Naturalmente, pensaba en Max. Me preguntaba si él se mostraba tan reservado porque yo me mostraba reservada, o si yo me mostraba reservada porque él se mostraba reservado o porque quería mostrarme reservada por razones que aún tenía que analizar.
A la mañana siguiente —debía de ser martes—, corrí descalza hasta el armario grande y abrí las puertas de par en par. Olía a lana, a madera, a alcanfor y también ligeramente a la colonia de mi abuelo. Tras un breve titubeo, saqué un vestido blanco con pequeños lunares gris claro, un vestido fino y ligero, pues la ola de calor era persistente. En otros tiempos había sido el vestido de baile de Inga. Me senté en las escaleras de la puerta de entrada con una taza de té en la mano. Hasta mí llegaba el esperanzador olor a verano. No reparé en los tres cubos de pintura vacíos que descansaban al pie de las escaleras hasta el momento en que me disponía a entrar. Rodeé la casa en dirección al bosque de pinos y, en efecto, vi que las cuatro paredes estaban pintadas de blanco, tal como había sospechado. El gallinero tenía un aspecto muy hermoso, como de pequeño pabellón de verano. ¿Cuánto tiempo se habría quedado Max pintando por la noche? Al bordear la caseta, comprobé que la palabra «Nazi» seguía viéndose bajo la pintura blanca. Sin embargo, los numerosos «Iris» habían desaparecido. Entré en la caseta, lo que tuve que hacer agachada.
Cuando nos sorprendía la lluvia en el jardín, Rosmarie, Mira y yo nos refugiábamos allí dentro. Y durante las vacaciones, yo me refugiaba allí sola con frecuencia. Sobre todo en septiembre, cuando Rosmarie solía regresar a la escuela pero yo todavía no tenía clases. Esos días me pasaba la mañana completamente sola. Coleccionaba piedras muy diferentes a las que se podían encontrar en casa, donde había sobre todo guijarros redondeados y lisos; aquí, en cambio, las piedras parecían de vidrio y se rompían casi tan fácilmente como éste. Si se arrojaban a un suelo duro, estallaban, y los fragmentos cortaban como cuchillas. Mira las llamaba «piedras de fuego». Por lo general eran marrón claro, marrón grisáceo o negras, rara vez blancas.
Los guijarros del Rin que había en casa no se rompían. Durante una época reuní muchas piedras porque esperaba encontrar cristales en su interior. Tenía buen ojo: cuanto más áspera y banal era su apariencia, más centelleaban por dentro. Las solía encontrar entre los viejos raíles, en el bosque próximo a la casa. Era su forma la que me sugería que contenían cristales; había algo en su redondez que resultaba menos arbitrario que en las piedras comunes. A veces, los cristales llegaban hasta la superficie. Eran como ventanas a través de las que se podía mirar dentro. Mi padre me regaló una sierra para piedras y me pasaba horas enteras cortándolas en el sótano. La sierra hacía un ruido tan horrible que me dolían los oídos. Con ansiedad, contemplaba las cavidades centelleantes. Experimentaba un sentimiento de triunfo y orgullo cuando comprobaba que mi intuición no me había engañado pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de estar violando una prohibición, de estar invadiendo algo, de airear secretos. Sin embargo, me sentía también aliviada al constatar que las piedras marrones no eran solo piedras, sino cuevas cristalinas, moradas de hadas y de pequeñas criaturas mágicas.
Más tarde me dediqué a coleccionar palabras y a iniciarme en los mundos cristalinos de la poesía hermética. Detrás de toda colección se esconde la misma irreprimible codicia de melodiosos mundos mágicos ocultos entre objetos aparentemente dormidos. De niña tenía un cuaderno de vocabulario donde anotaba palabras especiales, igual que antes había recogido conchas y piedras especiales. Las palabras estaban clasificadas por categorías. Había «palabras bonitas», «palabras feas», «palabras engañosas», «palabras invertidas» y «palabras secretas». Entre las «palabras bonitas» había incluido: cardamina, violeta, alegoría, guinda, libélula, susurro, dingolondango y jitanjáfora. Entre las «palabras feas» se encontraban escorzo, zuzón, muñón y jején. Las «palabras engañosas» me indignaban porque se hacían pasar por anodinas para luego revelarse infames o peligrosas, como «efectos secundarios» o «picante». También sugerían un significado mágico, como «catavientos» o «cigüeñal», pero en realidad eran de una frustrante normalidad. Por no mencionar aquellas que designaban algo que no estaba claro para nadie: ¡no existían dos personas en el mundo que se imaginaran el mismo color al oír la palabra «índigo»!
Las «palabras invertidas» eran una especie de afición. ¿O tal vez una enfermedad? Quizá fueran lo mismo. El «homatopipo» era uno de mis animales favoritos, igual que el «carungo» o el «alefente». Me parecía la mar de divertido soñar con dar la vuelta al día en ochenta mundos y adoraba aquel poema que decía aquello de «Con diez coñanes por venda, ciento en pipa a toda bala».
