Capítulo XVIRemember!

Cierto jinete que pasaba rápidamente por el camino subiendo hacia Blois, de donde había salido una media hora antes, poco más o menos, cruzóse con los dos viajeros, saludándolos al pasar. Apenas puso el rey la atención en aquel joven, porque el tal jinete de que hablamos era un joven de veinticinco a veintiséis años, el cual volvíase de vez en cuando y hacía demostraciones de amistad a un hombre que estaba de pie ante la verja de una casa, bella, blanca y roja, esto es, de piedra y ladrillo y con el techo de pizarra, situada a la izquierda del camino que llevaba el príncipe.

Este hombre, viejo, alto y cenceño, de blancos cabellos (hablamos del que permanecía junto a la verja); este hombre correspondía a las señas que le hacía el joven, con otros signos de despedida, tan tiernos como los hubiese hecho un padre. El joven concluyó por desaparecer en el primer recodo del camino, adornado de hermosos árboles, y el viejo se disponía ya para volver a casa, cuando llamaron su atención los dos viajeros que pasaban entonces por enfrente de la verja.

Ya hemos dicho que el rey marchaba con la cabeza inclinada, los brazos caídos, y dejando ir al paso y casi a su capricho el caballo que montaba. Parry en pos de él y para dejarse penetrar mejor por la tibia influencia del sol, se había quitado el sombrero y paseaba sus miradas a derecha e izquierda del camino. Sus miradas topáronse con las de aquel viejo recostado en la verja, el cual, como si presenciase algún extraño espectáculo, prorrumpió en una exclamación y dio un paso hacia ambos viajeros.

Inmediatamente, pasaron los ojos desde Parry al rey, sobre el cual se fijaron un instante. Por rápido que fuese este examen, no dejó de reflejarse al momento y de manera visible en el semblante del anciano; porque apenas hubo reconocido al más joven de los viajero, juntó primero las manos con respetuosa sorpresa y, alzando el sombrero de su cabeza, saludó tan profundamente que hubiérase dicho que se arrodillaba.

Por muy distraído, o más bien, por muy sumido que fuese el rey en sus reflexiones, aquella demostración no pudo menos de extrañarle.

¡Deteniendo Carlos su caballo y volviéndose a Parry!

—Dios mío —murmuró Parry—, ¿quién es ese hombre que me saluda de ese modo? ¿Me conocerá por ventura?

Parry, muy emocionado y pálido, había conducido su caballo hacia la verja.

—¡Ah, señor! —dijo deteniéndose de repente a cinco o seis pasos de distancia del anciano que proseguía de rodillas—. Me veis así tan asombrado, porque me parece que reconozco a este buen hombre. ¡Ah, sí! Es el mismo. ¿Permite Vuestra Majestad que le hable? ¿Por qué no?

—¿Sois vos, señor Grimaud? —preguntó Parry.

—Sí, yo soy —dijo el anciano levantándose, mas sin perder nada de su referente actitud.

—Señor —dijo entonces Parry—, no me había engañado, este hombre es el servidor del conde de la Fère, si os acordáis, es aquel dignísimo caballero de quien tantas veces he hablado a Vuestra Majestad, y cuyo recuerdo debe haber quedado, no sólo en su memoria, sino también en su corazón.

—¿Es quien asistió al rey mi padre en sus últimos instantes? —preguntó Carlos.

Y se estremeció visiblemente a este recuerdo.

—Justamente, señor.

—¡Ah! —exclamó Carlos.

Y dirigiéndose enseguida a Grimaud, cuyos ojos, vivos e inteligentes, parecían buscar y adivinar su pensamiento, le preguntó:

—Amigo mío, vuestro amo el conde de la Fère, ¿habita en estas cercanías?

—Aquí —respondió Grimaud señalando con el brazo extendido hacia atrás la verja de la casa blanca y roja.

—¿Y está en casa ahora el señor conde?

—Al fondo, bajo los castaños.

—Parry —dijo el rey—, no quiero perder esta ocasión tan propicia para mí de dar las gracias al caballero a quien mi casa debe tan raro ejemplo de generosidad y de sacrificio. Tened mi caballo, amigo mío, os lo suplico.

Y, poniendo la brida en manos de Grimaud, entró el rey solo en casa de Athos, como un igual en casa de su igual. Carlos comprendió aquella explicación tan concisa de Grimaud: «al fondo, bajo los castaños»; dejó, pues, la casa a la izquierda, y marchó recto hacía la avenida designada. La cosa era fácil; la cima de aquellos grandes árboles, cubiertos de hojas y de flores, sobrepujaba a la de todos los demás.

