Capítulo IXEl desconocido de la hostería «Los Médicis» revela su incógnito

Este oficial, que dormía o que se preparaba a dormir, era el encargado, sin embargo, y a pesar de su aire distraído, de una grave responsabilidad.

Teniente de mosqueteros de Su Majestad, mandaba la compañía llegada de París, que constaba de ciento veinte hombres pero, a excepción de los veinte de que hemos hablado, los otros cien estaban ocupados en custodiar a la reina, y, sobre todo, al señor cardenal.

Julio Mazarino economizaba los gastos de viaje de sus guardias, y en consecuencia usaba de los del rey con la mayor largueza pues tomaba cincuenta de ellos para su persona; particularidad que no hubiese dejado de parecer extraña para cualquiera poco acostumbrado a los usos de esta corte.

Lo que no hubiese dejado mucho más de parecer, si no extraño, extraordinario al menos, es que la parte del castillo destinada al señor cardenal, estuviera iluminada. Allí montaban la guardia mosqueteros en todas las puertas, y no dejaban entrar a nadie sino a los correos que, hasta de viaje, siempre acompañaban al cardenal para su correspondencia.

Veinte hombres estaban de servicio en el departamento de la reina madre, y descansaban treinta a fin de relevar al día siguiente a sus compañeros.

En la parte que habitaba el rey, por el contrario, sólo había silencio, soledad y obscuridad. Cerradas las puertas, no existía la menor apariencia de monarquía, y poco a poco se habían retirado todas las gentes de servicio. El príncipe había enviado a interrogar si Su Majestad necesitaba de sus oficiales, y a un no del teniente de mosqueteros, que tenía la costumbre de preguntar y responder él propio, todo comenzó a dormir como en la casa de un ciudadano.

Y, sin embargo, había que oír desde la parte del edificio habitada por el joven rey, las músicas de la fiesta, y ver las ventanas ricamente iluminadas del gran salón.

Diez minutos después de su instalación, Su Majestad pudo conocer, por cierto movimiento más marcado que el que acompañó a su salida de la sala, la que hacía el cardenal, a su vez, caminando al lecho con nutrida escolta de damas y caballeros.

Para distinguir, todo este movimiento, sólo tenía que mirar por la ventana, cuyos postigos no se habían cerrado.

Su Eminencia atravesó el patio conducido por Monsieur en persona, que le alumbraba con una antorcha; enseguida pasó la reina madre, a quien Madame daba el brazo familiarmente, cuchicheando las dos como antiguas amigas.

Todo desfiló detrás de estas dos parejas, damas, pajes y oficiales; las dos antorchas iluminaron todo el patio como un incendio de movibles reflejos, y luego el ruido de los pasos y de las voces fue perdiéndose en los pisos superiores del castillo.

Entonces nadie pensó ya en el rey, que, de codos en la ventana, había visto tristemente pasar todas aquellas luces, y oído alejarse todo aquel ruido; a nadie se veía si no es a ese desconocido de la hostería Los Médicis, que hemos visto salir envuelto en su capa.

Había subido al castillo y llegado a rondar con su rostro melancólico los alrededores del pacano, que aún circundaba el pueblo, y advirtiendo que nadie guardaba la puerta principal ni el patio, por cuanto los soldados de Monsieur fraternizaban con los soldados reales, es decir, echaban unos cuantos tragos a discreción, o más bien a indiscreción, el desconocido penetró por entre la muchedumbre, atravesó el patio, y llegó por último al descansillo de la escalera que conducía a las habitaciones del cardenal.

Lo que, según todas las probabilidades, hacía que se dirigiese a este lugar, era el brillar de las antorchas, y el aire atareado de los pajes y de la demás servidumbre.

—Lotas a lo mejor fue detenido por una evolución de mosquete y el grito de un centinela.

—¿Dónde vais, amigo? —preguntóle el soldado.

—Al cuarto del rey —respondió con tranquilidad y orgullo el desconocido.

El soldado llamó a un oficial de Su Eminencia, quien, con el tono de un portero de oficina, cuando, dirige la palabra a algún pretendiente, dejó escapar estas palabras:

—La escalera de enfrente.

Y sin cuidarse más del desconocido, volvió el oficial a su interrumpida conversación.

El extranjero, sin responder palabra, se dirigió a la escalera indicada.

Por aquel sitio no había ni ruido ni luces.