Las «palabras secretas» eran, por su naturaleza, las más difíciles de encontrar. Se comportaban como si fueran absolutamente normales pero acababan revelando un contenido totalmente distinto y excepcional. En suma, lo contrario de las «palabras engañosas». Me reconfortaba el hecho de que en el aula de la escuela pudiera encontrarse una de las islas encantadas del Sur. La isla se llamaba Ala-ula y escondía un tesoro enterrado.
También las señales de tráfico con la palabra «cañada», que me sugerían que en algún hostal cercano servían deliciosos bocados de un postre, probablemente austríaco. Me imaginaba saboreando unas exquisitas cañadas calientes en papillote con salsa de vainilla y se me iluminaba la cara al ver aquellas señales. O aquel raro y delicioso trucharco iris, preparado a la plancha con algo de aceite de oliva, sencillamente divino.
La evocación del pasado me había hecho sentir apetito, de modo que volví a la casa. Por desgracia, en la cocina apenas quedaban provisiones. Comí pan negro y chocolate con nueces y decidí que más tarde iría a comprar.
Subí corriendo a la habitación de Inga y saqué del pequeño baúl una toalla de rizo floreada y dura como una tabla. La aseguré en el portaequipajes y me dirigí al lago. Era un día laborable normal y corriente y me remordía la conciencia no estar en la biblioteca ni ocuparme de los asuntos de la herencia, y no tener el ánimo por los suelos. Bueno, me había tomado unos días de descanso pese a que solo había hablado con el contestador automático del despacho y no había dejado ni dirección ni número de teléfono. Luego intentaría localizar a mi jefa.
Mi profesión, evidentemente, no era más que una prolongación del placer de coleccionar secretos. Y de la misma manera en que un buen día dejé de cortar piedras en las que esperaba descubrir cristales y me conformé, a partir de entonces, con recogerlas, también dejé de leer los libros que realmente me interesaban para conformarme con los que ya nadie leía.
Cuando éramos pequeñas, Rosmarie se burlaba siempre de que me enfadara tanto cuando partíamos nueces y las encontrábamos vacías. No podía dejar de preguntarme cómo la nuez había conseguido salir de la cáscara cerrada. La broma preferida de Rosmarie consistía en servirme para el desayuno un huevo pasado por agua que previamente había vaciado ocultando el agujero en el fondo del huevero para que pareciera intacto. Cuando golpeaba el huevo y mi cuchara se hundía en el vacío, lanzaba un gemido desgarrador. Y ahora me habían regalado esta casa. Si no me la quedaba, soñaría con eso el resto de mis días.
La bruma matinal aún flotaba sobre el lago. Dejé la bici sobre la hierba, en la pendiente, y me quité el vestido, que cayó como una nube en el rocío. Extendí la toalla y puse mis cosas encima para protegerlas de la humedad del suelo. Cuando entré en el agua, los pececitos se escabullían entre mis tobillos y se internaban en la oscuridad. El agua estaba fría. Volví a preguntarme sobre las muchas criaturas que habitaban las profundidades. El buceo jamás me había atraído. Me iban los mares embravecidos, las graveras turbias y los estanques negros porque, en definitiva, no quería saber con exactitud qué era lo que podía estar pululando ahí abajo.
Nadé dando largas brazadas. Pequeñas burbujas de aire me hacían cosquillas en el vientre. Nadar desnuda proporcionaba una sensación muy agradable. Se podía sentir por todo el cuerpo una mezcla de remolinos y borboteos, ya que, sin traje de baño, uno no se vuelve precisamente más hidrodinámico. Al menos había acabado teniendo un cuerpo que podía llamar mío, y conseguirlo me había llevado su tiempo. El consumo simultáneo y desmedido de libros y pan habían vuelto ligero mi espíritu y perezoso mi cuerpo. Como entonces no me gustaba verme a mí misma, me reflejaba en las historias que leía. Comer, leer, leer, comer. Más tarde, al dejar de leer, dejé también de darme atracones y volví así a acordarme de mi cuerpo. A partir de entonces tuve un cuerpo, algo descuidado tal vez, pero ahí estaba, y me sorprendía por su diversidad de formas, líneas y superficies. El vestuario común de las piscinas municipales perdió su carácter terrorífico y entonces supe que me había convertido en candidata a la cabina individual de señoras.
Caer, caída, caerse, a la memoria de Rosmarie. Su cuerpo se desintegró incluso antes de estar del todo formado. Todas las chicas estaban obsesionadas con su cuerpo porque aún no tenían cuerpo. Eran como libélulas que viven durante años bajo el agua, comen con voracidad, y de vez en cuando se revisten de una piel nueva y continúan comiendo vorazmente hasta que al final se convierten en ninfas y acaban saliendo del agua para encaramarse a la rama más alta. Habían conseguido un cuerpo y remontaban su primer vuelo. A la edad en que Rosmarie murió, Harriet ya sabía volar.
