Mientras el desconocido miraba con interés estas luces y prestaba atención a tales movimientos, maese Cropole entró en su habitación con dos criados que prepararon la mesa.
El extranjero no prestó a ninguno de ellos la menor atención. Entonces Cropole, aproximándose a su huésped, le deslizó al oído estos palabras con el más profundo respeto:
—Caballero, el diamante ha sido apreciado.
—¡Ah! —murmuró el viajero—. ¿Y en cuánto?
—Señor, el joyero de Su Alteza Real da por él doscientos ochenta doblones de oro.
—¿Los tenéis?
—He creído que debía tomarlos, caballero; no obstante, he puesto por condiciones de venta que si queríais conservar vuestro diamante hasta que tuvieseis fondos… el diamante os sería devuelto.
—Nada de eso. Os he dicho que lo vendáis.
—Entonces, he obedecido, o algo menos, puesto que sin haberlo vendido definitivamente he tomado el dinero.
—Cobraos —repuso el desconocido.
—Lo haré, caballero, ya que lo exigís tan imperiosamente.
Una melancólica sonrisa plegó los labios del caballero.
—Poned el dinero sobre ese cofre —dijo volviendo la espalda al mismo tiempo que le indicaba el mueble con un ademán.
Cropole colocó en él un saco bastante repleto, de cuyo contenido sacó el precio de su alquiler.
—Ahora, caballero —dijo—, no me daréis el disgusto de no cenar… Ya habéis rehusado la comida, lo cual es ultrajante para la casa de Los Médicis. Ya veis, la cena está servida, y aun me atrevo a añadir que tiene buena cara y buen sabor.
El desconocido pidió un vaso de vino; cortó un pedazo de pan, y no, se separó de la ventana ni para comer ni para beber.
Al poco rato oyóse un estrepitoso ruido de timbales y trompetas; los gritos que se alzaban a lo lejos y un confuso rumor aturdió la parte alta de la ciudad; el primer ruido distinto que hirió los oídos del extranjero, fue el andar de los caballos que se aproximaban.
—¡El rey! —exclamó Cropole, que se alejó de su huésped y de sus ideas de delicadeza para satisfacer su curiosidad. Con Cropole tropezaron y confundieron en la escalera la señora Cropole, Pittrino, los ayudantes y los marmitones.
—El séquito avanzaba lentamente, iluminado por centenares de antorchas, ya desde la calle, ya desde las ventanas.
Después de una compañía de mosqueteros y de un cuerpo compacto de caballeros, venía la litera del cardenal Mazarino, arrastrada como una carroza por cuatro caballos negros.
Detrás de ella marchaban los pajes y las gentes del cardenal.
A continuación iba la carroza de la reina madre, con sus damas de honor a las portezuelas y sus caballeros montados a los lados.
El rey aparecía detrás, montado en un admirable caballo de raza sajona de largas crines.
El joven príncipe mostraba, saludando a algunas ventanas, de donde salían las más vivas aclamaciones, su noble y gracioso rostro iluminado por las antorchas de sus pajes.
A los lados del rey, pero dos pasos más atrás, el príncipe de Condé, el señor Dangeau y otros veinte cortesanos, seguidos de sus gentes y bagajes cerraban la marcha verdaderamente triunfal.
Esta pompa era de ordenanza militar.
Tan sólo algunos viejos cortesanos llevaban el vestido de viaje; todos los demás vestían el traje de guerra. Muchos de ellos se veían con el alzacuello y coleto, como en la época de Enrique IV y de Luis XIII.
Cuando el rey pasó por delante del desconocido, que se había inclinado sobre el alféizar para ver mejor, y que había ocultado la cara al apoyarse sobre los brazos, sintió hincharse y desbordar su corazón de amargos celos.
Embriagábale el ruido de las trompetas, las aclamaciones populares ensordecíanle, y por un momento dejó abandonada su razón en medio de aquel torrente de luces; de tumulto y de brillantes imágenes.
—¡Él es rey! —exclamó con tal acento de desesperación y de angustia, que debió llegar a los pies del trono de Dios.
