Aunque el camino hasta casa era muy corto, no estaba dispuesta a recorrerlo vestida solo con el albornoz azul de Max, así que me monté en su coche. Max metió la bicicleta en el maletero, pero solo entró a medias. No me dejó en la entrada, sino que abrió la gran reja y me condujo hasta el portón verde que daba al patio. Una vez allí, sacó la bici del maletero y la examinó minuciosamente.
—Parece que no ha sufrido ningún daño. Has tenido suerte.
Yo asentí en silencio.
Max me examinó con la misma meticulosidad con que acababa de inspeccionar la bicicleta.
—Deberías descansar.
Asentí de nuevo, le di las gracias y atravesé el jardín en dirección a la puerta de entrada de la casa, esforzándome por andar con dignidad y donaire pese al lastre del gran albornoz. Debí de conseguirlo, pues al girarme en la esquina de la casa, vi a Max de brazos cruzados, siguiéndome con la mirada. No pude leer sus ojos pero traté de convencerme de que la suya era una expresión llena de asombro.
Debía de ser ya después de mediodía. Me quité las sandalias al pie de la escalera y subí arrastrándome, gimiendo a dos voces con los escalones. Seguía doliéndome todo. Qué susto había pasado. Me eché en la cama y me dormí enseguida.
Se oyó un tintineo, dos veces, tres veces. Cuando por fin conseguí despertarme, la campana había dejado de sonar. Mientras trataba de abrirme paso entre sueños y mantas, oí de pronto gemir y crujir la escalera. Me levanté de un salto y vi la melena oscura de Max a través de la barandilla, después sus hombros y, cuando por último apareció él de cuerpo entero en el piso de arriba, me descubrió junto a la puerta que daba a la habitación de Inga.
—¿Iris? No te asustes, por favor.
No me había asustado en absoluto; al contrario, estaba muy contenta de verle, por muy desordenado que estuviese todo ahí arriba y aunque siguiera llevando puesto su albornoz.
Le dediqué una sonrisa y dije:
—¿Utilizas siempre el mismo truco de acercarte furtivamente a las mujeres cuando están dormidas e indefensas?
—No oíste la campana y quería saber cómo estabas, ya son las seis de la tarde y como nadie abría, me preocupé. Pensé que quizá te sintieras mal por el accidente. La llave no estaba echada y decidí entrar. Además, te traigo pintura, brochas y un rodillo. Todo está abajo.
Comprobé que me sentía bien. Las manos me ardían todavía un poco, las rodillas también, pero la fatiga se había desvanecido y mi cabeza estaba despejada.
—Estoy bien… Muy bien incluso. Y contenta de que hayas venido. Pero ahora sal de aquí, que son las seis de la tarde, como bien acabas de decir, y ya es hora de que me arregle.
Max lanzó una mirada pensativa a su albornoz.
—No llevas nada debajo, ¿verdad? ¿Utilizas siempre el mismo truco?
—¡Eh! fuera, he dicho.
—Porque, si es un truco, debo decir que funciona.
—Max, eres una auténtica calamidad. Mira para otro lado.
—Vale, vale, ya me voy. En cualquier caso, creo que tengo derecho a echar una mirada a mi propio albornoz. Al fin y al cabo, quisiera asegurarme de que no lo usas para limpiarte todo el tiempo la nariz.
—¡Fuera!
Max esquivó hábilmente el cojín que lancé en su dirección. Aunque ya estaba medio fuera de la habitación, se volvió lentamente hacia mí, levantó el cojín, lo ahuecó y lo sacudió para devolverle la forma y se recostó contra el marco de la puerta. Se quedó allí de pie, sin decir nada, con el cojín en la mano y sentí de pronto cómo se estremecía todo mi cuerpo.
Max sacudió la cabeza, lanzó el cojín al suelo y abandonó la habitación. Me quité el albornoz mientras le oía bajar las escaleras. Mejor así.
Me puse ropa interior limpia y pronto me encontré ante un problema. El conjunto negro que había llevado para el entierro era demasiado elegante y demasiado abrigado y el segundo juego de ropa negra estaba sudado y cubierto de polvo del viaje. No me quedaba más remedio que hurgar en los viejos armarios. Ese minivestido rosa anaranjado de Harriet serviría. La ropa de Harriet y de Inga me iba mejor que la de mi madre, que me quedaba demasiado estrecha.
Una vez abajo, pensé que Max había desaparecido por arte de magia. Pero lo encontré fuera. Estaba sentado en la escalera, junto a la puerta de entrada, con los codos en los muslos y la frente apoyada en las manos. En el escalón inferior había tres cubos de pintura blanca. Me senté a su lado.
—¡Eh!
Sin retirar la mano de la frente, giró la cabeza hacia mí, mirándome por debajo del brazo. Su expresión era sombría, pero el sonido de su voz muy cálido cuando dijo:
—Eh, tú.
Habría apoyado la cabeza sobre su hombro, pero no lo hice. Su cuerpo se puso en tensión.
—¿Y si pintamos el gallinero?
—¿Ahora?
—¿Por qué no? Aún falta para que anochezca y si la noche nos sorprende, tampoco habría de qué preocuparse porque seguro que tu vestido brilla en la oscuridad. A plena luz, hace daño a la vista.
—Chillón, ¿no?
—Oh, sí. Chillón. Eso mismo.
Le di un codazo y se levantó de un salto a buscar mi bolso verde. Tanto celo me ponía un poco los nervios de punta. Me exasperaba que evitara de manera tan ostensible la proximidad de mi cuerpo, el muy cobarde. ¿O es que tal vez tenía una amiguita en alguna parte? Una abogada, seguro, que andaría por Cambridge sacándose un máster en MBA, MLL, o a lo mejor KMA, y que seguramente hablaba todas las lenguas europeas de corrido y tenía ojos de gacela y un cuerpazo de aupa en sus sexis y ajustados trajes de chaqueta. Me sentía una tonta en mi bata hippy fluorescente y habría mandado a Max a paseo. Pero ahora estaba aquí, con tres cubos de pintura, esperando pacientemente a que yo sacara el rodillo del bolso. ¿Y yo? Pues acababa de dormir casi dos horas y media y no pegaría ojo de todos modos antes de la medianoche así que, ¿por qué no ponernos a pintar el gallinero?
Eché mano de un cubo y de ambos rodillos. Max cogió un cubo en cada mano, se metió las brochas en el bolsillo trasero de su pantalón y empezamos a avanzar lentamente rodeando la casa. Pasamos primero por el huerto, seguimos a lo largo del bosquecillo de pinos donde el sol del atardecer arrojaba sombras caprichosas y por fin llegamos al gallinero. La hierba allí detrás no se había segado en mucho, mucho tiempo. Bertha pasaba el cortacésped y cuidaba la hierba delante de la casa, pero detrás era Hinnerk quien pasaba la guadaña. De niña disfrutaba escuchando el ruido sibilante de la hoja ante la que se rendían gramíneas y botones de oro. Hinnerk avanzaba a paso lento y tranquilo por el prado. Dirigía la guadaña con gestos amplios pero siguiendo un ritmo regular, como en una danza barroca.
—¡Oh! Ya hemos llegado.
Nos detuvimos frente al muro con la pintada en letras rojas.
—¿Sabes, Max? Es verdad.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, a que era uno de ellos. Un nazi.
