Capítulo IIEl mensajero

Tenía razón la señorita de Montalais: el caballero merecía llamar la atención.

Joven, de unos veinticuatro años y de hermosa estatura, llevaba con delgada, gracia el traje militar de la época. Sus largas botas encerraban un pie que no hubiera desdeñado la señorita de Montalais, si se hubiese transformado en hombre. Con una de sus manos, delicadas y nerviosas, detuvo su caballo en medio del patio, y con la otra alzó el sombrero de largas plumas que sombreaban su fisonomía, grave y sincera a la vez.

Al ruido del caballo despertaron los guardias y pusiéronse en pie. El joven dejó que uno de ellos se aproximara hasta el arzón de la silla, e inclinándose hacia él dijo con voz clara, que fue oída perfectamente desde la ventana en que se recataban ambas jóvenes:

—Un mensaje para Su Alteza Real.

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó el guardia—. ¡Oficial, un mensajero! Pero este excelente soldado sabía muy bien que no parecería ningún oficial, porque el único que podía aparecer permanecía en lo último del castillo, en una habitación pequeña que daba a los jardines.

Así es que se apresuró a añadir:

—Caballero, el oficial está de ronda; pero en su ausencia debe avisarse al señor de Saint-Rémy, mayordomo del Palacio.

—¡El señor de Saint-Rémy! —repitió el caballero ruborizándose.

—¿Le conocéis?

—¡Oh! Sí… Os ruego le aviséis al punto, para que mi visita sea anunciada lo más pronto posible a Su Alteza.

—Parece que el asunto es urgente —dijo el guardia como si hablase consigo mismo, pero en realidad con la esperanza de obtener una contestación.

El mensajero hizo un signo afirmativo de cabeza.

—Entonces —añadió el guardia—, yo mismo voy a buscar al mayordomo de Palacio.

El joven, entretanto, echó pie a tierra, y mientras los otros soldados advertían todos los movimientos del caballo del mensajero, el guardia volvió atrás diciendo:

—Dispensad, caballero, mas decidme vuestro nombre, si gustáis.

—Vizconde de Bragelonne, de parte de Su Alteza el señor príncipe de Condé.

El soldado hizo un reverente saludo, y, como si el nombre del vencedor de Rocroy y de Lens le hubiese dado alas, subió ligero la calera para penetrar en las antecámaras.

No había tenido tiempo siquiera el señor de Bragelonne de atar su caballo a los barrotes de hierro de la escalinata, cuando llegó desalentado el señor de Saint-Rémy, sosteniendo su abultado vientre con una de sus manos, mientras que con la otra hendía el aire, como un pescador las olas con su remo.

¡Ah, señor vizconde; vos en Blois! —murmuró—. ¡Esto es una maravilla! ¡Buenos días, caballero Raúl, buenos días!

—Mil respetos, señor de Saint-Rémy.

—La señora de La Vallière, quiero decir que la señora de Saint-Rémy va a tener un gran placer en veros. Pero venid, Su Alteza Real está almorzando. ¿Hemos de interrumpirle? ¿Es grave el asunto?

—Sí y no, señor de Saint-Rémy. Con todo, un momento de tardanza podría producir alguna desazón a Su Alteza Real.

—Si es así, quebrantemos la consigna, señor vizconde. Venid; Monsieur está hoy de un humor delicioso. Además, nos daréis noticias, ¿no es cierto?

—Grandes, señor de Saint-Rémy.

—¿Y buenas; presumo?

—¡Óptimas!

—Pues entonces, venid pronto, muy pronto —exclamó el buen hombre que se arreglaba caminando.

Raúl siguióle, sombrero en mano; algo asustado del ruido solemne que hacían las espuelas sobre el tillado de las inmensas salas.

