Fundada y recomendada de esta suerte por la muestra; la hostería de maese Cropole, marchaba prósperamente.
No era una gran fortuna lo que se proponía Cropole, pero confiaba con fundamento duplicar los mil luises de oro que le dejó su padre, sacar otros tantos de la venta de la casa, y vivir holgado e independiente como cualquier vecino de la ciudad.
Cropole era muy aficionado al lucro, y acogió con mucha alegría la noticia de la llegada de Luis XIV.
Él, su esposa, Pittrino y dos marmitones, echaron mano a todos los habitantes del palomar, del corral y de las conejeras, de suerte que en los patios de la hostería de los Médicis se oían tantos gritos y cacareos, como nunca se oyeron en otro tiempo en Roma.
Por lo pronto sólo había un viajero en casa de Cropole.
Era éste un hombre que no tenía treinta años, alto, hermoso y austero, o más bien melancólico en todos sus gestos y miradas.
Vestía traje de terciopelo negro con guarniciones de azabache, y un cuello, blanco y sencillo, como el de los más severos puritanos, hacía resaltar el color mate y delicado de su garganta juvenil; un bigote que apenas cubría su labio movible y desdeñoso.
Hablaba a las personas mirándolas de frente y sin afectación, pero también sin timidez, de manera que el brillo de sus ojos azules se hacía de tal manera insoportable; que más de una mirada se bajaba ante la suya, como sucede a la espada más débil en singular combate.
En aquel tiempo en que los hombres criados todos iguales por Dios; se dividían, gracias a las preocupaciones, en dos castas distintas, el noble y el pechero, como se dividen verdaderamente las dos razas negra y blanca, en aquel tiempo, decimos, el hombre cuyo retrato vamos a bosquejar, no podía pasar sino por caballero, y de la mejor raza. Bastaba para esto ver sus afiladas y blancas manos, cuyos músculos y venas transparentábanse bajo la piel al menor movimiento, y cuyas, falanges enrojecían a la menor crispación.
Aquel caballero llegó solo a la casa de Cropole. Se había apoderado, sin vacilar y aun sin reflexionar, del departamento más importante que el posadero habíale indicado, con propósito de rapacidad muy humilde según unos, y muy loable según otros; si admiten que Cropole fue fisonomista y conocía a la gente a primera vista.
Este departamento era el que formaba toda la fachada de la vieja casa: un gran salón iluminado por dos ventanas en el primer piso, un cuartito y otro encima.
Apenas tocó el caballero la comida que le sirvieron en su cuarto; sólo había dicho dos palabras a su huésped para prevenirle de que llegaría un viejo llamado Parry, y para encargarle que lo dejasen subir.
Después guardó un silencio tan profundo, que casi se ofendió Cropole, pues gustaba mucho de las gentes de buena compañía.
En fin; el caballero se había levantado muy temprano el día que comienza esta historia, y asomado a la ventana de su salón, apoyado en el alféizar, miraba tristemente a entrambos lados de la calle, acechando sin duda la llegada del viajero de que había hablado a su huésped.
De este modo vio pasar el escaso acompañamiento de Monsieur cuando volvía de caza, y saboreaba, después nuevamente la profunda tranquilidad de la ciudad, absorto como permanecía en sus meditaciones. De pronto, la multitud de pobres que iban a los prados, los correos que salían, las personas que fregaban el suelo, los proveedores de la casa real, los habladores mancebos de las tiendas, los carretones en movimiento, y los pajes que estaban de servicio, todo este tumulto y baraúnda, le sorprendieron sin duda, pero sin que perdiera nada de la majestad impasible y suprema que da al águila y al león esa mirada suprema, y despreciativa en medio de los gritos y algazara de los cazadores o de los curiosos.
Luego, los alaridos de las víctimas degolladas en el corral, los pasos apresurados de la señora Cropole en la escalera de madera, tan estrecho y sonora, y los saltos que al andar daba Pittrino, que había estado fumando a la puerta con la flema de un holandés, todo esto produjo en el viajero un principio de sorpresa y agitación.
Al tiempo que se levantaba, a fin de informarse, se abrió la puerta de la sala.
