Capítulo 11

En la terraza, pese a la sombra, empezaba a hacer calor. El sol estaba alto ya. Regresé a casa para beber un vaso de agua. Entré en el despacho de Hinnerk, me senté en su escritorio y saqué de la cajonera inferior izquierda una hoja de papel de mecanografía que se almacenaba en altas pilas. Luego cogí del cajón uno de los lápices perfectamente afilados y escribí una invitación para Max: «Esta noche, poco antes de la puesta del sol, pequeña recepción. Ropa de gala». Había añadido el último punto porque no quería ser la única en andar por ahí disfrazada.

Deslicé la nota en un sobre blanco, en el que escribí Max Ohmstedt, lo metí en el bolso y salí. Una bofetada de calor me golpeó en la cara. Eché la carta en el buzón de Max. Había más correspondencia dentro, por tanto no lo había vaciado aún y seguramente leería mi invitación a tiempo. ¿Y si ya tenía algún plan? Bueno, en ese caso se disculparía. Después de todo, yo no tenía intención de preparar un banquete.

Seguí pedaleando hasta el Edeka, compré vino tinto y, por una cuestión sentimental, un paquete de After Eight. Nadie de allí pareció sorprenderse por mi vestido de baile blanco. Metí todo en el bolso y regresé a casa, comí algo de lo que había en el frigorífico y me puse a planear la velada.

¿Dónde nos sentaríamos? ¿Bajo el rosal trepador de la entrada? No era lo bastante festivo y, además, se veía desde la calle. ¿Bajo el sauce de la terraza? En vista de lo que quería hablar con él, el antiguo jardín de invierno no era el lugar apropiado. ¿En el bosquecillo? Demasiado oscuro, demasiadas ramas punzantes. ¿En el gallinero? Demasiado estrecho y, además, recién pintado. ¿En el huerto de frutales? ¿Sobre el césped delante de la casa? ¿O tal vez en la casa?

Me decidí por los manzanos de la parte trasera. La hierba estaba demasiado alta, pero allí estaban todos aquellos viejos muebles de jardín sobre los que se podían apoyar las cosas. Además, detrás de los árboles frutales se extendían los grandes pastos. Fui al cobertizo para buscar la guadaña de Hinnerk. ¿Por qué no habría de saber hacerlo yo también? Traté de recordar la manera en que mi abuelo sostenía la guadaña y avanzaba a paso lento y tranquilo por el prado mientras las altas hierbas se inclinaban a su paso. Lo que parecía tan fácil resultó, sin embargo, muy penoso, y el calor no facilitó nada las cosas. Corté con decisión un cuadrado irregular junto al gran manzano Boskoop, donde en tiempos se encontraba el escondite de Bertha y Anna. El sitio no tenía la apariencia de un rincón encantador, preparado por alguien para hacer un picnic sobre la hierba, sino más bien la de un campo de batalla. De hecho, lo había sido y la guadaña había ganado. Volví a colgar la desafilada herramienta en su sitio. Lo único que me sacaría del apuro serían un par de buenas mantas. Subí al primer piso, revolví los baúles y encontré una gran alfombra de patchwork, varias mantas de lana recia y una cortina de brocado marrón dorado. Como si se tratase de animales muertos en una partida de caza, arrastré mi botín escaleras abajo y atravesé el cobertizo en dirección al prado. Esos baúles con ajuares de novia eran un verdadero tesoro. Volví a subir y escogí un mantel blanco de encaje de bordado inglés. Al bajar las escaleras, mi mirada recayó en las estanterías. Los lomos de los libros me contemplaban. Me detuve. No, evidentemente no había ningún sistema, las cosas sucedían, simplemente, sin orden ni concierto, y a veces encajaban.

Aferrando el mantel, me puse de nuevo en marcha, pillé algunos cojines de terciopelo verde oscuro con borlas doradas al pasar por la sala de estar y salí con mis trofeos. El mantel ondeaba al viento sobre la mesa plegable cuadrada, corroída por la herrumbre. Aparté con el rastrillo la hierba recién segada y extendí la alfombra. Puse encima las mantas de lana y, por último, la cortina de brocado. Dejé caer entonces los cojines de terciopelo y me tumbé encantada sobre ese magnífico lecho bajo el manzano con la mirada puesta en su follaje, pero no lograba ver nada a contraluz. Me protegí los ojos con una mano a modo de visera.

Cuando desperté, el sol estaba ya próximo al ocaso. Aturdida, me abrí paso entre los cojines. No recordaba haber dormido tanto en toda mi vida, pero tampoco recordaba haber blandido en toda mi vida una guadaña. Subí las escaleras tambaleándome y en su crujido creí adivinar un deje de fraternal resignación.