Al llegar a los rombos, unas veces luminosos, y otras, sombríos, que manchaban el suelo de esta calle de árboles, conforme a los caprichos de sus bóvedas más o menos frondosas; el príncipe distinguió a un caballero que se paseaba con los brazos en la espalda y que parecía sumido en tranquila reflexión. Sin duda alguna Carlos habíase imaginado muchas veces cómo era aquel caballero, porque sin vacilar lo más mínimo se fue derecho a él. Al ruido de sus pasos, el conde de la Fère levantó la cabeza, y viendo un desconocido de aspecto noble y elegante que se acercaba, levantó su sombrero de la cabeza y aguardó. A los pocos pasos de distancia, Carlos II se quitó el suyo, y como para responder a la muda interrogación:

—Señor conde —dijo—, vengo a cumplir con vos un deber. Hace mucho tiempo que tengo que expresaros mi reconocimiento profundo. Yo soy Carlos II, hijo de Carlos Estuardo, que reinó en Inglaterra y murió en el cadalso.

Al oír este nombre ilustre, Athos sintió correr frío por sus venas; mas a la vista de aquel joven príncipe, de pie y descubierto en su presencia, dos lágrimas vinieron a turbar el límpido azul de sus hermosos ojos.

Inclinóse respetuosamente; pero el príncipe le tomó la mano.

—Mirad si soy desdichado, señor conde —dijo Carlos—; ha sido menester que la casualidad me acerque a vos. ¡Ay! En lugar de tener a mi lado a las personas a quienes amo, me veo reducido a conservar sus servicios en mi corazón, y sus nombres en mi memoria, de tal modo, que a no ser por vuestro criado, que ha reconocido al mío, hubiera pasado por delante de vuestra puerta como por delante de la de un extraño.

—Es verdad —dijo Athos contestando con la voz a la primera parte de la frase del príncipe y con un saludo a la segunda—; es verdad; malos días ha alcanzado Vuestra Majestad.

—Y los más malos, ¡ay! —respondió Carlos— están tal vez todavía por venir.

Esperemos; Majestad.

—¡Conde, conde! —continuó Carlos moviendo la cabeza—, he esperado hasta ayer noche, y os juro que esto era de buen cristiano.

Athos miró al rey como para preguntarle.

—La historia es fácil de contar —dijo Carlos II—; proscrito, despojado, desdeñado, me resolví, a pesar de todas mis repugnancias, a tentar por última vez la suerte. ¿No está escrito allá arriba que para nuestra familia toda ventura y desventura vendrá eternamente de Francia? Algo sabéis de esto, señor conde, vos, que sois uno de los franceses a quienes mi desdichado padre encontró al pie del cadalso el día de su muerte, después de haberos encontrado a su derecha los días de batalla.

—Majestad —dijo humildemente Athos—, no estaba solo, y mis compañeros y yo cumplimos en aquella circunstancia con nuestro deber de caballeros y nada más. Pero Vuestra Majestad iba a hacerme el honor de referir…

—Es cierto. Yo tenía la protección… Perdonad que vacile, conde, mas, para un Estuardo, bien comprenderéis esto vos, que comprendéis todas las cosas: la palabra es dura de pronunciar. Tenía, digo, la protección de mi Primo el estatúder de Holanda; mas, sin la intervención, o al menos la autorización de Francia, el estatúder no quiere tomar la iniciativa. He venido a solicitar esta autorización al rey de Francia, y me la ha negado.

—¿El rey os la ha negado, señor?

—¡Oh!, no; debo hacer justicia a mi hermano Luis; sino el señor Mazarino.

Athos mordióse los labios.

—¿Creéis tal vez que debía esperarme esa negativa? —dijo el rey, que había notado aquel movimiento.

—Ese era efectivamente mi pensamiento, señor —replicó respetuosamente el conde—; yo conozco muy a fondo a ese italiano.

—Entonces, me decidí a llevar las cosas al último extremo y saber al instante la última palabra de mi destino, y dije a mi hermano Luis, que, para no comprometer ni a Francia ni a Holanda, tentaría la suerte por mí mismo en persona, como ya lo he hecho, con doscientos caballeros si quería dármelos, o un millón si quería prestármelo.

—¿Y qué, señor?

—¡Qué…! En este instante siento una cosa extraña, que sin duda es la satisfacción de la desesperación. Hay en ciertas almas, y acabo de conocer que la mía es de este número, una satisfacción real en la seguridad de que todo está perdido, y que por fin ha llegado la hora de sucumbir.