Poco antes de alcanzar la otra orilla, di media vuelta y regresé al punto de partida. Mientras tanto, la bruma casi se había disipado y solo quedaba una ligera capa justo encima del espejo del agua. En el preciso instante en que intentaba hacer pie no lejos de la orilla, vi a Max. Dejó su bici junto a la mía y, sin mirarme, se quitó rápidamente la camisa y el short y se zambulló en el lago salpicando todo a su alrededor. Al llegar a mi altura, se detuvo, se volvió hacia mí y levantó la mano.
—Eh, Iris.
—Buenos días.
Se acercó. Yo no sabía qué decir. Él, por lo visto, tampoco. Estábamos frente a frente y evitábamos mirarnos a los ojos. Yo me había sumergido en el agua hasta el mentón, como si me tapara con una manta. Tenía la vista clavada en sus hombros y observaba cómo resbalaban las gotas de agua. Estábamos demasiado juntos y, aunque no podía ver hacia dónde dirigía su mirada, lo cierto es que podía sentirla. Crucé rápidamente las manos delante de mi pecho y, en ese instante, me miró por fin a los ojos.
Sacó lentamente una mano del agua y siguió con el dedo índice la línea de mis clavículas. Luego, volvió a bajar la mano. Se encontraba muy cerca de mí. Apreté con más fuerza los brazos contra el pecho, él se inclinó y me besó en la boca. Era un beso cálido y dulce y sabía bien. Debí de haberle pasado las manos por la espalda. Sentí vértigo. Max me atrajo hacia sí y sentí cómo se tensaba su cuerpo. No sabría decir con certeza todo lo que hice a continuación ni durante cuánto tiempo, pero pronto aterrizamos sobre la estrecha franja de arena de la orilla. Sentí el frescor del agua sobre su piel debajo de mí, su miembro dentro del bañador mojado, sus labios sobre mi cuello. Mientras le ayudaba a quitarse el bañador, me sujetó las manos:
—Yo no hago el amor con mis clientas al aire libre.
—¿Ah, no? ¿No te das cuenta entonces de que estás a punto de hacer el amor con una clienta al aire libre?
—Por Dios. Yo no hago el amor con mis clientas. Y punto. Ni al aire libre ni en ningún otro sitio.
—¿Estás seguro?
—No. ¡Sí! Iris, ¿qué te propones conmigo?
—¿Sexo al aire libre?
—Iris, me vuelves loco. Con tu olor y tu manera de andar y tu boca y tu cháchara.
—¿Con mi qué?
Me dejé caer en la arena. Probablemente tuviera razón. No era buena idea. Después de todo, era el hermano menor de Mira. Y mi abogado, además del abogado de mis tías, y aún teníamos que hablar seriamente sobre qué sucedería con la casa si la rechazaba. Lo que estábamos haciendo lo complicaría todo sin necesidad. La relación de Max con su hermana y con Rosmarie había sido muy difícil; ni él mismo sabía hasta qué punto.
Me tapé los ojos con las manos. Bajo el dedo índice sentí la cicatriz del puente de mi nariz.
En ese momento, sus dedos rozaron mis manos.
—No. Iris, ven aquí. ¿Qué pasa? Eh, tú.
La voz de Max era dulce y cálida, igual que su boca.
—Iris, no puedes imaginar siquiera hasta qué punto me gustaría hacer el amor contigo a orillas del lago. Apenas si me atrevo a decirte cuánto me hubiera gustado en el gallinero, en tu cama, en mi cuarto de baño, en la tienda de bricolaje y, Dios no lo quiera, en el cementerio.
No pude evitar sonreír.
—¿Ah, sí?
—¡Sí!
—En la tienda de bricolaje, ¿eh?
—¡Sí!
—¿Con la pintura blanca colándose entre mis pechos?
—No. Ésa era más bien la fantasía del gallinero. Lo que me motivó en la tienda de bricolaje fue ver todos esos tornillos y tuercas y taladros y clavijas y…
Me enderecé y vi que Max trataba de reprimir la risa. Hacía tal esfuerzo por contenerse que empezó a hacer tics extraños. Cuando se encontró con mi mirada, prorrumpió en sonoras carcajadas. Le di un puñetazo en el pecho, rodó por la arena y continuó riéndose. Antes de caer me cogió por los brazos arrastrándome con él, de modo que mi pecho desnudo yacía otra vez sobre el suyo. Fue como una descarga eléctrica. Max dejó de reírse.
Ahí mismo hubiéramos podido hacer el amor pero Max me empujó con cierta brusquedad, negó con la cabeza y se sumergió en el agua. Sin volverse, se alejó nadando. Me levanté, me vestí en un instante y me marché.
