Regresé a casa. Debía ir decidiéndome sobre qué hacer al final con la herencia. Quizá habría tenido que escuchar más atentamente al señor Lexow en vez de dormitar en su jardín, pero ¿quién sabía si su historia no era, en realidad, más ficticia que mis ensoñaciones? Tía Inga, después de todo, siempre había sido una mujer misteriosa, así que le iba la leyenda.
¿Cuánta verdad habría en las historias que me contaban y cuánta en aquellas que yo construía a partir de recuerdos, de suposiciones y cosas oídas a medias? A veces, las historias inventadas se volvían verdaderas, y otras, las historias inventaban verdades.
La verdad está estrechamente emparentada con el olvido, lo sabía de buena tinta por diccionarios, enciclopedias, catálogos y otras obras de referencia. En la palabra griega que significa verdad, aletheia, discurría escondido Lethe, o Leteo, uno de los ríos del inframundo. Quien bebía de sus aguas se liberaba de los recuerdos de vidas pasadas, como antes se había desprendido de su cuerpo, y se preparaba para vivir en el reino de las sombras. Pero ¿era razonable buscar la verdad precisamente allí donde no había olvido? ¿No se escondería precisamente en las rendijas y los agujeros de la memoria? Las palabras tampoco me ayudaban a avanzar.
Bertha conocía todas las plantas por su nombre. Al pensar en mi abuela, la visualizaba en el jardín, con su silueta alta, caderas anchas y piernas zancudas. Tenía pies pequeños y llevaba casi siempre zapatos extremadamente elegantes. No por exceso de coquetería sino porque, al regresar del pueblo, de la ciudad o de visitar a algún vecino, nunca entraba en la casa sin antes haber pasado por el jardín. Usaba delantales que se ataban a la espalda, rara vez aquellos que se abotonan delante. Tenía una boca ancha con labios finos, ligeramente arqueados; su nariz, larga y puntiaguda, estaba siempre un poco enrojecida, y sus ojos algo saltones solían estar húmedos de lágrimas. Tenía los ojos azules. Azul de nomeolvides.
Ligeramente inclinada hacia delante, Bertha recorría los bancales y se agachaba cada tanto para arrancar malas hierbas. Casi siempre llevaba consigo una azada de jardín a modo de cayado. El extremo del mango tenía una especie de estribo de hierro. Bertha clavaba la azada en tierra y sacudía enérgicamente el mango con ambas manos. Parecía como si la propia azada le diera una sacudida eléctrica, pero no; era el centelleo azul metálico de las libélulas que reverberaba en el aire.
En el centro del jardín, una zona desprovista de sombra, era donde hacía más calor, aunque Bertha no pareciera darse cuenta. Solo de vez en cuando hacía una pausa breve para apartar, con un gesto gracioso e inconsciente, los rebeldes mechones húmedos de la nuca y recogerlos nuevamente en el moño.
Cuanto más corta se volvía la memoria de Bertha, más corto le cortaban el pelo. Sus manos, sin embargo, continuaron hasta el día de su muerte recogiendo figuradamente largos cabellos en rodetes imaginarios.
Llegó el día en que mi abuela empezó con sus peregrinaciones nocturnas por el jardín. Eso coincidió con el momento en que comenzó a olvidar el tiempo. Seguía sabiendo leer la hora, pero había perdido totalmente la noción del tiempo. En pleno verano se ponía tres camisetas, una encima de la otra, y calcetines de lana y al rato se enfurecía por sudar tanto. Entonces aún se acordaba de que los calcetines se ponían en los pies. Pero ya no diferenciaba la noche del día. Se levantaba en medio de la noche y empezaba a deambular. Antes, cuando Hinnerk aún vivía, Bertha vagaba también por la casa mientras todos estaban durmiendo. Pero entonces lo hacía porque no podía dormir. Sin embargo, luego lo hacía porque no recordaba siquiera que tuviera que acostarse. Era Harriet quien casi siempre se daba cuenta de que su madre había salido en plena noche. Tan pronto lo descubría, se levantaba quejándose, se ponía el albornoz por encima, se deslizaba en los zuecos que la esperaban junto a la cama y salía, siempre pensando que aquello no podía durar eternamente. Ella tenía una profesión. Tenía una hija adolescente. Las puertas abiertas le señalaban el camino seguido por Bertha, que salía habitualmente por detrás, por el cobertizo, e iba directamente al jardín. Algunas veces la encontraba regando los bancales, casi siempre con la vieja taza de hojalata en la que antiguamente conservaba las semillas de las caléndulas marchitas. Otras, la sorprendía arrodillada entre los arriates arrancando malas hierbas o recogiendo flores, que era su actividad favorita. Bertha prescindía del tallo, cortaba únicamente la flor. Si se trataba de flores en umbela, arrancaba los pétalos y se llenaba la mano hasta no poder cerrarla. Cuando Harriet se le acercaba, le tendía la mano con los pétalos aplastados y le preguntaba dónde podía dejarlos. Durante cuatro frías noches a principios de la primavera, Bertha consiguió arrancar las flores de todo un arriate lleno de pensamientos azules y blancos. Las palmas de sus grandes manos quedaron teñidas de violeta durante semanas. Cuando era niña, había ayudado a su hermana Anna a quitar las rosas marchitas pellizcándolas con las uñas para evitar la formación de escaramujos y favorecer una segunda floración, pero ahora Bertha ya no sabía ni qué edad tenía. Eso era algo que variaba según las circunstancias. Podía tener ocho años cuando llamaba Anna a Harriet o treinta cuando hablaba de su difunto marido y nos preguntaba si ya había regresado del despacho. Quien olvida el tiempo deja de envejecer. El olvido triunfa sobre el tiempo, enemigo de la memoria. Porque el tiempo, a fin de cuentas, solo cura todas las heridas si se alía con el olvido.
De pie junto a la valla del jardín, palpé la cicatriz de mi frente. Tenía que pensar en otras heridas. Durante años me había negado a hacerlo. Las heridas eran gratis, venían en la herencia junto con la casa. Debía analizarlas al menos una vez más antes de volver a cubrirlas con las tiritas del tiempo.
