artagnan. Levantó la mano y contempló sobre la cabeza de Bazin el sitio en que iba a caer su puro. Pero pasó al instante su ira; la reflexión vino y se contentó con decir:

—¡Diantre! Bien he hecho en dejar el servicio del rey. Dime, Bazin, ¿cuántos mosqueteros tiene el superintendente?

—Con su dinero tendrá todos los del reino —contestó Bazin— cerrando el libro y despidiendo a los escolares a disciplinazos.

—¡Diantre, diantre! —dijo otra vez D’Artagnan.

Y como le anunciaron que estaba servida la mesa, siguió a la cocinera qué le introdujo en el comedor.

D’Artagnan se sentó a la mesa y atacó con valor al pollo.

—Creo —dijo hincando el diente en el ave que le habían servido y que visiblemente habían olvidado engrasar—, creo yo que he hecho real en no haber ido al momento en busca de la comida a casa de ese señor, pues a lo qué parece debe ser poderoso el tal superintendente. En verdad que no sabemos nada nosotros allá en la Corte, y los rayos del sol nos impiden divisar grandes estrellas que son también soles, aunque un poco más apartados de nuestra tierra; única diferencia que existe.

Como D’Artagnan gustaba mucho, por placer y por costumbre, de hacer charlas a la gente sobre las cosas que le interesaban, se despachó a su gusto con maese Bazin. Pero fuera del elogio fatigante e hiperbólico del señor superintendente de Hacienda, Bazin, que por su parte estaba prevenido, no contestó más que simplezas a la curiosidad de D’Artagnan; lo cual hizo que éste, de bastante mal humor, pidiese ir a acostarse en cuanto acabó de comer.

D’Artagnan fue introducido por Bazin en un aposento bastante mediano, donde encontró una cama bastante mala, pero el mosquetero no era delicado. Le habían dicho que Aramis se había llevado las llaves de su aposento; y como sabía que Aramis era hombre ordenado y que, generalmente; tenía muchas cosas que ocultar en su habitación, no le sorprendió nada la noticia. Así es que, aun cuando le hubiera parecido mucho más dura, atacó a la cama tan bravamente como había atacado al pollo, y como sentía tan buen sueño como buen apetito, no tardó en dormirse que el que gastara en chupar el último hueso del asado.

Desde que ya no prestaba servicio a nadie, D’Artagnan se había prometido tener el sueño tan pesado como ligero fue en otro tiempo; pero de tan buena fe, que aunque D’Artagnan quisiera cumplir con su promesa religiosamente, despertóse a media noche por el gran ruido de una carroza y de lacayos a caballo. Una iluminación repentina invadió las paredes de la sala, y saltó del lecho en camisa corriendo a la ventana.

—¿Será que regresa el rey por ventura? —pensó restregándose los ojos—. Porque a la verdad, esta comitiva sólo puede pertenecer a una persona real.

—¡Viva el señor superintendente! —prorrumpió, o más bien vociferó desde una ventana del piso baja, una voz que reconoció como la de Bazin, que al gritar agitaba con una mano un pañuelo y sostenía una lamparilla en la otra.

D’Artagnan divisó entonces una cosa, como una brillante forma humana, que se inclinaba en la portezuela de la carroza; al mismo tiempo, grandes carcajadas, de risa suscitada, sin duda, por la rara figura de Bazin; y que, salían del mismo carruaje, dejaban como un rastro de alegría por donde pasaba el séquito.

—Bien he debido conocer que no es ésta Su Majestad; no se ríe nadie de tan buena gana cuando el rey pasa.

—¡Eh, Bazin! —gritó a su vecino, que sacaba las tres cuartas partes del cuerpo fuera de la ventana para ver por más tiempo a la carroza—. ¡Es! ¿Qué es eso?

—Es el señor Fouquet —dijo Bazin con aire protector.

—¿Y toda esta gente?

—Es la corte del señor Fouquet.

—¡Oh! —dijo D’Artagnan—. ¿Qué pensaría el señor Mazarino, si oyese esto?

Y volvió a acostarse muy pensativo, preguntándose cómo era que Aramis fuera siempre protegido por el más poderoso del reino.

—¿Será que tiene más habilidad que yo, o que yo soy más tonto que él? ¡Bah!

Esta era la palabra con cuyo auxilio D’Artagnan, hecho un sabio, terminaba cada pensamiento y cada período de su estilo. En otro tiempo decía ¡pardiez!, lo cual era un espolazo; pero ahora, ya había madurado, y murmuraba ese ¡bah! filosófico que sirve de brida a todas las pasiones.