Me lavé de pies a cabeza en el lavabo, me recogí los cabellos en un moño y me deslicé en el vestido de tul azul noche que había pertenecido a Inga. Las faldas del vestido se componían de innumerables velos finos, que eran como panales de miel y estaban adornados con una orla azul. Cuantas más capas se superponían, tanto más borroso resultaba lo que se escondía debajo. Cuando jugaba con Rosmarie y Mira, ese vestido era siempre mío.

Pensé en cómo habíamos conocido a Mira. Max también estaba allí ese día. Rosmarie y yo jugábamos delante de la casa con una pelota. El juego consistía en lanzarla contra el muro y batir palmas; primero, una vez, después, dos veces, después, tres veces, y así sucesivamente antes de que tocara el suelo. Perdía quien dejaba caer la pelota o se olvidaba de dar una palmada. También jugábamos con la variante del giro completo y de los trabalenguas o cualquier otra cosa que se nos ocurriese. De pronto vimos a esa chica de pelo negro y a su hermano pequeño plantados en medio de la entrada. Rosmarie la conocía y sabía dónde vivía. Iban a la misma escuela pero la chica estaba en un curso superior. El hermano era, sin lugar a dudas, menor, mucho menor que yo, al menos un año; saltaba a la vista. Con rostro impasible, la chica recogía pequeñas piedras del suelo y se las arrojaba a Rosmarie. Yo me regocijaba imaginando la reacción de mi irascible prima pero, para gran decepción mía, no hizo nada. Parecía incluso sentirse halagada y dejaba ver los huecos entre sus dientes; aún conservaba sus caninos puntiagudos, pero le faltaban todos los incisivos superiores. Eso le daba un aire más salvaje y también algo cruel. Agarré una piedra y se la arrojé a la chica. Pero el disparo hizo blanco en su pequeño hermano, que empezó a berrear. Así fue como les permitimos participar en nuestro juego.

Yo me preguntaba de qué se acordaría Max. Él debía de tener seis años en aquella época, su hermana nueve, yo siete y Rosmarie ocho. Ahora teníamos veinte años más. Excepto Rosmarie, naturalmente. Ella estaría siempre a punto de cumplir dieciséis años. Recogí mis faldas de tul y bajé para sacar dos copas de cristal de la vitrina de la sala. En el instante en que volvía a pensar en lo que haría si Max no aparecía —tal vez después del trabajo había salido con los amigos o había ido al cine—, oí que llamaban a la puerta de entrada. Las copas tintinearon entre mis manos. Corrí hacia la puerta y abrí. Max estaba allí, con un ramo de margaritas en la mano. Llevaba una camisa blanca y tejanos negros y sonreía con timidez.

—Gracias por la invitación.

—Entra.

—Tienes un… quiero decir que estás…

—Muchas gracias. Vamos, entra y ayúdame.

—¿Pero qué clase de invitación es ésta? Todo lo tiene que hacer uno mismo…

Se le veía muy contento cuando me siguió a la cocina. Yo me ocupé de las flores. Le puse el florero lleno en una mano y las botellas de vino en la otra. En la canasta que estaba sobre el armario de la cocina metí platos, cuchillos, queso, pan, zanahorias, melón, chocolate, After Eight y dos grandes servilletas de lino. Así cargados, y pasando por el cobertizo, llegamos al huerto de frutales.

—Eh, ¿qué es todo eso?

Se refería evidentemente a las mantas que había debajo del árbol.

—He tenido que montarlo así. Aquí está el único trozo de terreno por el que he pasado la guadaña, y he dormido ahí de maravilla.

—Ah. Entonces has estado tumbada ahí encima sacudiendo la pereza de tu cuerpo pecaminoso.

—Demasiado descarado para alguien que, aterrorizado ante el espectáculo de mi cuerpo pecaminoso, echa a correr y se zambulle en las aguas negras del lago.

Touché. Me has ganado. Iris, yo…

—Calla y sirve el vino.

—A la orden, madame.

Bebimos unos sorbos de pie, y luego nos sentamos bajo el manzano.

—Sí que es algo frugal todo esto, pero no estás aquí para comer.

—¿No? ¿Para qué entonces?

—¿Quieres dejarlo ya?

—Vale. Te escucho.

—Para hablar de la casa. ¿Qué sucede si no acepto la herencia?

—Será mejor que hablemos de eso en mi despacho.

—Pero, en teoría, ¿qué sucedería?

—Que la heredaría tu madre y más adelante sería otra vez tuya. ¿Es posible que no quieras la casa? Creo, francamente, que Bertha tuvo una idea genial al legártela.

—Adoro la casa, pero es una herencia muy pesada.

—Puedo entender a qué te refieres.

—¿Sabe tu hermana que estoy aquí?

—Sí. Se lo he dicho por teléfono.

—¿Y qué te dijo?

—Poca cosa. Quería saber si habíamos hablado de Rosmarie.

—No, no hablamos de eso.

—No.

—¿Quieres que lo hagamos ahora?