Y, antes de que volviera de su sueño sombrío, se desvanecieron todo aquel ruido y todo aquel esplendor. Sólo quedaron algunas voces discordes y roncas que gritaban de vez en cuando. «¡Viva el rey!».
También quedaron las seis luminarias que tenían los habitantes de la hostería Los Médicis, es decir: dos por Cropole, dos por Pittrino y una por cada marmitón.
Cropole no cesaba de repetir:
—¡No hay duda que es el rey, y que se parece a su difunto padre, en lo hermoso! —decía Pittrino.
—¡Y que tiene un aspecto orgulloso! —añadía la señora Cropole, ya en promiscuidad de comentarios con los vecinos y vecinas.
Cropole alimentaba estos propósitos con sus observaciones personales, sin notar que un anciano a pie, pero que arrastraba de la brida a un caballito irlandés, trataba de penetrar por el grupo de mujeres Y de hombres que estaban estacionados ante su casa.
Pero en este momento oyóse en la ventana la voz del extranjero:
—Buscad el modo, señor posadero, de que se pueda entrar en vuestra casa.
Entonces se volvió Cropole, distinguió al anciano y le hizo abrir paso.
Cerróse la ventana.
Pittrino mostró el camino al recién venido, que entró sin pronunciar una palabra.
El extranjero le esperaba en el descanso de la escalera, abrió sus brazos al viejo y le llevó a una silla; pero éste se resistió.
—¡Oh! ¡No, no, milord! —dijo—; ¡sentarme en vuestra presencia! ¡Jamás!
—Parry —dijo el caballero—, os lo suplico… vos que venís de Inglaterra ¡de tan lejos!
¡Ah! No es a vuestra edad cuando deben sufrirse fatigas semejantes a las de mi servicio. Reposad…
—Ante todo, milord, tengo que daros una respuesta.
—Parry… por Dios, no me digas nada… porque si la noticia hubiese sido buena; no comenzarías tu frase de ese modo. Das un rodeo, y eso quiere decir, que la noticia es mala.
—Milord —replicó el viejo—, no os alarméis tan pronto.
—Pienso que no se ha perdido todo. Lo que se necesita es voluntad y perseverancia, y especialmente resignación.
—Parry —contestó el joven—, aquí he venido solo, atravesando mil peligros; ¿crees en mi, voluntad? He meditado este viaje por espacio de diez años, a pesar de todos los consejos y de todos los obstáculos: ¿crees en mi perseverancia? Esta misma noche he vendido el diamante, el diamante de mi padre, porque ya no tenía con qué pagar mi cuarto; y me iba a echar el posadero.
Parry hizo un gesto de disgusto, al cual respondió el joven con un apretón de manos y una sonrisa.
—Todavía tengo doscientos setenta y cuatro doblones, y me considero rico; yo no me apuro, Parry, ¿crees en mi resignación?
El viejo levantó al cielo sus temblorosas manos.
—Veamos —dijo el extranjero—, no me ocultes nada. ¿Qué ha pasado?
—Mi relación será corta; pero en nombre del cielo, ¡no tembléis así!
—Es de impaciencia, Parry; veamos: ¿qué te ha dicho el general?
—Primero, el general no quiso recibirme.
—¿Te tomó por espía?
—Sí, milord; pero yo le escribí una carta.
—¿Y bien?
—Él la leyó, y me recibió, milord.
—¿Aquella carta explicaba a fondo mi posición y mis puntos de vista?
—¡Oh, sí! —dijo Parry, con una triste sonrisa—. Mostraba sus pensamientos fielmente.
—Bueno… entonces, Parry.
—Entonces el general me envió una carta por medio de un ayudante de campo, informándome de que si al día siguiente me encontrase dentro de la circunscripción de su mando, me habría detenido.
—¡Detenido! —murmuró el joven—. ¡Qué! ¿Detenerte, mi más fiel siervo?
—Sí, milord.
—¿A pesar de que se había firmado con el nombre Parry?