Dejé la bici delante de la puerta de casa, entré y me puse la ropa negra del entierro; me parecía lo más sensato, vista la experiencia con el vestido dorado en la tienda de bricolaje. Eché mano del bolso y me fui al Edeka. Compré pan, leche, mantequilla, almendras, dos tipos de queso, zanahorias, tomates, más chocolate con nueces, copos de avena y, como tenía mucha sed, una sandía grande. Al llegar a casa lo guardé todo en el frigorífico, llamé a Friburgo y hablé con mi jefa. Volvió a darme el pésame y se mostró comprensiva con el hecho que era prioritario arreglar los asuntos de la herencia.
—Hágalo lo más pronto posible —me dijo dando un suspiro—. Cuanto antes resuelva esas cosas, tanto mejor para usted. Mi hermano y yo seguimos sin ponernos de acuerdo, pese a que nuestros padres murieron hace años. Aquí hay mucho ajetreo. Las vacaciones semestrales están al caer, pero no se preocupe. Hay gente de sobra por aquí y la señora Gerhardt ha vuelto de las vacaciones. Así que tómese todo el tiempo que necesite.
»Su voz no suena nada bien, querida señora Berger… En fin. Entonces no cuento con usted esta semana, ¿no? De acuerdo. Ningún problema. Vale. Adiós, hasta pronto, ciao, señora Berger.
Colgamos. ¿Que mi voz no sonaba nada bien? Pues claro. Estaba enfadada, perpleja, me sentía humillada por el rechazo de Max. ¿Y cómo reaccionaba yo? Recluyéndome, avergonzada. Reconocí con horror que no había avanzado mucho más que las mujeres de la generación anterior a la mía respecto al libre albedrío. Pero no era de extrañar: después de todo, yo era la hija de la más reprimida de las tres hermanas Lünschen.
Mi madre estaba unida a Bootshaven, a los grandes cielos sobre las vastas superficies vacías, al viento meciendo su cabello castaño, que seguía llevando corto. Con el poema de Storm de «La ciudad gris a orillas del mar gris» sus ojos se llenaban de lágrimas y recitaba la tercera estrofa con una voz trémula que yo aborrecía. De niña e incluso durante la adolescencia, cuando entraba en el salón algunas noches de verano podía suceder que encontrara a mi madre sentada en la penumbra, acurrucada sobre el brazo del sofá, con las manos bajo los muslos, balanceándose bruscamente hacia delante y hacia atrás con los ojos clavados en el suelo. Eran movimientos cortos, rápidos, en absoluto un balanceo soñador. Unas partes de su cuerpo parecían luchar contra otras: sus piernas se apretaban la una contra la otra, sus puntiagudas rodillas de chiquillo se clavaban una y otra vez en sus pechos, sus dientes mordían y no soltaban su labio inferior, sus muslos le comprimían las manos.
Por lo demás, mi madre nunca permanecía sentada sin hacer nada. Trabajaba en el jardín —arrancaba malas hierbas, podaba, recogía bayas, segaba, cavaba o plantaba—, en casa —colgaba la ropa, ordenaba las estanterías, vaciaba y llenaba cajas, planchaba sábanas, colchas y toallas con la calandria del sótano, hacía pasteles con masa de levadura o preparaba mermeladas—, o bien salía a hacer lo que ella misma denominaba «una escapada al bosque» para recorrer los polvorientos campos de espárragos de los alrededores hasta caer exhausta. Por las noches, Christa solo se sentaba en el sofá para ver la televisión después del telediario o leer el periódico y quedarse dormida rápidamente para luego despertarse sobresaltada y protestar un poco: que ya era demasiado tarde y que nosotros —mi padre y yo— deberíamos irnos de una vez a la cama y que ella, Christa, se iba también inmediatamente a la cama. Y eso era lo que hacía.
Las pocas veces que aguantó despierta en el sofá —algo que no debió de suceder más de siete u ocho veces—, lo que hacía era escuchar música. Había puesto el tocadiscos y subido el volumen. El sonido estaba exageradamente alto. Inusitadamente alto. Desmesuradamente alto. Agresivamente alto. Yo conocía el disco, en la cubierta se veía en un prado o una playa a un hombre con barba, camisa y gorra de marinero, que cantaba en dialecto bajo alemán acompañado de su guitarra. «¡Quisiera que aún fuésemos niños, Johann!», resonaba en nuestro salón su voz más imperiosa que melancólica. Me preguntaba si debía marcharme; evidentemente, estaba invadiendo un lugar que no me correspondía. Pero no me iba porque quería que acabase. Quería que mi madre volviese a ser mi madre y no Christa Lünschen, la patinadora de Bootshaven. Por una parte, se me partía el corazón verla ahí acurrucada y balanceándose al son de la música, haciéndome reproches porque, por lo visto, mi padre y yo no conseguíamos hacerla feliz. Pero, por otra, estaba indignada y sentía que su nostalgia era una traición.