Sólo reinaba la obscuridad, en medio de la cual veíase pasear a un centinela semejante a una sombra, y el silencio, que permitía oír el ruido de sus pasos, acompañado del resonar de las espuelas sobre las losas:

Ese soldado era uno de los veinte mosqueteros al servicio del rey, que hacía la guardia con la frialdad y la conciencia de una estatua.

—¿Quién vive? —gritó.

—Amigo —respondió el desconocido.

—¿Qué queréis?

—Hablar al rey.

—¡Oh! Señor mío, eso no es posible.

—¿Y por qué?

—Por qué el rey está acostado.

—¿Acostado ya?

—Sí.

—No importa, es preciso que le hable.

—Y yo os digo que eso no es posible.

—No obstante…

—¡Marchaos!

—¿Es ésa la consigna?

—No tengo que daros explicaciones. ¡Atrás! —Y esta vez acompañó el soldado a sus palabras un gesto amenazador; pero el desconocido se movió menos que si los pies hubieran echado raíces.

—Señor mosquetero —dijo—, ¿sois hidalgo?

—Tengo ese honor.

—Pues bien, yo también lo soy, y entre hidalgos debe haber algunas consideraciones.

El centinela bajó su arma, vencido por la dignidad con que estas palabras habían sido dichas.

—Hablad, caballero, y si me pedís una cosa que esté en mis atribuciones…

—Gracias… ¿Tenéis un oficial, no es verdad?

—Sí, señor, nuestro teniente.

—Pues bien, desearía hablarle.

—¡Ah! Eso es distinto. Pasad caballero.

El desconocido saludó al soldado de una manera distinguida, y subió la escalera, mientras el grito: «¡Teniente, una visita!», transmitido de centinela en centinela, le precedía e interrumpía el primer sueño del oficial.

El teniente, frotándose los ojos y arreglando su capa, se adelantó tres pasos hacia el extranjero.

—¿Qué puede hacerse en vuestro obsequio? —preguntó.

—¿Sois el oficial de guardia, teniente de mosqueteros?

—Tengo ese honor —contestó el oficial:

—Caballero, es absolutamente preciso que yo hable al rey.

El teniente miró atentamente al desconocido, y en aquella mirada, tan rápida como fue, vio todo lo que quería ver, esto es, una distinción nobilísima bajo vestido ordinario.

—Yo no creo que seáis un loco —replicó—, y por el contrario, caballero, me parece que tenéis condición, de saber que no se entra así como así en el cuarto del rey sin su consentimiento.

—Consentirá en ello, señor.

—Caballero, permitidme que lo dude: el rey ha entrado aquí hace un cuarto de hora, y en este instante debe estar a punto de desnudarse. Además, la consigna está dada.

—Cuando sepa quién soy yo —contestó el desconocido alzando la cabeza—, levantará la consigna. El oficial estaba cada vez más subyugado.

—Si yo consintiese en anunciaros, ¿puedo al menos saber a quién anunciaría; caballero?

—Anunciaríais a Su Majestad Carlos II, rey de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda.

El oficial estremecióse, retrocedió, y pudo advertirse sobre su pálido rostro una de las más punzantes emociones que un hombre de energía haya podido sofocar en el fondo de su corazón.

—¡Oh! Sí, Majestad; en efecto —exclamó—, debía haberos reconocido.

—¿Habéis visto mi retrato?

—No, Majestad.

—Entonces, ¿cómo ibais a reconocerme, no conociendo mi retrato ni mi persona?

—Vi a Su Majestad, el rey vuestro padre, en un momento horrible.

—El día.

—Sí.

Una nube sombría pasó por la frente del príncipe: Luego, apartándola con la mano.

—¿Veis ahora alguna dificultad anunciarme? —dijo.

—Perdonadme, Majestad —contestó el oficial—; no podía adivinar que se ocultase un rey bajo tan sencillo exterior; y, sin embargo, tenía el honor de decir ahora mismo a Vuestra Majestad que había visto al rey Carlos el más, perdón; vuelo a prevenir a Su Majestad.

Y volviendo atrás inmediatamente:

—¿Vuestra Majestad desea sin duda el secreto para esta entrevista? preguntó.

—No lo exijo, mas si es posible guardarlo…

—Es posible, Majestad, porque puedo excusarme de avisar al gentilhombre de guardia; mas para esto es menester que Vuestra Majestad acceda a entregarme su espada.

—Es verdad. Olvidaba que nadie penetra armado en el cuarto del rey de Francia.

—Vuestra Majestad será una excepción, si quiere, pero entonces pondré a cubierto mi responsabilidad avisando al gentilhombre del rey.