—¿Era miembro del partido?
—Sí. ¿Tu abuelo también?
—No, el mío era comunista.
—Pero mi abuelo no era simplemente un miembro del partido. También tenía voz y voto.
—Entiendo.
—Harriet nos hablaba a veces de eso.
—¿Y ella cómo lo sabía?
—Ni idea. Quizá se lo preguntara alguna vez, o quizá se lo contó mi abuela.
Max se encogió de hombros y abrió el primer cubo. Con un palo que había recogido en el bosquecillo de pinos, empezó a remover la espesa pintura lechosa.
—Venga, empecemos a pintar. Tú por ese lado del muro y yo por este otro.
Sumergimos los rodillos en la pintura y los pasamos sobre la capa de yeso gris oscuro. El blanco despedía un resplandor deslumbrante. Yo presionaba lentamente el rodillo contra la pared. El techo comenzaba a la altura de mi frente. Delgados regueros de pintura blanca se escurrían por el muro. Pintar era también una forma de olvido. No quería darle demasiada importancia a las letras rojas. Después de todo, no había sido Dios quien las había pintado, sino muy probablemente algún adolescente aburrido. Una simple travesura.
No tardaríamos mucho tiempo en pintar el gallinero. La superficie por cubrir no era demasiado grande. En los tiempos en que jugábamos allí Rosmarie, Mira y yo, la casita no parecía tan pequeña.
Las manos de mi abuela se deslizaban por todas las superficies lisas: mesas, armarios, cómodas, sillas, televisor, equipo de música. Lo recorrían todo constantemente en busca de migas, polvo, arena o restos de comida. Ella barría con la mano derecha haciendo un montoncito que recogía con la mano izquierda ahuecada en forma de cuenco y en esa mano llevaba por toda la casa lo que había barrido hasta que alguien la liberaba e iba a echar el montoncito al cubo de la basura, al váter o por la ventana. Una enfermera de la residencia de ancianos le había dicho a mi madre que ése era un síntoma de la enfermedad, que allí todos hacían lo mismo. Un hogar de espectros. Por una parte, todo estaba organizado de manera práctica y funcional pero, por otra, era un sitio poblado de cuerpos que, cada uno a su manera y en diferente grado, habían sido abandonados por sus espíritus, por los buenos y por los malos. Todos los residentes del asilo deslizaban sus manos por las superficies lisas y los ángulos redondeados de los muebles de plástico, como buscando dónde aferrarse. Era, sin embargo, una impresión engañosa. Sus manos no buscaban un punto de apoyo. Cuando Bertha descubría una mancha, aunque estuviera bajo la suela de su zapato, la rascaba con vehemente tenacidad hasta que cedía bajo sus uñas, se deshacía o se transformaba en pequeñas bolitas y acababa desapareciendo por completo. Tabula rasa: en ninguna otra parte había mesas tan limpias como en la casa del Gran Olvido. Allí se olvidaba todo, limpiamente.
Cuando Christa regresaba de sus visitas, lloraba mucho. Se cogía unos enfados tremendos si alguien decía que, en el fondo, era un consuelo que los padres volvieran a ser niños. Sus hombros se ponían tensos, su voz, gélida, y decía en un susurro que era la cosa más estúpida que había oído nunca, que los ancianos perturbados no tenían ni pizca de niños, que no eran más que viejos dementes, que no había nada en común y que compararlos con niños sería para reír si no fuera para llorar. Y que eso solo podía ocurrírsele a quien jamás había tenido hijos o a quien nunca había tenido un viejo demente en casa.
La gente, que solo había querido consolar a Christa, se callaba consternada y ofendida. La expresión «viejo demente» era dura y de mal gusto. Christa quería provocar. Y eso nos preocupaba, a mi padre y a mí. Nosotros solo la conocíamos en su faceta amable y discreta; era categórica, sí, pero nunca agresiva.
Cuando estudiábamos Macbeth en clase, no podía evitar pensar en Bootshaven. Era siempre el mismo tema de recordar y de no-querer-recordar, de eliminar manchas que no existían y, para colmo de males, estaban esas tres brujas, las tres hermanas fatídicas.
Rozar, limpiar, las manos de Bertha, que se deslizaban por todas las superficies lisas, se cercioraban así de la existencia de su propio cuerpo, de que aún estaba allí, de que aún seguía ofreciéndole resistencia, de que seguía habiendo diferencia entre ella y lo inanimado… Pero todo eso llegó más tarde. Hasta entonces, mesas y aparadores, sillas y cómodas impecablemente barridas por sus infatigables manos, habían estado llenos de papeles: pequeños papeles cuadrados, cuidadosamente separados de los blocs de notas, papeles recortados del margen de un periódico, folios arrancados de un cuaderno, dorsos de tiques de caja, listas de la compra, recordatorios, listas de aniversarios, listas con direcciones, papeles con descripciones de itinerarios, papeles con órdenes escritas en mayúsculas: «¡MARTES COMPRAR HUEVOS!» o «¡LLAVES SEÑORA MAHLSTEDT!».
Luego, Bertha empezó a preguntarle a Harriet acerca del sentido de aquellas notas y qué era lo que había querido memorizar.
—¿Qué significa «Llaves señora Mahlstedt»? —preguntaba dominada por la desesperación—. ¿La señora Mahlstedt me ha dado una llave? ¿Dónde está la llave? ¿O es que solo quiso darme una llave? ¿Pero cuál? ¿Y para qué?
Las notas se multiplicaban. Cuando estábamos en Bootshaven, los papeles revoloteaban por todas partes. Las corrientes de aire los hacían flotar lentamente por la cocina como las grandes hojas de los tilos lo hacían fuera, en el patio, en otoño. Los mensajes se volvieron cada vez más ilegibles e incomprensibles. Si al principio las notas contenían aún indicaciones precisas sobre cosas tales como el modo de empleo de la nueva lavadora, con el tiempo y a medida que se multiplicaban se fueron volviendo más lacónicas. «Derecha antes que izquierda», decía una de las notas, y eso aún podía entenderse.
Sin embargo, a veces, mi abuela escribía notas que no conseguía leer ni ella misma y se esforzaba por leer notas en las que nada era legible. Con el tiempo, los mensajes se fueron haciendo más y más extraños: «Bañador en el Ford», pero en ese entonces ya se habían desprendido del Ford y, más tarde, una y otra vez: «Bertha Lünschen, Geestestrasse 10, Bootshaven». Un día, el mensaje se redujo a «Bertha Deelwater» y después siguió reduciéndose hasta que no fue más que «Bertha». «Bertha». Como si ella debiera cerciorarse de que todavía existía. El nombre ya no parecía una firma, sino algo copiado con gran dificultad. El trazo fugitivo mostraba varios sitios donde el bolígrafo había dejado de escribir y se había vuelto a poner en marcha tras una pausa. Las letras no eran más que pequeñas cicatrices. Transcurrió el tiempo y la lluvia de hojas remitió por completo. Si alguna vez Bertha se encontraba con uno de sus antiguos recordatorios, lo miraba fijamente con ojos extraviados y, al cabo de un momento, lo estrujaba y lo metía en el bolsillo del delantal, en la manga o dentro del zapato.