Con una larga cinta de esparadrapo nos atábamos las manos a la espalda cuando jugábamos a ese juego que había inventado Rosmarie y que llamábamos «zámpatelo o muere». Nos íbamos al fondo del jardín, a un sitio que no era visible desde la casa, entre los groselleros blancos y los zarzales, donde acababa la propiedad. Allí estaba también la compostera; de hecho, había dos, una llena de tierra, la otra con cáscaras, hojas de col amarillentas y hierba segada de color pardusco. Las hojas pilosas y los tallos carnosos de las calabazas, los pepinos y los calabacines serpenteaban por el suelo. Bertha tenía calabacines en el jardín porque le gustaba hacer pruebas con plantas nuevas y le fascinó la rapidez con que crecían. Su problema radicaba en que no sabía qué hacer con aquellos enormes frutos que se deshacían enseguida al cocinarlos y crudos no sabían a nada; así que crecían, crecían y crecían hasta que, llegado el verano, aquella parte del jardín adquiría el aspecto de un campo de batalla abandonado del que árboles gigantescos se hubieran retirado tras la contienda, dejando atrás aquellas gruesas mazas verdes de combate.
Allí proliferaban la menta y la melisa, y si las rozábamos con las piernas desnudas exhalaban su fresco perfume como si quisieran enmascarar los malos olores de aquel trozo de jardín. También crecían allí camomilas, ortigas, angélicas, cardos y celidonias, cuya espesa sangre amarilla arruinaba nuestros vestidos si nos sentábamos encima.
Una de nosotras tres debía arrodillarse con las manos atadas a la espalda y una venda sobre los ojos. A modo de venda solíamos usar el foulard de seda blanca de Hinnerk, que tenía un pequeño agujero de quemadura de cigarro en un extremo y había sido desterrado por eso al armario grande del desván. Se jugaba siempre por turnos y, por lo general comenzaba yo, porque era la pequeña. Me ponía entonces de rodillas, con los ojos vendados. Las manos eran atadas a la espalda con un nudo flojo y no veía nada pero sentía el olor acre de la hierba angélica que estaba aplastando con los pies mezclarse con los vahos calientes y húmedos del compost. A primeras horas de la tarde, en el jardín reinaba el silencio. Solo se oía el zumbido de las moscas. No de las amodorradas moscas negras de la cocina, sino de las azules y verdes que se posaban en los globos oculares de las vacas para embriagarse. Yo oía los murmullos de Rosmarie y Mira, que se habían alejado bastante. El sonido de sus largos vestidos se aproximaba. Se detenían junto a mí y una de ellas decía: «¡Zámpatelo o muere!». Acto seguido, yo debía abrir la boca y aquella que había hablado me ponía algo sobre la lengua. Alguna cosa que acababa de encontrar en el jardín. Rápidamente, antes incluso de haber podido percibir su sabor, yo tocaba la cosa con los dientes para detectar enseguida su tamaño, saber si era dura o blanda, arenosa o lisa, y casi siempre descubría lo que era: una baya, un rabanito, un manojo de perejil rizado. Lo volvía a dejar sobre la lengua, lo mordía y lo tragaba. Al mostrarles mi boca vacía, me arrancaban el esparadrapo de las muñecas. Yo retiraba el foulard de mis ojos y nos reíamos. Después le tocaba a la siguiente atarse las manos y taparse los ojos.
Resultaba sorprendente comprobar hasta qué punto desconcertaba no saber qué se comía o percibir en la boca una cosa distinta de la que se esperaba. Las grosellas, por ejemplo, eran fáciles de reconocer; sin embargo, una vez que creí haber identificado una grosella, acabé masticando un guisante fresco, descompuesta y estremecida por el asco. Me gustaban los guisantes y me gustaban las grosellas, pero en mi cabeza ese guisante era una grosella y, como tal, era algo abominable. Tuve náuseas, pero me lo tragué. Porque si lo escupía, me volvía a tocar. Y si lo hacía una segunda vez, me castigarían. Y si lo volvía a escupir, quedaba eliminada. Debería entonces abandonar el jardín seguida por las sarcásticas carcajadas de las otras y quedaría excluida del juego durante el resto del día y, la mayoría de las veces, también al día siguiente. Rosmarie no escupía casi nunca; Mira y yo, casi con la misma frecuencia. Mira, quizá, incluso más a menudo, aunque, reflexionando sobre ello, llegué a sospechar que ellas habían sido benévolas conmigo. Probablemente porque temían que yo las delatara ante mi madre o tía Harriet.
El juego comenzaba de manera inofensiva y se iba intensificando poco a poco. Algunas tardes acabábamos comiendo gusanos, huevos de hormiga y cebollas podridas. Un día llegué incluso a estar convencida de que la pequeña grosella espinosa que tenía entre los dientes era una araña, en castigo por haber dejado caer de mi boca un trozo de puerro de consistencia viscosa. Al reventar y desparramarse su jugo sobre mi lengua escupí salpicando a mi alrededor. Por supuesto que fui eliminada.
Otro día, Rosmarie masticaba una cochinilla sin torcer el gesto. Cuando se la tragó y volvió a tener las manos libres, se quitó lentamente la venda. Nosotras contuvimos la respiración. Nos observó a Mira y a mí con su mirada enigmática y preguntó pensativa:
—¿Y cuántas calorías puede tener una cochinilla como ésa?
Luego echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
Ahí proclamamos que el juego había terminado y que ella había ganado, pues temíamos su venganza.
Jugamos también a aquel juego la víspera de la muerte de Rosmarie. Había estado lloviendo sin parar durante dos días, pero aquella tarde el sol se abrió paso al fin entre las nubes.
Sintiéndonos liberadas, Rosmarie y yo salimos corriendo. Mira vino muy lentamente a nuestro encuentro bajando por el paseo que llevaba a la casa. No la habíamos visto desde hacía dos días. Apoyó la espalda contra uno de los tilos y bostezó con el rostro vuelto hacia el sol.