—Tomad mi espada, caballero. ¿Queréis ahora anunciarme al rey?

—Al instante, Majestad.

El oficial corrió a llamar a la puerta de comunicación, que le abrió el ayuda de cámara.

—¡Su Majestad el rey de Inglaterra! —dijo el oficial suavemente.

—¡Su Majestad el rey de Inglaterra! —repitió el ayuda de cámara. A estas palabras, un gentilhombre abrió la puerta, y vióse a Luis XIV sin sombrero ni espada, con el jubón abierto, adelantarse, dando pruebas de la más viva sorpresa.

—¡Vos, hermano mío! ¡Vos en Blois! —exclamó Luis XIV despidiendo con un gesto al gentilhombre y al ayuda de cámara, que pasaron a una pieza próxima.

—Señor —respondió Carlos II—, iba a París con esperanza de ver a vuestra Majestad, cuando la fama me hizo saber vuestra próxima llegada a esta ciudad. Entonces prolongue aquí mi estancia por tener algo muy importante que comunicaros.

—¿Es adecuado este gabinete, hermano mío?

—Excelente, señor, porque creo que no pueden oírnos.

—He despedido a mi gentilhombre y a mi servidor, que están en la cámara próxima. Aquí, detrás de este tabique, hay un gabinete solitario que da a la antecámara, y en éste no habréis visto más que, un oficial; ¿no es verdad?

—Cierto.

—¡Pues bien, hablad, hermano mío!, escucho.

—¡Comienzo, señor, y quiera Vuestra Majestad tener lástima de las desdichas que afligen a nuestra casa!

El rey de Francia se sonrojó, y acercó su sillón al del rey de Inglaterra:

—Señor —dijo Carlos II—, no necesito preguntar a Vuestra Majestad si conoce los pormenores de mi deplorable historia.

Luis XIV se sonrojó aún más que la vez primera, y luego, poniendo su mano sobre la del rey de Inglaterra:

—Hermano mío —dijo—, vergonzoso es decirlo; pero rara vez habla el cardenal de política delante de mí. Hay más, en otro tiempo me hacía leer por Laporte, mi ayuda de cámara, libros de historia; pero ha hecho que cesen estas lecturas, y me ha quitado a Laporte; de modo que suplico a mi hermano Carlos que me refiera todas estas cosas como a un hombre que nada sabe.

—Pues bien; señor; tomando las cosas desde más arriba, tendré una probabilidad más de conmover el corazón de Vuestra Majestad.

—Hablad, hermano querido, hablad.

—Vos sabéis, Majestad, que llamado en 1650 a Edimburgo, durante la expedición de Cromwell en Irlanda, fui coronado en Stone. Un año más tarde, herido Cromwell en una de las provincias que —había usurpado, se volvió sobre nosotros; Encontrarle era mi objeto; salir de Escocia mi deseo.

—Sin embargo —replicó el rey—, Escocia es casi vuestra tierra natal, hermano mío…

—Sí; pero los escoceses eran para mí unos compatriotas tiranos, Majestad; me habían obligado a renegar de la religión de mis padres; habían ahorcado a lord Montrose, mi más fiel servidor, y como el pobre mártir, a quien se había hecho un favor matándolo, había pedido que su cuerpo fuera hecho tantos pedazos cómo ciudades había en Escocia, para que por todas partes se encontrasen testimonios de su fidelidad, yo no podía salir de una ciudad ni ir a otra, sin pasar sobre algún trozo de aquel cuerpo que había trabajado, combatido y respirado por mí. Atravesé, pues, por medio de una marcha atrevida, el ejército de Cromwell, y entré en Inglaterra. El protector se puso en persecución de esta fuga rara, que tenía una corona por objeto. Si yo hubiera podido llegar a Londres antes que él, sin duda hubiese sido mío el premio de la carrera, pero me alcanzó en Worcester. El genio de Inglaterra ya no estaba en nosotros, sino en él, Majestad; el 3 de septiembre de 1651, aniversario de esa otra acción de Dúnbar, tan fatal a los escoceses, fui vencido. Dos mil hombres cayeron en derredor mío antes de que yo pensase retroceder un paso. Por último; fue necesario huir. Desde entonces, mi historia convirtióse en novela. Perseguido con encarnizamiento, me corté el cabello y me disfracé de leñador. Un día pasado entre las ramas de una encina dio a este árbol el nombre de enema real, que lleva aún mis aventuras en el condado de Stafford; de donde salí llevando a la grupa a la hija de mi huésped, son todavía el cuento de todas las viejas y suministrarán tema para una balada. Algún día escribiré todo eso, Majestad, para instrucción de los monarcas mis hermanos. Contaré cómo al llegar a casa de míster Norton encontré a un capellán de la Corte que miraba jugar a los bolos, y a un antiguo servidor que me nombro llorando, y que a poco me mata con su fidelidad, como otro lo hubiera hecho con su traición. En fin, contaré mis terrores, sí, mis terrores, cuando en casa del coronel Windham, un mariscal que visitaba nuestros caballos confesó que habían sido herrados en el Norte.