Mi abuelo se quejaba del desorden que reinaba en la casa. Harriet hacía todo lo que podía pero siempre tenía que acabar alguna traducción urgente y Rosmarie no contribuía precisamente a que la casa pareciera cuidada y ordenada. Hinnerk empezó a cerrar su despacho con llave por temor a que su mujer pusiera todo patas arriba. Bertha, desconcertada, golpeaba una y otra vez la puerta y repetía que ella tenía que entrar. Para todos nosotros, ése era un espectáculo difícil de soportar. Después de todo, era la casa de Bertha.
A decir verdad, yo conocía Bootshaven solo en verano, de cuando pasaba allí las vacaciones. A veces iba con mis padres pero casi siempre iba solo con Christa y, alguna que otra vez, incluso sola. Para el entierro de Hinnerk habíamos viajado en noviembre. Pero no había hecho más que llover. Fuera del cementerio, no había podido ver gran cosa, ni el jardín siquiera.
«¿Y cómo era el jardín en invierno?», le preguntaba a mi madre, la patinadora, cuyo nombre sonaba como el crujido de los patines sobre el hielo. Christa se encogía de hombros y decía entonces que en invierno el jardín era también hermoso, sin duda alguna. Pero, cuando se percataba de que esa respuesta no me bastaba, añadía que una vez lo había visto cubierto por una capa de hielo. Había estado lloviendo todo el día pero por la noche, repentinamente, comenzó a hacer mucho frío y todo se convirtió en vidrio. Cada hoja, cada brizna de hierba se había cubierto de un manto de hielo transparente, y al soplar el viento en el bosquecillo de pinos se podía oír el sonido metálico cuando entrechocaban las agujas de los pinos, y aquello fue como oír música celestial. Cada piedra en el patio parecía de cristal. Nadie tenía permiso para salir de la casa. Habían abierto la ventana de la habitación de Inga y contemplado el jardín desde allí. Al día siguiente, subió de nuevo la temperatura y la lluvia que volvió a caer lo limpió todo.
«¿Cómo era el jardín de Bertha en invierno?», le preguntaba yo a mi padre, que tenía que haberlo visto alguna vez además de en las vacaciones de verano.
Él asentía enérgicamente con la cabeza y decía:
—Bueno, prácticamente igual que en verano, solo que marrón y plano.
Si bien era un especialista en ciencias naturales, sospecho que la naturaleza no lo estimulaba demasiado.
Se lo pregunté también a Rosmarie y a Mira durante mis vacaciones. Estábamos sentadas en la escalera de la entrada y escondíamos pequeñas cartas bajo las losas sueltas.
—¿El jardín en invierno?
Rosmarie no necesitó reflexionar mucho:
—Aburrido —respondió.
—Mortalmente aburrido —agregó Mira riéndose.
Un día, cuando Rosmarie, Mira y yo jugábamos a disfrazarnos, pasó mi abuelo a ofrecernos caramelos de su caja de Macintosh. Él nos quería mucho. Me prefería a mí antes que a Rosmarie porque yo era la hija de Christa, porque era la más joven, porque no vivía con él en la misma casa y porque me veía con menos frecuencia, pero le gustaba, sin embargo, bromear con ella y con Mira y ellas no se privaban de devolverle las bromas. Eso lo hacía feliz y lo convertía en un ser encantador, así que le pregunté también a él cómo era el jardín en invierno. Hinnerk nos hizo un guiño, miró entonces por la ventana y, tras un dramático suspiro, se volvió hacia nosotras y recitó con voz grave:
El invierno es un anciano
cascarrabias, gris y malo.
El invierno trae el frío,
si no te vistes caliente
aunque se ría la gente
puedes pillar un resfrío.
Es una gran crueldad
que tenga tan mal cariz
el que tu roja nariz
anuncie tu enfermedad.
Lloras, toses y moqueas
estornudas y gangueas
y te quedas solo en casa
viendo el amor cómo pasa:
porque un surtidor de mocos
no le gusta ni a los locos,
ni a las guapas, ni a las feas.
Hinnerk estalló en estruendosas carcajadas e hizo una reverencia. Y nosotras gritamos ¡Bravo! más por cortesía que por convicción, y aplaudimos con nuestras manos enguantadas. Rosmarie y yo llevábamos guantes blancos que se abotonaban en los puños. Los guantes de Mira eran de satén negro y largos hasta el codo. Hinnerk volvió a bajar sin dejar de reírse, la escalera crujía bajo sus pasos. ¿Habría realmente improvisado ese poema?, se preguntaba Mira. A mí también me habría gustado saberlo, pero Rosmarie se limitó a encogerse de hombros.
—Es posible —dijo ella—, siempre está escribiendo poemas. Tiene un cuaderno lleno.
Entre tanto, Max y yo habíamos llegado a la altura de la pintada de aerosol rojo. Yo pasaba el rodillo sobre la «i»; él, sobre la «N», y avanzamos así lentamente hasta cruzarnos.
—Yo acabo con esto —le dije—, tú sigue con otra pared. Una única pared blanca quedaría un poco rara, así que lo pintamos todo de blanco. Acabaremos enseguida.
Max cogió otro cubo, abrió la tapa, removió la pintura y dio la vuelta al gallinero para cubrir el lado que daba al bosquecillo de pinos.
—Dime, Max…
Yo le hablaba a la pared. La voz de Max me llegó desde la derecha.
—¿Sí?
—¿No tienes realmente nada mejor que hacer que pasarte la tarde aquí pintando?
—¿Es una queja?
—No, por supuesto que no, me alegra, de verdad. Pero, al fin y al cabo, tú tienes tu vida, ¿no? Quiero decir, que tú tienes seguramente… Bueno, tú ya me entiendes.
—No, no te entiendo. Ahora tienes que acabar la frase, Iris. Ni se me ocurre echarte un cable.
—Bueno, yo tengo la culpa. Solo quería ser amable. Tengo la impresión, Max, de que te ocupas de mí y de mis asuntos como si no hubiera otra cosa en tu vida. ¿Es así?
—Sí, quizá, es muy posible que sea así. Y ahora, con tu miserable pequeño cerebro de mujer, sacas naturalmente la conclusión de que si estoy aquí, contigo, es únicamente porque estoy terriblemente solo y aburrido.
Max suspiró, sacudió la cabeza y volvió a desaparecer detrás del gallinero. Respiré hondo:
—¿Y bien? ¿Lo estás?
—¿Solo y aburrido?
—¿Sí?
—Sí, a veces, un poco. En todo caso, no tanto como para sentir el impulso de buscar sistemáticamente la compañía de mujeres desconocidas y dedicarme a hacer trabajos manuales en su casa y en su gallinero.
—Mm… ¿Habría de tomarlo entonces como algo personal?
—Por supuesto.
—¿Qué haces cuando no pintas gallineros y no estás en el trabajo?
—Oh, ya sabía yo que acabarías preguntando eso. Muy poca cosa, Iris. Veamos. Juego al tenis dos veces por semana con un colega, por las tardes salgo a correr aunque me aburre mortalmente, cuando hace calor voy a nadar, veo la tele, leo dos periódicos todos los días y, de vez en cuando, hojeo el Spiegel. A veces también voy al cine después del trabajo.
—¿Y dónde está tu mujer? Porque a los veinticinco años, aquí en el campo, vosotros soléis tener ya dos o tres hijos con una mujer con la que habéis empezado a salir a los dieciséis.