—¡Oh! Espero —dijo Athos—, que Vuestra Majestad no ha llegado aún a tal extremo.

—Para decirme eso, señor conde, y para pretender reanimar la esperanza de mi corazón, es preciso que no hayáis comprendido bien lo que acabo de deciros. He venido a Blois, conde, a fin de pedir a mi hermano Luis la limosna de un millón, con el cual tenía la esperanza de restablecer, mis asuntos; y mi hermano Luis me lo ha negado. Ya veis cómo todo está perdido.

—Vuestra Majestad me permitirá que le responda con un parecer contrario:

—¡Cómo! ¿Me conceptuáis un talento tan vulgar que no sepa comprender mi posición?

—Señor, siempre he visto que en las posiciones desesperadas es cuando estallan de repente los grandes cambios de fortuna.

—Gracias, conde; es muy consolador encontrar corazones como el vuestro; es decir, bastante confiados en Dios y en la monarquía para no desconfiar nunca de una fortuna regia por muy bajo que haya caído. Desgraciadamente, vuestras palabras, querido conde, son como esos remedios que se llaman soberanos, y que, sin embargo, no pudiendo curar más que las llagas curables, estréllanse contra la muerte. Gracias por vuestra perseverancia en consolarme, conde; gracias por vuestro recuerdo. Pero ya sé a qué atenerme en este asunto. Nada me salvará ya. Estoy tan persuadido de ello, amigo; mío, que tomaba el camino del destierro con mi viejo Parry, y volvía a saborear mis punzantes dolores en ese mísero retiro que me ofrece Holanda. ¡Allí, creedme, conde, todo terminará muy pronto, pues vendrá la muerte a pasos acelerados, tantas veces llamada por este cuerpo que roe al alma, y por esta alma que aspira a los cielos!

—Vuestra Majestad tiene madre, una hermana y hermanos; Vuestra Majestad es el jefe de la familia y debe pedir al cielo una larga vida, en vez de una próxima muerte. Vuestra Majestad está proscrito y fugitivo; pero tiene un derecho, y debe aspirar a los combates y a los peligros, y no al descanso del cielo.

—Conde —dijo Carlos II con una sonrisa de indefinible angustia—: ¿habéis oído decir jamás que un rey haya reconquistado su reino con un servidor de la edad de Parry, y trescientos escudos que ese servidor tiene en su bolsa?

—No, señor; pero he oído decir, y más de una vez, que un monarca destronado ha reconquistado su monarquía con voluntad enérgica, perseverancia, amigos, y un millón de francos hábilmente empleados.

—¿Entonces no me habéis comprendido? Ese millón lo he pedido a mi hermano Luis, y no lo he conseguido.

—Señor —dijo Athos—, ¿me concede Vuestra Majestad unos momentos todavía, para escuchar lo que me resta por decir?

Carlos II miró fijamente a Athos.

—De buen grado, caballero —dijo.

—Entonces, voy a enseñar a Vuestra Majestad el camino —repuso el conde dirigiéndose hacia la casa. Y condujo al monarca a su gabinete, donde le hizo sentar.

—Señor —le dijo—, ahora poco me ha dicho Vuestra Majestad, que en el estado en que se hallan las cosas en Inglaterra le bastaría un millón para reconquistar su trono.

—Para intentarlo al menos, y para morir como rey si no lo alcanzaba.

—Pues bien, señor, tenga a bien Vuestra Majestad escuchar lo que me resta por decir, según la promesa que me ha hecho.

Carlos dio su asentimiento, Athos se fue derecho a la puerta, cuyo cerrojo corrió, después de haber mirado si alguna persona escuchaba en los alrededores.

—Señor —dijo volviéndose—, Vuestra Majestad ha tenido a bien acordarse que yo asistí al muy noble y desgraciado Carlos I, cuando sus verdugos le conducían desde Saint-James a White Hall.

—Sí, me he acordado, y nunca me olvidaré.

—Historia fúnebre de amargo recuerdo es ésta para un hijo que sin duda se la ha hecho ya contar muchas veces; mas, sin embargo, debo volver a contárosla sin omitir detalle.

—Hablad, caballero.

—Cuando el rey vuestro padre subió al patíbulo, mejor dicho, cuando pasó desde su cámara al patíbulo alzado fuera de su ventana, todo estaba preparado para su fuga. El verdugo habíase alejado, un agujero estaba practicado en el pavimento de su habitación, y yo mismo estaba debajo del fúnebre tablado, que de pronto oí crujir bajo sus pasos…

—Parry me ha contado esos terribles detalles, señor.