Entonces me quedaba en el umbral, no podía entrar pero tampoco irme. Cuando la cosa se alargaba, me movía un poco. Mi madre alzaba la vista, asustada, a veces incluso se le escapaba un grito. Se levantaba de un salto y apagaba el tocadiscos. Con una voz que pretendía sonar jovial, decía:
—Iris, ¡no te había oído! ¿Qué tal te ha ido en casa de Anni?
Cuando se mostraba tan pillada por sorpresa, no había duda de que tenía algo que esconder. De modo que era verdad, era una traición. Yo le decía llena de desdén:
—¿Pero cómo puedes escuchar eso? Es horroroso.
Entonces yo entraba en el salón, abría el armario de las golosinas —algo que no podía hacer sin pedir previamente permiso—, cogía un buen trozo de chocolate, me daba la vuelta y me iba a leer a mi cuarto.
Y Bertha, ¿también habría sentido nostalgia? Bertha, que jamás había abandonado su casa antes de entrar en el hogar de ancianos. Que precisamente una institución como aquélla se llamara hogar suponía una infamia que aseguraba para siempre a la palabra «hogar» el primer puesto en la lista de «palabras engañosas».
Desde que la habían llevado a una residencia, Bertha no había vuelto a saber dónde se encontraba. Sin embargo, parecía saber dónde no se encontraba. Guardaba continuamente sus cosas en la maleta, en bolsos, en bolsas de plástico, en los bolsillos de su abrigo. Y a quienquiera que se le aproximase, visitante, enfermera o residente de ese «hogar», le pedía que por favor la llevase a casa. La residencia angustiaba a Bertha. A pesar de que era una institución privada muy cara, los dementes pertenecían sin duda a la casta más baja dentro de la jerarquía secreta de tales instituciones. La salud era el bien más preciado. El hecho de haber sido en el pasado alcalde, dama acaudalada de la alta sociedad o científico prestigioso no importaba. Al contrario, cuanto más alta había sido la posición social, tanto más profunda podía ser la caída. Los que no se desplazaban más que en silla de ruedas podían jugar al bridge, eso sí, pero no participar en el baile a la hora del té. Era un hecho irrefutable. Además de la lucidez de la mente y la salud del cuerpo, en la residencia había otra cosa que imponía respeto y consideración: las visitas. Y en esto contaban mucho la frecuencia, la regularidad y la duración. También resultaba útil que las visitas variaran. En esta materia, los hombres contaban más que las mujeres, los jóvenes eran mejor vistos que los viejos, y los pensionistas que recibían frecuentes visitas familiares eran muy respetados: debían de haber hecho algo bueno en su vida.
Thede Gottfried, la más fiel entre las fieles del círculo de Bertha, iba a verla una vez cada dos semanas, los martes por la mañana, porque su nuera estaba internada en la misma residencia que mi abuela. Christa la visitaba solo durante las vacaciones escolares, pero entonces iba todos los días. Tía Harriet iba a verla todos los días durante la semana y, tía Inga, los fines de semana.
Bertha fue olvidando a sus tres hijas. Primero a la mayor. Supo durante mucho tiempo que Christa era alguien muy cercano, pero su nombre ya no le decía nada. Al principio la llamó Inga, más tarde, Harriet. Inga siguió siendo Inga un tiempo antes de convertirse a su vez en Harriet. Y Harriet continuó durante mucho tiempo siendo Harriet hasta que acabó también convirtiéndose en una extraña, aunque eso le ocurrió mucho más tarde que a sus hermanas, pero entonces Bertha ya estaba en la residencia.
—Como en la historia de los tres cerditos —decía Rosmarie.
Yo no entendía qué quería decir con eso.
—Bueno, cuando se derrumba su casa, el primero se refugia en la casa del segundo y, cuando se derrumba la casa del segundo, los dos se refugian en la casa del tercero.
La casa de piedra de Bertha. ¿Y ahora debía ser la mía?
Mi madre se sentía dolida por el hecho de que su propia madre ya no supiera llamarla por su nombre. Quizá encontrara injusto no poder olvidar su patria mientras que su patria no tenía nada mejor que hacer que olvidarse de ella. Inga y Harriet se lo tomaban con más filosofía. Inga sostenía la mano de Bertha, la acariciaba y la miraba sonriendo a los ojos. Eso a Bertha le encantaba. Harriet la acompañaba al lavabo, la limpiaba, le lavaba las manos. Y Bertha le decía a Harriet que era muy amable y que se sentía dichosa de tenerla cerca.
A Inga no le importaba que Bertha la llamara Harriet, pero se enfadó el día en que Bertha la llamó Christa. Christa no estaba casi nunca allí. No sostenía la mano de Bertha. No la acompañaba al aseo. Christa tenía marido. Y encima había sido la preferida de Hinnerk. Había cosas que no se podían perdonar. Jamás. Cuando Christa iba durante las vacaciones y se ocupaba de Bertha, a Inga y a Harriet se les hacía muy difícil mostrarse amables y relajadas. Cuando Christa estaba triste y consternada por ver que el deterioro de la memoria de Bertha se agravaba, sus hermanas menores tenían que hacer un gran esfuerzo para mostrarse comprensivas. Sentían más bien desprecio. Pensaban que Christa no podía imaginar siquiera lo difícil, agotador y angustiante que era todo en realidad.