—En todas mis cartas, mi señor; y el ayudante de campo me había conocido en St. James y en Whitehall también —agregó el viejo con un suspiro.
El joven se inclinó hacia delante, pensativo y triste.
—Ay, eso es lo que hizo ante su pueblo —dijo, tratando de engañarse con la esperanza—. Pero, en privado, entre tú y él, ¿qué hizo? ¡Responde!
—¡Ay! Mi señor, él me envió cuatro caballeros, los cuales me entregaron el caballo con el que me ha visto regresar. Estos caballero me condujeron, con gran prisa, al pequeño puerto de Tenby, me tiraron, más que embarcarme, en un pequeño barco de pesca a punto de zarpar hacia Bretaña, y aquí estoy.
—¡Oh! —suspiró el joven, apretando convulsivamente su cuello con la mano, y con un sollozo—. Parry, ¿es eso todo? ¿Es eso todo?
—Sí, mi señor; eso es todo.
Después de esta breve respuesta se produjo un largo intervalo de silencio, sólo roto por el convulsivo golpeteo del talón del joven contra el suelo.
El viejo trató de cambiar la conversación, que estaba conduciendo a pensamientos demasiado siniestros.
—Mi señor —dijo—, ¿cuál es el significado de todo el ruido que me precedió? ¿Por qué esas personas estaban gritando Vive le Roi!? ¿A qué rey se refieren? Y, ¿para qué son todas esas luces?
—Ah, Parry —respondió el joven irónicamente—, ¿no sabes que está el rey de Francia visitando a su buena ciudad de Blois? Todas esas trompetas son suyas, todas aquellas viviendas doradas son suyas, todos esos caballeros portando espadas son suyos. Su madre le precede en un magnífico carro con incrustaciones de plata y oro. ¡Feliz madre! Su ministro amontona millones y lo conduce a una novia rica. Toda esa gente se alegra; ellos aman a su rey, le saludan con sus aclamaciones y gritan Vive le Roi! Vive le Roi!
—Bien, bien, mi señor —dijo Parry, más incómodo con el cambio de conversación que su interlocutor.
—Tú sabes —reanudó el desconocido— que mi madre y mi hermana, mientras todo esto está pasando en honor del rey de Francia, no tienen dinero ni pan; tú sabes que yo mismo seré pobre y degradado en una quincena, cuando toda Europa conozca lo que me has dicho. Parry, ¿no hay ejemplos de hombres de mi condición que deberían…
—Mi señor, en el nombre del Cielo…
—Tienes razón, Parry; soy un cobarde, y si no hago nada por mí mismo, ¿qué hará Dios? No, no; tengo dos brazos, Parry, y tengo una espada. —Al decir esto, golpeó golpeó violentamente su brazo con la mano y tomó su espada, que colgaba en la pared.
—¿Qué va a hacer, mi señor?
—¿Que qué voy a hacer, Parry? Lo que cada uno en mi familia hace: mi madre vive de la caridad pública, mi hermana pide para mi madre, y en alguna parte tengo también hermanos que mendigan para sí. Yo, el primogénito, voy a hacer lo que todos ellos, ¡voy a pedir limosna!
Y diciendo estas palabras; que interrumpió bruscamente con risa nerviosa y terrible, el joven se ciñó la espada, tomó su sombrero, hízose atar a la espalda un manto negro que le había servido durante el viaje, y estrechando las manos del viejo que le miraba con ansiedad:
—Mi buen Parry —dijo—, haz que te preparen fuego, bebe, come, duerme, sé dichoso, seamos muy felices, mi fiel y único amigo. ¡Somos ricos como reyes!
Dio una puñada al saco de los doblones, que cayó pesadamente por tierra, y púsose a reír de aquella manera triste que tanto había asombrado a Parry; y mientras que toda la casa gritaba; cantaba y se preparaba para recibir e instalar a los viajeros precedidos por sus lacayos, se deslizó a la calle, donde el viejo, desde la ventana, le perdió de vista al cabo de un breve instante.