—Juguemos a «zámpatelo o muere».
En realidad era Rosmarie quien decidía a qué se jugaba, pero esta vez no hizo más que encogerse de hombros y echarse hacia atrás su larga melena pelirroja.
—Preferiría ir a la esclusa, pero bueno. ¿Por qué no?
Yo también hubiera preferido ir a la esclusa. Habíamos estado demasiado tiempo encerradas por la lluvia, y hacer aquella carrera en bicicleta a través de los prados me habría gustado mucho. Aunque más aún me gustaba que la decisión, al menos por esta vez, no la hubiera tomado Rosmarie, así que dije:
—Sí, juguemos a lo que quiere Mira.
Rosmarie volvió a encogerse de hombros, dio media vuelta y se dirigió al jardín. Llevaba el vestido dorado, que brillaba bajo el sol cuando se movía. Yo fui detrás. Mira nos seguía a cierta distancia. El jardín humeaba. Sobre las hojas de pepino y calabaza se posaban grandes lentejas de agua de lluvia a través de las cuales se podían ver las venas y los pelos de las hojas como con lentes de aumento. Detrás de los groselleros olía a tierra y a excremento de gato.
—¿Tenéis la venda y el esparadrapo?
Rosmarie había vuelto la cabeza y nos observaba a Mira y a mí con sus ojos claros. Mira sostenía la mirada sin parpadear; había algo desafiante en sus ojos, algo que yo no comprendía. Tenía aún más maquillaje que de costumbre, la raya de los ojos aún más ancha. La espesa máscara negra de rímel marcaba en exceso sus pestañas largas y arqueadas y, cuando movía los ojos, era como si dos orugas negras anduvieran por su cara.
—No, no los tenemos.
Ese día, la piel de Mira era como de ceniza, y su voz también. Solo sus ojos parecían vivos, y las negras orugas se movían en silencio.
—Voy a buscarlos —dije yo.
Entré corriendo en la casa, subí las escaleras y cogí el esparadrapo. Ya no quedaba mucho en el rollo pero bastaría. Abrí el armario grande, saqué el foulard de Hinnerk, que colgaba junto a las corbatas en la cara interior de la puerta, me remangué la falda de tul azul cielo y bajé estrepitosamente las escaleras para regresar al jardín.
Mira y Rosmarie no se habían movido del sitio. Rosmarie le estaba diciendo algo a Mira, que miraba al suelo, pero al verme llegar se separaron y se alejaron. No las alcancé hasta llegar cerca de los groselleros.
—Aquí están las cosas.
—¿Quieres empezar tú, Iris? —preguntó Rosmarie.
—No, esta vez empiezo yo —dijo Mira.
Me encogí de hombros y le tendí el foulard a Mira, que se vendó los ojos y cruzó los brazos a la espalda. Pegué una tira de esparadrapo marrón alrededor de sus muñecas y, como no conseguía cortar la cinta, Rosmarie se inclinó y la cortó rápidamente con los dientes. Mira no dijo nada. Nos arrodillamos en el barro, detrás de los groselleros.
—Da igual —dijo Rosmarie—, lavaremos los vestidos antes de que las nornas se den cuenta.
Las nornas eran, evidentemente, Christa, Inga y Harriet. Ya habíamos lavado varias veces los vestidos en secreto. Rosmarie y yo nos levantamos y fuimos a buscar alguna cosa para introducir en la boca de Mira. Yo corté una hoja de acedera y se la mostré a Rosmarie. Ella asintió y me mostró a su vez una hoja de levístico o hierba para la sopa, como la llamaba nuestra abuela, que olía a sopa y a cubitos Maggi. Si uno la frotaba entre las manos, el olor no se quitaba de encima durante días y días. Pensé que esa hierba para la sopa era algo despiadado para comenzar, pero asentí y me metí en la boca la hoja de acedera que había recogido para Mira.
Cuando regresamos, Mira estaba acuclillada en el suelo, como petrificada.
—Bien, Mira, tú lo has querido —dije—. Zámpatelo o muere. Abre la boca. ¿Se lo das tú, Rosmarie?
Rosmarie volvió a estrujar la hoja entre sus dedos. Mira la debía de haber olido antes incluso de que Rosmarie se la acercara a la cara. Abrió la boca, lanzó un fuerte gemido y vomitó. Su torso se dobló hacia delante sacudido por la violencia del estallido.
—¡Por Dios, Mira!
Yo estaba tan asustada que ni siquiera pensé en liberarla del esparadrapo y de la venda.
—Estoy bien. Ya me siento mejor. Rosmarie sabe que aborrezco el levístico.
Yo no sabía que la hierba de la sopa era lo mismo que el levístico y supuse que Rosmarie tampoco lo sabía. Rosmarie permaneció en silencio. Se había arrodillado detrás de Mira y la había rodeado con los brazos. Su barbilla estaba apoyada sobre el hombro de Mira y había cerrado los ojos. Mira seguía con los ojos vendados. Todo olía a vómito.
—Bueno, entonces nos iremos a la esclusa.
Estaba convencida de que ellas aceptarían mi propuesta. Pero Mira sacudió lentamente la cabeza.
—Sigue siendo mi turno. La vez anterior no cuenta, no lo tuve sobre la lengua siquiera.
En aquel momento, Rosmarie besó a Mira en la boca. Me resultó muy desagradable. Jamás las había visto besarse así y, por otra parte, pensaba horrorizada en que Mira acababa de vomitar.
—Estáis chifladas —dije.
Me sentía muy incómoda allí, en el jardín, y no sabía si era a causa del juego o del beso.
Rosmarie se apartó unos metros llevándose consigo a Mira y la ayudó a sentarse. Luego, salió en busca de algo pero sin alejarse demasiado. Se agachó rápidamente y cuando se levantó vi que había recogido un calabacín, pero no uno de esos calabacines enormes sino uno de los pequeños. Un trocito de calabacín podía venir bien, pensé, sobre todo si el calabacín era pequeño y fresco. Rosmarie, sin embargo, no cortó un trozo, sino que dijo con voz sibilante:
—Zámpatelo u olvídalo, querida.