Me alegré de que Max no pudiera verme.
—Es cierto y, en mi caso, poco faltó. Mi última pareja, a quien no conocí hasta los veintidós y con la que viví durante cuatro años, se marchó de aquí el año pasado. Era enfermera.
—¿Y por qué no te fuiste con ella?
—Cambió de trabajo y se fue a otro hospital mucho más lejos. Y antes de que nos diera tiempo a plantearnos si continuábamos viviendo juntos a mitad de camino entre mi bufete y su nuevo hospital, ella ya estaba liada con el médico jefe.
—Oh, lo lamento.
—Yo también. Sin embargo, lo que más lamento es que en el fondo me dio lo mismo. Lo único que de verdad me indignó fue el cliché del médico y la enfermera. No me rompió el corazón, ni siquiera me dolió. Quizá ya no tenga corazón o tal vez se haya fundido con este paisaje cenagoso.
—Pero sí tenías corazón cuando eras pequeño.
—¿De verdad? ¡Qué tranquilizador!
—El día que sacaste a Mira del agua. En la esclusa.
—¿Acaso prueba eso que yo tenía corazón? Lo que hice fue cumplir con mi deber, y en realidad no lo hice de muy buena gana.
—De acuerdo. Pero demostraste que tenías corazón cuando dejaste de saludarnos.
—Vosotras me inquietabais.
—Venga ya, admite que nos encontrabas alucinantes.
—Temibles.
—Estabas loco por nosotras.
—Vosotras estabais completamente locas.
—Te parecíamos guapas.
Max se calló.
—¡Te parecíamos guapas!
—Sí, maldita sea. ¿Y qué?
—Pues eso.
Y continuamos pintando.
Al cabo de unos minutos de silencio, me llegó otra vez la voz sorda de Max por la derecha:
—Esta pintada la ha hecho alguien que no tiene ni la menor idea del significado de lo que escribe o alguien que conocía bien a Hinnerk, porque en Bootshaven no existe una asociación de extrema derecha. De hecho, no existen asociaciones de ningún tipo. A no ser que nos refiramos al gremio de los lavadores de coches y al de los cultivadores-de-geranios-en-jardineras-de-hormigón. Aquí pasan tan pocas cosas que de vez en cuando voy a sentarme en el cementerio a beber vino tinto, para ver si pasa algo. Soy un tipo aburrido y con la inteligencia justa para darme cuenta. Qué mala suerte tengo.
Permanecí en silencio. No estaba con ánimo para consolarle y tampoco creía que él estuviera pidiendo consuelo. ¿Qué era lo que veía yo en ese joven y sencillo abogado? Probablemente, el pasado. Supongo que me importaba que él me siguiera viendo tal y como había sido en otros tiempos: una chiquilla rubia, regordeta, que trataba desesperadamente de llamar la atención de dos chicas algo mayores que ella. Para él, yo era la nieta de Bertha, la prima de Rosmarie, la preferida de Hinnerk. Y aunque Max, como todos los hermanos pequeños, se esfumaba como por encanto en nuestra presencia, no nos perdía de vista. A veces, Mira tenía que traerlo cuando venía a casa. Nosotras ni nos dignábamos mirarlo y él hacía lo mismo, pero yo me daba cuenta de que se le iban los ojos. Podía percibirlo en la indiferencia que ambos fingíamos y en la que inevitablemente se entreveraba una buena dosis de desesperación.
A excepción de mis padres y mis tías, yo no conocía a nadie que nos hubiese visto tal como éramos entonces. Pero ellos no contaban porque nunca dejaban de vernos como en aquella época. Max, en cambio, me veía como era ahora. Qué suerte que fuera tan amable. Seguramente lo era, puesto que todas las demás cualidades estaban ya ocupadas por Mira. Ella era salvaje; él era tranquilo. Ella llamaba la atención; él se hacía invisible. Ella se había marchado; él se había quedado. Mira adoraba el drama; Max, la tranquilidad. Y como era tan amable, nunca nos habíamos fijado en él. ¿Qué chica que se precie se fijaría en un muchacho por su amabilidad?
Pero ahora sí me había fijado en él y me preguntaba por qué. La muerte y el erotismo han ido siempre de la mano, eso es innegable, pero ¿aparte de eso? ¿Porque precisamente ahora los dos estábamos sin compañía y sin consuelo? Yo había dejado a Jon porque quería volver «a casa»: todos sabemos que hay que ser prudente con los propios deseos, pues a veces se cumplen. Max vino con la casa. La casa. El olvido compartido es un vínculo tan fuerte como los recuerdos comunes, acaso incluso más fuerte.
Y con esto, el misterio del hombre con la botella en el cementerio quedaba también aclarado. Nada podía permanecer demasiado tiempo en secreto en el pueblo. Para entonces, seguramente todos sabían ya que Max estaba aquí y que pintaba el gallinero de Bertha Deelwater.
¿Y en qué había reparado Max en aquella época? El día en que fuimos juntas a la esclusa Rosmarie, Mira y yo era uno de los primeros días de verano. Me acuerdo de unas enormes nubes de moscas verdes con las que nos habíamos encontrado mientras pedaleábamos a través de los prados de camino al canal. Rosmarie llevaba un vestido violeta de tubo y el viento de cara inflaba sus mangas abullonadas hechas de un fino tul transparente. Sus brazos blancos centelleaban a través del tejido lila y parecía como si dos serpientes de mar le brotaran de los hombros. Para poder pedalear, se había levantado el vestido por encima de las rodillas y lo sujetaba con pinzas para tender la ropa que se mantenían en posición horizontal a causa del viento. Debía de pedalear delante de mí, porque veía las pecas de sus rodillas por detrás, aunque tal vez esté mezclando recuerdos de alguna otra excursión en bici.
Ese día yo llevaba el vestido verde de tía Inga. Estoy absolutamente segura. Pues recuerdo que a la ida me sentía como una ninfa de río y, de regreso, como el cadáver hinchado de un ahogado.
Mira vestía de negro.
Recogimos nuestros enseres de baño de los portaequipajes, lanzamos las bicis sobre la hierba y bajamos la pendiente corriendo hacia una de las pasarelas de pesca. Me puse una enorme toalla sobre los hombros y traté de quitarme la ropa a cubierto de miradas indiscretas. A excepción de nosotras, allí no había nadie. Mira y Rosmarie se rieron al ver lo que hacía.
—¿Pero por qué te escondes de esa manera? ¿O acaso tienes algo que esconder?
Me avergonzaba de mi cuerpo, precisamente porque aún no tenía nada de lo que poder avergonzarme. Rosmarie tenía senos pequeños y firmes con rebeldes pezones rosados; Mira tenía pechos sorprendentemente generosos que apenas se presentían, a la vista de sus hombros estrechos y bajo su jersey negro. Yo no tenía nada. Nada apropiado, porque tampoco era del todo lisa ahí arriba como el año anterior, cuando todavía iba a nadar en braguitas sin la menor reserva. Yo no entendía por qué en las piscinas municipales las chicas tenían que cambiarse siempre en un vestuario común mientras que las señoras disponían de cabinas individuales. Lo contrario habría sido mucho más lógico: lo inacabado tiene necesidad de ocultarse. Es el caso de las obras de arte y del escarabajo de la patata. Yo tenía perfectamente claro a cuál de esos grupos pertenecía.
