Max no se fue a casa. Aquella noche hicimos el amor bajo el manzano.
Al amanecer salimos con las bicis y nos fuimos a nadar al lago. El agua estaba mansa y fría, y donde no era plateada era negra. Lo acompañé hasta su casa y me preguntó si podía pasar a verme después del trabajo. Le dije que sí.
Al caminar sobre la hierba del huerto, húmeda por el rocío, al principio no vi nada que me llamara la atención. Me tendí sobre el improvisado lecho donde habíamos pasado la noche y hundí la mirada en el follaje del manzano. No fue hasta ese momento cuando vi que las manzanas habían madurado durante la noche. Las ramas se doblaban bajo las pesadas Boskoop de rugosa piel verde y marrón rojizo. Estábamos en junio. Me levanté, cogí una e hinqué los dientes en ella. Era a la vez dulce y ácida y de piel algo amarga. Fui a buscar cubos y cestas. Mientras me dirigía al cobertizo, me asaltó una duda y me desvié del camino para acercarme a los groselleros. Pero allí todo estaba como siempre. Nada más que grosellas blancas y negras.
Pasé el día recogiendo manzanas.
El árbol era grande y estaba muy cargado. Coloqué una escalera de aluminio contra el tronco. Junto a los cubos, cestos y barreños había encontrado ganchos metálicos en forma de «S» que se colgaban de una rama y se enganchaban al asa del cubo por el otro extremo. Con ese cubo subí y bajé muchas veces la escalera. Recoger manzanas exigía un gran esfuerzo, pero el árbol me facilitaba las cosas. Sus ramas eran sólidas y se desplegaban como alas, y yo podía trepar y desplazarme por ellas y llegar fácilmente a los frutos más alejados del tronco.
¿Sería éste el manzano del que Bertha se había caído para levantarse convertida de pronto en una anciana? No lo sabía, pero tampoco tenía demasiada importancia. Tras la fatal caída de Rosmarie, Harriet se había venido abajo. Inga había encontrado para Bertha una residencia de ancianos. Sin embargo, pasarían casi dos años hasta que Harriet se decidiera a dejar la casa y buscarse un apartamento en Hamburgo. Durante ese período, Inga se ocupaba a la vez de Harriet y de su madre, a quien llevaba con frecuencia a pasar la tarde en la casa que había sido su hogar. Mi madre viajaba casi siempre a Bootshaven fuera de mi periodo de vacaciones. Eso era un alivio para mí porque ya no quería acompañarla. Las pocas veces que estuve allí de paso fue durante mis vacaciones semestrales, en las que aprovechaba también para ir a Bremen a visitar a tía Inga. Si ella iba a visitar a Bertha en esos días, yo —excepto una única vez— no la acompañaba. Me daba cuenta de que mi actitud decepcionaba a mi tía y a mi madre, pero no podía cambiar las cosas.
Harriet no aguantó mucho tiempo en Hamburgo y se fue a la India, donde pasó varios meses en un ashram participando en seminarios. Eso pareció hacerle bien. Los seminarios costaban mucho dinero, se mudó a un apartamento aún más pequeño y trabajó aún más. Fue en esa época cuando empezó a llevar ese collar de madera con la imagen de Bhagwan y a firmar sus cartas con el nombre de Mohani. Aparte de eso, no vimos grandes cambios en ella. El lavado de cerebro, tan temido por Inga y por mi madre, no se produjo. En algunas ocasiones decía cosas relacionadas con la espiritualidad y el karma, pero eran ideas sobre las que ya hablaba antes de Bhagwan, cuando Rosmarie aún vivía. Christa decía que todo aquello que le hiciera bien a Harriet era correcto. Porque quien es invulnerable a la espiritualidad es también invulnerable a la curación.
Fue precisamente entonces cuando, por pura casualidad, Inga pasó por delante del consultorio y leyó la placa de Friedrich Quast. Llamó a su hermana. Unos días más tarde, Harriet tomaba el tren en dirección a Bremen. Se sentó en la sala de espera, que estaba repleta. Como no tenía ni hora concertada ni tarjeta de visita, tuvo que aguardar a que no quedara nadie, tranquilamente sentada. No esperaba nada. Tampoco contaba con que sucediera nada. Por fin, el doctor Quast le hizo una seña para que entrara en su despacho.