Mira sonrió y abrió la boca. Rosmarie se puso en cuclillas muy cerca de su cara. Arrancó la flor del fruto aún mojado por la lluvia y deslizó el extremo en la boca de Mira. Entonces susurró:
—Éste es el rabo de tu amante.
Un fugaz estremecimiento de rechazo sacudió el cuerpo de Mira pero enseguida recuperó la calma, cortó de un enérgico mordisco la punta del calabacín y la escupió a ciegas en la cara de Rosmarie. El disparo alcanzó a Rosmarie en el labio superior. Después, Mira dijo:
—Tú has perdido, Rosmarie.
Se arrancó de un tirón el esparadrapo, se puso en pie, se quitó la tela blanca de los ojos y la arrojó a la compostera. Y se marchó.
Rosmarie y yo la seguimos con la mirada.
—Dime, ¿qué significa todo esto? —pregunté.
Rosmarie se volvió entonces hacia mí con el semblante descompuesto.
—¡Déjame en paz, pedazo de tonta! —gritó.
—De mil amores —respondí—. De todos modos, yo no juego con gente que no sabe perder.
Dije eso solo porque me había percatado de que la frase de Mira había picado a Rosmarie. Aunque no había entendido el sentido. Rosmarie se me acercó en dos largos pasos y me dio una bofetada.
—Te odio.
—Los gusanos no saben odiar.
Rosmarie no apareció a la hora de la cena. Y no entró en nuestra habitación hasta el momento en que yo estaba a punto de meterme en la cama e hizo como si no hubiera pasado nada. Yo seguía enfadada con ella. Aun así, me senté a su lado sobre el alféizar de la ventana y ella me contó lo que pasaba con Mira. Luego, cayó la noche.
Cuando yo estaba allí, en verano, Rosmarie y yo dormíamos en la antigua cama de matrimonio. Era divertido y terrorífico, nos contábamos nuestros sueños, charlábamos y reprimíamos la risa. Rosmarie contaba cosas de su escuela, de Mira y de los muchachos de quienes estaba enamorada. Con frecuencia hablaba de su padre, un huno del norte de cabellos rojos, un explorador polar, un pirata del océano glacial, quizá muerto, conservado para siempre entre el hielo, un cielo gris de plata reflejándose en sus ojos rígidos, y otras historias parecidas. Rosmarie jamás hablaba de su padre con Harriet, y Harriet eludía el tema.
En la cama, Rosmarie y yo nos inventábamos idiomas, idiomas secretos, idiomas nocturnos. Durante un tiempo lo decíamos todo al revés. Al principio nos resultaba muy difícil, pero al cabo de unos días le habíamos cogido el tranquillo y podíamos intercambiar sin problema algunas frases breves. Invertíamos los nombres de la gente que conocíamos, empezando por los nuestros. Yo era Siri, ella era Eiramsor, y luego, obviamente, estaba Arim. En algún momento, a Rosmarie se le ocurrió que lo contrario de una cosa debía ser la misma cosa pero al revés.
Un día en que estábamos las tres apoyadas en los amplios alféizares de las ventanas de la habitación de Rosmarie y mirábamos caer la lluvia, Rosmarie dijo:
—¿Sabíais que me he anexionado a Mira?
Mira la miró por entre sus pesados párpados. Su pequeña boca roja se abrió lánguidamente:
—¡Ah!, ¿sí?
—Sí, Mira está contenida en Rosmarie, y tú, Iris, te me escapaste por un pelo, mejor dicho por una «i».
Mira y yo nos quedamos calladas e intentamos hacerlo mentalmente. R-O-S-M-A-R-I-E. Al cabo de un momento, dije:
—Oh, pero si hay un montón de cosas contenidas en tu nombre.
—Lo sé —dijo feliz Rosmarie, sin poder reprimir la risa.
—AMOR —dijo Mira.
Y tras una pausa:
—AMOR y ROSA.
—MORAS —dije yo.
Nos reímos.
—Tengo hambre —dije.
Rosmarie contenía en efecto un montón de cosas. Amor y rosa, moras, mies y mar, ira y risa.
Yo no contenía nada. Absolutamente nada. No era más que yo misma, Iris, flor y ojo.
Basta. De momento, ya estaba bien de pensar en las heridas que venían de regalo con la casa. Entré al cobertizo y me dirigí, pasando por el viejo lavadero, al cuarto de la chimenea. La puerta corredera rechinó cuando la empujé con todas mis fuerzas hacia un lado. Las losas del suelo aportaban frescor al recinto. El cuarto estaba umbrío pese a aquellas grandes puertas acristaladas, porque el sauce llorón se alzaba demasiado cerca de la terraza y la luz del día entraba, escasa, tamizada por ese filtro verde. Llevé uno de los sillones de mimbre a la terraza. Era ahí, justo encima de mi cabeza, donde en otros tiempos se encontraba el techo del jardín de invierno. El mismo padre de Bertha había diseñado en su día la estancia. Los campesinos de la zona la llamaban jocosamente «el palacio de las palmeras», pues el jardín de invierno de los Deelwater era una suntuosa construcción acristalada, muy alta y espaciosa y no simplemente un pequeño apéndice hecho con cristales abombados de culo de botella. Con los años, sin embargo, los brazos del sauce llorón hacían de pantalla que resguardaba de las miradas de los curiosos que pasaban por la calle.
