Aún no había bajado del todo la escalera D’Artagnan, cuando el rey llamó a su gentilhombre.
—Tengo un encargo que daros, caballero —dijo.
—A las órdenes de Vuestra Majestad.
—Esperad.
Y el joven rey púsose a escribir la carta siguiente, que le costó más de un suspiro, aunque al mismo tiempo brillaba en sus ojos algo semejante al sentimiento del triunfo.
Señor cardenal:
Merced a vuestros consejos y a vuestra firmeza, he sabido vencer y domar una debilidad impropia de un rey. Habéis preparado demasiado hábilmente mi destino para que la gratitud no me detenga en el momento de destruir vuestra obra. He comprendido que no tenía razón en querer desviar mi vida del camino que le habéis trazado. Ciertamente, hubiera sido una desgracia, para Francia y para mi familia, que se rompiese la unión entre mi ministro y yo.
Esto es, no obstante, lo que a no dudar hubiera acontecido de hacer esposa mía a vuestra sobrina. Comprendo muy bien mi destino, y de hoy más, nada opondré a su cumplimiento. Estoy, pues, dispuesto a casarme con la infanta María Teresa, y desde este momento podéis fijar la apertura de las conferencias.
Vuestro afectísimo,
LUIS.
El rey leyó la carta, y la selló por sí mismo.
—Esta carta para el señor cardenal —dijo.
Salió el gentilhombre. A la puerta del cuarto de Mazarino encontró a Bernouin que esperaba con ansiedad.
—¿Qué pasa? —preguntó el ayuda de cámara del ministro.
—Una carta para el cardenal —dijo el gentilhombre.
—¡Una carta! ¡Ah! Ya la esperábamos nosotros después del viaje de esta mañana.
—¡Ah! Sabíais que el rey…
—En calidad de primer ministro, está en los deberes de nuestro cargo saberlo todo. ¿Y Su Majestad pide, ruega, según presumo?
—Yo no sé, pero ha suspirado muchas veces mientras la escribía.
—Sí, sí, sí, sabemos lo que quiere decir eso. Se suspira de dicha como de pena, señor.
—Sin embargo, el rey no tenía aspecto de muy contento cuando volvió de su viaje.
—No lo habréis visto bien. Además, tampoco habéis visto al rey sino a la vuelta, pues que únicamente le acompañaba su teniente de guardias. Pero yo tenía el telescopio de Su Eminencia, y miraba mientras él descansaba. Estoy cierto de que los dos lloraban.
—¡Y qué! ¿Lloraban también de felicidad?
—No, pero sí de amor, y se juraban mil ternezas que Su Majestad sólo pide cumplir. Esta carta es un principio de ejecución.
—¿Y qué piensa Su Eminencia de este amor, que no es un secreto para nadie?
Bernouin cogió el brazo al mensajero de Luis, y al tiempo que subía la escalera:
—Confidencialmente —le dijo a media voz—, Su Eminencia espera buen éxito del asunto. Sé muy bien que tendremos guerra con España. Pero ¡bah!, la guerra contendrá a la nobleza. Su Eminencia, por otro lado, dotará regiamente, y aún más que regiamente, a su sobrina. Habrá dinero, fiestas y balazos, y todo el mundo estará contento.
—Bien, bien; pero me parece —dijo el gentilhombre encogiéndose de hombros— que esta carta es demasiado ligera para contener todo eso.
—Amigo —contestó Bernouin—, estoy seguro de lo que digo: todo me lo ha contado él señor de D’Artagnan.
—¡Bueno! ¿Y qué ha dicho? Veamos.
—Me he acercado a él —para adquirir noticias de parte del cardenal, se entiende, sin descubrir nuestros designios, porque el señor de D’Artagnan es un sabueso muy fino.
—«Apreciable Bernouin —me respondió—, el rey está loco enamorado de la señorita Mancini. Esto es todo lo que puedo deciros».
¡Cómo! —le pregunté yo—. ¿Suponéis que eso llegue a tal punto que sea capaz de adelantarse a los intentos de Su Eminencia?
«¡Ah! No me preguntéis, yo creo al rey es capaz de todo. Tiene una cabeza de hierro, y lo que quiere, lo quiere tenazmente. Si le ha venido en talante casarse con la señorita Mancini, se casará». Enseguida me dejó, se fue a las cuadras tomó un caballo que ensilló él mismo, cabalgó y salió como si lo llevase el demonio.
—De suerte, que creéis…
—Creo que el señor teniente de los guardias sabía algo más que no quería decir.
—Así, pues, el señor de D’Artagnan, en vuestra opinión…
—Corre, según todas las probabilidades, al lado de las desterradas, para dar los pasos útiles al éxito del amor de Su Majestad. Charlando de este modo negaron ambos confidentes a la puerta del cuarto del cardenal. Su Eminencia no tenía ya gota y paseaba impaciente por la cámara, escuchando por las puertas y mirando por las ventanas.
Bernouin entró seguido del gentilhombre, que tenía orden del rey de poner la carta en propias manos del cardenal. Mazarino cogió la carta; pero, antes de abrirla, compuso una sonrisa de circunstancias, aire cómodo para velar las emociones de cualquier género que fuesen. De esta forma, cualquiera que fuese la impresión que recibiera de la carta, ningún reflejo de ella se manifestó en su semblante.
—Muy bien —dijo después de haber leído y releído la carta—; magnífico, caballero; anunciad al rey que le doy las gracias por su obediencia a los deseos de la reina madre, y que voy a hacer todo lo necesaria para que se cumpla su voluntad.
El gentilhombre salió. Apenas se cerró la puerta, Su Eminencia, que no tenía máscara para Bernouin; se arrancó aquélla con que momentáneamente se había cubierto el rostro, y con expresión más sombría:
—Llamad al señor de Brienne —ordenó.