El domingo pasado, a primera hora de la tarde, Bertha murió a consecuencia de una gripe estival. Su cuerpo había olvidado cómo recuperarse de aquella enfermedad.
Tía Inga sostenía su mano. Avisó a una enfermera. Luego, llamó por teléfono a Harriet, que de inmediato acudió a la residencia y pudo ver a su madre antes del último suspiro, las cejas ligeramente contraídas, como tratando de acordarse de alguna cosa. Su nariz, larga y afilada, sobresalía en el rostro. Sobre la mesita de noche blanca había un vaso de plástico con zumo de manzana.
No llamaron a Christa hasta la noche. Mi madre colgó y se echó a llorar. Más tarde, le preguntó una y otra vez a mi padre:
—¿Por qué han esperado tanto tiempo para decírmelo? ¿Por qué? ¿A quién se le puede ocurrir algo así? ¡Cuánto deben de odiarme!
Había cosas que no se podían perdonar. Jamás.
Durante el entierro, mientras pasábamos en fila ante la tumba para echar nuestras flores sobre el féretro de roble, las tres hermanas se colocaron muy juntas. Christa a la derecha, Inga en el centro y Harriet a la izquierda. Mi madre cogió el gran bolso de mano negro que llevaba al hombro y lo abrió. Tan solo entonces me di cuenta de cuánto abultaba, parecía a punto de estallar. Christa salió de la fila y miró indecisa dentro del bolso. Sacó algo, una cosa roja y amarilla que parecía una serpentina. ¿Una media? Lo tiró a la fosa. Volvió a sacar otra media del bolso —¿o se trataba de una manopla?— y también la echó a la fosa. El silencio era total, todos los asistentes al funeral la observaban tratando de entender qué hacía. Sus hermanas dieron también un paso al frente y se colocaron a su lado. Con un gesto enérgico, Christa puso el bolso al revés y lo vació sin más. En ese instante comprendí qué era lo que acababa de echar a la tumba de su madre: las prendas de lana que conservaba en la caja del fondo de su armario, los fragmentos de memoria de Bertha convertidos en prendas de lana.
Una vez hubo vaciado el bolso, mi madre volvió a cerrarlo y se lo colgó ceremoniosamente al hombro. La mano derecha de Inga aferró la mano de su hermana mayor y la izquierda, la de Harriet. Las tres hermanas permanecieron así un buen rato ante la fosa donde Bertha ahora reposaba bajo sus chillonas prendas de lana. Volvían a ser «las hermosas muchachas de Hinnerk» y comprendieron que las tres unidas siempre serían las más fuertes.
Pero ¿qué había pasado con tía Inga, la más hermosa de las tres muchachas? Tenía que averiguar el final de la historia. Me puse el vestido blanco ligero que había dejado sobre la silla —el negro estaba otra vez completamente sudado—, me monté en la bicicleta y me puse en marcha.
El señor Lexow vivía justo al lado de la escuela, no lejos de la iglesia que se encontraba cerca de la casa. Nada estaba muy lejos. No sé realmente si me habría atrevido a llamar a su puerta pero, afortunadamente, lo encontré en el jardín arrancando malas hierbas. Ya había regado; en el aire, sobre los bancales, flotaba el olor acre que se desprende de la tierra caliente al contacto con el agua. Bajé de la bici y él levantó los ojos.
—Ah, es usted.
El tono de su voz era mesurado, pero cordial.
—Sí, yo otra vez. Le ruego disculpe la molestia, pero…
—Adelante, Iris. Entre por favor, usted no me molesta en absoluto.
Entré empujando mi bicicleta y la apoyé contra el muro de la casa. El jardín era hermoso y estaba bien cuidado, grandes cosmos encarnados florecían en todas partes, margaritas, rosas, lavándulas y amapolas, arriates impecables con patatas, judías trepadoras y tomates. Había groselleros rojos y negros, zarzamoras y un seto de frambuesas. El señor Lexow me invitó a tomar asiento en un banco a la sombra de un avellano; entró en la casa y salió poco después con una bandeja y dos vasos. Me levanté de un salto para echar una mano. Asintió y me envió a buscar el zumo y el agua a la cocina. Regresé con la pegajosa botella de sirope de bayas de saúco hecho en casa y una botella de agua mineral. El señor Lexow sirvió la bebida y se sentó a mi lado. Alabé su jardín y el sirope de bayas de saúco y él inclinó la cabeza. Luego me miró Y dijo:
—Venga, desembuche ya.
Me reí.
—Usted fue seguramente un buen maestro.
—Sí. Creo que sí. Pero sobre todo ejercí durante mucho tiempo. ¿Y entonces qué?
—Quiero que volvamos a hablar de Bertha.
