En el mes de mayo del año 1660, a las nueve de la mañana, cuando el sol ya bastante alto empezaba a secar el rocío en el antiguo castillo de Blois, una cabalgata compuesta de tres hombres y tres pajes entró por él puente de la ciudad, sin causar más efecto que un movimiento de manos a la cabeza para saludar, y otro de lenguas para expresar esta idea en francés correcto.
—Aquí está Monsieur, que vuelve de la caza.
Y a esto se redujo todo.
Sin embargo, mientras los caballos subían por la áspera cuesta que desde el río conduce al castillo varios hombres del pueblo se acercaron al último caballo, que llevaba pendientes del arzón de la silla diversas aves cogidas del pico.
A su vista, los curiosos manifestaron con ruda franqueza, su desdén por tan insignificante caza, y después de perorar sobre las desventajas de la caza de volatería, volvieron a sus tareas. Solamente uno de estos, curioso, obeso y mofletudo, adolescente y de buen humor, preguntó por qué Monsieur, que podía divertirse tanto, gracias a sus pingües rentas, conformábase con tan mísero pasatiempo.
—¿No sabes —le dijeron— que la principal diversión de Monsieur es aburrirse?
El alegre joven se encogió de hombros, como diciendo: «Entonces, más quiero ser Juanón que príncipe».
Y volvieron a su trabajo.
Mientras tanto, proseguía, Monsieur su marcha, con aire tan melancólico, y tan majestuoso a la vez, que, ciertamente, hubiera causado la admiración de los que le vieran, si le viera alguien; mas los habitantes de Blois no perdonaban a Monsieur que hubiera elegido esta ciudad tan alegre para fastidiarse a sus anchas, y siempre que veían al augusto aburrido, esquivaban su vista, o metían la cabeza en el interior de sus aposentos, como, para substraerse a la influencia de su largo y pálido rostro, de sus ojos adormecidos y de su lánguido cuerpo. De modo, que el digno príncipe estaba casi seguro de encontrar desiertas las calles por donde pasaba.
Esto era una irreverencia muy censurable por parte de los habitantes de Blois, porque Monsieur era, después del rey, y aun tal vez antes del rey, el más alto señor del reino. En efecto, Dios, que había concedido a Luis XIV, reinante a la sazón, la ventura de ser hijo de Luis XIII había otorgado a Monsieur el honor de ser hijo de Enrique IV. No era, por tanto, o al menos no debía ser motivo sino de orgullo, para, la ciudad de Blois, esta preferencia dada por Gastón de Orléans, que tenía su corte en el antiguo castillo de los Estados.
Pero estaba escrito, en el destino de este gran príncipe, no excitar más que medianamente, en todas partes donde se hallaba, la atención y la admiración del pueblo: Monsieur había tomado el partido de acostumbrarse a ello.
Quizá esto era lo que le daba su aspecto de tranquilo aburrimiento. Monsieur había estado muy ocupado en su vida. Imposible es hacer cortar la cabeza a una docena de sus mejores amigos, sin que esto haga algún ruido, y como desde el advenimiento de Mazarino no se había cortado la cabeza a nadie; Monsieur no tenía qué hacer y se fastidiaba.
Era, pues, muy melancólica la vida del pobre príncipe; después de su cacería matutina en las orillas del Beuvron, o en los bosques de Cheverny, Monsieur pasaba el Loira, iba desayunarse a Chambord, con apetito o sin él, y la ciudad de Blois no volvía a hablar hasta la cacería próxima de su soberano, señor y dueño.
Esto era el aburrimiento extramuros; en cuanto al fastidio interior, daremos una ligera idea de él al lector, si quiere seguir con nosotros la cabalgata y subir hasta el suntuoso pórtico del castillo de los Estados.
Monsieur montaba un caballo de poca alzada, enjaezado con ancha silla de terciopelo rojo de Flandes y estribos en forma de borceguíes; el jubón de Monsieur, hecho de terciopelo carmesí, y la capa, que era del mismo color, confundíanse con el jaez del caballo; y solamente por este conjunto rojizo era por lo que podía conocerse al príncipe entre sus dos compañeros, vestidos uno de color violeta y otro de verde. El de la izquierda era el escudero; el de la derecha, el montero mayor.
Uno de los pajes llevaba dos gerifaltes sobre una percha y el otro una corneta, en la que soplaba con flojedad a veinte pasos del castillo. Todo lo que rodeaba a este príncipe perezoso hacía con pureza lo que él hubiera hecho del mismo modo.