Absorta como estaba en mis ensoñaciones en torno al jardín de invierno, me asaltaron de pronto los recuerdos de Peter Klaasen. Mi madre me había contado la historia. Había también algunas cosas de las que me había enterado por casualidad y otras que salían de las conversaciones entre tía Inga y tía Harriet, que Rosmarie escuchaba a escondidas y me transmitía regularmente. Si bien era aún muy joven en esa época —debía de tener unos veinticuatro años—, Peter Klaasen tenía el cabello plateado. Trabajaba en la gasolinera BP, a la salida del pueblo. Inga había vuelto a venir con frecuencia a casa. Tras la muerte de Hinnerk, el año anterior, la memoria de Bertha se deterioraba cada vez más rápido. Harriet y Rosmarie seguían viviendo allí, pero Inga no podía permitir que ellas dos asumieran toda la responsabilidad. Christa vivía lejos. Venía conmigo durante las vacaciones pero, como las vacaciones no duraban todo el año, Inga procuraba aliviar a su hermana de tan pesada carga al menos los fines de semana. Todos los domingos por la noche montaba en su escarabajo blanco y llenaba el depósito en la BP antes de continuar su viaje a Bremen. Cada domingo por la noche, tras la visita a Bertha, se quedaba durante horas enredada entre el miedo y la tristeza, aliviada sin embargo al pensar que podía regresar a su propia vida. Pero al alivio se sumaba el sentimiento de culpa hacia una de sus hermanas que no podía marcharse, y el sentimiento de odio hacia la otra que, con la excusa de estar casada, simplemente vivía su vida al margen. Inga tenía entonces cuarenta años y no estaba casada, no tenía hijos ni quería tenerlos. Sin embargo, pensaba que Christa se tomaba las cosas demasiado a la ligera. Dietrich era un hombre agradable y se ganaba bien la vida, Christa tenía una hija con él y daba clases de Educación Física ocho horas a la semana en un instituto de enseñanza secundaria de un pueblo vecino. No porque lo necesitara, sino porque se lo habían propuesto y porque le gustaba hacerlo. Inga sabía, desde luego, que Christa habría prestado más ayuda si viviera más cerca de Bootshaven, pero el hecho de que ni siquiera se lo planteara era lo que Inga encontraba injusto. Los domingos por la noche, sin embargo, cuando la gente está triste porque se acaba el fin de semana, Inga cantaba en su coche pequeño y ruidoso de camino a Bremen.
A Inga no le gustaban las gasolineras con surtidores automáticos. Ella prefería que la atendieran y, los domingos por la noche, era siempre el mismo empleado de cabello plateado y piel lisa de hombre joven quien la atendía. Cada domingo, él le deseaba cortésmente una buena semana. Ella le daba las gracias con una sonrisa distraída que resaltaba la belleza de su boca. Al cabo de tres meses, cuando el joven empezó a saludarla llamándola por su nombre, ella lo miró de verdad por primera vez.
—Disculpe, señor, ¿usted sabe mi nombre?
—Sí. Usted viene a repostar cada domingo y yo le pongo gasolina. Uno ha de conocer por su nombre a todos sus clientes habituales.
—Vaya, vaya… Clientes habituales, pero ¿cómo sabe usted que lo soy?
Inga estaba confusa, se preguntaba qué edad debía de tener ese hombre. Parecía muy joven pero sus cabellos le hacían dudar. Inga no sabía si debía tratarle con displicencia maternal o mostrarse simplemente distante y fría. Cuando el dependiente de la gasolinera se le acercó con una sonrisa y un breve guiño, Inga se sorprendió respondiendo con una sonrisa. A fin de cuentas, el hombre solo quería ser simpático y ella se hacía la interesante. Al irse, Inga vio por el retrovisor que el hombre de cabellos plateados la seguía con la mirada mientras un cliente hablaba con él.
El domingo siguiente, él estaba otra vez allí y la saludó con amabilidad, aunque sin pronunciar su nombre. Inga dijo:
—Venga, si soy una clienta habitual.
Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del hombre.
—Sí, señora Lünschen, claro que lo es, pero no quiero ser inoportuno.
—No, no lo es en absoluto. El problema es que yo soy una vieja lunática.
El hombre calló. La miró. Demasiado tiempo para el gusto de Inga.
—No, no lo es, y usted lo sabe muy bien.
Inga se rió.
—Imagino que es un piropo. Muchas gracias.
Pero si estoy coqueteando con él, pensó sorprendida tras arrancar, estoy coqueteando con ese extravagante gasolinero. Sacudió la cabeza y no pudo reprimir una sonrisa.
Inga habló también con él los domingos siguientes, de manera que siempre se sorprendía sonriendo en su coche en el camino de vuelta. Los pensamientos sobre Bertha y cómo podían evolucionar las cosas la acompañaban solo hasta la salida del pueblo y llegó el momento en que empezó a no pensar más que en poner gasolina cuando aún no había terminado de cenar en compañía de Bertha, Harriet y Rosmarie. Había averiguado que, al igual que ella, él estaba allí solo los fines de semana. De hecho, era ingeniero mecánico, acababa de finalizar sus estudios y trabajaba temporalmente en la gasolinera, que pertenecía a un amigo de su padre. Él se había enterado del nombre de ella por el propietario de la estación de servicio, donde el padre de Inga llenaba el depósito de su viejo Mercedes negro. El joven de la gasolinera era un hombre simpático, no especialmente elocuente pero muy seguro de sí mismo. Tenía buena planta, era un tanto presuntuoso pero, sobre todo, era demasiado joven, más joven aún de lo que Inga había pensado en un primer momento, y ella no tenía la menor intención de conocerle más íntimamente. Él la admiraba, era obvio, pero Inga estaba acostumbrada a eso, no era motivo para que ella se interesara enseguida por un hombre. Aun así, también había averiguado su nombre, Peter Klaasen, quien, sin llegar a ser pesado, era perseverante.
Uno de los últimos días cálidos de otoño, él le preguntó si le gustaba la anguila ahumada. Como ella asintió, él dijo que debía irse enseguida porque un amigo suyo le había regalado un cubo lleno de anguilas verdes ya muertas y limpias, y quería prepararlas en su barril de ahumado.
—Un regalo interesante —dijo Inga riendo.
—Yo le reparé el motor del fueraborda. Mi amigo tiene unas cuantas nasas en el puerto. ¿No quiere venir conmigo?
—¡No!
—Venga, por favor, es un sitio muy bonito.
