Capítulo VCropoli, Cropole y un notable pintor desconocido

En tanto que el conde de la Fère visita con Raúl los nuevos edificios que había mandado construir, y los caballos que había cambiado, el lector me permitirá que volvamos de nuevo a la ciudad de Blois y que asistamos a la no común actividad que la agitaba.

En las hosterías, principalmente, era donde más se hacían sentir las consecuencias de la noticia llevada por Raúl.

En efecto, el rey y la Corte en Blois, es decir, cien caballeros, y otros tantos criados, ¿dónde se metería toda esa gente? ¿Dónde se alojarían todos los caballeros de los contornos, que quizá llegarían en dos o tres horas, tan pronto como la noticia se fuese ensanchando, a la manera de esas circunferencias concéntricas qué causa la caída de una piedra lanzada en las aguas de un lago tranquilo?

Blois, tan apacible como lo hemos visto por la mañana, como el lago más tranquilo del mundo, se llena de repente de tumulto y de temor a la noticia de la regia llegada.

Los criados de Palacio, bajo la inspección de los oficiales, iban a la ciudad en busca de provisiones, y diez correos a caballo galopaban hacia las reservas de Chambord a fin de traer la caza, a las pesquerías del Beuvron por el pescado, y a los huertos de Cheverny por las Priores y por las frutas.

Sacábanse del guardamuebles las valiosas tapicerías y las arañas con sus grandes cadenas doradas; un ejército de pobres barría los patios y lavaba los pavimentos de piedra, al paso que sus mujeres destruían los prados del Loira recogiendo sus capas de verdura y sus flores.

La ciudad toda; para no permanecer extraña a este gran lío, hacía su toilette con gran azacaneo de escobas, cepillos y agua.

Los arroyos de la ciudad alta, hinchados con estos incesantes lavatorios, se convertían en ríos en la parte baja de la ciudad, y preciso es decir que hasta el fangoso empedrado se adiamantaba a los rayos benéficos del sol.

Por último, se preparaban músicas, las gavetas se vaciaban, los mercaderes acaparaban cintas y lazos de espadas, y las tenderas hacían provisión de pan, carne y especias. Hasta un buen número de vecinos, cuyas casas se hallaban provistas como para sostener un sitio no teniendo ya de qué ocuparse, se ponían sus trajes de fiesta y se dirigían a la puerta de la ciudad para ser dos primeros en anunciar o ver el séquito. Sabían muy bien que el monarca no llegaría hasta la noche; y tal vez, hasta el día siguiente, pero ¿qué es esperar, sino una especie de locura? Y la locura, ¿qué es sino exceso de esperanza?

En la ciudad baja y a unos cien pasos del castillo de Los Estados, en cierta calle bastante hermosa que se llamaba entonces calle Vieja, y que, en efecto, debía ser muy vieja, alzábase un respetable edificio de poca elevación y de caballete puntiagudo, provisto de tres ventanas que daban a la calle en el primer piso, de dos en el segundo, y de una pequeña claraboya en el tercero.

Había una tradición, según la cual, esta casa fue habitada, en tiempo de Enrique III, por un consejero de los Estados, que la reina Catalina había ido, según unos a visitar, según otros, a estrangular. Después de muerto el consejero por estrangulación o naturalmente, pues esto no hace al caso, la casa fue vendida, luego abandonada, y por último, aislada de las otras casas de la calle. Sólo a mediados del reinado de Luis XIII, cierto italiano llamado Crópoli, escapado de las cocinas del mariscal de Ancre, había ido a establecerse en esta casa. En ella fundó una pequeña hostería, donde se servían unos macarrones de tal modo refinados, que la gente iba a comer a ella de muchas leguas a la redonda.

Lo ilustre de esta casa procedía de que la reina María de Médicis, prisionera en el castillo de los Estados, había mandado a buscarlos una vez.

