Capítulo IVPadre e hijo

Raúl continuó, sin detenerse, el camino de Blois a la casa en que vivía el Conde de la Fère.

El lector nos dispensará una retratada descripción. Ya en otros tiempos hemos penetrado allí juntos y la conoce.

Sólo que, desde la última vez que la cogimos, los muros se han obscurecido algo por razón de la intemperie; los árboles han crecido, y algunos que antes extendían apenas sus flexibles ramas por entre las desigualdades del suelo, acopados ahora y espesos, extienden su ramaje arenado de vegetación; ofreciendo al viajero flores y frutos.

Raúl distinguió desde lejos el caballete del tejado; las dos torrecillas desde las que se divisaba su casa solariega, y vio también entre los olmos su palomar, a los pichones que revoloteaban alrededor del cono de ladrillos, como los recuerdos alrededor de un alma tranquila.

Cuándo se acercó más, oyó él ruido de las garruchas que rechinaban bajo el peso de los macizos cubos; y le pareció también oír el melancólico gemido del agua que vuelve a caer en el pozo, ruido triste, monótono, solemne; que hiere el oído del niño y del poeta, soñadores; que los ingleses llaman splash, los poetas árabes gasgachau, y que nosotros los franceses, que bien quisiéramos ser poetas, no podemos traducir más que con una perífrasis: le bruit de l’eau tombant ches l’eau.

Hacía más de un año que no iba Raúl a ver a su padre. Todo ese tiempo lo había pasado al lado del príncipe de Condé.

Este gran señor, después de las antiguas parcialidades del tiempo de la Fronda, se había reconciliado con la Corte de una manera franca y solemne: Mientras había durado la división entre el rey y el príncipe, éste; pues se aficionó al de Bragelonne, le había ofrecido cuantas ventajas pueden seducir a un joven en el principio de su carrera porque siguiese su partida.

El conde de la Fère, siempre fiel a sus principios de realismo, explicados un día bajo las bóvedas de San Dionisio, habíase negando siempre en nombre de su hijo a todos los ofrecimientos. Hizo más en lugar de seguir al Condé en su rebelión, siguió al de Turena, combatiendo incesantemente por el rey igualmente cuando Turena parece construido del agua cayendo en el agua.

Pareció abandonar la causa real, le abandonó también para ponerse de parte del de Condé, como antes lo hiciera del de Turena. Resultó de esta línea de conducta, que Raúl, tan joven como era, tenía inscritas más de diez victorias en su hoja de servicios, y ninguna derrota de que tuviera que sonrojarse su conciencia.

Así, pues; Raúl, según lo había querido su padre; sirvió constantemente la fortuna de Luis XIV, no obstante todas las oscilaciones endémicas y casi inevitables en tiempos tan azarosos.

El de Condé, vuelto a la gracia real, usó del privilegio de amnistía, pidiendo entre otras cosas la vuelta de Raúl a su servicio. El conde de La Fère, que comprendió el estado de las cosas con su talento perspicaz, se lo mandó inmediatamente.

Un año había transcurrido después, de esta ausencia del padre y el hijo; algunas cartas habían dulcificado en parte los rigores de la ausencia. Ya hemos observado que Raúl, dejaba en Louis otro amor que el filial y afectuoso entre padres e hijos.

Mas hemos de hacerle justicia; a no haber sido por la casualidad y la señorita de Montalais, dos demonios tentadores, Raúl hubiese partido sin detenerse a ver a su padre, así que ejecutó el mensaje; aun cuando llevase en el corazón el amante recuerdo de su querida Luisa.

La primera parte del camino iba preocupado con el recuerdo de la entrevista que acababa de tener con su amada; la segunda, con el pensamiento del amigo amado a quien tardaba en abrazar.

Encontró abierta la puerta del jardín Y se metió por ella con su caballo, atropellando las filas y cuadros, y atrayendo sobre sí la ira de un viejo, vestido con capotillo de color violeta y gorro viejo de terciopelo en la cabeza.

El buen viejo estaba escardando una calle de rosales enanos y margaritas, y no podía tolerar que se destruyese con el casco de un caballo el piso de sus calles de arena cernida.

Aventuró el principio de un juramento contra el recién llegado; pero volviendo éste la cabeza, la escena cambió en un momento. Apenas le hubo conocido, cuando incorporándose echó a correr en dirección de la casa, dando gritos, que eran en él el paroxismo de una alegría salvaje.

Raúl llegó hasta las cuadras, dio su caballo a un lacayo joven, y subió las escaleras con una alegría que hubiera regocijado el corazón de su padre.

Atravesó la antecámara, el corredor y el salón sin encontrar a nadie; por último, habiendo allegado a la puerta del gabinete del conde de Fère, llamó impaciente a su padre, y sin escuchar apenas la voz grave de éste, que le contestó al punto que entrase, se halló dentro de la habitación.

El conde permanecía sentado junto a una mesa cubierta de libros y papeles: Su continente era siempre el de un noble y bien portado caballero, pero, el tiempo había dado a su nobleza y hermosura un carácter más imponente y distinguido: frente sin arrugas, blanca cabellera, ojos vivos bajo un cerco de cejas perfecto, bigote fino y apenas encanecido, marcando unos labios delgados que no parecían haber sentido la contracción de las pasiones; cuerpo derecho y delgado, mano descarnada: tal era el caballero cuyas nobles hazañas habían merecido el aplauso de mil personas ilustres, bajo el nombre de Athos. Cuando llegó Raúl ocupábase en corregir las páginas de un cuaderno manuscrito, todo él redactado de su puño y lenta.