—De mil amores. No hay mucha gente con la que pueda hablar de Bertha.
—Cuénteme cosas de ella. ¿La ayudó usted cuando mi abuelo estuvo ausente? ¿Cómo era ella con los niños?
Obviamente, yo quería averiguar más cosas sobre Inga, pero no me atrevía a hacer preguntas demasiado directas.
Hacía un calor agradable en aquel banco a la sombra. Tras la excitación de la mañana en el lago, me sentía pesada y sin energías; cerré los ojos y escuché la voz serena del señor Lexow acompañada por el zumbido de las abejas de fondo.
Bertha seguramente había amado a Hinnerk, pero él no la había tratado todo lo bien que ella merecía. Bertha tenía que haberse impuesto más, pero entonces él no se habría casado con ella, y ella lo quería pese a todo. ¿Quería Hinnerk a Bertha? Tal vez, seguramente, a su manera. Él la quería porque ella lo quería a él y es posible que lo que él más quisiera de Bertha fuese precisamente aquel amor que ella le profesaba.
E Inga… ¡Qué preciosa muchacha! Al señor Lexow le habría gustado ser su padre, pero al final ni siquiera sabía si ella era realmente su hija. Podía haberlo sido pero jamás había hablado del tema con Bertha. No se atrevía y especulaba con hacerlo cuando fueran viejos, cuando Hinnerk estuviese muerto, cuando dejaran de preocuparles las cosas de este mundo. Pero, lamentablemente, eso no sucedió nunca y después sería demasiado tarde. Llegó el día en que Bertha ya no quiso hablar más con Lexow. Se limitaba a saludarle pero no respondía a sus preguntas. Decía: «Ha pasado demasiado tiempo desde entonces» y aquello ofendía al señor Lexow. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que Lexow comprendiera que Bertha ya no podría responder a sus preguntas, aunque aún conseguía eludirlas hábilmente.
Inga nació durante la guerra, en diciembre de 1941. Por aquel entonces, Hinnerk estaba todavía en casa. Durante las vacaciones de Pascua, el señor Lexow había ido a visitar a Bertha para llevarle algunos bulbos de dalia, unas flores que la habían maravillado en otoño. Eran unas plantas espléndidas. De sus vigorosos tallos brotaban flores gigantes de un color lavanda bastante inusual entre las dalias. El señor Lexow jamás había olvidado aquella noche en el jardín de los Deelwater, como tampoco había podido olvidar a la hermana de Bertha, Anna. Llegó directamente a la cocina con su cesto de bulbos. Había entrado por detrás, como solía hacer la gente del pueblo. Solo los desconocidos llamaban a la puerta. Bertha estaba pelando gambas. Llevaba un delantal azul, la fuente llena de gambas estaba sobre la mesa, y en su regazo había puesto un papel de periódico sobre el que dejaba caer las cáscaras. El señor Lexow colocó el cesto de mimbre junto a la puerta del sótano. Los bulbos podrían plantarse en una o dos semanas. Hablaron de Anna. Él quería saber si Anna había hablado con Bertha antes de morir. Bertha lo miró pensativa, sin dejar de pelar las gambas. Las cogía entre sus dedos, rompía el caparazón presionando con el pulgar por detrás de la cabeza y tiraba hacia fuera de manera rápida y firme, pero con delicadeza para separar las dos mitades y quitar al mismo tiempo las finas patas del crustáceo. Bertha no dijo nada y volvió a inclinarse sobre las gambas. Él la miraba; un rebelde mechón de cabello rubio se le había escapado del moño. Con un movimiento mecánico, se colocó de nuevo el mechón detrás de la oreja. Asustada, ella se llevó la mano a la cabeza y se encontró con la mano del señor Lexow. La mano de Bertha estaba fría y olía a mar. «Sí», susurró ella. Sí, Anna había hablado con Bertha antes de morir pero Bertha no consiguió entender lo que había dicho. Aunque, pensándolo bien, sí que había tenido algo que ver con él, con Lexow. Carsten Lexow estaba desesperado. Habían pasado quince años desde entonces y no había habido un solo día en su vida en que no pensara en ella. Cayó de rodillas ante Bertha y balbució algo; ella lo miró, perpleja pero llena de compasión, y le cogió la cara entre sus manos. En sus dedos mojados estaban pegadas las minúsculas antenas y las finas patas de las gambas. El papel de periódico lleno de cáscaras se resbaló de sus rodillas. Carsten Lexow hundió su rostro en el regazo de Bertha; su cuerpo estaba temblando, Bertha no habría sabido decir si a causa del llanto. Ella le acarició la espalda con el antebrazo como habría acariciado a un niño pequeño.