Nos tumbamos sobre la pasarela de madera y nos pusimos a comparar el color de nuestra piel. Todas estábamos blancas como la leche. De las tres, yo era la que tenía el pelo más claro y la piel más oscura, tirando un poco al amarillo. Mira era de alabastro y Rosmarie tenía venas azuladas y estaba llena de pecas. Luego, comparamos nuestros cuerpos. Rosmarie hablaba de pechos y de que se volvían más pequeños después de las reglas. Yo no comprendí lo que decía; ¿cuáles eran las reglas que hacían que los senos se volvieran grandes o más pequeños? ¿Y habría reglas que hacían que los senos se quedaran para siempre tan diminutos como los míos? Mira y Rosmarie se rieron a carcajadas. Yo me puse colorada y empecé a sentir calor; lo único que sabía es que no sabía algo que debería saber. Los ojos me ardían y, para no llorar, me mordí el interior de las mejillas.
Mira, la primera en recobrar la compostura, me preguntó si mi madre no me había explicado que las mujeres perdían una vez al mes sangre por abajo. Yo me quedé estupefacta. ¿Sangre? Nadie me había hablado de eso. Me acordaba vagamente de algo que mi madre llamaba sus «periodos» que tenía que ver con el hecho de que ella no podía practicar sus deportes habituales. Sentí rabia contra mi madre. Y rabia contra Mira y Rosmarie. Habría deseado golpearlas con los pies. En medio de sus tetas de Medusa.
—¡Pero fíjate, Mira! ¡Si no lo sabía! —gritó Rosmarie, realmente embelesada.
—Sí. Es verdad. ¡Qué mona!
—Por supuesto que lo sabía, lo único que no sabía es que se llamaba «regla». Nosotros, en casa, le decimos «periodo».
—Vale, eso quiere decir que también sabes qué se hace para que no chorree.
—Sí, por supuesto.
—¿Y bien? ¿Qué se hace?
Me callé y volví a morderme las mejillas. Eso me producía dolor y me servía de distracción. Con la lengua podía seguir las huellas que me dejaban los dientes. No quería admitir que sabía tan poco, ni menos aún cambiar de tema porque era absolutamente imprescindible que me enterara de más cosas.
Rosmarie se quedó mirándome. Estaba tumbada entre Mira y yo, sus ojos tenían un brillo plateado como la piel de los pequeños peces del canal. Parecía saber lo que estaba pasando dentro de mí.
—Yo te lo digo: se usan tampones y compresas. Mira, explícale cómo funciona un tampón.
Lo que Mira me dijo me perturbó: enormes y rígidos bastoncillos de algodón que se introducían por abajo, hilos que colgaban entre las piernas y constantemente sangre, sangre, sangre. Se me revolvió el estómago. Me levanté y salté al agua. Detrás de mí oí reír a Rosmarie y a Mira. Cuando salí del agua, las dos estaban hablando de su peso.
—Ahí viene nuestra pequeña Iris, que tiene ya lo que se dice un trasero bien gordo.
Rosmarie me miró desafiante. Mira resopló.
—Eso es por los bombones Schogetten de vuestro abuelo.
Era verdad: yo no era delgada, ni siquiera esbelta. Tenía un culo grande, piernas gordas y nada de pecho pero, en cambio, un vientre redondo. Yo era la más fea de todas. Rosmarie era la misteriosa, Mira, la mala y yo, la gorda. También era verdad que yo comía demasiado. Adoraba leer y comer al mismo tiempo. Una rebanada de pan con mantequilla tras otra, una galleta tras otra, dulce y salado en continua alternancia. Era maravilloso: novelas de amor con queso gouda, novelas de aventura con chocolate con nueces, dramas familiares con muesli, cuentos de hadas con caramelos blandos, novelas de caballería con galletas Príncipe. En muchas lecturas me llamaban a la mesa justo en la parte más interesante del libro: albóndigas de carne, sémola, pan de especias, una rodaja de la mejor salchicha de carne. A veces, cuando iba de expedición por la cocina buscando comida, mi madre se mordía el labio inferior, me hacía una señal muy peculiar con la cabeza y decía que ya estaba bien, que la cena se serviría en una hora, o que podría cuidar un poco de mi línea. ¿Por qué me decía siempre que estaba bien cuando precisamente ya no lo estaba? Ella sabía que me humillaba con sus frases, que yo me iría ofendida a mi habitación, que no me sentaría a la mesa para la cena y que más tarde entraría a hurtadillas en la cocina para rapiñar y llevarme a la cama almendras y chocolate de repostería, que comería y leería y me convertiría en una desdichada sirena muda o en un pequeño lord que encalla en la playa de una isla desierta, correría con los cabellos al viento a través de un desolado paisaje pantanoso o mataría al dragón. Masticaba las almendras al mismo tiempo que la rabia y el asco hacia mí misma y me lo tragaba todo con chocolate. Y mientras leía y comía, me calmaba. Yo era todo lo que uno podía llegar a ser, excepto yo misma, pero por nada del mundo debía dejar de leer.
Aquel día en la esclusa yo no leía. Mojada y en pie sobre la pasarela, sentía escalofríos bajo la mirada de las dos chicas. Contemplaba mis pies que, vistos desde arriba, sobresalían blancos y anchos por debajo de mi vientre y mi piel de gallina se alzaba sobre mis pezones.
Rosmarie se levantó de un salto.
—Venid, nos tiraremos desde el puente.
Mira se puso en pie lentamente y se estiró. Con su biquini, parecía una gata blanca y negra.
—¿Tú crees que es realmente necesario? —preguntó soltando un bostezo.
—Sí, querida, es necesario. Ven con nosotras, Iris.
Mira se resistió.
—Vamos, chiquillas, id a jugar a otra parte y dejad, por favor, a los mayores descansar un poco, ¿sí?
Rosmarie me miró. Sus ojos tenían un brillo tornasolado. Me tendió la mano. La tomé agradecida y corrimos juntas en dirección al puente. Mira nos siguió con desgana.
El puente era más alto de lo que pensábamos pero no tan alto como para hacernos desistir de la idea. En verano, los chicos mayores saltaban todo el tiempo desde allí arriba, pero ese día no había nadie.
—Fíjate, Mira, ahí abajo está tu hermano pequeño. ¡Eh! ¡Tú, inútil!
Rosmarie tenía razón. Ahí abajo estaban Max y un amigo sentados en una toalla. Comían galletas y todavía no nos habían visto. Al oír el grito de Rosmarie, levantaron la cabeza.
—Bien. ¿Quién salta primero? —preguntó Rosmarie.
—Yo.
Yo no tenía miedo de saltar. Nadaba bien y, aunque era fea, al menos era valiente.
—No, Mira salta primero.
—¿Por qué? Si Iris quiere saltar, que lo haga.
—Pero yo quiero que saltes tú primero.
—Bueno, pero yo no quiero saltar.
—Venga, Mira, no seas así. Siéntate sobre la pasarela.
—Vale, lo haré, pero eso es todo.
—De acuerdo.