El secretario entró cinco minutos después.
—Acabo de hacer un buen servicio a la monarquía —le dijo Mazarino—, el mayor que le he prestado en mi vida. Llevaréis esta carta que da fe de ello al cuarto de Su Majestad la reina madre, y cuando ésta os la devuelva, la pondréis en el cartón B, lleno de documentos y de piezas relativas a mis servicios.
Brienne salió, tomó esta carta tan importante que estaba abierta y no dejó de leerla por el camino. Esto sin contar con que Bernouin, que estaba bien con todo el mundo, se aproximó lo bastante al secretario para poder leer por encima de su hombro. La noticia se extendió por el castillo con tanta rapidez, que Mazarino temió un momento que llegase a oídos de la reina antes que el señor de Brienne pusiese en sus manos la carta de Luis XIV: Un momento después estaban dadas todas las órdenes para la marcha, y el príncipe de Condé, habiendo ido a visitar al rey a la hora de levantarse, inscribió en su registro la ciudad de Poitiers como lugar de morada y descanso para Sus Majestades.
De este modo desanudábase en algunos instantes una intriga que había ocupado sordamente a todas las diplomacias de Europa. Y, sin embargo, sólo había tenido por resultado positivo hacer perder a un pobre teniente de mosqueteros su carrera y su fortuna. Verdad es que, en cambio, ganaba su libertad.
Pronto sabremos cómo el señor de D’Artagnan se sirvió de ella. De momento, si el lector nos lo permite volvamos a la hostería Los Médicis, una de cuyas ventanas se abría en el instante de darse las órdenes en el castillo para la marcha del rey.
Esta ventana que se abría, pertenecía a una de las habitaciones de Carlos. El infeliz príncipe había pasado la noche en insomnio, con la cabeza entre las manos y apoyados los codos sobre la mesa. Parry, entretanto, achacoso y viejo, se había dormido en un rincón, cansado de cuerpo y de espíritu. ¡Singular destino del fiel servidor, que veía comenzar de nuevo en la segunda generación la terrible serie de desgracias que pesara sobre la primera! Cuando Carlos II hubo considerado extensamente la nueva derrota que acababa de sufrir; cuando hubo comprendido bien el aislamiento completo en que había caído, viendo escapar su nueva esperanza, fue acometido de vértigo y cayó pesado en el ancho sillón en que estaba sentado.
Entonces Dios tuvo piedad del infortunado príncipe y le envió el sueño, hermano inocente de la muerte.
Así durmió hasta las seis y media, esto es, cuando el sol resplandecía ya en su habitación, y cuando Parry, inmóvil por el temor de despertarle, consideraba con dolor profundo los ojos del joven enrojecidos por el insomnio, y sus mejillas ya pálidas, por los sufrimientos y privaciones.
Por último, el ruido de algunos carros, que bajaban hacia el Loira, despertó a Carlos. Se incorporó, miró en derredor suyo como hombre que todo lo ha olvidado, vio a Parry, estrechóle la mano y le mandó que pagase los gastos a maese Cropole. Maese Cropole, forzado a arreglar sus cuentas con Parry, se condujo, fuerza es decirlo, como persona de bien sólo hizo su advertencia acostumbrada, es decir, que los dos viajeros no habían comido, lo cual tenía la doble desventaja de ser humillante para su cocina y de obligarle a pedir el precio de una comida no empleada, y no obstante, pedida. Parry no encontró nada que decir y pagó.
—Espero —dijo el rey— que no habrá sucedido lo mismo con los caballos. Yo no veo en vuestra cuenta que hayan comido y sería una desgracia para viajeros que, como nosotros, tienen que hacer una larga jornada, encontrar debilitados los caballos.
A esta duda, maese Cropole tomó su aire, de majestad; y contestó que el establo de Los Médicis no era menos hospitalario que su comedor.
El rey montó a caballo, su antiguo servidor hizo otro tanto, y ambos tomaron el camino de París sin haber encontrado a casi nadie durante su tránsito por las calles y barrios de la ciudad.
Este golpe era para el príncipe tanto más terrible cuanto que era un nuevo destierro. Los desgraciados se adhieren a las menores esperanzas como los aventureros a las mayores felicidades, y cuando es necesario abandonar el lugar donde esas esperanzas han acariciado el corazón, experimenta el mortal disgusto que siente el desterrado cuando pone el pie en el barco que debe conducirle a su destierro. Esto consiste, aparentemente, en que el corazón, herido ya tantas veces, padece mucho al golpe más insignificante; que considera como un bien la ausencia momentánea del mal, que no es otra cosa que la ausencia del dolor, que, en fin, en los más terribles infortunios, el cielo derrama la esperanza, como aquella gota de agua que el rico malo demandaba a Lázaro.
La esperanza de Carlos II no había sido más que una fugitiva alegría, al verse bien acogido por su hermano Luis. Entonces aquella esperanza había tomado cuerpo y convertídose en realidad; pero, luego, de repente, la negativa del cardenal había hecho descender la realidad ficticia al estado de sueño. La promesa de Luis XIV, tan pronto destruida, no había sido más que una irrisión. Irrisión como su corona, como su cetro y como sus compañeros; como todo lo que había rodeado su regia infancia y abandonado su juventud proscrita. ¡Irrisión! Todo era irrisión para Carlos II, excepto ese reposo frío y negro que le prometía la muerte.
Estas eran las ideas del infortunado príncipe cuando, inclinado sobre su caballo, cuyas riendas, había abandonado, marchaba bajo el sol caliente y dulce del mes de mayo, en el cual la cruel misantropía del desterrado añadía un insulto más a su dolor.