A esta señal, ocho guardias que paseaban al sol en el patio, corrieron a tomar sus alabardas, y Monsieur hizo su entrada en el castillo.
Cuando desapareció, a través de las profundidades del pórtico, algunos pilluelos que habían subido al castillo detrás de la cabalgata, mostrándose mutuamente las aves cazadas; se dispersaron, comentando lo que acababan de ver; luego que desaparecieron, la calle, la plaza y el patio quedaron desiertos.
Monsieur se apeó del caballo sin pronunciar palabra; pasó a su habitación, donde le mudó de vestido su ayuda de cámara, y como Madame no hubiese todavía enviado a tomar las órdenes para el desayuno. Monsieur se tendió sobre una poltrona, y se durmió de tan buena gana como si hubieran sido las once de la noche.
Los ocho guardias, que comprendieron estaba terminado su servicio por el resto del día, se acostaron al sol sobre sus bancos de piedra, los palafreneros desaparecieron con sus caballos en las cuadras, y a excepción de algunos pájaros, que se picoteaban unos a otros con chillidos agudos en la espesura de las alhelíes, hubiérase dicho que todos dormían en el castillo del mismo modo que Monsieur.
De pronto, en medio de este silencio tan dulce, resonó una risotada nerviosa que hizo abrir un ojo a algunos de los alabarderos que hacían la siesta.
Esta carcajada salía de la ventana del castillo, visitada en aquel instante por el sol, que la conglobaba en uno de esos grandes ángulos que dibujaban mirando al mediodía, sobre los patios, los perfiles de las chimeneas.
El balconcillo de hierro cincelado, que sobresalía más allá de esta ventana, estaba adornado con un tiesto de flores rojas, otro de primaveras, y un rosal, cuyo follaje, de un verde encantador, estaba salpicado de capullos rojos, precursores de rosas.
En la habitación a que daba luz esta ventana, distinguíase una mesa cuadrada, revestida de antigua tapicería con muchas flores de Haarlem; sobre esta mesa había una redomita de piedra, en la cual estaban sumergidos algunas lirios; y, a cada extremo de dicha mesa, una joven.
La actitud de estas dos jóvenes era particular; se las hubiera tomado par dos pensionistas escapadas del convento. Una de ellas, con los codos apoyados en la mesa y una pluma en la mano, trazaba caracteres sobre una hoja de papel de Holanda; la otra, arrodillada sobre una silla, lo que le permitía adelantar la cabeza y el busto por encima del espaldar hasta la mitad de la mesa, miraba a su compañera cómo vacilaba al escribir. De aquí provenían los gritos y las risas, uno de las cuales, más ruidosa que las otras, había espantado a los pájaros que saltaban en los alelíes y turbado el sueño de los guardias de Monsieur.
La que iba apoyada sobre la silla, la más ruidosa, la más risueña; era una linda muchacha de diecinueve a veinte años, morena, de cabellos negros y ojos encantadores, que ardían bajo unas cejas vigorosamente trazadas, con unos dientes que resplandecían como perlas entre labios de coral.
Todos sus movimientos parecían el resultado de un gesto; su vida no era vivir, sino saltar.
La otra, la que escribía, miraba a su bulliciosa compañera con ojos azules y límpidos como el cielo de aquel día. Sus cabellos, de un rubio ceniciento, peinados con delicado gusto, caían en trenzas sedosas sobre sus nacaradas mejillas; posaba sobre el papel una mano delicada, pero cuya delgadez denunciaba su juventud. A cada, risotada de su amiga, alzaba como despechada sus blancos hombros, de una forma poética y suave, mas a los cuales faltaba esa elegancia de vigor y de modelo que también se deseaba ver en sus brazos y manos.
—¡Montalais! ¡Montalais! —exclamó por fin con voz dulce y cariñosa como un cántico—. Reís demasiado fuerte, como un hombre, y no solamente os notarán los señores guardias, sino que tampoco oiréis la campanilla de Madame, cuando llame.