Y eso aconteció, precisamente, el mismo día en que escapó por la famosa ventana. El plato de macarrones había quedado sobre la mesa, desflorado solamente por la boca real.

Este doble favor, de una estrangulación y de un plato de macarrones, había sugerido al pobre Crópoli la idea de nombrar a su hostería con un título pomposo.

Mas su cualidad de italiano no era una recomendación en aquellos tiempos; su poca fortuna, cuidadosamente guardada, no quería ponerse demasiado en evidencia.

Cuando se vio próximo a morir, lo cual aconteció en 1643, después de la muerte del Rey Luis XIII, llamó a su hijo, joven marmitón de las más bellas esperanzas, y con las lágrimas en los ojos le rogó que guardase bien el secreto de los macarrones, que afrancesase su nombre, que se casase con una francesa, y, en fin, que cuando el horizonte político se desembarazase de las nubes que le cubrían, se hiciese fraguar por el herrero vecino una magnífica muestra, en la cual un famoso pintor, que él indicó, dibujaría dos retratos de reina, con esta leyenda: LOS MÉDICIS.

El bueno de Crópoli, después de tales recomendaciones, sólo tuvo fuerza para indicar a su joven sucesor una chimenea, en cuya campana había escondido mil luises de diez francos, y expiró.

Crópoli hijo, que era hombre de energía, soportó esta pérdida con resignación y el lucro sin insolencia. Primero comenzó por acostumbrar al público a hacer pronunciar tan imperceptiblemente la i final de su nombre, que, ayudándole la general complacencia, no se llamó sino Cropole, nombre puramente francés.

Enseguida, casóse con una francesita de quien se había enamorado, y a cuyos padres arrancó una dote razonable, mostrándoles lo que había en la chimenea.

Terminados estos dos negocios, ocupóse en buscar al pintor que debía pintar la muestra, al cual encontró bien pronto.

Era éste un viejo italiano, émulo de los Rafael y de los Correggio, pero émulo desdichado. Decía él que era de la escuela veneciana, sin duda porque le gustaban mucho los colorines: Sus obras, de las cuales jamás vendió una; lastimaban la vista a cien pasos y disgustaban tanto a los vecinos, que concluyó por no hacer nada.

Siempre se alababa de haber pintado una sala de baño, para la señora maríscala de Ancre, y se quejaba de que la tal sala se hubiese quemado cuando el desastre del mariscal.

Crópoli, en su calidad de compatriota, era indulgente para con Pittrino.

—Este era el nombre del artista. Tal vez había visto las famosas pinturas de la sala de baño. Siempre tuvo tal deferencia al famoso Pittrino, que, finalmente, se lo llevó a su casa.

Reconocido Pittrino y alimentado de macarrones, aprendió a propagar la reputación de este manjar nacional; y ya en tiempo de su fundador había prestado, por medio de su lengua infatigable, grandes servicios a la casa Crópoli.

Cuando iba envejeciendo se unió al hijo como al padre, y poco a poco se convirtió en una especie de vigilante de una casa donde su probidad, su sobriedad reconocida, su castidad proverbial y otras mil virtudes que juzgamos inútil enumerar aquí, le dieron plaza, eterna en el hogar con derecho de inspección sobre los criados.

Por otra parte, él era quien probaba los macarrones para conservar el gusto puro de la antigua tradición, y preciso es decir que no perdonaba ni un grano de pimienta de más, ni un átomo de queso de menos. Su gozo fue inmenso el día en que, llamado a compartir el secreto de Crópoli, hijo, fue encargado de pintar la muestra famosa.

Se le vio revolver con entusiasmo en una antigua caja, donde halló unos pinceles un tanto roídos por los ratones, pero todavía servibles, colores casi desecados en sus vejigas, aceite de linaza en una botella, Y en paleta que en otro tiempo había pertenecido a Bronzino, dios de la pintura, según decía en su entusiasmo siempre juvenil el artista ultramontano.