—Yo no me enteré más que de parte de la historia; era más joven que vosotras y además, chico. Quizá recuerdes lo que pasaba entonces en casa. Me refiero a lo de mi madre. Tras la muerte de Rosmarie, Mira no era la misma. No hablaba con nadie, ni con mis padres; sobre todo, no hablaba con mis padres.

—¿Y contigo?

—Sí, conmigo sí. Al menos de vez en cuando.

—¿Es por eso que te quedaste aquí? ¿Para hacer de megáfono entre tus padres y tu hermana?

—¡Qué tontería!

—No era más que una pregunta.

—Entiéndelo, Iris, tú no tienes el monopolio del amor a nuestro lago y a los bosques de abedules, a la esclusa y a las nubes sobre los pastos empapados de lluvia. Sí, métetelo en la cabeza.

—¡Pero si eres un romántico!

—Y tú. En todo caso, volvamos a lo que quería decir. Volvamos a Mira. Tras la muerte de tu prima Rosmarie, dejó de flipar, de tomar drogas y de autodestruirse. Se pasaba todo el día en su habitación, estudiando para los exámenes finales. Pasó la prueba de selectividad de matemáticas con las mejores notas de la escuela y estudió Derecho en un tiempo récord. Se doctoró.

—¿Y cuál fue el tema de la tesis? ¿El artículo 218?

Se me había escapado. Los ojos de Max se estrecharon. Me observó con una mirada penetrante.

—No. Derecho urbanístico.

Se produjo una pausa desagradable. Max se pasó la mano por la cara. Luego dijo, como quien no quiere la cosa:

—Traigo un breve artículo que habla de ella. Más bien una nota acerca de su reciente incorporación a un bufete berlinés en calidad de socia. Salió hace dos semanas en una revista de Derecho. ¿Quieres verlo?

Asentí en silencio.

Con lentitud, Max sacó del bolsillo trasero de su pantalón dos páginas plegadas en cuatro. Entonces sí que había previsto hablarme de su hermana. ¿Qué otros planes tendría para esa noche?

—También…, bueno, también hay una foto.

—¿Una foto de Mira? ¡Déjame ver!

Desplegué las páginas. Y entonces vi la foto.

Todo se puso a girar lentamente. El rostro que había en aquella página se acercaba y luego volvía a alejarse. Empecé a sudar. Un horrible martilleo resonó en mis oídos, un desagradable ruido metálico. Todo menos caer desmayada; las caídas se habían acabado. Me sobrepuse.

Aquel rostro sobre el papel. El rostro de Mira. Yo esperaba encontrarme con un extravagante corte de pelo, una especie de casco negro y brillante, un traje chic, si no negro, pues gris, o de un excéntrico violeta oscuro, sexy y sofisticada, la misma diva del cine mudo de siempre.

Lo que yo tenía en la mano, sin embargo, era la foto de una hermosa mujer de larga melena y cejas cobrizas, que llevaba un vestido de satén amarillo vainilla, que relucía casi tanto como el oro. Sus ojos, sin el grueso trazo negro que delineaba antaño sus párpados, ya no eran los mismos. Sus pestañas tenían una negra máscara de rímel. Me miraba fijamente, con una sonrisa indolente dibujada en sus labios pintados de rojo oscuro.

Desconcertada, aparté la fotografía y miré a Max con hostilidad.

—¿Qué… qué es esto? ¿Está enferma o es que tiene un macabro sentido del humor?

—Se ha dejado el pelo largo y se lo ha teñido de rojo. Que yo sepa, lo hace mucha gente.

Max me observó. Su mirada me pareció un poco fría. Aún no me había perdonado lo del artículo 218.

—¡Pero Max! ¡Fíjate bien!

—Ya sé qué aspecto tiene, el cambio de pelo no es muy reciente. El pelo no crece de un día para otro, ¿no crees? Mira dejó de teñírselo de negro inmediatamente después de lo de Rosmarie. Entonces se lo dejó crecer, el rojo vino más tarde.

—¿Pero es que no ves que…?

—¿Que se parece a Rosmarie? Sí. Pero no me había dado cuenta antes de ver esta foto. Tal vez sea también por el vestido dorado. Ni idea de lo que significa todo esto, pero dime, ¿por qué te afecta tanto?

No lo sabía con exactitud. Al fin y al cabo, todas habíamos tenido que superar el trauma de la desaparición de Rosmarie. Harriet había entrado en una secta y Mira se disfrazaba. Tal vez la actitud de Mira fuera más honesta que la mía. Me encogí de hombros y evité la mirada de Max. El vino despedía reflejos oscuros en las grandes copas. Tenía el mismo color rojo que el pintalabios de Mira. No quería seguir bebiendo. Me atontaba. Y me volvía olvidadiza.