Rosmarie volvió a mirarme con sus ojos iridiscentes. De pronto supe lo que pretendía. Mira y ella se habían estado riendo de mí hacía apenas un momento y ahora mi prima se aliaba conmigo. Yo continuaba estando furiosa por lo de antes, así que me sentí halagada. Le hice una discreta seña con la cabeza y ella me la devolvió. Mira estaba sentada en la pasarela y sus pies se balanceaban sobre el agua.
—¿Eres cosquillosa, Mira?
—Sabéis muy bien que sí.
—¿Tienes cosquillas aquí?
Rosmarie la pellizcó levemente en la espalda.
—No, para ya.
—¿Y aquí?
Rosmarie le hizo un poco de cosquillas en el hombro.
—Déjame en paz, Rosmarie.
Yo me acerqué y grité:
—¿O tal vez aquí?
Y la pellizqué con energía en el costado. Ella se estremeció y lanzó un grito, perdió el equilibrio y cayó del puente.
Rosmarie y yo no nos miramos. Nos asomamos las dos a la barandilla para ver la reacción de Mira al reaparecer en la superficie.
Esperamos.
Nada.
Mira no aparecía.
Antes de saltar, me dio tiempo a ver a Max lanzarse al agua salpicando a su alrededor.
Cuando volví a salir a la superficie, Max tiraba de su hermana hacia la orilla. Ella tosía, pero nadaba.
Salió del agua tambaleándose y se tumbó en la hierba. Max se sentó a su lado. Estaban en silencio. Cuando salí del agua y Rosmarie bajó corriendo del puente, Max nos miró a las tres, una por una, escupió en el agua, se levantó y se alejó. Se montó en su bici con el bañador mojado y desapareció de allí.
Rosmarie y yo nos sentamos junto a Mira, que seguía con los ojos cerrados y la respiración acelerada.
—Estáis chifladas. Le costaba hablar.
—Lo siento, Mira, yo…
Me eché a llorar.
Rosmarie contemplaba a Mira en silencio. Cuando Mira abrió por fin los ojos para dirigirlos a Rosmarie, ésta inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. La pequeña boca roja de Mira se contrajo; ¿era de dolor, de odio o porque estaba a punto de echarse a llorar? Su boca se abrió, se oyó un breve sonido ronco y entonces se echó a reír, suavemente al principio y más fuerte después; una risa estridente, desolada.
Rosmarie no le quitaba la vista de encima. Yo estaba sentada junto a ellas y lloraba.
—¿Max?
—¿Mm?
—Aquel día, en la esclusa…
—¿Mm?
—Estaba tan abatida. Me pregunto…
—¿Mm?
—Me pregunto si el incidente de la esclusa tuvo algo que ver con la muerte de Rosmarie.
—Ni idea, pero no creo. Además, ni siquiera fue el mismo verano. Lo de la esclusa fue mucho antes. ¿Y qué te ha hecho pensar ahora en eso?
—Ah. Ni idea.
—¿Sabes? También es posible que todo tuviera que ver con la muerte de Rosmarie. Quiero decir que acaso eso también tuviera algo que ver, eso y el tiempo que hacía ese día, y también esta pintada en el gallinero, y otros miles de cosas más. ¿Entiendes?
—Mm.
Me aparté el pelo de la frente. Continuamos pintando. Todavía hacía calor. Las capas de pintura no servían de mucho, la palabra pintada con espray rojo se podía leer tan bien como antes: «Nazi». El mismo Hinnerk había utilizado con frecuencia la palabra «soci» para referirse a los socialistas. A él no le gustaban los socis, era algo evidente. Criticaba a la derecha, a la izquierda, a todos los partidos y a todos los políticos. Despreciaba a toda esa pandilla corrupta y lo proclamaba a los cuatro vientos, a todos aquellos que querían oírlo, pero muy especialmente a aquellos que no querían oírlo. Mi padre, por ejemplo, no quería oírlo. Él mismo era miembro del ayuntamiento y peleaba porque hubiera carril bici, por la regulación nocturna del alumbrado público en calles no frecuentadas y por el uso generalizado de rotondas en los cruces.
En cuanto a los poemas, según nos había contado Harriet, Hinnerk los había escrito después de la guerra, cuando le prohibieron seguir ejerciendo la profesión de abogado. Lo habían enviado al sur de Alemania como parte del proceso de desnazificación. Mi abuelo no había sido un simple miembro del partido, pero yo no quería hablar abiertamente sobre el tema con Max. Había sabido por Harriet que él había sido segundo jefe de circunscripción. Afortunadamente, no se había visto obligado a firmar condenas graves. Mi madre, que salía muchas veces en su defensa, contaba que Hinnerk había absuelto al señor Reinmann, herrero y comunista confeso. En su época de escolar, Hinnerk pasaba mucho tiempo en el taller del señor Reinmann: el espectáculo del metal al rojo vivo lo aterrorizaba y al mismo tiempo lo fascinaba. Hinnerk adoraba el silbido del agua al evaporarse. Pero las herraduras recién salidas del agua le parecían simples desechos. Se las veía duras y sin punta, marrones y muertas, mientras que poco antes habían lucido mágicos destellos rojos, como si tuvieran vida propia. Hinnerk tuvo que aprender, antes que nada, alto alemán en la escuela. Christa decía que el maestro había preguntado una vez a los alumnos del primer curso qué significaba la frase: «No tortures jamás a un animal por diversión pues él siente el dolor como tú y como yo». Hinnerk levantó la mano y dijo: «El mismo que sentiría yo». Mi abuelo cayó en gracia al pastor y los padres terminaron cediendo y enviaron al niño al instituto. La guerra estalló poco después. El padre de Hinnerk fue reclutado, pero Hinnerk siguió en la escuela. Como solía decir mi madre, si la Primera Guerra Mundial hubiese estallado seis meses antes, Hinnerk jamás habría ido al instituto, nunca habría estudiado, jamás habría podido casarse con Bertha, jamás la habría tenido a ella, a Christa, ni jamás habría existido yo. De modo que comprendí muy pronto que la escuela era algo importante. Vitalmente importante.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, Hinnerk ya era padre de familia y no tenía nada de aquella vehemencia belicista. No quería ser soldado, ni tampoco fue llamado a filas. Se ocupaba de un campo de prisioneros en la ciudad y regresaba a casa para cenar cada noche, como de costumbre. Hinnerk Lünschen estaba orgulloso de sí mismo: jamás le habían regalado nada ni le habían dado nada masticado. Se había abierto camino solo gracias a su fuerza de voluntad, a su lucidez y a su autocontrol. Era atlético, el uniforme le sentaba bien y le confería cierto aire intrépido. Hinnerk creía que la mayor parte de las ideas de los nazis estaban hechas exactamente a la medida de hombres de su talla. Solo encontraba superflua la noción de seres inferiores. A él le bastaba con ser él mismo un superhombre. Despreciaba a la gente que se engrandecía a costa de empequeñecer a los demás. Él, el doctor Hinnerk Lünschen, no necesitaba recurrir a eso y, naturalmente, le procuró a su excondiscípulo Johannes Weill los papeles necesarios para salir del país y reunirse con su familia en Inglaterra. A fin de cuentas, se trataba de una cuestión de honor. Él jamás había hablado de eso, pero Johannes Weill nos había escrito una carta al recibir en Birmingham por vía indirecta la esquela de Hinnerk. Hacía ya seis meses que mi abuelo había muerto. Inga fotocopió la carta y se la envió a su hermana Christa. La carta era amable pero distante. El hombre, evidentemente, no albergaba sentimientos de especial afecto hacia mi abuelo. No quiero saber con qué displicencia se habría comportado Hinnerk con su excolega. Tampoco sé si mi abuelo era antisemita, aunque sí sé que no había nadie con quien no se hubiera enemistado en un momento u otro. La carta, sin embargo, decía de forma muy explícita que Hinnerk había ayudado a él, su condiscípulo, y saber esto fue un gran alivio para toda la familia.