La pequeña Christa no estaba en casa. Agnes, la criada, se había ido a casa de su madre porque la anciana se había torcido un tobillo y debía ocuparse de ella y se había llevado a la niña consigo para que Bertha no se viera demasiado afectada por el percance. Hinnerk estaba trabajando, no en el despacho sino en el capo de prisioneros. El señor Lexow se calmó, pero dejó su cabeza donde estaba. Ciñó con sus brazos los tobillos de Bertha, que calzaba unos zapatos pesados, y sus manos se deslizaron suavemente hacia arriba por debajo de la falda de Bertha, que mientras tanto había dejado de pensar en él como en un niño pequeño. Él aspiró el olor a mar. Ella se quedó inmóvil y contuvo la respiración. Frases entrecortadas, palabras de amor, emocionados sollozos penetraron en sus oídos. Ella le dejó hacer. Se quedó simplemente sentada allí, la frente fruncida, sintiendo cómo el bajo vientre entraba en calor y se volvía cada vez más pesado. Y aunque ella amara a Hinnerk y no al señor Lexow, jamás había experimentado algo parecido en sus cinco años de matrimonio. Carsten Lexow se levantó, la besó y lo supo: ésa no era la misma boca de aquella noche. Ya estaba a punto de desistir cuando vio las lágrimas que corrían por sus mejillas. No una o dos lágrimas sino muchas, un verdadero torrente. La parte de arriba del delantal de Bertha estaba empapada de lágrimas; sus hombros, sin embargo, no se movían y ella tampoco emitía el menor sonido. Su cuello estaba rojo, mojado y salado cuando la besó. Ella se levantó bruscamente, se secó las manos en el delantal y se dirigió al dormitorio, situado frente a la cocina. Cerró las cortinas verdes y se desató el delantal. Se quitó los zapatos, la falda y la blusa y se tendió en la cama. Carsten Lexow se quitó el pantalón, la camisa y los calcetines y lo dejó todo en el suelo, al pie de la cama. Se acercó a Bertha y la cogió en sus brazos mientras pensaba en aquella noche lejana en el jardín. ¿Habría amado entonces a la persona equivocada y besado a la verdadera? ¿O bien amado a la verdadera y besado a la equivocada? ¿Sería un sabor a manzana lo que había percibido entre la sal y las gambas? Durante todo el tiempo que Carsten Lexow pasó con ella en la cama, las lágrimas no dejaron de correr como dos brazos de mar sobre el rostro de Bertha.
Esa misma noche, Bertha hizo también el amor con su marido, a quien dio de cenar pan negro con gambas y huevo frito. Bajo el tenue resplandor de la lámpara de la cocina, los bulbos de dalia terrosos lucían un color amarillento. Ella dijo que el señor Lexow había pasado por la casa para dejarles el cesto con los bulbos.
—El señor Lexow, ése sí que vive bien… vacaciones, flores, en plena guerra.
Hinnerk resopló con desdén, clavó el tenedor en un trozo de pan y se lo llevó a la boca. Bertha observaba cómo algunas tiernas gambas rosas se deslizaban por el pan y caían de nuevo en el plato.
Nueve meses más tarde nació Inga en medio de una violenta tormenta nocturna, una de esas raras e inquietantes tormentas de invierno. Aquella noche caían bolas de granizo grandes como cerezas y los rayos hendían con ímpetu la oscuridad. La señora Koop, quien asistió a Bertha durante el parto, juraba que el rayo había caído sobre la casa y que el pararrayos lo había desviado al suelo.
—Y si hubiéramos metido a la niña en la bañera tras el parto, ahora estaría muerta.
Y agregaba con frecuencia:
—Pero algo le quedó pese a todo a la pequeña, la pobre muchacha.
Si estaba presente, Rosmarie preguntaba con un tono de voz algo más alto que de costumbre:
—El pobre bicho, ¿verdad?
La señora Koop la miraba entonces con desconfianza, aunque sin saber qué decir, y se refugiaba en un elocuente silencio.
El señor Lexow dejó de hablar y me miró expectante. Yo dejé mis ensoñaciones y me enderecé aturdida.
—Perdón. ¿Qué decía?
—Le preguntaba si nunca le habló de mí.
—¿Quién?
—Bertha.
—No, señor Lexow, lo siento. A mí no. Y después tampoco. Aunque…
—¿Sí?
—Una vez, tal vez dos veces, pero no, no lo sé. Un día, al entrar alguien a casa, la oí decir: «Ha llegado el maestro». Pero no recuerdo nada más.
El señor Lexow asintió y bajó la mirada.
Me puse en pie.
—Muchas gracias. Aprecio enormemente que me haya contado todo esto.
—Bueno, tampoco ha sido para tanto. Lo he hecho de buena gana. Salude a su madre y a sus tías de mi parte.
—Oh, no se moleste, le ruego que no se levante, señor Lexow, solo tengo que empujar la bici hasta la calle. Dejaré la puerta cerrada.
—Ésa es la bicicleta de Hinnerk Lünschen.
—Tiene razón, efectivamente, es la bicicleta de mi abuelo. Sigue funcionando de maravilla.
El señor Lexow hizo un gesto con la cabeza sin apartar la mirada de la bicicleta y cerró los ojos.