La madre de Mira y de Max, la señora Ohmstedt, era alcohólica. Cuando sus hijos regresaban de la escuela y llamaban a la puerta, el tiempo que ella tardaba en abrirla les permitía hacerse una idea de su nivel de embriaguez. «Cuanto más tarda, más bebida está», nos explicó un día Mira con voz inexpresiva. Pasaba el menor tiempo posible en su casa. La víspera del examen oral de selectividad se emperifolló con su habitual ropa negra, tan horrible a ojos de sus padres, se mudó a casa de una amiga y poco después se instaló en Berlín.

Con Max la cosa era distinta. Como Mira era tan difícil, él tenía que ser encantador. Recogía las botellas vacías y cubría a su madre con una manta cuando ya no era capaz de levantarse del sofá para irse a la cama.

El señor Ohmstedt estaba poco en casa; construía puentes y presas y pasaba la mayor parte del tiempo en Turquía, Grecia o España. Antes, su mujer lo acompañaba en aquellos viajes. Habían vivido más de tres años en Estambul. La señora Ohmstedt adoraba todo aquello: los bazares, las fiestas y recepciones de la embajada, las otras mujeres alemanas, el clima, la casa grande y bonita. Cuando se quedó embarazada de Max, decidieron volver. Después de todo, nunca habían pensado en emigrar y querían, además, que sus hijos crecieran en Alemania. Pero no sabían que era mucho más fácil partir que regresar.

El señor Ohmstedt tenía su trabajo y debía continuar viajando, pero Heide Ohmstedt languidecía en Bootshaven. No se habían instalado en la ciudad por los niños. Ella añoraba la tupida red de alemanes en el extranjero. Aquí, en Bootshaven, todos se quedaban en sus casas y nadie se interesaba por ella. A la indiferencia la llamaban discreción y se sentían orgullosos de ello. A la descortesía le decían franqueza, honestidad o rectitud y también les hacía sentirse orgullosos. La señora Ohmstedt tenía fama de exaltada, pesada, exagerada y superficial. Decía cosas tales como: «Los de aquí me importan un comino, son blancos por fuera y negros por dentro». Y pensaba que todo era un pretexto para seguir cómodamente encerrados en sus casas. La señora Ohmstedt no tardó en sentirse muy sola. Pero le daba todo igual y tanto más aún cuanto más bebía.

El señor Ohmstedt estaba desesperado. Y se sentía impotente; pero sobre todas las cosas, estaba ausente.

El día en que Max regresó de la escuela y encontró a su madre tendida en la terraza en camisón a siete grados bajo cero, se la llevaron al hospital en ambulancia con luz roja y sirena. Poco había faltado para que muriera congelada. Al cabo de su estancia en el hospital, la internaron en una clínica para someterse a una cura de desintoxicación durante cuatro semanas. Max tenía entonces dieciséis años y Mira ya vivía en Berlín. El muro no había caído todavía y pensar en Berlín era pensar en un lugar remoto.

La señora Ohmstedt lo superó y empezó a trabajar mucho para la parroquia, no porque hubiese encontrado de pronto a Jesús, sino porque la red de la comunidad parroquial le recordaba el espíritu de solidaridad que unía a los alemanes de Estambul. Había que organizar y asistir a eventos, excursiones y conferencias; había círculos de mujeres, fiestas de veteranos y paseos programados. Ella procuraba estar lo menos posible en su casa.

Ahora era Max quien vivía solo en esa casa e iba al cementerio a empinar el codo. Y ya no estaba con nadie. En realidad, no parecía tan destrozado, pensé mientras escudriñaba su rostro en busca de huellas. Max me estaba observando y entrecerró los ojos.

—¿Y? —preguntó—. ¿Ves algo interesante?

Sentí vergüenza.

—¿A qué te refieres?

—Venga, que veo cómo me miras buscando indicios para catalogarme como alcohólico anónimo.

Esta vez sí sentí que me ponía colorada.

—Estás chiflado.

—Bueno, eso es lo que yo haría en tu lugar.

Se encogió de hombros y bebió un sorbo. Pregunté con cautela:

—¿Y por qué deberías necesitar beber?

—¿Qué es lo que quieres oír? ¿Debo decir: «para olvidar»? ¿Mmm?

Me mordí el labio y aparté la mirada. De pronto quería que se fuera a su casa. Mañana a primera hora renunciaría a la herencia y yo también volvería a mi casa. Ya no necesitaba todo aquello. Tampoco quería seguir hablando. Tenía que marcharse.

Max se volvió a pasar la mano por el rostro.