—Lo sé, me he criado allí.
—Entonces, hágalo por mí.
—¿Y por qué debería yo hacer eso por usted?
—Mmm… ¿Digamos que porque nada me haría tanta ilusión como eso?
Tras una pausa, Inga dijo:
—Oh. Entiendo. Muy amable. Parece que no tengo otra opción.
Su grito de alegría la hizo reír. Subió al coche de Peter y éste la condujo hasta un cobertizo situado en las proximidades de la esclusa. Inga no estaba intranquila, conocía muy bien esos parajes, los pastos de su familia se encontraban justo enfrente. Y, pese a que Peter Klaasen se las daba de Casanova, Inga disfrutaba de su alegría y su entusiasmo.
El viejo barril oxidado estaba en medio del prado. Peter entró en el cobertizo y regresó con un cubo negro en el que ondulaban las anguilas de lomo también negro. Aunque muertas, aún se movían. Él hurgó en los bolsillos de su chaqueta, los revolvió atropelladamente, sacudió la cabeza, lanzó una maldición y detuvo entonces la mirada en las piernas de Inga. Cuando levantó los ojos, una sonrisa a la vez pícara y tímida iluminó su semblante.
—Señora Lünschen, necesitamos sus medias.
—¿Cómo dice?
—De verdad. He olvidado traer las mías. Necesitamos medias de nailon.
—¿Usted quiere ahumar mis medias o mis piernas?
—Ni una cosa ni la otra. Necesitamos sus medias para atrapar las anguilas. Se las repondré, se lo prometo.
Él sonrió con tal esperanzada expectación que Inga soltó un suspiro, se refugió detrás del coche y se quitó los pantis.
—Tenga. Pero si la cosa sigue tan aburrida como hasta ahora, regresaré a pie a la gasolinera.
Peter Klaasen le pidió permiso para meter su mano en los pantis.
Inga se inquietó pero asintió.
La mano de Peter enfundada en el panti de color carne de Inga ya no parecía pertenecer al cuerpo de Peter. Se desplazaba en el agua del cubo como un monstruo abisal, ciego y lívido y ¡hala!, ya había atrapado la primera anguila. Inga se inclinó sobre el cubo. La anguila muerta se estremeció, pero Peter la atravesó rápidamente con un gancho y la colgó de una de las varillas de ahumado cruzadas sobre el barril. Extrajo la mano del panti y, tendiéndoselo, le dijo:
—Ahora le toca a usted.
Inga deslizó la mano en la media, la sumergió en el cubo y agarró una anguila, pero se le escapó.
—Échele más decisión.
Inga obedeció y consiguió atrapar la anguila. Lanzó un grito al sacar el pescado del agua; podía sentir cómo se movía. Peter Klaasen cogió la anguila con destreza, le clavó un gancho en la mandíbula y la colgó junto a la primera. Inga se reía, jadeante. Una tras otra, le fue pasando las anguilas a Peter. Cuando todas estuvieron suspendidas de las varillas, él hizo un pequeño fuego en la base del barril; no necesitaba llamas vivas sino solamente brasa. Cubrió a continuación el barril y las varillas de las que colgaban los pescados con una tapa redonda. Después se instalaron en el coche, hablaron, rieron y bebieron café de un termo que Peter llevaba en el asiento de atrás. No tenían más que una taza y Peter se disculpó por ello. Inga dijo que no importaba, después de todo, ella no tenía más que un panti. Entonces se echaron a reír de buena gana e Inga se sintió joven y relajada, lejos de sus preocupaciones por Bertha. Cuando Peter le tendió la taza con el café, sus dedos se rozaron. Él recibió una descarga, se estremeció y el café caliente salpicó la mano de Inga. Ella apretó los labios y negó con la cabeza cuando Peter quiso examinar su mano. Más tarde, ella se marchó a Bremen con dos anguilas recién ahumadas.
Peter Klaasen se ofreció para instalarle a Inga un radiocasete en el coche y un viernes por la tarde llamó a la puerta de la casa, en la Geestestrasse, con la caja de herramientas bajo el brazo y la intención de empezar enseguida con el montaje, a fin de que Inga pudiese escuchar música el siguiente domingo, durante el viaje de regreso. Eran las vacaciones de Semana Santa. Mira y yo también estábamos en casa, pero mi madre había ido a la ciudad a hacer unas gestiones.
Inga se mostró consternada tras abrirle la puerta; sin embargo, superó rápidamente la turbación al ver lo desconcertado que parecía él. Se dijo que al menos le sacaba quince años a aquel joven, y eso le permitió recuperar rápida y completamente el aplomo. Lo trató con cordial condescendencia, teñida de cierta melancólica ironía.
Le rogaron que entrase y le ofrecieron té y tarta. Harriet habló con él; ella conocía muy bien a su jefe, el propietario de la estación de servicio. Rosmarie estaba sentada a la mesa, delante de ella había un jarrón con una única dalia de color amarillo pálido y rosa en la punta de los pétalos. Rosmarie levantó la cabeza y miró a Inga y a su visitante por encima de la flor. Alzó sus finas cejas cobrizas y examinó al hombre joven de cabellos plateados de arriba abajo.
Ya desde las primeras palabras intercambiadas por su tía Inga y Peter Klaasen en la mesa, se había enderezado en la silla, silenciosa y alerta como un animal que presiente una tormenta. Mira observaba a Rosmarie por debajo de sus párpados entornados.
Harriet, que también se había dado cuenta del interés que mostraba su hija, tuvo una idea:
—Señor Klaasen, buscamos desde hace tiempo a alguien que le dé a Rosmarie clases particulares de matemáticas. ¿Estaría usted dispuesto a dedicarle un poco de su tiempo, digamos una o dos veces a la semana?
Peter Klaasen miró a Rosmarie y ella le devolvió la mirada sin decir nada.
—¿Qué te parece, Rosmarie? —le preguntó tranquilamente.