El desconocido creyó que sin duda le conducían el viajero que impaciente esperaba, y dio con precipitación tres pasos hacia la puerta que se abría. Pero en lugar de la cara que esperaba ver, fue maese Cropole quien apareció, y en pos de él, en la penumbra de la escalera, el semblante bastante gracioso, pero trivial por la curiosidad, de la señora Cropole, que echó una mirada furtiva al hermoso caballero y desapareció.
Cropole se adelantó alegre, con el gorro en la mano; y más bien encorvado que inclinado.
El desconocido le interrogó con un gesto sin decir una palabra.
—Caballero —dijo Cropole—, venía a preguntar cómo… deberé llamar a vuestra señoría, si señor conde o señor marqués…
—Decid caballero y hablad al momento —respondió el desconocido con acento altanero que no admitía ni discusión ni réplica.
—Venía, pues, a enterarme de cómo habéis pasado la noche, y si el caballero tiene intención de conservar este aposento.
—Caballero, es que ha sucedido un incidente con el cual no habíamos contado.
—¿Cuál?
—S.M. Luis XIV entra hoy en nuestra ciudad y descansará en ella un día, o quizá dos.
Una viva sorpresa apareció en el rostro del desconocido.
—¡El rey de Francia viene a Blois!
—Está en camino, caballero. Entonces, razón de más para que yo me quede —dijo el desconocido.
—Muy bien, señor, ¿mas os quedáis con toda la habitación? No os comprendo. ¿Por qué he de tener, hoy menos que ayer? Porque, señor, vuestra señoría me permitirá decirle que no debí, cuándo ayer escogisteis esta habitación, fijar un precio cualquiera que hubiese hecho creer a vuestra señoría que yo prejuzgaba sus recursos…, al paso que hoya.
El desconocido se ruborizó, pues al instante le ocurrió la idea de que sospechaban que fuera pobre y que le insultaban por ello.
—Al paso que hoy —repuso fríamente— ¿prejuzgáis?
—Caballero, soy hombre honrado, gracias a Dios, y posadero, y con todo y como aparezco, hay en mi sangre noble. ¡Mi padre era servidor y oficial del difunto señor mariscal de Ancre, que en gloria esté!
—Yo no os contradigo sobre este particular; sólo deseo saber, y saber pronto, qué se reducen vuestras preguntas.
—Sois demasiado razonable, caballero, para conocer que la ciudad es pequeña, que la Corte va a invadirla, que las casas se llenarán de gente, y que, por consiguiente, los alquileres van a adquirir un valor considerable.
El desconocido se ruborizó otra vez.
—Poned las condiciones —díjole.
—Lo hago con escrúpulo, caballero, porque busco una ganancia honesta, y porque deseo hacer mi negocio sin ser descortés ni grosero con nadie… Y como el aposento que ocupáis es grande y estáis solo…
—Eso es cuenta mía.
—¡Oh! ¡Verdaderamente; yo no despido al caballero!
La sangre fluyó a las venas del desconocido; y lanzó sobre el pobre Cropole, descendiente de un oficial del señor mariscal de Ancre, una mirada que le hubiera hecho entrar bajo la campana de la famosa chimenea, si Cropole no hubiera estado clavado en su sitio por tratarse de sus intereses.
—¿Deseáis que me vaya? —dijo—. Explicaos, pero pronto señor.
—Señor, no me habéis comprendido; esto que hago es muy delicado, pero yo me expresó mal, o quizá como sois extranjero, lo cual reconozco en el acento… En efecto, el desconocido hablaba con esa dificultad que es el principal carácter de la acentuación inglesa, aun entre los hombres de esta nación que hablan más correctamente el francés.
—Como sois extranjero, repito, quizá seáis vos quien no penetre todo el sentido de mi razonamiento. Yo pretendo que el caballero podría dejar una o dos de las tres piezas que ocupa, lo cual disminuiría bastante el alquiler y tranquilizaría mi conciencia, pues es duro aumentar extraordinariamente el precio de las habitaciones, cuando se tiene el honor de evaluarlas en un precio equitativo.
—¿Cuánto es el alquiler desde ayer?