Desde luego, él se enfadaba también con los nazis. Menospreciaba a los idiotas y, a sus ojos, muchos nazis lo eran. Creía también que había que ser idiota para continuar con una guerra en la que no había ninguna posibilidad de ganar. Una noche hizo esa misma declaración en la posada de los Tietjens, donde se había detenido para beber una cerveza. Sentada en la sala había una mujer silenciosa. Jamás supimos quién era. ¿La esposa de alguien a quien Hinnerk habría denunciado y condenado? ¿O bien alguien a quien Hinnerk habría humillado alguna vez? Él era lo suficientemente listo como para distinguir con rapidez las debilidades de la gente, pero no lo suficientemente sabio como para resistir la tentación de hacerlo. La señora Koop había contado una vez que Hinnerk tenía una amante en la ciudad, una hermosa mujer de pelo negro. Ella misma había visto su foto sobre el escritorio de Hinnerk, nada menos. Rosmarie y yo estábamos más sorprendidas por el hecho de que la señora Koop hubiese mirado a hurtadillas el escritorio de Hinnerk que por la foto de la misteriosa mujer morena. Inga aseguraba conocer esa foto. Ella sostenía que se trataba de una copia de la única foto que le habían sacado a Anna, la hermana de Bertha. Hinnerk, en todo caso, afirmaba que él no conocía a la silenciosa mujer de la posada de Tietjens. La mujer, sin embargo, debía de conocerlo o de haber hecho averiguaciones sobre él, pues lo denunció. Y así fue como, a sus casi cuarenta años y poco antes del final de la guerra, el doctor Hinnerk Lünschen, juez de distrito, se convirtió en soldado ante el horror de toda la familia. Mi abuelo detestaba la violencia. Había odiado y despreciado a su padre precisamente a causa de su violencia y ahora era él quien debía marchar al frente a disparar contra la gente o, peor aún, a recibir un balazo. Ya no pudo conciliar el sueño. Pasaba noches enteras ante la ventana abierta de su despacho con la mirada perdida en la oscuridad. Los tilos del patio ya estaban altos en esa época. Era otoño y la entrada que llevaba a la casa estaba sembrada de hojas amarillas con forma de corazón. La víspera de su partida, Hinnerk renegó del NSDAP, el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores. Y contrajo una pulmonía.
En el tren, tuvo fiebres muy altas y se quedó sin fuerzas. En su estado no lo podían enviar a Rusia. Tuvo que ser hospitalizado y, aunque no le administraron penicilina, se acabó recuperando. Después de eso, en enero de 1945, lo enviaron al frente, en Dinamarca, donde lo destinaron a un campo de prisioneros. Al acabar la guerra, lo transfirieron a un campo de concentración en el sur de Alemania. Yo sabía todo eso por Christa, que pasaba a máquina las cartas que Bertha le enviaba a Hinnerk y nos las leía a mi padre y a mí. Bertha escribía sobre el cerdo que había comprado y confiado al cuidado de la hermana de Hinnerk, Emma. Le contaba que, de entre todos los cerdos que tenía su cuñada en la granja, era precisamente ese cerdo, su cerdo, el que había muerto. ¡Una estúpida casualidad! No es que Bertha no hubiese podido reconocer a su propio cerdo de entre todos los demás cerdos de la granja, no, pero estaba obligada a creer a Emma. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer? De eso le escribía Bertha a Hinnerk. Y de cómo había ido en bicicleta sobre la nieve a visitar a un hombre a quien su padre le había hecho un día un favor. Ella le había pedido prestada un hacha porque la suya estaba rota. Bertha se mataba trabajando y conseguía mantener a su familia. Ella tenía a Úrsula, la vaca. Había extranjeros en la casa, refugiados de Prusia oriental que se habían acuartelado allí. Escribía que resultaba difícil compartir la cocina con extraños. Después de la guerra, fueron los soldados ingleses quienes se establecieron en la casa. Hacían fuego en el suelo de la cocina. Eran tremendamente ruidosos pero amables con los niños. Bertha informaba también sobre las colonias de refugiados y sobre sus hijas, que se quedaban de pie detrás de la verja y miraban cómo centenares de personas pasaban cada día por delante de la casa con caballos, maletas, carretillas y canastas. A ellas todo eso les parecía excitante. Durante semanas se entretenían cargando el cochecito de Harriet, que entonces tenía dos años, con todo cuanto encontraban por la casa, vistiéndose con toda la ropa que descubrían en los armarios y cojeando en fila india por el patio. «Estamos jugando a los refugiados», le explicaban a su madre y acababan instalándose siempre en el gallinero. Sobre ese tipo de cosas le escribía Bertha a su marido. Y atravesaba Alemania para ir a visitarlo. Sin las hijas.
Un día regresó a casa. No estaba perturbado. Tampoco estaba enfadado o enfermo. Estaba igual, ni más lunático ni más amable. Hinnerk estaba simplemente contento de estar de nuevo en casa. Él quería que todo fuese como siempre e hizo un gran esfuerzo para sobreponerse. Todo siguió como antes, salvo que a partir de ese momento llamó Fjodor a su hija más pequeña, Harriet, que aún era un bebé cuando tuvo que marcharse. El porqué, nadie lo sabía. ¿Quién era Fjodor? Christa e Inga fantaseaban con que Fjodor era un pequeño niño ruso con ojos almendrados de color azul cielo y cabello oscuro hirsuto que le había salvado la vida a mi abuelo escondiéndolo en su casita de madera en lo alto de un árbol y alimentándolo con cortezas de pan. Pero la realidad era que Hinnerk jamás había puesto los pies en Rusia.
Tras el regreso de Hinnerk, Bertha pasó sin quejarse a un segundo plano. Le presentó el libro de cuentas de la casa, que él analizó con minuciosidad. Dejó que él decidiese si había que conservar o vender a Úrsula, y Hinnerk quiso conservarla pese a que apenas daba leche. Seguían teniendo extranjeros alojados en el primer piso de la casa y aquello lo exasperaba; despotricaba contra aquel distinguido matrimonio de cierta edad, incluso cuando podían oírlo. De pronto, todo se había vuelto demasiado estrecho y Bertha, que hasta entonces había compartido su cocina sin problemas, tuvo que establecer reglas para que cada uno supiera quién podía estar dónde y cuándo. Sintió vergüenza, pero lo hizo.
Por mucho que hubiera renegado del partido, Hinnerk había sido juez segundo de distrito. Como había ocupado un cargo importante en el régimen nazi, fue inhabilitado para ejercer su profesión. Las autoridades americanas no tardaron en enviarlo a un campo de desnazificación. Mi madre me contó que, cada dos o tres meses, ella y sus hermanas se ponían sus mejores ropas e iban en tren a Darmstadt a visitar a su padre. El día en que Inga, que entonces tenía ocho años, le preguntó a su padre qué hacía allí todo el santo día, Hinnerk se limitó a mirarla sin decir palabra.