Pittrino estaba preocupado con la alegría de una rehabilitación. Hizo lo que había hecho Rafael; cambió de escuela y pintó a la manera de Albano dos diosas más bien que dos reinas. Estas ilustres damas estaban de tal manera graciosas en la muestra, ofrecían a las sorprendidas miradas tal conjunto de blanco y rosa, resultado admirable del cambio de escuela de Pittrino, y afectaban posiciones de sirenas tan anacreónticas, fue el regidor primero, cuando fue admitido a ver esta obra maestra en la sala de Cropole, confesó inmediatamente que aquellas damas eran demasiado hermosas y estaban dotadas de un encanto harto incitante para figurar como enseña a la vista de los transeúntes.

—Su Alteza Real Monsieur dijo que viene muchas veces a la ciudad, no quedaría muy contento al ver a su ilustre madre tan ligera de ropa y os enviaría a un calabozo, porque este glorioso príncipe no es muy tierno de corazón que digamos. Borrad, pues, ambas sirenas o la leyenda, sin lo cual os prohíbo la exhibición de la muestra. Esto está en vuestro interés, maese Cropole, y también en el vuestro, señor Pittrino.

Esto no tenía más contestación que dar las gracias al regidor por su atención, y así lo hizo Cropole. Pero Pittrino quedó mudo y decaído.

Conocía muy bien lo que iba a pasar.

Apenas había salido el regidor, cuando Cropole se cruzó de brazos. Veamos, maestro —dijo—, ¿qué hacemos?

—Vamos a quitar la leyenda —contestó con tristeza Pittrino—. Aquí tengo un negro de marfil excelente; es cosa que se hace en una hora y reemplazaremos a los Médicis con las Ninfas o las Sirenas, como mejor os plazca.

—Nada de eso —repuso Cropole; así no se cumpliría la voluntad de mi padre.

—Vuestro padre se refería a las figuras —dijo Pittrino.

—Se refería a la leyenda —replicó Cropole.

—La prueba de que se refería a las figuras es que mandó que fuesen parecidas, como lo son en efecto —repuso Pittrino.

—Sí, pero si no lo hubieran sido, nadie las reconocería sin la leyenda.

Hoy mismo, que esas personas célebres vanse borrando de la memoria de los habitantes de Blois, ¿quién conocería a Catalina y a María, sin estas palabras: LOS MÉDICIS?

—Pero, señor, ¿y mis figuras? —preguntó Pittrino desesperado, porque sentía que Cropole tenía razón—. Yo no quiero perder el fruto de mi trabajo.

—Tampoco yo deseo ir a la cárcel.

—Borremos los Médicis —dijo Pittrino suplicante.

—No —replicó Cropole—. Se me ocurre una idea sublime. Aparecerán vuestra pintura y mi leyenda… ¿Médicis no quiere significar médico en italiana?

—Sí, en plural.

—Iréis, pues, a mandar al herrero que haga otra plancha para muestra; pintaréis en ella seis médicos y pondréis debajo: «LOS MÉDICIS»… lo que hace un juego de palabras muy agradable.

—¡Seis médicos! ¡Imposible! ¿Y la composición? —exclamó Pittrino. ¿Eso os asusta?

—Pues así ha de ser, lo quiero, es preciso, mis macarrones lo exigen.

Esta razón no tenía réplica, y Pittrino obedeció.

Compuso la muestra de los seis médicos con la leyenda, que el regidor aplaudió.

La muestra tuvo un gran éxito. Lo que prueba que el pueblo nunca es muy artista, según decía Pittrino.

Cropole, para indemnizar a su pintor de cámara, colgó en su alcoba las ninfas de la muestra desechada, lo cual hacía ruborizar a su mujer cuando las miraba al desnudarse por las noches.

Así fue cómo la casa de que hablamos tuvo su muestra, y cómo hubo en Blois una hostería de este nombre; teniendo por propietario a maese Cropole, y por pintor de cámara al maestro Pittrino.