Athos se inclinó y continuó:

—He aquí lo que no ha podido contaros, porque lo que sigue sucedió entre Dios, vuestro padre y yo, y jamás hice esta revelación, ni aun a mis más íntimos amigos: «Apártate, dijo la augusta víctima al verdugo enmascarado, déjame por un instante, pues ya sé que te pertenezco; mas ten cuidado de no herirme hasta que yo dé la señal, porque deseo hacer libremente mis oraciones».

—Perdonadme —dijo, Carlos II palideciendo—, pero vos, conde, que sabéis tantos pormenores de este funesto acontecimiento, pormenores que, como decíais ahora mismo, no han sido revelados a nadie, ¿sabéis el nombre de ese verdugo infernal, de ese cobarde que ocultó, su rostro para asesinar impunemente a un…?

Athos también palideció ligeramente.

—¿Su nombre? —dijo—. Sí, lo sé, pero no puedo manifestarlo.

—¿Y qué ha sido de él…? Porque nadie en Inglaterra ha conocido su destino.

—Ha muerto.

—Pero ¿no en su lecho, no de una muerte natural y dulce; no de la muerte de los hombres honrados?

—Ha muerto de muerte violenta en una noche terrible, entre la cólera de los hombres y la tempestad de Dios. Su cuerpo, herido de una puñalada, rodó por las profundidades del Océano. ¡Dios perdone a su matador!

—Entonces, adelante —dijo Carlos II, que comprendió que el conde no quería decir más.

—El rey de Inglaterra, después de haber hablado, como he dicho, al verdugo enmascarado, añadió: «No me herirás, óyelo bien, hasta que yo extienda los brazos diciendo: ¡Remember!».

—En efecto —dijo Carlos con voz sorda—, sé que esa fue la última palabra que pronunció mi desdichado padre. Pero ¿con qué objeto y para quién?

—Para el caballero francés que estaba debajo del cadalso.

—¿Para vos, señor?

—Sí, Majestad; cada una de las palabras que entonces pronunció encima de las tablas del patíbulo, cubiertas con un paño negro, resuenan todavía en mis oídos. El rey puso entonces una rodilla en tierra: «Conde de la Fère», dijo, «¿estáis ahí?». «Sí, Majestad», contesté yo. Entonces se inclinó el rey.

También Carlos II, palpitante de interés y de ardiente dolor, se inclinó hacia Athos para recoger una a una, las palabras que dijese el conde. Su cabeza tocaba con la de Athos.

—Entonces —continuó el conde—, se inclinó el rey. «Conde de la Fère, dijo, no he podido ser salvado por vos; no debía serlo. Ahora, oíd, aunque tenga que cometer un sacrilegio. Sí, he hablado a los hombres; sí, he hablado a Dios, y os he hablado a vos el último. Para sostener una causa que creía sagrada, he perdido el trono de mis padres y gastado la herencia de mis hijos».

Carlos II ocultó la cara entre las manos, y una lágrima ardiente se deslizó por entre sus dedos blancos y delgados.

—«Me queda un millón en oro, prosiguió el rey, que enterré en los subterráneos del castillo de Newcastle en el momento en que, salí de esta ciudad».

Carlos levantó la cabeza con expresión de dolorosa alegría, que hubiera arrancado sollozos a cualquiera que conociese su inmenso infortunio.

—¡Un millón! —exclamó—. ¡Oh, conde!

—«Vos sólo sabéis que existe este dinero, y haréis uso de él cuando creáis que es tiempo para el mayor bien de mi hijo primogénito. Y ahora, conde de la Fère, decidme adiós». «¡Adiós, adiós, Majestad!», grité yo.

Carlos II se incorporó, y fue a apoyar su ardiente frente en la ventana.

—Entonces fue —continuó Athos— cuando el rey dijo la palabra Remember, dirigida a mí. Ya, veis, señor, que me he acordado.

El rey no pudo resistir a su emoción. Athos advirtió el movimiento de sus hombros, que ondulaban convulsivamente, y oyó los sollozos que al pasar desgarraban su pecho. El mismo guardó silencio, sofocado por el cúmulo de recuerdos que había despertado en aquella regia cabeza.

Carlos II, con violento esfuerzo, se alejó de la ventana devorando sus lágrimas, y volvió a sentarle al lado de Athos.