Raúl se lanzó en brazos de su padre con tanta precipitación, que el conde no tuvo ni tiempo ni fuerza suficientes para dominar la emoción que le embargaba.

—¡Vos aquí, vos aquí, Raúl! —exclamó—. ¿Es posible?

—¡Oh padre mío! ¡Cuánto me alegra de volveros ver!

—¿No me contestáis, vizconde? ¿Habéis obtenido licencia para venir a Blois, ha ocurrido en París alguna desgracia?

—A Dios gracias, señor —respondió Raúl, serenándose—, no ha ocurrido nada malo; el rey se casa, como tuve el honor de anunciarles en mi última carta, y marcha a España. Su Majestad pasará por Blois.

—¿Para ver a Monsieur?

—Sí, señor conde. El príncipe me ha mandado delante para que la venida del rey no le cogiese de improviso, o más bien deseando parecerle agradable.

—¿Habéis visitado a Monsieur? —preguntó vivamente el conde.

—He tenido ese honor.

—¿En el castillo?

—Sí, padre mío —contestó Raúl bajando los ojos, porque sin duda había sentido en la interrogación del conde algún otro sentido que una simple curiosidad.

—En verdad que tengo el honor de cumplimentar por ello.

Raúl inclinóse en señal de agradecimiento.

—¿No habéis visto en Blois otra persona?

—Señor, he visto, a Su Alteza Real Madame.

—Está bien. No es de Madame de quien yo hablo.

Raúl ruborizóse como un niño y no contestó una sola palabra.

—¿No me entendéis, señor vizconde? —insistió el conde con indulgente severidad.

—Os entiendo perfectamente, señor; y si preparo una respuesta, no es que trate de disculparme con una mentira.

—Bien, sé que no acostumbráis a mentir: Por eso me admiro de que tardéis en darme una respuesta categórica: sí o no.

—No, puedo contestaros sino; comprendiéndoos bien; y si os he entendido bien, vais a recibir de mal talante mis primeras palabras. Sin duda os desagrada, señor conde, que haya visto.

—A la señorita de La Vallière; ¿no es así?

—Bien sé que es de ella de quien queréis hablar, señor conde —dijo Raúl con indecible dulzura.

—Y yo os pregunto si la habéis visto.

—Señor, ignoraba cuando entré en el castillo que se hallaba en él la señorita de La Vallière; pero cuando me volvía, después de concluir mi encargo, la casualidad nos ha puesto en presencia uno del otro: He tenido el honor de ofrecerle mis respetos.

—¿Y cómo se llama la casualidad que os haya reunido a la señorita de La Vallière?

—La señorita de Montalais.

—¿Quién es esa señorita de Montalais?

—Una joven que no conocía, y a quien nunca había visto, la camarista de Madame.

—Señor vizconde, no continuaré mi interrogatorio, del cual me hago cargo por haber durado demasiado. Os tenía recomendado que huyeseis lo posible a la señorita de La Vallière y que no la vieseis sin mi permiso. ¡Bien sé que me habéis dicho la verdad y que habéis dado ni un solo paso para acercaros a ella! La casualidad sola me ha engañado, y yo no tengo de qué reconveniros. Me contentaré, por tanto, con lo que ya os he dicho acerca de esa señorita. Dios es testigo, rige que nada tengo que decir de ella; pero no entra en mis designios que frecuentéis su casa. Os ruego otra vez, mi querido Raúl, que lo tengáis entendido.

A estas: palabras, se hubiera dicho, que se turbaban los ojos límpidos y puros de Raúl.

—Ahora, amigo mío —prosiguió el conde con su dulce sonrisa y su voz habitual—, hablemos de otra cosa. ¿Volvéis quizá a vuestra obligación?

—No, señor, nada tengo que hacer sino permanecer hoy a vuestro lado. Felizmente, no me ha impuesto el príncipe más deber que éste, que tan de acuerdo está con mi deseo.

—¿Está bien el rey?

—Perfectamente.

—¿Y el príncipe?

—Como siempre, señor.

El conde se olvidaba de Mazarino, siguiendo su antigua costumbre.

—Bien, Raúl, ya que hoy me pertenecéis, también, por mi, parte os dedicaré todo el día. Abrazadme… otra vez, otra vez estáis en vuestra casa, vizconde… ¡Ah! ¡Aquí está nuestro vicio Grimaud! Venid, Grimaud, el señor vizconde desea abrazaros también.

El anciano no se lo hizo repetir; y corrió con los brazos abiertos. Raúl le ahorró la mitad del camino.

—¿Queréis, Raúl, que vayamos ahora al jardín? Os enseñaré el nuevo alojamiento que he mandado preparar para vos cuando vengáis con licencia; y mientras miramos los plantíos de este invierno y dos caballos de regalo que he cambiado, me daréis noticias de nuestros amigos de París.

El conde cerró su manuscrito; tomó el brazo del joven y pasó con él al jardín.

Grimaud miró tristemente salir a Raúl, cuya cabeza casi tocaba al marco de la puerta, y acariciando su blanca barba dejó caer esta profunda palabra: «¡Crecido!».