—Lo siento, Iris. Tienes razón, estoy chiflado. No quería hacerte daño, a ti menos que a nadie. Yo estaba aquí muy tranquilo, ¿sabes? Quiero decir, con mi vida. Tenía todo lo que quería. Mi vida no era excitante, pero yo no quería una vida excitante. Quería una vida tranquila, sin sorpresas. Me las arreglo bien. No hago daño a nadie, nadie me hace daño a mí; no soy responsable de nadie, nadie lo es de mí; no le rompo el corazón a nadie, nadie me lo rompe a mí… Y entonces, vuelves a aparecer tú al cabo de no sé cuántos años y emerges por todas partes —y debes entender emerger en el sentido literal— y eso me produce un miedo enorme. De verdad, ¡hasta empiezo a ilusionarme con tus apariciones! Aunque sé que volverás a marcharte en un par de días, quizá para siempre. Ya no puedo dormir, ni siquiera ir al lago sin riesgo de caerme de la bici a causa de arritmia cardíaca aguda. Y, maldita sea, ¡de noche pinto gallineros! Así que te pregunto: ¿te parece que puede empeorar?

No pude evitar reírme, pero Max sacudió la cabeza.

—No. No-no-no-no. No lo hagas, te lo ruego. ¿Qué es lo que pretendes en realidad?

El sol casi había desaparecido. Desde el sitio donde estábamos sentados podíamos ver los tilos a la entrada del patio. Un tenue resplandor verde dorado temblaba aún en su follaje.

Cuando Mira, que en ese momento estaba en el patio, vio que Inga veía a Rosmarie besar a Peter Klaasen en la boca, derramó toda la limonada. Apoyó los dos vasos —el suyo y el de Rosmarie— a su lado sobre la hierba y clavó los dientes de su pequeña boca roja en el dorso de la mano derecha hasta que salió sangre. Los ojos de Rosmarie brillaban con reflejos plateados mientras me lo contaba.

Al día siguiente, Mira se dirigió a la gasolinera y esperó hasta que Peter Klaasen salió del trabajo. Él la había visto hacía rato y no quería hablar con ella. Le remordía la conciencia y no se atrevía a hablar con Inga por miedo a perderla definitivamente. Rosmarie solo lo había cogido por sorpresa. Él no quería nada de ella, él quería a Inga.

Mira estaba apoyada en su coche en el momento en que él se disponía a regresar a su casa. Ella le pidió que la llevara un trecho, sabía algo que podía interesarle, tenía que ver con Inga. ¿Qué otra cosa podía hacer que abrirle la puerta del copiloto? «Vamos a tu casa», decidió Mira, y él asintió en silencio. Una vez allí, la hizo pasar al salón. Mira se sentó en el sofá y le dijo lo que él ya sabía: Inga había visto cómo él se besaba con Rosmarie y no quería volver a verle en la casa, ni para dar las clases de recuperación ni por ningún otro motivo. Inga había dicho además que no creía que pudiese existir alguien más despreciable a sus ojos que aquel que había seducido a su sobrina menor de edad. Peter se desmoronó. Apoyó la cabeza sobre la mesa y lloró. Mira no dijo nada. Lo miró con esos ojos que parecían estar mal colocados en su rostro y pensó en Rosmarie. Pensó en que Rosmarie había besado a aquel hombre. Se desabrochó entonces el vestido negro. Peter Klaasen la miró sin verla. Mira llevaba un sujetador negro y su piel era muy blanca. Desabotonó la camisa de Peter, pero él apenas se dio cuenta. Cuando Mira le puso la mano sobre el hombro, él pensó en Inga y en que esa extraña muchacha negra y blanca que estaba ante él era el último lazo que aún le unía a ella. Mira clavó la mirada en su boca, esa boca que había rozado la boca de Rosmarie. Peter Klaasen se dio cuenta demasiado tarde de que Mira todavía era virgen, aunque tal vez no había querido saberlo antes. La llevó a casa. Mira estaba pálida y no decía palabra. Cuando Peter Klaasen regresó a su habitación, su mirada se detuvo en la carta con la oferta de empleo en los alrededores de Wuppertal. Al recibirla unos días antes por correo ni siquiera la había tomado en consideración. Pero ahora ya nada era como antes. Esa misma noche respondió aceptando la oferta. Una semana más tarde se trasladó a Wuppertal. Nunca más cruzó palabra alguna con Inga.

Mira se quedó embarazada. De aquella primera vez. A pesar de que odiaba a Peter Klaasen. De todos modos, él se había marchado hacía tiempo. Ella se lo contó a Rosmarie cuando ambas estaban en la cocina bebiendo zumo de manzana. Todo estaba como siempre, el zumo de manzana, el mantel de hule rojo…, pero, al mismo tiempo, nada era como antes.

—Lo has hecho por mí, ¿no es cierto? —preguntó Rosmarie.

Mira permaneció en silencio y negó con la cabeza.

—Deja que te lo quiten, Mira —dijo Rosmarie—. Debes hacerlo.

Mira sacudió la cabeza y miró a Rosmarie. En sus ojos podía verse el blanco entre el párpado inferior y el iris marrón.