Los ojos de Rosmarie buscaron a Inga, quien, nerviosa ante la mirada de la muchacha, empezó a arreglarse el cabello. Rosmarie observó luego a Mira esbozando aquella sonrisa depredadora que se le formaba porque tenía los dientes caninos algo más largos que los incisivos.
—¿Por qué no?
—¡Bien! —exclamó exultante Harriet, que no podía creer que su hija se mostrara tan dócil—. Estupendo. Le pagaré veinte marcos la hora.
Bertha, ocupada hasta entonces con su porción de tarta, levantó la mirada del plato y dijo:
—Oh, veinte marcos. Eso es mucho dinero. ¿Se puede… verdad? Quiero decir, ¿habrá todavía?
—Di algo, por el amor de Dios.
Peter estaba evidentemente al tanto del estado de Bertha o, en cualquier caso, no parecía especialmente sorprendido. Se dirigió a mi abuela y le dijo amablemente:
—En efecto, señora Lünschen, eso es mucho dinero.
Cuando dirigió sus ojos hacia Inga, Peter se interrumpió en el acto. Inga apartó la mirada.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Oh, Inga, ha aceptado.
Harriet estaba feliz.
—Espere, querido señor Klaasen, voy a buscar el calendario para que podamos fijar un día. Rosmarie, ¿cuándo tienes gimnasia por la tarde? Vuelvo enseguida. Un instante, por favor, ¿sí?
La voz de Harriet provenía de la cocina, hacia donde se había precipitado algo aturdida en busca del calendario. Su premura se debía sin duda al hecho de que estaba muy confusa. A fin de cuentas, uno no se encontraba todos los días con los jóvenes admiradores de su hermana mayor, y mucho menos con uno que además era guapo y sabía de matemáticas. Se oía a Harriet hablar entre dientes mientras revolvía en el cajón de la mesa de la cocina.
—Los miércoles, mamá.
Rosmarie puso los ojos en blanco.
Harriet regresó a la sala blandiendo una agenda de bolsillo y se dejó caer en la silla.
—Pues bien, hija mía, tienes gimnasia los miércoles, para que lo sepas.
Rosmarie lanzó un profundo suspiro y sacudió la cabeza con resignación.
—Veamos, ¿cómo tenemos los otros días de la semana?
Harriet sostenía la agenda con el brazo extendido y entrecerraba los ojos.
—Oh. No hay suficiente luz aquí. No se ve nada.
Peter Klaasen dirigió una fugaz mirada a la mesa del comedor, avanzó un paso, cogió el florero con la dalia y lo empujó junto a la agenda de Harriet. Luego retrocedió un paso. La flor amarilla y rosa se elevaba ahora como una lámpara de lectura pasada de moda sobre la agenda de Harriet.
Harriet clavó su mirada perpleja en la flor y soltó una sonora carcajada. Sus ojos brillaban mientras se posaban sobre Peter Klaasen, luego sobre su hermana y otra vez sobre Peter Klaasen. Bertha se rió también y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Inga sintió que se le encogía el corazón. Apenas si podía mirar en ese instante al hombre al que tanto amaba. Eso le hizo sentir miedo.
Incluso Mira sonrió bajo su flequillo negro.
Los ojos claros de Rosmarie parecían volverse cada vez más claros.
No pude evitar reírme yo también. Contemplé los rostros de las demás; en aquel preciso instante, nos habíamos rendido todas a los encantos del hombre de cabello plateado.
—¿Y qué tal los viernes? —preguntó cortésmente.
Harriet le dedicó una cálida sonrisa. Cerró la agenda y corroboró:
—Los viernes entonces.
—Estupendo —dijo Inga poniéndose en pie.
Peter se levantó también. Rosmarie permaneció sentada y los observó con expectación. Mira miró primero a Inga y a Peter y después a Rosmarie, luego se sirvió más café frunciendo el ceño.
Bertha se había sacado un zapato y me lo mostró al tiempo que susurraba:
—Esto no es mío.
—Sí, abuela, por supuesto que es tu zapato; póntelo enseguida, o tendrás frío.
—Es muy bonito.
—Sí, Harriet te compró esos zapatos.
—Pero no es mío. ¿Es tuyo?
—No, abuela, ese zapato es tuyo, vuelve a ponértelo.
—Harriet, mira, aquí, ¿qué hago con esto?
Bertha sostenía torpemente el zapato en el aire.
—Sí, mami. Espera, que te ayudo.
Harriet se metió debajo de la mesa y volvió a ponerle el zapato a Bertha.
—Qué bien, Rosmarie, ¡comenzáis la próxima semana!
La voz de Harriet venía de debajo de la mesa y se oía algo forzada.
Mira dejó su taza de café, abrió la boca y dijo:
—Me apunto.
Rosmarie la miró; sus ojos parecían aún más diáfanos.
—¿Por qué no? —dijo Harriet poniéndose en pie—. De ese modo podremos repartir el coste de las clases. ¿Y tú, Iris? ¿No quieres apuntarte también?
—No. Ahora estoy de vacaciones. Y voy dos clases por debajo. Además, mi padre me da clases de mates gratis, y más clases de las que me gustaría.
Entorné los ojos y simulé unas arcadas.
—¿Por qué no están aquí mis…?
Era la voz desolada de Bertha, que volvía a tener un zapato en la mano, solo que esta vez era el del otro pie.
—¿Por qué? Oh, por favor, por favor, Harriet. ¿Por qué esto ya no es así? Quiero decir, ¿volverá otra vez a serlo? No lo creo, ¿o sí?
Rosmarie y Mira empezaron a recibir clases de recuperación de matemáticas los viernes por la tarde. Tras las clases, Peter Klaasen se dirigía con su Citroën a la gasolinera.