—Señor —dijo éste—, hasta hoy había creído que aún no había llegado el momento de emplear ese último recurso; pero con los ojos fijos en Inglaterra conocía que se acercaba. Mañana iba a informarme en qué sitio del mundo estaba Vuestra Majestad, para ir en su busca; Vuestra Majestad viene a mí, y esto es una indicación de que el cielo está con nosotros.

—Señor —dijo Carlos con voz aún más alterada por la emoción—, sois para mí lo que hubiera sido un ángel enviado por Dios: sois mi salvador, salida de la tumba misma de mi padre; mas, creedme, después de diez años que las guerras civiles han agitado a mi país, destruyendo a los hombres y socavando el suelo, no es probable que haya quedado oro en las entrañas de mi tierra, como no ha quedado amor en los corazones de mis súbditos.

—Señor, el lugar en que Su Majestad sepultó el millón lo conozco perfectamente, y estoy seguro que nadie ha podido descubrirlo. Además, el castillo de Newcastle ¿está acaso enteramente arruinado? ¿Lo han demolido, piedra por piedra, y desarraigado del suelo hasta la última fibra?

—No, aún está en pie; pero en este momento lo ocupa y está acampado en él el general Monk. Ya lo veis, el único lugar donde me espera un auxilio, o donde poseo un recurso está invadido por mis enemigos.

—El general Monk, Majestad, no puede haber descubierto el tesoro de que os hablo.

—Sí; pero ¿he de ir a entregarme a Monk para recobrar ese tesoro? ¡Ah! Ya lo veis, conde; es preciso acabar con el destino, pues me echa por tierra cada vez que me levanto. ¿Qué debo hacer, con Parry por único servidor, con Parry, a quien Monk ya ha arrojado de su presencia? No, no, conde, aceptemos este último golpe.

—Lo que Vuestra Majestad no puede hacer, lo que Parry no puede hacer, ¿suponéis que yo pueda conseguirlo?

—¡Vos, conde! ¿Iríais vos?

—Si así place a Vuestra Majestad —dijo Athos saludando al rey—, sí, iré señor.

—¡Vos tan feliz aquí, conde!

—Jamás soy dichoso, señor, cuando me queda un deber que cumplir, y es un deber supremo que me ha legado vuestro padre velar por vuestra fortuna y hacer uso regio de su dinero. Hágame Vuestra Majestad una indicación y parto a su lado.

—¡Ah, caballero, caballero! —dijo Carlos olvidando toda etiqueta real y arrojándose al cuello de Athos—. Me demostráis que existe un Dios en los cielos, y que este Dios envía a veces mensajeros a los desgraciados que gimen en la tierra.

—Athos, muy conmovido par el entusiasmo del joven príncipe, le dio las gracias con respeto profundo; y se acercó a la ventana.

Grimaud —dijo—, mis caballos.

—¡Cómo! ¿Así, de pronto? —dijo el rey—. ¡Ah! Señor, sois, en verdad; un hombre maravilloso.

—Señor —dijo Athos—; no, para mí no hay nada más apremiante que el servicio de Vuestra Majestad. Por otra parte —añadió sonriendo—, es una costumbre contraída hace mucho tiempo al servicio de la reina, vuestra tía, y del monarca, vuestro padre. ¿Cómo había de perderla precisamente en el momento en que se trata del servicio de Vuestra Majestad?

—¡Qué hombre! —murmuró el rey.

Y añadió, tras un instante de reflexión:

—No, conde, yo no puedo exponeros a semejantes privaciones. No tengo nada para recompensar semejantes servicios.

—¡Bah! —dijo Athos riendo—. Vuestra Majestad se burla, porque tiene un millón.

—¡Ah, que yo fuese rico siquiera en la mitad de esa suma, señor! Ya hubiera levantado un regimiento. Pero a Dios gracias, aún me quedan algunos rollos de oro y algunos diamantes de familia. Espero que Vuestra Majestad se dignara partirlos con un servidor decidido.

—Con un amigo, conde, mas con la condición de que este amigo partirá conmigo más tarde.

—Señor —dijo Athos abriendo una cajita, de la que sacó el oro y las alhajas, ved cómo ahora somos bastante ricos. Felizmente, seremos cuatro contra los ladrones. La alegría hizo afluir la sangre a las pálidas mejillas de Carlos II. Enseguida vio aproximarse al peristilo dos caballos de Athos conducidos por Grimaud, que ya estaba calzado para el camino.

—Blaisois, esta carta para el vizconde de Bragelonne. Para todo el mundo he ido a París. Os ruego cuidéis de la casa, Blaisois.

Éste se inclinó, abrazó a Grimaud y cerró la ventana.