—Mira. Debes hacerlo. ¡Debes hacerlo!

Rosmarie se inclinó sobre la mesa y besó a Mira bruscamente en la boca. El beso duró mucho tiempo. Las dos jadeaban cuando Rosmarie volvió a sentarse. Mira seguía sin decir nada, su semblante estaba muy pálido y había dejado de sacudir la cabeza. Miró fijamente a Rosmarie. Rosmarie sostuvo su mirada, abrió la boca para decir algo pero entonces echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse.

Rosmarie se reía también la noche en que me lo contó. Estábamos en agosto, mis vacaciones llegaban a su fin. Aunque ya eran las diez de la noche pasadas, no había oscurecido aún del todo cuando ella subió las escaleras. Nos sentamos sobre el amplio alféizar de nuestra habitación, que había sido la habitación de su madre. Harriet había decidido usar como dormitorio el segundo comedor, justo al lado de la puerta de entrada, porque así podría oír mejor a Bertha cuando se levantara en mitad de la noche y empezara a deambular por la casa. Su despacho se encontraba al lado.

—¿Cuándo hablasteis del tema? ¿Acabáis de hacerlo? —le pregunté a Rosmarie.

—No, hace ya unos días.

—¿Y ahora? ¿Has estado con Mira?

Rosmarie asintió en silencio y desvió la mirada. Yo tenía frío y no sabía qué decir. Mi mente estaba en blanco. Tal vez esperaba que Rosmarie me hubiera mentido para vengarse del enfrentamiento que habíamos tenido ese día en el jardín mientras las tres jugábamos al «zámpatelo o muere». A fin de cuentas, yo tampoco le había perdonado la bofetada pero, en el fondo, sabía que ella había dicho la verdad. Habría querido ir corriendo a ver a mi madre y contárselo todo, pero eso no era posible. Ya no. Poco después, bajamos para dar las buenas noches a todos. Inga también estaba en casa. Las tres hermanas y su madre estaban sentadas en el salón. Inga y Rosmarie casi no se hablaban desde la historia con Peter Klaasen. Esa noche, sin embargo, Inga se levantó y se puso delante de su sobrina que ya era tan alta como ella. Inga alzó ambos brazos y rozó con un ágil movimiento de manos, desde la coronilla hacia abajo, la larga melena y los brazos de Rosmarie. El chisporroteo eléctrico se pudo oír en toda la sala. Rosmarie no se movió. Inga sonrió.

—Ya está. Y ahora, chiquilla, que duermas bien.

Subimos en silencio. Esa noche no nos contamos historias sobre el padre de Rosmarie. Yo le di la espalda a mi prima y traté de dormirme mientras me proponía contárselo todo a mi madre al día siguiente. El sueño tardó en llegar, pero finalmente lo hizo.

Soñé que Rosmarie estaba detrás de mí y me susurraba algo; entonces me desperté. Rosmarie estaba arrodillada sobre la cama, detrás de mí, y me decía en susurros:

—Iris, ¿estás despierta? Iris, despierta. ¿Estás despierta, Iris? Iris… Vamos, despierta de una vez. Vamos. Iris. Te lo ruego.

Yo no tenía la menor intención de despertarme. Rosmarie debía de estar chalada. Primero me pegaba en el jardín y luego hacía todas esas cosas con Peter Klaasen y con Mira. Y Mira las hacía con Peter Klaasen. Y yo no quería saber nada de todo aquello. Quería que me dejaran en paz.

El murmullo de Rosmarie se fue haciendo cada vez más apremiante, era casi una súplica. Dejé que siguiera rogándome. Yo disfrutaba, por una vez, siendo la más fuerte pese a que no hacía otra cosa que fingir que dormía. Que se fuera a ver a Mira. O al genio de las matemáticas de cabellos plateados que transformaba los floreros en lámparas. En todo caso, yo no estaba a su disposición.

Aunque estaba acostada dándole la espalda, podía percibir la tensión de Rosmarie. Tenía la sensación de que mi cuerpo estaba ensartado en espinas que me atravesaban la piel desde dentro. No podría quedarme mucho tiempo más allí echada sin moverme. Intuí que Rosmarie estaba a punto de sacudirme. Su mano no tardaría en asir mi hombro. Entonces seguro que yo no sería capaz de ahogar un grito. De pronto percibí su aliento sobre mis párpados cerrados; se había inclinado sobre mí. Reuní todas mis fuerzas para no guiñarle un ojo. Sentí que una risa nerviosa me subía hasta la garganta y en el momento en que iba a abrir la boca y dejarla explotar me di cuenta por los movimientos del colchón que Rosmarie se había vuelto de espaldas y bajaba de la cama. La oí moverse por la habitación. La larga cremallera de un vestido —era el vestido violeta de mangas transparentes, como pude comprobar más tarde— emitió un aullido cuando Rosmarie la subió enérgicamente de un tirón. ¿Querría marcharse? Estupendo, que se fuera a casa de Mira. Quizá habían quedado para tejer pequeños gorritos negros y pequeñas chaquetitas negras. Para bebés de cabellos plateados.