—Señor, un luis con la manutención y el cuidado del caballo.
—Está bien. ¿Y el de hoy?
—¡Ah! ¡He ahí la dificultad! Hoy es el día de la llegada del rey, si la Corte viene a dormir aquí se cuenta el día de alquiler. Resulta, que tres cuartos a dos luises cada uno; son seis luises. Dos luises, caballero, no son nada; pero seis luises son mucho.
El desconocido; de rojo que se le había visto, convirtióse en pálido, y sacó con valor heroico; una bolsa bordada de armas que ocultó cuidadosamente en el hueco de la mano. La tal bolsa era tan flaca, tan floja; tan hueca, que no escapó a los ojos de Cropole.
El desconocido vació la bolsa en su mano; sólo contenía dos luises dobles, que componían seis; como el hostelero le pidió.
Sin embargo, eran siete los que Cropole había exigido; y miró al desconocido como para decirle: ¿No más?
—Falta un luis, ¿no es eso, señor posadero?
—Sí, señor, más…
El desconocido metió la mano en el bolsillo de su gabán y sacó una cartera pequeña, una llave de oro y algunas monedas de plata.
Con estas monedas compuso el total de un luis.
—Gracias, caballero —dijo Cropole—. Ahora me resta saber si pensáis habitar todavía mañana este departamento, en cuyo caso os lo conservaré; mas si el caballero no piensa en eso lo prometeré a las gentes de Su Majestad que van a venir.
—Eso es razonable —dijo el desconocido después de un largo silencio—; pero como ya no tengo más dinero, según habéis podido ver, como, a pesar de eso, deseo conservar este departamento, es necesario que vendáis este diamante en la ciudad, o que lo guardéis en prenda.
Cropole examinó tanto tiempo el diamante que el desconocido se apresuró a decir:
—Prefiero que lo vendáis, porque vale trescientos doblones. Un judío, ¿vive algún judío en Blois? os dará por él doscientos, ciento cincuenta tal vez; tomad lo que os diere, aunque no os ofrezca más que el precio de vuestro alquiler. ¡Corred!
—¡Oh! Caballero —exclamó Cropole avergonzado de la inferioridad que le echaba en cara el desconocido, por ese abandono tan noble y tan desinteresado, y también por su inalterable paciencia a tantas mezquindades y sospechas.
—¡Ah! caballero, me parece que no se robará en Blois, como vos parecéis creer, y valiendo el diamante lo que decís…
El desconocido lanzó nuevamente a Cropole una de sus miradas.
—Yo no entiendo de eso, compañero, creedme —exclamó éste.
—Pero los joyeros sí entienden; preguntadles —dijo el desconocido.
—Ahora, creo que nuestras cuentas están terminadas, ¿no es verdad?
—Sí, señor, y tengo un gran sentimiento porque temo haberos ofendido.
—De ninguna manera —replicó el desconocido con la majestad de quien todo lo puede.
—Ha de haber parecido llevar más de lo equitativo a un noble viajero… Poneos en el caso, señor, de la necesidad.
—No hablemos más de eso, os digo, y hacedme el favor de dejarme solo.
Cropole inclinóse profundamente y salió con aire extraviado, que anunciaba en él un corazón excelente y un verdadero remordimiento.
El desconocido fue a cerrar la puerta, y miró cuando estuvo solo el fondo de la bolsa de donde había tomado un saquito de seda donde estaba el diamante, su único recurso.
También interrogó el vacío de sus bolsillos, miró los papeles de su cartera, y se persuadió de la absoluta desnudez en que iba a encontrarse.
Entonces levantó los ojos al cielo con un movimiento sublime de calma y de desesperación, enjugó con sus manos alguna gota de sudor que humedecía su noble frente, y descansó sobre la tierra aquella mirada, llena un momento antes de majestad divina.
La tempestad acababa de pasar lejos de sí; quizá había orado en el fondo de su alma.
Volvió a acercarse y a tomar su sitio en la ventana, y allí permaneció inmóvil, muerto, hasta el momento en que, comenzando el cielo a obscurecerse, brillaron las primeras antorchas, dando la señal de la iluminación a todas las ventanas y balcones.