Al regresar de aquellas visitas, Bertha explicaba a sus hijas que Hinnerk debía someterse a los exámenes exigidos por los ingleses y los americanos a fin de poder ejercer otra vez su profesión. Mi madre me confesó una vez que ella había imaginado durante años que su padre se volvía a licenciar en Derecho, solo que esta vez en inglés.
Finalmente regresó, recuperó su habilitación y jamás volvió a pronunciar una palabra sobre aquel año y medio pasado en Darmstadt, ni tampoco sobre los años precedentes.
Una vez Inga nos contó que Hinnerk había estipulado en su testamento que sus diarios debían quemarse tras su muerte y que eso era lo que habían hecho.
—¿Y no les echaste un vistazo antes de quemarlos? —preguntó incrédula Rosmarie.
—No —dijo Inga mirándola a los ojos.
Hinnerk adoraba el fuego. Yo lo veía muchas veces pasarse días enteros haciendo fuego en el jardín. Permanecía allí de pie removiendo las brasas con la horquilla. Cuando Rosmarie, Mira y yo nos acercábamos, nos decía:
—¿Sabéis que hay tres cosas que uno puede contemplar ininterrumpidamente y sin aburrirse? Una de ellas es el agua; otra, el fuego; la tercera es la desdicha de los demás.
Aún podían verse las huellas del fuego que los soldados ingleses habían encendido en el suelo de la cocina, pero la pintada de espray rojo en el muro del gallinero había acabado desapareciendo bajo las capas de pintura blanca. Bueno, casi, porque si se sabía que la palabra había estado allí podía adivinarse. Sin embargo, yo pensaba que ya podíamos dar el trabajo por bueno. Rodeé el gallinero buscando a Max. Había abandonado el rodillo para pintar con brocha.
—¿Y? ¿Qué tal va la cosa?
Max continuó concentrado en la pintura sin levantar los ojos.
—¡Eh! ¡Max! Soy yo. ¿Estás bien? ¿Obsesionado con la pintura? ¿Tienes un calambre? ¿Necesitas ayuda?
Max siguió pintando la pared a un ritmo frenético.
—No, todo en orden.
Me aproximé, me cerró el paso y dijo:
—¡Eh! ¿Y tú? ¿Ya has acabado con tu pared? Vamos a ver qué has hecho. ¿Se puede leer todavía la pintada?
Me apartó con su cuerpo hacia el lado que yo acababa de pintar, lo examinó y dijo:
—Pues la verdad es que tiene muy buen aspecto.
—Pero aún se ve.
—Sí, pero para verla es preciso mirarla dos veces.
Clavé la mirada en la pared blanca.
—¡Dios mío! ¿Habrá adquirido un valor simbólico la pared del gallinero?
Pero Max ya no escuchaba. Había vuelto a desaparecer detrás de la caseta. Todo se había sumido en la penumbra. La pared recién pintada iluminaba con su resplandor blanco. ¿Por qué se comportaba Max de una manera tan extraña? Me puse a su lado; él seguía sin levantar la vista. Vi entonces que no estaba cubriendo la pared de manera uniforme, pasando la brocha de un extremo al otro, sino que había comenzado a pintar por el centro. Creí por un momento que trataba de ocultar alguna pintada roja que yo no había visto y que él no quería que viese. ¿Tal vez para protegerme? Pero entonces me di cuenta de que estaba tapando algo que él mismo había pintado sobre el muro: mi nombre. Acaso una docena de veces.
—Iris, yo…
—Me gusta esa pared.
Nos quedamos contemplándola durante un buen rato.
—Ven, Max, dejémoslo ya. Está demasiado oscuro para pintar.
—Entra si quieres. Yo acabaré de pintarlo.
—Venga, no seas tonto, déjalo estar.
—No, de verdad, esto me divierte. Además, fue idea mía comenzar esta noche.
Bueno, si eso era lo que quería… Me volví y empecé a recoger mis trastos.
—Déjalo todo ahí. Ya lo recogeré yo, de verdad.
Me encogí de hombros y atravesé lentamente el jardín en dirección a la casa. Al pasar ante los rosales me pareció que las flores tenían un perfume mucho más melancólico que durante el día.
Bebí un vaso de leche y me fui a la cama con el cuaderno de poemas de Hinnerk. Constaté que estaban escritos en caligrafía Sütterlin; nada extraño para una bibliotecaria experimentada. Sin embargo, primero tenía que familiarizarme con la letra de mi abuelo. El primero era un poema de ocho versos sobre mujeres gordas y delgadas. Le seguía un poema más largo sobre campesinos astutos que, con fingida torpeza, ridiculizaban a abogados taimados. Había una receta en verso para la prevención de epidemias que comenzaba así:
Bardana, petasita, verónica,
angélica y pulmonaria,
enebro, genciana azul, no blanca,
aristoloquia en rama…
Leí poemas sobre los fuegos fatuos en el pantano, sobre un puerto encallado desde tiempos remotos en la región de Geeste donde una barca vacía atracaba en septiembre una noche de luna llena y, al día siguiente, se descubría que había soltado amarras y que un niño del pueblo había desaparecido con ella. Hinnerk evocaba en uno de sus poemas el exuberante sonido que producía la implacable cadencia de las guadañas sacudidas por cuatro hombres que segaban los campos. Había otro poema sobre los emigrantes que partían a América. Otro, titulado «El 24 de agosto», evocaba el día de la migración de las cigüeñas. Otro trataba de la recogida de hielo en el estanque de las afueras del pueblo. Leí un poema algo escabroso sobre una vaca tan malherida por el toro del pueblo que tenía que ser sacrificada para poner fin a sus sufrimientos; luego, un poema sobre el placer de la danza en la gran sala de Tietjens y, finalmente, dos sombríos poemas, uno de ellos titulado «De Twölften» [Los doce] que trataba de las seis últimas noches del viejo año y de las seis primeras del nuevo; quien pusiera ropa a secar durante aquellos días sagrados se arriesgaría a vestir la mortaja en breve, y quien hiciera girar una rueda, incluso la de una rueca, vería avanzar el coche fúnebre que lo conduciría a su última morada. Porque durante esos días, la furia del legendario cazador de ciervos atravesaría el aire. El último poema del cuaderno gris hablaba de un devastador incendio en Bootshaven el día del nacimiento de Hinnerk. La gente aullaba como las bestias y las bestias como la gente, mientras medio pueblo se reducía a cenizas.
Apagué la lámpara de la mesilla y permanecí con la mirada clavada en la negrura de la habitación. Una vez que mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, reconocí sombras y contornos. En el cuaderno de Hinnerk no había ni un solo poema que aludiera a la guerra. Ni alguno que permitiese concluir que aquellos versos habían sido escritos en un campo de concentración, en un campo cuyo único propósito no era otro que el de que sus ocupantes conservaran en la memoria los estremecedores actos cometidos por ellos mismos y por otros durante los años precedentes. Pensé en los poemas en que Hinnerk hablaba de su pueblo y expresaba el amor que le inspiraban los lugares de su infancia, esa infancia que tanto había odiado.
Entonces tuve la certeza de que el olvido no solo era una forma de recuerdo, sino que el recuerdo era también una forma de olvido.