En el momento de desaparecer en el interior del palacio, volvió a oírse en la ventana del patio un cuchicheo animado que demostraba la emoción de las jóvenes; pronto debieron tomar alguna resolución, porque una de las dos cabezas desapareció: la del pelo negro; la otra permaneció detrás del balcón oculta entre las flores y mirando con atención, por los recortes de las ramas la escalinata por la que el señor de Bragelonne hizo su entrada en el palacio.

Mientras tanto proseguía su camino el objeto de tanta curiosidad, siguiendo las huellas del mayordomo de Palacio. El rumor de pasos acelerados, el olor de vinos y viandas, y el ruido de cristales y de vajilla le dieron a entender que llegaba al fin de su carrera.

Pajes, criados y ofíciales, reunidos en la sala que precedía al comedor, acogieron al recién llegado con la proverbial cortesía de este país; algunos conocían a Raúl, y casi todos sabían que llegaba de París. Podría decirse que su entrada suspendió por un instante el servicio.

El hecho es, que un paje que echaba de beber a Su Alteza, al oír las espuelas en la cámara vecina, se volvió como un niño, sin notar que continuaba vertiendo, no en el vaso del príncipe, sino en los manteles.

Madame, que no estaba preocupada como su glorioso marido, notó la distracción del paje.

—¡Muy bien! —dijo ella.

—¡Muy bien! —repitió Monsieur.

El señor de Saint-Rémy, que asomaba la cabeza por la puerta, aprovechó el momento.

—¿Por qué molestarme? —dijo Gastón acercándose el enorme trozo de uno de los más enormes salmones que hayan remontado el Loira para dejarse pescar entre Paimbœuf y Saint-Nazaire.

—Es que viene un mensajero de París. ¡Oh! Pero después del almuerzo de monseñor tenemos tiempo.

—¿De París…? —exclamo el príncipe dejando caer su tenedor—. ¿Y de parte de quién viene ese mensajero?

—De parte del príncipe —apresuróse a decir el mayordomo.

Sabemos ya que así era como se llamaba al príncipe de Condé.

—¿Un mensajero del príncipe? —dijo Gastón con inquietud que no se ocultó a ninguno de los presentes, y que en consecuencia redobló la general curiosidad.

Monsieur se creyó quizá trasladado a los tiempos de aquellas bienaventuradas conspiraciones, en las cuales producía inquietud el ruido de las puertas, en que toda epístola podía contener un secreto de Estado, y todo mensaje servir a una intriga sombría y complicada: Tal vez también el gran nombre del príncipe se desplegaba bajo las bóvedas de Blois con las proporciones de un fantasma.

Monseñor echó atrás su asiento.

—¿Digo al mensajero que espere? preguntó, el señor de Saint-Rémy.

Una mirada de Madame animó a Gastón, que replicó:

—No, al contrario, hacedle entrar al instante. A propósito, ¿quién es él?

—Un caballero de este país; el señor vizconde de Bragelonne.

—¡Ah! ¡Muy, bien! Que entre, Saint-Rémy.

Y cuando hubo dicho estas palabras, con su acostumbrada gravedad, Monsieur miró de tal manera a la gente de su servicio, que todos, servidores, oficiales y escuderos, dejaron la servilleta y el cuchillo, e hicieron hacia la segunda cámara una retirada tan rápida como desordenada.

Este pequeño ejército abrióse en dos filas cuándo Raúl de Bragelonne, precedido del señor de Saint-Rémy, entró en el comedor.

El breve momento de soledad que había proporcionado esta retirada, permitió a Monsieur tomar un aspecto diplomático. No se movió de su postura, y esperó a que el mayordomo colocara al mensajero frente a él. Raúl se detuvo a la mitad de la mesa, de modo que se encontrase entre Monsieur y Madame. Desde éste sitio hizo un saludo muy reverente para Monsieur; otro muy elegante para Madame, y esperó a que Monsieur le dirigiese la palabra.

El príncipe, por su parte, esperaba a que las puertas estuviesen bien cerradas; no quería volver la cabeza para asegurarse de ello, lo cual no hubiera sido oportuno; pero escuchaba con toda su alma el ruido de la cerradura, que le prometía, por lo menos, una apariencia de secreto.