Debió de encontrarse frente a una mujer de mediana edad, con cabellos alborotados, teñidos de henna. Un rostro sin maquillar, redondo y liso. Arrugas alrededor de los ojos y dos pliegues profundos a ambos lados de la nariz. Se fijaría en que llevaba ropa de colores azafrán, canela, curry y otras especias. Y, para completar el cuadro, zapatillas de deporte. Él la habría catalogado enseguida, tal vez dentro del grupo «exhippie con tendencia al esoterismo, frustrada y seguramente divorciada».
Sin dar muestras de curiosidad, le preguntó por el motivo de la visita.
Que le dolía el corazón, respondió ella. Día y noche.
Él asintió en silencio y arqueó las cejas para animarla a proseguir.
Harriet le sonrió.
—Yo tenía una hija. Está muerta. ¿Tiene usted una hija? ¿Un hijo?
Friedrich Quast la miró con más atención. Negó con la cabeza.
Harriet continuó hablando tranquilamente pero sin quitarle la vista de encima.
—Yo tenía una hija. Su pelo era pelirrojo como el suyo y tenía las manos llenas de pecas como usted.
Friedrich Quast puso las manos sobre la mesa. Hasta ese momento las había tenido metidas todo el tiempo en los bolsillos de su bata.
Él no dijo nada, pero su párpado derecho empezó a temblar imperceptiblemente mientras seguía con la mirada clavada en Harriet.
—¿Qué edad?
Él carraspeó y precisó la pregunta.
—Perdón. ¿Qué edad tenía su hija?
—Quince. Casi dieciséis. Ya no era una niña, pero tampoco una mujer. Hoy tendría justo veintiún años.
Friedrich Quast tragó saliva. Asintió en silencio.
Harriet volvió a sonreír.
—Yo era joven y amaba a un estudiante pelirrojo. Siento pena por él, jamás conoció a su hija. Ella tampoco quiso saber jamás dónde estaba su padre, aunque yo la habría ayudado a averiguarlo. No tiene por qué ser tan difícil. Pero ¿sabe usted?, me parte el corazón pensar que él jamás llegará a conocer a esa hija y, si él lo supiera, eso le partiría también el suyo.
Harriet se puso en pie; las lágrimas corrían por sus mejillas. Friedrich Quast estaba pálido. La miraba fijamente, con la respiración entrecortada. Harriet parecía no darse cuenta de sus propias lágrimas.
—Lo siento, doctor Quast, ya sé que usted no puede ayudarme pero ¿sabe una cosa? Yo a usted, tampoco.
Harriet se dirigió hacia la puerta.
—No, no. No se vaya. ¿Cómo se llamaba? ¡Dígame cómo se llamaba!
Harriet lo miró. Sus ojos rojos eran inexpresivos. Jamás le daría el nombre de Rosmarie. Nada. Él no obtendría ni una brizna de Rosmarie.
—Debo irme —le dijo.
Harriet abrió la puerta y la cerró con delicadeza al salir. La secretaria la siguió con una mirada desconfiada, mientras ella se dirigía altiva a la salida y le hacía al pasar un distraído gesto con la cabeza.
Al cabo de unas semanas, cuando Inga volvió a pasar por aquella calle, sus ojos buscaron la placa con el nombre del doctor Quast, pero ya no estaba; otro médico se había instalado allí. Inga entró y preguntó por el doctor Quast. Le dijeron que ya no ejercía allí, ni en ningún otro consultorio de la ciudad.
Inga se quedó en Bremen. Seguía teniendo pretendientes, todos bien parecidos y casi siempre bastante más jóvenes que ella, pero nada serio. Mantenía a la gente a una prudente distancia pero retenía los instantes. Sus fotos se vendían bien. Por la serie dedicada a su madre había obtenido el Premio German Portrait de 1997. Entre tanto, aplicaba los principios de la electrostática a su trabajo. Con ocasión del entierro de Bertha me había explicado cómo conseguía, por medio de las variaciones de temperatura, cargar la película hasta saturarla. A partir de estas aplicaciones se podían explorar nuevas posibilidades y revolucionarios enfoques.
Mientras tanto, había llenado de manzanas dos cestos de ropa y un barreño de plástico. Los llevé a la casa y los dejé en la cocina. ¿Dónde convenía almacenarlos? ¿En el sótano o en el cobertizo? ¿Cuál era el sitio más fresco y más seco? De momento los dejé ahí donde estaban, en el suelo.