—Es particular —murmuró Luis XIV—, ignoraba todo eso. Sólo sabía vuestro embarque en Brighelmsted, y vuestro desembarco en Normandía.

¡Oh! —dijo Carlos—. Si permitís, ¡Dios santo!, que los reyes ignoren de ese modo la historia los unos de los otros, ¡cómo queréis que se socorran entre sí!

—Pero, decidme, hermano, ¿cómo habiendo sido tan cruelmente recibido en Inglaterra, esperáis aún algo de ese desgraciado país y de ése pueblo rebelde?

—¡Oh Majestad! Desde la acción de Worcester todas las cosas de allá han cambiado bastante. Cromwell, ha muerto después de haber firmado con Francia un tratado, en el cual ha escrito su nombre encima del vuestro. Murió el 3 de septiembre de 1658, nuevo aniversario de las acciones de Worcester y de Dúnbar.

—Su hijo le ha sucedido.

—Pero ciertos hombres, Majestad, tienen familia y no herederos. La herencia de Cromwell era muy pesada para Ricardo. Ricardo que no era ni republicano ni realista; Ricardo, que dejaba que sus guardias se comiesen su comida, y a sus generales gobernar la República; Ricardo ha abdicado el protectorado, el 22 de abril de 1659. Hace poco más de un año. Desde entonces Inglaterra no es más que un garito; donde cada cual juega a los dados la corona de mi padre. Los dos jugadores más encarnizados son Lambert y Monk. Pues bien, Majestad, yo desearía mezclarme en esa partida, cuya puesta es arrojada sobre mi manto real. Majestad, un millón para corromper a uno de esos jugadores. Para hacerme de él un aliado, o doscientos de vuestros caballeros para echarlos de mi palacio de White Hall, como Jesús arrojó a los mercaderes del templo.

—Luego —repuso Luis XIV— venís a solicitarme…

—Vuestro auxilio; es decir, lo que no solamente los reyes se deben entre sí, sino lo que los cristianos se deben unos a otros, vuestro auxilio, Majestad, en dinero o en hombres; vuestro auxilio; y dentro de un mes, bien oponga Lambert a Monk, bien; Monk a Lambert, habré reconquistado la herencia paterna, sin haber costado una guinea a mi país ni una gota de sangre a mis súbditos, que cansados ya de revolución, de protectorado y de república, sólo piden ir vacilantes a caer y dormirse en la monarquía; vuestro auxilio, señas, y deberé más a Vuestra Majestad que a mi padre. ¡Desgraciado padre, que tan raramente ha pagado la ruina de nuestra casa! Ya veis, señor, si soy desgraciado y si estaré desesperado para que yo acuse a mi padre.

Y la sangre subió al semblante pálido de Carlos II, que permaneció un instante con la cabeza entre las manos, y como ciego por aquella sangre que parecía rebelarse contra la blasfemia filial.

El rey no era menos desgraciado que su hermano; agitábase en su sillón y no encontraba una palabra que responder.

Al fin, Carlos II, a quien diez años más daban una fuerza superior para dominar sus emociones, encontró primero el uso de la palabra.

—Señor —dijo—, espero vuestra respuesta como un condenado su sentencia. ¿He de vivir? ¿He de morir?

—Hermano —contestó el príncipe francés a Carlos II— ¡me pedís un millón a mí, que jamás he poseído la cuarta parte de esa cantidad! ¡Yo no tengo nada! Yo no soy más rey de Francia que vos de Inglaterra. Soy un hombre, una cifra vestida de terciopelo y nada más. Estoy sobre un trono visible: he aquí mi única ventana. ¡No tengo nada, no puedo nada!

—¡Es verdad! —exclamó Carlos II.