Cuando estuvo cerrada la puerta, Monsieur levantó los ojos, miró al vizconde de Bragelonne y le dijo:

—Según parece llegáis de París, caballero.

—En este instante, monseñor.

—¿Cómo se encuentra el rey?

—Su Majestad goza de perfecta salud.

—¿Y mi cuñada?

—Su Majestad, la reina madre, sigue padeciendo del pecho. No obstante, hace un mes que está mejor.

—¿Me han dicho que venís de parte del príncipe? Seguramente, se engañan.

—No, monseñor. El señor príncipe me ha encargado que ponga en manos de Vuestra Alteza, esta carta, y espere la contestación.

Raúl se había conmovido algo con esta acogida fría y meticulosa; su voz había descendido insensiblemente hasta el diapasón de la del príncipe, de modo que ambos hablaban casi en voz baja. El príncipe olvidó que él era la causa de este misterio y tuvo miedo.

Recibió con ojos extraviados la epístola del príncipe de Condé, rompió el sobre como si hubiera abierto un paquete sospechoso, y para que nadie pudiese notar el efecto de su rostro se volvió de espaldas.

Madame siguió con una ansiedad casi igual a la del príncipe todos los movimientos de su augusto esposo.

Raúl, impasible y algo desembarazado por la preocupación de sus huéspedes, miró desde su puesto por la ventana, abierta ante él, el jardín y las estatuas que lo adornaban.

—¡Ah! —exclamó de pronto Monsieur con una sonrisa radiante—. He aquí una sorpresa agradable y una deliciosa carta del príncipe de Condé. Tomad, señora.

La mesa era bastante ancha para, que el brazo del príncipe pudiese alcanzar la mano de la princesa: Raúl se apresuró a ser su intermediario, y lo hizo con tanta gracia que admiró a la princesa, valiendo un cumplimiento adulador al vizconde.

—Sin duda sabréis el contenido de esta carta preguntó Gastón a Raúl.

—Sí, monseñor; el príncipe me dio primero verbalmente el mensaje, mas después reflexionó S.A. y tomó la pluma.

—Es una hermosa letra —repuso Madame—, pero yo no puedo leer.

—¿Queréis leer a Madame, señor de Bragelonne? —dijo el duque.

—Sí, leed, os lo suplico, caballero.

Raúl comenzó la lectura, a la cual prestó Monsieur toda atención.

La carta estaba escrita en estos términos:

Monseñor: El rey marcha hacia la frontera, y ya sabéis que está para celebrarse el matrimonio de S.M. El rey me ha hecho el honor de nombrarme su mariscal aposentador para este viaje, y como yo sé cuan intensa será la alegría que tendrá. S.M. en pasar un día en Blois, me atrevo a pedir a V.A.R. permiso para señalar con mi lápiz el castillo que habita. Pero si lo imprevisto de esta demanda pudiera causar alguna molesta a V.A.R., os suplico me lo digáis por el mensajero que os envío, que es un gentilhombre de mi casa, el señor vizconde de Bragelonne. Mi itinerario está pendiente de la decisión de V.A.R., y en vez de seguir por Blois indicaré a Vendome o Romorantin. Me atrevo a esperar que V.A.R. acogerá mi petición como una prueba de mi consideración sin límites y de mi deseo de serle grato.

—Nada tan honroso para nosotros —contestó Madame, que había consultado más de una vez durante la lectura las miradas de su esposo—. ¡El rey aquí! —exclamó quizá algo más alto de lo necesario para que el secreto permaneciese guardado.

—Caballero —dijo a su vez Su Alteza, tomando la palabra—, daréis las gracias al príncipe de Condé, y le manifestaréis todo mi reconocimiento por el placer que me proporciona.

Raúl se inclinó.

