Estoy sentada ante el escritorio de Hinnerk con la mirada vuelta hacia el patio. Los tilos han perdido sus hojas. Ahora sé cómo es el jardín en invierno. Once veces ya lo he preparado para que resistiera el frío y he cubierto los arriates con ramas de pino, he protegido las plantas vivaces con esterillas, he podado los arbustos y los rosales. En febrero, el prado de delante de la casa está cubierto de campanillas blancas.
Sobre el escritorio están los escritos de un arquitecto y ensayista de Bremen que registró en los años veinte los acontecimientos y fenómenos del ambiente artístico de la ciudad, antes de emigrar a América. Preparo la edición de su obra póstuma.
Carsten Lexow murió un año después de Bertha. A consecuencia de una caída. Con las tijeras de podar rosas en la mano.
Mi hijo hace skateboard con sus amigos en el patio, entre los tilos. He de contenerme para no golpear el cristal y pedirle que se levante los pantalones y se cierre la chaqueta. Pero no conseguiré aguantarme durante mucho rato.
Hace un frío glacial.
Desde hace algunos días estoy arreglando las habitaciones de arriba para mis padres. Mi padre ha decidido marcharse del sur de Alemania porque la melancolía de mi madre ha llegado demasiado lejos. Ella llora mucho y come poco. Se encierra en sí misma.
Mi madre olvida.
A veces no se acuerda de si ya ha cocinado o no. A veces olvida también cómo se cocina. Tal vez las cosas sean más fáciles para ella aquí, en la casa, pero no lo creo. Y dudo que lo crea mi padre.
Aún no he vuelto a ver a Mira, a pesar de que ahora es de la familia, pero nos llamamos de cuando en cuando. Max tiene más contacto con su hermana. Ella sigue siendo socia del mismo bufete y vive desde hace once años con una maestra en un apartamento de un edificio antiguo de Berlín. Cuando hablamos, jamás mencionamos a Rosmarie. Hasta tal punto evitamos hablar de ella, que se alcanza a oír su aliento en el auricular. Y el murmullo del viento nocturno en las ramas del sauce.