—Hermano —dijo Luis bajando la voz—; yo he sufrido miserias que no hubiera soportado el más infeliz de mis caballeros. Si mi pobre Laporte estuviera a mi lado, él os diría que he dormido en sábanas desgarradas, por entre cuyos jirones pasaban mis piernas; él os diría que después, cuándo pedí mis carrozas, me trajeron unos coches viejos y casi inservibles; él os diría que cuando yo pedía la comida iban a informarse a las cocinas del cardenal si había que darle de comer al rey. Y hoy mismo; hoy mismo todavía, que cuento veintidós años; hoy que he llegado a la edad de las grandes mayorías reales, hoy que debería tener la llave del Tesoro, la dirección de la política, la supremacía de la paz y de la guerra, dirigid una mirada en derredor mío y mirad lo que me dejan; ved este abandono, este desdén, este silencio, mientras que allí; mirad allá abajo ese tropel, esas luces; esos homenajes. ¡Allí, allí es donde está el verdadero rey de Francia, hermano mío!

—¿El cuarto del cardenal?

—El cuarto del cardenal, sí.

—Luego, estoy condenado, Majestad.

Luis no respondió.

—Condenado; sí, porque jamás solicitaré nada de quien habría dejado morir de frío y de hambre a mi madre y a mi hermana; es decir, a la hija y a la nieta de Enrique IV, si el señor de Retz y el Parlamento no les hubieran enviado pan y leña.

—¡Morir! —murmuró Luis XIV.

—Pues bien —continuó el rey de Inglaterra—; el infeliz Carlos II, ese nieto de Enrique IV, como vos, Majestad, no teniendo ni Parlamento ni cardenal de Retz, morirá de hambre, como no faltó mucho para que muriesen su hermana y su madre.

Luis frunció el entrecejo y oprimió violentamente el encaje de sus bocamangas.

Esta inmovilidad y atonía, sirviendo de máscara a una emoción tan visible, conmovieron al rey Carlos; que tomó la mano del joven.

—Gracias —exclamó—, hermano mío, me habéis escuchado, que era cuanto podía exigir de vos en la situación en que os halláis.

—Señor —dijo de pronto Luis XIV levantando la cabeza—, me habéis dicho que necesitáis un millón o doscientos caballeros.

—Un millón me bastará, Majestad.

—No es mucho.

—Para un solo hambre es mucho: menos caras se han pagado muchas veces las convicciones.

—Decís doscientos caballeros, que es algo más de una compañía, ¿y eso es todo?

—Majestad; hay en nuestra familia una tradición: cuatro hombres, cuatro caballeros franceses, partidarios de mi padre, estuvieron a punto de salvarle, juzgado por un Parlamento, guardado por un ejército y rodeado por una nación.

—Por tanto, si yo os proporciono un millón o doscientos caballeros, ¿quedaréis satisfecho y me tendréis por un buen hermano?

—Os tendré por mi salvador; y si llego a subir al trono de mi padre, Inglaterra, por lo menos mientras yo reine, una hermana de Francia, como vos lo habéis sido para mí.

—Pues bien, hermano —dijo Luis incorporándose—, lo que vacilabais en pedir voy a pedirlo yo mismo. Lo que jamás he querido hacer por mi propia cuenta, lo haré por la vuestra. ¡Iré a buscar al rey de Francia, al otro, al rico, al poderoso, y pediré yo mismo ese millón o esos doscientos caballeros… y veremos!

—¡Oh! —exclamó Carlos—. Sois un amigo noble; un corazón creado por Dios! ¡Me libertáis, hermano mío; y cuando tengáis necesidad de la vida que me dais, pedídmela!

—¡Silencio, hermano, silencio! —dijo en voz baja Luis—. ¡Cuidad que no os oigan!

Aún no hemos concluido. ¡Pedir dinero a Mazarino! ¡Eso es mucho más que atravesar el bosque encantado donde cada árbol encierra un diablo; eso es más que ir a conquistar un mundo!

—Mas, no obstante, cuando vos pedís.

—Ya os he dicho que nunca he pedido —respondió Luis con orgullo que hizo palidecer, al rey de Inglaterra.

Y como éste, semejante a un hombre herido, hiciese un movimiento de retirada:

—Perdón, hermano —murmuró—, yo no tengo una madre y una hermana que padezcan. Mi trono está duro y desnudo, pero estoy bien sentado en él… Perdón, hermano, no me hagáis un cargo por esa palabra que es propia de un egoísta. Ya la recogeré con sacrificio. Voy en busca del señor cardenal; os ruego que me esperéis; vuelvo al momento.