Durante algún tiempo todo fue bien. Peter disfrutaba con las clases, Rosmarie y Mira no eran ni de lejos tan caprichosas como él había temido. Cuando en el primer examen de matemáticas tras las vacaciones, Rosmarie obtuvo mejores notas que las habituales, él se alegró casi más que Harriet. A eso se sumaba el hecho de que Peter también podía intercambiar con frecuencia algunas frases con Inga, que llegaba de Bremen justo antes de acabar la clase. Esos breves intercambios eran muy importantes para él. Peter se había enamorado de Inga. No solo se había enamorado, sino que quería casarse, tener hijos y pasar el resto de su vida junto a ella. Le había enviado una carta en la que todo constaba por escrito. Nosotras lo supimos por Rosmarie, que había leído la carta a escondidas aunque no quiso revelarnos cómo había llegado a conseguirla.
Inga se negaba a reflexionar sobre sus sentimientos. Se encontraba a sí misma demasiado vieja o a él demasiado joven, en función del humor del momento. Rosmarie empezó a gandulear por la gasolinera los fines de semana. Charlaba con Peter. A él le parecía bien, porque si hablaba con la sobrina de Inga se sentía un poco más cerca de su amada. A Rosmarie le iba cada vez mejor en matemáticas. Cuando Peter le explicaba alguna cosa, ella lo miraba sin parpadear siquiera; tanto, que él tenía la impresión de que no lo escuchaba. Sin embargo, ella siempre lo sorprendía con la claridad de sus respuestas. Con Mira sucedía exactamente lo contrario; parecía muy concentrada, miraba su cuaderno o fruncía la frente, pero no se enteraba absolutamente de nada. Empezó a sacar malas notas en matemáticas, algo que no había ocurrido antes de las clases de recuperación. Aun así, insistió en continuar.
Rosmarie quería a Peter. Lo quería para ella. Le dijo que estaba enamorada de él. Se lo dijo cara a cara y en presencia de Mira durante una clase. Peter la miró estupefacto. Rosmarie era una muchacha bonita, alta y esbelta, con largos cabellos rojos. Sus ojos, muy separados, eran de un irisado azul glaciar que apenas se distinguía del blanco azulado del ojo y que realzaban la fuerza de sus pupilas. Cuando me enfadaba con ella me parecía un reptil y, cuando nos llevábamos bien, me hacía evocar una plateada criatura escapada de algún cuento de hadas. Pese a todo, fueran cuales fuesen las circunstancias, nosotras, Mira y yo, la encontrábamos fascinante.
Peter estaba desconcertado. La clase se terminó más temprano que de costumbre. Inga no había llegado aún pero, como él no quería dejarla escapar precisamente ese día, decidió quedarse un rato a esperarla. No se dirigió a su coche, sino que fue paseando por detrás de la casa hacia el huerto de frutales. Era mayo, los manzanos ya habían perdido las flores y los frutos aún no eran visibles. El corazón de Peter se aceleró al ver de lejos a Rosmarie, que iba a su encuentro.
Yo no estaba de vacaciones, y por eso solo sabía que Inga había llamado a casa llorando para hablar con mi madre. Entre sollozos le contó que, desde el patio, había visto a Rosmarie y a Peter besándose en el huerto y que, acto seguido, había dado media vuelta y había regresado a Bremen. No estábamos seguras de si Rosmarie sabía que Inga había llegado y los observaba pero suponíamos que lo sabía perfectamente. Tenía que haber oído el coche de Inga entrar y detenerse en el patio, bajo los tilos; el motor del escarabajo no era precisamente silencioso. Tampoco sabíamos si en aquel momento Rosmarie sabía que Mira también había sido testigo del beso. En cualquier caso, si no lo hubiese sabido entonces, se habría enterado después, ya que yo me había enterado por mi madre y mi madre, por su hermana Harriet, que había visto a Mira justo después de que los viera besarse: Harriet se encontraba en la cocina cuando Mira había entrado a buscar limonada para ella y para Rosmarie y luego salió por el cobertizo con los dos vasos llenos. Al abrir la puerta que daba al huerto de frutales, Rosmarie había pasado a pocos metros de ella, con la mirada fija en Peter. Rosmarie debió de verla por el rabillo del ojo al pasar pero no le hizo caso. La blancura de la frente de Mira relucía bajo su flequillo negro y Harriet, que la observaba desde la cocina, se sorprendió de verla tan pálida. De regreso en la cocina, Mira susurró, más hablando consigo misma que con Harriet, que Rosmarie había pasado muy cerca de ella como una sonámbula pero que ella —Mira— no se había atrevido a llamarla, y que justo cuando iba a hacerlo, Rosmarie ya se había abrazado al empleado de cabello plateado de la gasolinera. Mira tenía perlas de sudor sobre el labio superior y sus ojos parecían más grandes que de costumbre. Esto es lo que le contó Harriet a su hermana Christa, que la había llamado tras la llamada de Inga. Al menos ésa fue una parte de la historia; del resto me fui enterando con el tiempo.
Pero ¿por qué diablos —me preguntó Christa perpleja tras su conversación con Harriet—, sabiendo que Inga la observaba, Rosmarie besó a ese hombre?
Cuando, por toda respuesta, yo miré en silencio a mi madre, las dos arrugas transversales sobre el puente de su nariz se hicieron más profundas. Me miró fríamente y añadió:
—Ah, ¿tú crees? Pues yo pienso que dejas volar demasiado tu imaginación.
Entonces se mordió el labio y se alejó.
Inga había dicho también por teléfono que amaba a Peter, que la diferencia de edad le daba igual pero que, por desgracia, no se había dado cuenta hasta el momento en que lo había visto besar a su sobrina, y que se preguntaba si después de aquello sería capaz de volver a mirarlo a los ojos. Le contó que Harriet estaba afligida pero que se sentía impotente, que de momento no podía hablar con ella. Christa trató de tranquilizar a su hermana y le aconsejó hablar con Peter. Inga dijo que necesitaba tiempo para reflexionar, que pasaría la semana en Bremen y después hablaría con Peter. A mi madre le pareció razonable su actuación y la conversación telefónica se acabó enseguida.
En los siguientes días pasarían aún muchas cosas y, al cabo de aquella semana, todo había terminado entre Inga y Peter Klaasen, que había aceptado un empleo en algún lugar de la cuenca del Ruhr.