Oí a Rosmarie deslizarse escaleras abajo. Pensé que el crujido de los peldaños despertaría a la casa entera y que todos la estarían esperando antes incluso de que alcanzara a poner un pie en el vestíbulo. Pero no pasó nada. Oí entonces el ruido de la puerta de la cocina; por tanto, saldría de la casa por el lateral. Era muy lista, porque lo más seguro es que la campana de latón despertara a tía Harriet. Luego se hizo el silencio.

Debí de haberme quedado otra vez dormida pues me sobresalté cuando una mano se posó suave pero enérgicamente sobre mi hombro. Primero pensé que Rosmarie había regresado pero era mi abuela, que estaba de pie junto a mi cama. Rosmarie no estaba allí. Medio dormida, miré a Bertha entrecerrando los ojos. Por lo general, ella no subía a las habitaciones de arriba durante sus vagabundeos nocturnos. Mi madre dormía abajo y debería haber oído cualquier ruido.

—Venga conmigo —susurró Bertha.

Sus cabellos blancos caían en libertad sobre sus hombros. No se había puesto la dentadura, así que daba la impresión de haberse tragado su propia boca. Tuve que hacer un esfuerzo para hablarle con amabilidad.

—Abuelita, te llevo de vuelta a la cama, ¿sí?

—¿Pero quién es usted entonces, mi pequeña señorita?

—Soy yo, Iris, tu nieta.

—¿Es eso verdad? Debo atraparla.

—Alto. Espera. Yo te acompaño.

Con paso tambaleante seguí a Bertha escaleras abajo. Era rápida.

—No, abuelita. No salgas. ¡A la cama!

Pero ella ya había descolgado la llave del gancho, y, tras introducirla en la cerradura, la hizo girar y bajó el picaporte. La campana resonó como un disparo en toda la casa. Mi madre dormía. Inga debía de estar aún arriba.

Bertha salió. Hacía más calor fuera que dentro de la vieja casa y había más luz. La luna resplandecía sobre el cielo azul oscuro. Era grande y casi llena y recortaba sombras negras en la hierba. Bertha descendió las escaleras y se detuvo de golpe, como si hubiera tropezado con un muro invisible. Miraba algo que parecía suspendido en el aire, no por encima de su cabeza, sino delante de ella. Me puse en alerta. Su mirada inquieta no dejaba de escudriñar la oscuridad, como buscando algo a lo que aferrarse. Pero entonces vio algo. Y al cabo de un momento lo vi yo también. Allí arriba, en el sauce, había un bulto oscuro, pero no fue hasta haber escrutado un buen rato la oscuridad que reconocí a Mira y a Rosmarie. Estaban acurrucadas, tan pegadas la una a la otra que sus siluetas se confundían. Entonces una de las siluetas se separó; era Rosmarie, que trepó lentamente por la rama del sauce hasta el techo plano pero ligeramente en pendiente del jardín de invierno. A nosotras no nos permitían hacer eso. El jardín de invierno era viejo, el techo tenía goteras y uno de cada dos cristales estaba resquebrajado o parcialmente despegado del marco de acero. Rosmarie hacía equilibrios sobre la estructura metálica. La brisa nocturna inflaba las mangas de su vestido. La blancura de sus brazos resplandecía. No podía llamarla. Era como si mi boca y mi lengua estuviesen atrapadas en las redes grises de una espesa tela de araña. A mi lado, Bertha temblaba.

Mira empezó a gritar. Me costó varios segundos darme cuenta de que aquellos aullidos salían de la boca de un ser humano. Cuando volví otra vez la vista hacia Rosmarie, ella me miró a los ojos. Me asusté. A la luz de la luna, sus ojos eran casi blancos. Parecía sonreír con su depredadora sonrisa, aunque tal vez no hiciera más que arquear el labio superior sobre los incisivos como los animales cuando se ven amenazados. De pronto echó la cabeza hacia atrás, retiró el pie del marco metálico y lo apoyó sobre el vidrio. En un primer momento no pasó nada, luego se oyó un crujido. Mira enmudeció, le tendió la mano. Rosmarie la agarró.

Y en ese momento ocurrió: Mira se estremeció. Rosmarie le había enviado una descarga eléctrica. La mano de su amiga se le escapó. Crujidos y estallidos. Un golpe seco y un ruido metálico de nunca acabar, los paneles de cristal se separaron uno tras otro del marco y cayeron al suelo. Cristal que estalla sobre la piedra. Cristal que estalla. Cristal. Bañado por la claridad de la luna, el aire nocturno centelleaba de polvo y esquirlas de vidrio. Lancé un grito y corrí hacia la casa para llamar a mi madre y a Harriet. Cuando entré en el vestíbulo, las tres hermanas salían a mi encuentro. Inga no estaba en camisón. Fuimos corriendo al jardín. Mira había bajado del saulaba, arrodillada junto a Rosmarie.