—¿Qué día llega Su Majestad? —prosiguió el príncipe.

—Según todas las probabilidades, esta noche.

—Pues entonces, ¿cómo se sabría mi respuesta, en caso de ser negativa?

—Yo tenía el encargo de volver apresuradamente a Beaugency para dar la contraorden al correo, quien volviendo también atrás la daría al príncipe.

—¿Conque Su Majestad está en Orléans?

—Más cerca, monseñor; Su Majestad debe haber llegado a Meung en este momento.

—¿Le acompaña la Corte?

—Si, monseñor.

—A propósito: me olvidaba pediros noticias del señor cardenal.

—Su Eminencia parece gozar de buena salud.

—Sin duda, le acompañarán sus sobrinas.

—No, Monsieur; Su Eminencia ha mandado a las señoritas Mancini marchar a Bourges; seguirán por la orilla izquierda del Loira, mientras la Corte viene por la derecha.

—¡Cómo! ¿La señorita María Mancini abandona de ese modo la Corte? —preguntó Monsieur, cuya reserva empezaba a debilitarse.

—Sin duda —contestó discretamente Raúl.

Una sonrisa fugitiva, vestigio imperceptible de su antiguo talento de ruidosas intrigas, ilumino las mejillas del príncipe.

—Gracias; señor de Bragelonne —dijo entonces Monsieur—; quizá no queráis dar al príncipe la comisión, que desearía encargaros, y es que su mensajero me ha sido muy agradable; pero yo mismo se lo diré.

Raúl inclinóse para par las gracias a Monsieur por el honor que le hacia.

Monsieur hizo una seña a Madame, que dio un golpe en el timbre que había a su derecha.

Al instante entró el señor de Saint-Rémy, y la cámara se llenó de gente.

Señores —dijo el príncipe—, Su Majestad me hace el honor de venir a pasar un día en Blois; cuento con que el rey, mi sobrino, no tendrá que arrepentirse del honor que me hace.

—¡Viva el rey! —exclamaran con entusiasmo frenético todos los oficiales de servicio, y el señor de Saint-Rémy antes que nadie.

Gastón bajó la cabeza tristemente; toda su vida había tenido que oír, o más bien, que sufrir ese grito de ¡viva el rey! que pasaba por encima de él. Ya hacía algún tiempo que no lo escuchaba, habían descansado sus oídos, y ahora una monarquía más joven, más viva y más brillante, surgía delante de él como una nueva y dolorosa provocación.

Madame conoció los sufrimientos de aquel corazón tímido y sombrío, y se levantó de la mesa; Monsieur la imitó maquinalmente; y todos los servidores, con rumor de colmena, rodearon a Raúl para hacerle preguntas.

Madame observó este movimiento y llamó al señor de Saint-Rémy.

—Esta no es hora de charlas, sino de trabajar —dijo con acento de ama de gobierno que se enoja.

El señor de Saint-Rémy se apresuró a romper el círculo formado por los oficiales que rodeaban a Raúl, de suerte que éste pudo salir a la antecámara.

—Que se cuide a ese caballero —repuso Madame dirigiéndose al señor, de Saint-Rémy.

El buen hombre corrió al instante detrás de Raúl.

—Madame nos ruega que refresquéis aquí —dijo—; además, hay para vos otro alojamiento en el castillo.

—Gracias, señor de Saint-Rémy —contestó Bragelonne—; ya sabéis cuánto tardo en ir a ofrecer mis deberes al señor conde, mi padre.

—Es verdad, caballero Raúl; os suplico que, a la vez, le presentéis mis respetos.

Raúl se despidió del caballero y continuó su camino.

Al pasar por el porche llevando de la brida su caballo, una vocecita llamóle desde el fondo de una avenido obscura.

—¡Caballero Raúl! —dijo la voz.

El joven volvióse, sorprendido, y vio una muchacha morena que apoyando un dedo en sus labios le tendía la mamo.

Esta joven le era desconocida.