La joven, llamada Montalais, no cesó de reír ni de gesticular por esta amonestación, y contestó:
—No decís lo que pensáis, querida Luisa; sabéis que los señores guardias, como vos los llamáis; empiezan ahora su sueño, y que ni un cañón los despertaría; sabéis también que la campanilla, de Madame se oye desde el puente de Blois, y que, por consiguiente, la oiré cuando mi obligación me llame a su cuarto. Lo que os molesta, hija mía, es que yo me ría cuando escribís; lo que teméis es que la señora de Saint-Rémy, vuestra madre, suba aquí, como hace a veces cuando reímos estrepitosamente; que nos sorprenda, y que vea esa enorme hoja de papel, en la cual, después de un cuarto de hora, no habéis trazado más que estas palabras: «Caballero Raúl». Tenéis razón, amada Luisa, porque después de esas palabras, caballero Raúl, se pueden poner tantas otras, tan significativas y tan incendiarias, que la señora de Saint-Rémy, vuestra madre, tendría derecho para arrojar fuego y llamas. ¡Eh! ¿No es esto? ¡Hablad!
Y Montalais, aumentó sus risas y provocaciones turbulentas.
La joven rubia se enfureció de repente; desgarró el papel en que estaban escritas las palabras Caballero Raúl con hermosa letra, y, arrugándolo entre sus nerviosos dedos lo arrojó por la ventana.
—¡Hola, hola! —dijo la señorita de Montalais—. ¡Cómo se enoja nuestro corderito, nuestro niño Jesús, nuestra paloma…! No tengáis miedo, Luisa; la señora de Saint-Rémy no vendrá, y si viniera, ya sabéis que tengo el oído muy fino. Además, ¿qué cosa más natural que escribir a un antiguo amigo que data de doce años, sobre todo, cuando se empieza la carta con las palabras Caballero Raúl?
—Está bien, no le escribiré —dijo la joven.
—¡Ah…! Ya está Montalais bien castigada! —exclamó, sin dejar de reír, la morenita burlona—. Vamos, vamos, otro pliego de papel, y concluiremos pronto nuestra correspondencia. ¡Bien! ¡Ahora sí que suena la campanilla! ¡Tanto peor! Madame pasará la mañana sin su primera camarista.
En efecto, la campanilla; anunciaba que Madame había concluido su tocado y esperaba a Monsieur, que le daba la mano en el salón para pasar al comedor.
Hecha esta formalidad con grande ceremonia, los dos esposos almorzaban y se separaban hasta la hora de comer, fijada invariablemente a las dos de la tarde.
El sonido de la campanilla hizo abrir en la repostería, a la izquierda del patio, una puerta por la cual desfilaron dos maestresalas, seguidos de ocho marmitones con una parihuela cargada de manjares cubierta con tapaderas de plata.
Uno de estos maestresalas, el que parecía el primero en título, tocó en silencio con su varita a uno de los guardias que roncaba sobre un banco, y llevó su bondad al extremo de poner en manos de aquel hombre, muerto de sueño, la alabarda que estaba arrimada a la pared y a su lado; después de lo cual, el soldado, sin preguntar una palabra, escoltó hacia el comedor la comida de Monsieur, precedida de un paje y los dos maestresalas.
Por todas partes por donde pasaba la comida de Monsieur, precedida de un paje y los dos maestresalas.
Por todas partes por donde pasaba la comida, los guardias acompañábanla con sus armas.
La señorita de Montalais y su amiga habían seguido con la vista, desde su ventana, el pormenor de este ceremonial, al cual, sin embargo, debían estar habituadas, pero miraban con cierta curiosidad para asegurarse de que no serían molestadas. Así es que, cuando pasaron marmitones, guardias, pajes y maestresalas, volvieron a su mesa, y el sol que antes iluminó un instante sus rostros encantadores, ahora sólo alumbraba los lirios, las primaveras y el rosal.
—¡Bah! —dijo Montalais, ocupando su asiento.
—Madame almorzará bien sin mí.
—¡Oh! Seréis castigada; Montalais —contestó la otra joven sentándose muy despacio.
—¿Castigada? ¡Ah! Sí, es decir, privada del paseo. ¡Eso es lo que yo deseo, ser castigada! Salir en el gran coche colgada a una portezuela; volver a la izquierda, torcer a la derecha por caminos cubiertos de surcos, por donde se adelanta una legua en dos horas, y después, volver derecho por el ala del castillo donde está la ventana de María de Médicis, para que Madame diga como acostumbra: «¡Quién creyera que por ese sitio se salvó la reina María! ¡Cuarenta y siete pies de altura! ¡La madre de dos príncipes y de tres Princesas!». Si esto es una diversión, Luisa, deseo ser castigada todos los días, sobre todo si mi castigo consiste en quedarme con vos y escribir cartas tan interesantes como las que escribimos.
—¡Montalais! ¡Montalais! Hay deberes que es menester cumplir.