Rosmarie yacía de espaldas sobre las losas blancas acariciadas por el sauce. La brisa nocturna jugaba con las mangas de su vestido. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de fragmentos de vidrio que brillaban como cristales. Un pequeño hilo de sangre salía de su nariz.

Harriet se lanzó sobre su hija e intentó la respiración boca a boca. Mi madre y tía Inga corrieron a la casa para llamar a la ambulancia, que se llevó a Rosmarie, a Mira y a Harriet.

Dejaron tras de sí un oscuro charco de sangre.

Resultó que Rosmarie había muerto de hemorragia cerebral, apenas había perdido sangre.

La sangre era de Mira.

Así fue como nos enteramos del embarazo de Mira y de que había abortado la víspera.

Bertha había desaparecido. Debíamos buscarla. Christa, Inga, y yo nos sentíamos aliviadas por tener algo que hacer. Registramos las tres juntas el jardín y la encontramos cerca de los groselleros.

—Anna, haz un salto de trampolín —dijo.

Me miró con sonrisa insegura.

—Tú no eres Anna.

Meneé la cabeza.

—¿Dónde está Anna? Dime. No sé cómo se caen estas bolas pegajosas.

Señaló las bayas.

—¿Y dónde fundiremos todo eso? Quiero decir que eso no mejorará; ¿o sí? Pero dime algo. Un duende salta. Si nosotros queremos. Pobrecita yo. Pobrecita yo.

Bertha estaba cada vez más inquieta. Se agachaba una y otra vez para recoger las bayas caídas al suelo.

—Y siguen bailando y bailando. Aquí no hay más que cadáveres. Es que ya no se puede. Todo igual que antes. Ha llegado el correo. Tralalá. Y ahora está todo.

Se echó a llorar.

Además, se lo había hecho en el pantalón del pijama. Yo también habría querido llorar, pero no era posible. Agarré a Bertha de la mano, ella se enfadó y se soltó. Di media vuelta con la intención de marcharme. Que se ocuparan Christa e Inga, yo no era capaz. Bertha me seguía, pero al ver a Christa y a Inga las llamó con la mano y se echó en sus brazos.

—¡Aquí están mis madres! ¡Qué alegría! Mis queridas señoras…

Inga y Christa la cogieron del brazo y yo las seguí lentamente. No era nada fácil saber quién sostenía a quién.

Desde aquella noche y durante todas las siguientes noches, me negué a enfrentarme a las siguientes preguntas:

¿Qué había querido decirme Rosmarie? ¿Por qué quería despertarme? ¿Quería hablar conmigo? ¿Quería que yo hablase con Mira? ¿Quería que la acompañase? Y en ese caso, ¿a dónde había tenido la intención de ir? ¿A la esclusa o al lago para nadar? ¿Quería simplemente que subiéramos al manzano de detrás de la casa? ¿O tal vez incluso a ver a tía Harriet? ¿Nos había visto a Bertha y a mí escudriñando la oscuridad? ¿Por qué no la había llamado yo entonces? ¿Sabía ella que Mira había abortado? ¿O se lo había contado Mira aquella misma noche y había saltado por esa razón? ¿Vida por vida? En ese caso, ¿quería tal vez contármelo? En ese caso, ¿se sentiría aliviada? En ese caso, ¿había tenido miedo? ¿Y por qué había trepado al árbol? ¿Se había caído? ¿Había saltado? ¿Había actuado por capricho? ¿O había sido premeditado? ¿Había soltado la mano de Mira sin querer? ¿De manera deliberada? ¿La había forzado Mira a soltarle la mano? ¿Qué significaba aquel electrizante saludo de buenas noches? ¿Había querido vengarse tía Inga? ¿Quería Rosmarie despedirse de mí, revelarme un secreto, reconciliarse conmigo? ¿Pedirme perdón, o que yo le pidiese perdón? ¿Qué habría pasado si yo hubiese abierto los ojos, si no me hubiera hecho la ofendida? ¿Qué habría pasado de haberla seguido a escondidas, si la hubiese llamado entonces? ¿Qué había querido decirme Rosmarie esa noche? ¿Por qué había tratado de despertarme? ¿Había querido salir desde el principio o solo porque yo no quise despertarme? ¿Qué había querido decirme Rosmarie? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué había querido decirme? ¿Por qué yo había fingido estar dormida? ¿Qué habría pasado si yo no hubiera reprimido la risa, si le hubiese guiñado un ojo? ¿Qué habría pasado si hubiese escuchado lo que ella quería decirme? ¿Qué había querido decirme? ¿Qué?