Me apoyé sobre uno de los cestos llenos de manzanas y contemplé el suelo pavimentado con pequeñas piedras cuadradas negras y blancas. Tal vez, hoy consiguiera descifrar los misteriosos caracteres. En el preciso momento en que parecían emerger las primeras figuras, oí pasos detrás de mí. Era Max, que acababa de entrar en la cocina y se detenía bruscamente al verme agachada mirando el suelo.
—¿No te encuentras bien?
Levanté la cabeza, turbada.
—No, desde luego que no. Me serené rápidamente y dije:
—¿Sabes cómo se hace la compota de manzanas?
—Nunca la he hecho. Pero no debe de ser muy difícil.
—Vale, no sabes, pero ¿sabes pelar manzanas?
—Me temo que sí.
—Bien, aquí tienes el cuchillo.
—¿De dónde son estas manzanas?
—Del árbol bajo el que dormimos.
—Yo no dormí.
—Lo sé.
—¿Manzanas? Pero si estamos en…
—Junio, lo sé.
—Y ya que lo sabes todo, ¿querrías explicarme qué pasa?
Me encogí de hombros.
—¿El árbol de la ciencia crece en vuestro jardín? Eso hará aumentar el precio de tu casa, siempre y cuando aceptes la herencia.
Aún no había considerado la posibilidad de venderla. Miré a Max, que apretaba los labios.
—¿Qué pasa?
—Nada. Simplemente pensaba en que pronto volverás a marcharte. En que es posible que vendas la casa y no regreses nunca más, o sí, dentro de otros cien años, en una silla de ruedas empujada por tus bisnietos… Y ellos te llevarán en esa silla al cementerio, tú arrojarás una manzana sobre mi tumba y susurrarás: «¿Pero quién era ese hombre? ¿Qué aspecto tenía? Ah, sí, ya me acuerdo, ¡era el tipo al que yo siempre acechaba desnuda!». Y luego alzarás tu cuello siempre majestuoso y una risa de falsete se escapará de tu garganta. Entonces, tus bisnietos soltarán el manillar de la silla, sobresaltados, y tú te precipitarás por la abrupta pendiente de detrás de la esclusa, rodando hacia atrás, y te caerás estrepitosamente al agua en el mismo momento en que se abre la puerta de la esclusa y…
—Max…
—Lo siento, siempre hablo más de la cuenta cuando estoy asustado. Dejémoslo. Ven y dame un beso.
Pelamos manzanas y preparamos veintitrés frascos de compota. Eran todos los que había podido encontrar. De tanto hacer girar el pasapuré, teníamos calambres en los brazos y las manos llenas de ampollas. Afortunadamente, había dos pasapurés en la casa, uno grande y uno pequeño, de modo que los dos pudimos darle a la manivela. Sazonamos la compota con canela y una pizca de nuez moscada. Piqué tres pepitas de manzana y las eché dentro. El aroma cálido y suave de las manzanas cocidas, mezclado con una dulce fragancia a tierra, llenaba hasta el último rincón de la casa e impregnaba incluso las cortinas y las camas; era una prodigiosa compota de manzanas.
Pasé los días siguientes en el jardín. Arranqué montañas de angélica y celidonia y liberé cuidadosamente los polemonios y las margaritas de las enredaderas que se enroscaban alrededor de sus tallos. Desenterré las milenramas que se habían propagado por los senderos y las planté en los arriates. Recorté las ramas de las lilas y el jazmín para que los groselleros espinosos volvieran a recibir el sol. Separé los tallos que agobiaban a los frágiles vástagos de los guisantes y los orienté hacia la valla o los sujeté a tutores. Las nomeolvides estaban a punto de secarse, y solo unas pocas manchas azules titilaban aún aquí y allá. Escurrí sus tallos delgados entre el pulgar y el índice para recolectar las semillas. Alcé la mano y dejé que el viento dispersara los pequeños granos grises.
El día de mi partida, Max me acompañó hasta la parada. Cuando el autobús giró en nuestra calle, le dije:
—Gracias por todo.
Subí y busqué un asiento libre. Cuando el bus arrancó bruscamente, el peso de mi propio cuerpo me hizo caer hacia atrás contra el respaldo.