—De esto podéis hablar muy cómodamente, querida, vos, a quien dejan libre. Vos sois la única que recoge todas las ventajas, sin tener ninguna obligación; vos, que sois más dama de honor de Madame que yo misma, porque pone de rechazo en vos todos sus afectos; de modo que entráis en esta triste casa, como los pájaros en este patio, respirando el aire, jugueteando con las flores y picoteando los granos sin tener que hacer el menor servicio, ni sufrir el menor aburrimiento. ¡Y sois vos quien me habla de deberes! En verdad, bella perezosa, ¿cuáles son vuestros deberes sino escribir a ese hermoso Raúl? Y como no le escribís, resulta; según creo, que también vos abandonáis un poco vuestras obligaciones.
Luisa asumió grave aspecto, apoyó la barba en una mano, y, con aire ingenuo:
—¡Echadme en cara mi bienestar! —exclamó—. Vos tenéis un porvenir; sois de la Corte, y si el rey se casa llamará a su lado a Monsieur. ¡Veréis espléndidas fiestas, y también al rey, que, según dicen, es tan hermoso!
—Y, además, veré a Raúl, que está al lado del príncipe —repuso con malignidad Montalais.
—¡Pobre Raúl! —dijo Luisa suspirando.
—Éste es el momento de escribirle, querida mía: vamos, volvamos a comenzar ese famoso Caballero Raúl que estaba al principio del papel desgarrado.
Entonces le entregó la pluma, y, con una deliciosa sonrisa, dio valor a su mano, que trazó vivamente las palabras indicadas.
—¿Y ahora? —dijo Luisa.
—Ahora, escribid lo que pensáis —respondió Montalais.
—¿Estáis cierta de que yo pienso algo?
—En alguno pensáis.
—¿Eso creéis, Montalais?
—Luisa, Luisa, vuestros ojos azules son profundos como el mar que vi en Boulogne el año pasado. No, me engaño, el mar es pérfido; vuestros ojos son profundos como el azul que vemos allá arriba, sobre nuestras cabezas.
Pues bien, una vez que tan claro leéis en mis ojos, decidme lo que pienso.
—En primer lugar, no pensáis en el caballero Raúl, sino en mi querido Raúl.
—¡Oh!
—No os ruboricéis por tan poca cosa. Mi querido Raúl, decimos, me rogáis que os escriba a París; donde os retiene el servicio del príncipe. Como es preciso que os aburráis ahí para buscar distracciones con el recuerdo de una provinciana…
Luisa se levantó de repente.
—No, Montalais —replicó sonriéndose—, no; no pienso ni una palabra de todo eso. Mirad, esto es lo que pienso.
Tomó atrevidamente la pluma, y trazó con pulso firme las palabras siguientes:
Habría sido muy desgraciada, si vuestras obstinadas instancias para lograr de mi un recuerdo, hubiesen sido menos vivas. Todo me habla aquí de nuestros primeros años, tan dulce como rápidamente transcurridos, que nunca reemplazarán otros su encanto en mi corazón.
Montalais, que minaba correr la pluma y que leía, mientras que su amiga iba escribiendo, la interrumpió palmoteando:
—¡Sea enhorabuena! —dijo—. Aquí sí que hay sinceridad, corazón, estilo; demostrad a esos parisienses, querida mía, que Blois es la ciudad donde mejor se habla.
—Sabe que Blois ha sido para mí el cielo.
—Eso es lo que yo quería decir, y que habláis como un ángel.
—Termino, Montalais.
Y la joven continuó en efecto:
—Decís que pensáis en mí caballero Raúl; os doy las gracias; mas esto no puede sorprenderme, pues sé muy bien cuántas veces han latido juntos nuestros corazones.
—¡Oh! —exclamó Montalais—. Tened cuidado, corderita mía, mirad que hay lobos allá.
Iba a contestar Luisa cuando resonó el galope de un caballo bajo el pórtico del castillo.
—¿Qué sucede? —dijo Montalais acercándose a la ventana—. ¡Un hermoso caballero, a fe!
—¡Oh Raúl! —murmuró Luisa, que había hecho el mismo movimiento que su amiga, y que, poniéndose pálida, cayó palpitante cerca de la carta sin terminar.
—¡Éste sí que es un amante listo! —exclamó Montalais—. Y que llega a tiempo.
—Retiraos, os lo ruego —murmuró Luisa.
—¡Bah! ¡Si no me conoce! Permitidme saber lo que le trae aquí.