Harriet nos había hablado una vez de los poemas de su padre. Aunque vivía en la misma casa que Hinnerk, no hablaba mucho con él y mucho menos de él, de ahí que su alusión a las poesías nos resultara tan extraña.
Para Harriet, encontrarse con su padre equivalía a rehuirle. De niña no se quedaba paralizada en su presencia como Christa e Inga; tampoco lloraba como Bertha. Se escabullía. Si él le gritaba o la castigaba, ella cerraba los ojos y se dormía. Se dormía de verdad. No era un estado de trance, ni un desvanecimiento, era sueño. Harriet le llamaba a eso «volar» y aseguraba soñar siempre lo mismo: que flotaba primero por encima del huerto y de los manzanos para acabar ascendiendo lentamente al cielo. Allí daba vueltas por los prados y no aterrizaba hasta que su padre había salido de la habitación dando un sonoro portazo. Aunque el padre de Hinnerk le había pegado de niño, por muy furibundo que estuviese, él jamás había levantado la mano a nadie. Solo amenazaba con azotes y «castigo corporal», como solía decir. Echaba espumarajos y escupía, su voz alcanzaba un tono tan chillón y tan fuerte que dolían los oídos y se volvía un cínico que bajaba el tono y era capaz de decir las cosas más horribles entre susurros, pero no pegaba y jamás se había sentido tentado de hacerlo. Harriet sacaba provecho de aquello, se dormía y remontaba el vuelo.
Harriet era una de esas chicas que no saben desear solo una cosa y conformarse, sino que no dejan de fantasear con otras. La conmovían especialmente los niños y los animales pequeños. Al acabar el bachillerato, decidió estudiar Veterinaria pese a su falta de talento para las ciencias naturales. Peor aún que su mediocre aptitud para establecer secuencias lógicas era el hecho de que prorrumpía en sollozos a la simple vista de una criatura enferma. Al cabo de dos semanas, su profesora tuvo que hacerle comprender que no estaba allí para adorar a los animales sino para curarlos. Mi madre nos había contado cómo Harriet, tras la primera hora de prácticas con el cadáver de un conejito blanco y negro, había arrojado la bata a los pies del director de seminario y, con ella, también la toalla en lo referente a sus estudios de veterinaria. Con benévolo desconcierto, el profesor la había seguido con la mirada mientras abandonaba la sala de prácticas pero ella jamás regresó. Mi madre siempre contaba esta historia en presencia de Harriet, que asentía sin poder reprimir la risa. Ignoro si se lo habría contado alguna vez la misma Harriet o si mi madre lo habría oído de alguna excompañera de su hermana. También Rosmarie adoraba aquella historia, así que mi madre la contaba siempre con pequeñas variantes. Unas veces era un gato lo que diseccionaban, otras un perrito, una vez incluso un minúsculo jabato.
Después de aquello, Harriet estudió idiomas —inglés y francés— aunque no llegó, como en verdad habría deseado su padre, a ser profesora, sino traductora. Eso era algo que se le daba muy bien. Harriet tenía el don de identificarse plenamente con los pensamientos y sentimientos de los demás: era una mediadora nata entre dos mundos que no podían comprenderse. Mediaba entre sus hermanas. Entre su madre y la costurera que venía dos veces al año. Entre sus profesores y su padre. Porque ella lo entendía todo y a todos y no le resultaba fácil afirmarse en su propio punto de vista. Harriet, en cualquier caso, no estaba hecha para estar; Harriet estaba hecha para flotar. Y lo hacía muy por encima de las cosas, expuesta permanentemente al peligro de caer en el vacío y estrellarse contra el suelo. Esas caídas, sin embargo, no solían tener graves consecuencias. Eran más bien caídas en barrena. Una vez abajo, Harriet daba la impresión de estar un poco confusa, algo extenuada también, pero en ningún caso destrozada.
De las tres hijas, Harriet era la única que se relacionaba con chicos. Christa era demasiado tímida e Inga tenía sus admiradores pero únicamente la contemplaban, ya que no tenían permiso ni se arriesgaban a ir más lejos. Harriet quizá no fuera una amante particularmente hábil o ardiente, pero bastaba con que un muchacho la mirara de cierta manera para que ella sintiera en el acto como un aleteo en el vientre. Ella se dejaba llevar sin oponer resistencia y era capaz de llegar al éxtasis, lo que dejaba a sus parejas poco más o menos que sin aliento. Quizá no fuera lo que se dice «buena en la cama», pero siempre se las componía para que los hombres se creyeran hombres. Y eso era, si cabe, aún mejor. A ello se sumaba el hecho de que a Harriet, la menor de las tres, le había tocado vivir en una época en la que las flores, el amor y la paz, de pronto, desempeñaron un papel importante… aunque no en Bootshaven, desde luego, ni mucho menos en la casa de la Geestestrasse. A diferencia de Christa e Inga, Harriet estudiaba en Gotinga, tenía varias blusas indias en el armario y se había aficionado a los pantalones de campana, compuestos exclusivamente de piezas de cuero rectangulares de igual tamaño. Y fue también entonces cuando empezó a teñir sus cabellos castaños con henna. Harriet se había convertido en una hippy, pero eso no provocó ningún trastorno en su personalidad, ninguna fisura. Siguió siendo exactamente igual a como siempre había sido.
Aun cuando no había más de tres años de diferencia entre Inga y Harriet, y cinco entre Christa y Harriet, parecía separarlas una generación entera. Sin embargo, como la familia de la que venía era la que era, Harriet adoptó un modo de vida hippy moderado. No consumía drogas duras, bebía como mucho un poco de infusión de hachís, un brebaje que no le gustaba demasiado y cuyo principal efecto era darle un hambre canina. Su alma embriagada no tenía nunca tiempo de desplegar las alas y remontar el vuelo en busca de horizontes lejanos, puesto que Harriet no podía parar de llenar su estómago con comida de este mundo. Vivía con Cornelia, una compañera algo mayor que ella, seria y muy tímida. No se aceptaban visitas masculinas. Aunque hombres tampoco había demasiados.
Entonces apareció aquel estudiante de medicina, Friedrich Quast. Tía Inga me había hablado de él pocos años antes, precisamente la noche en que me mostró las fotos de Bertha. Y fue debido, muy probablemente, al sonido trémulo de su voz y a la profunda emoción que la embargaba, por lo que no pude dejar de fantasear con aquella historia de amor de Harriet en radiantes colores.
Friedrich Quast era pelirrojo y tenía la piel blanca con reflejos azulados. Era taciturno e introvertido. Solo sus manos, robustas y pecosas, estaban llenas de vida y de confianza en sí mismas; sabían exactamente hacia dónde querían ir y, sobre todo, qué tenían que hacer una vez llegaran allí donde habían querido estar. Harriet estaba embelesada porque aquello no se parecía en nada a los precipitados y torpes, aunque emocionantes, tocamientos de sus anteriores admiradores.
Lo vio por primera vez en una fiesta que dio una de sus amigas. Era el compañero de piso del hermano de la anfitriona. Impasible, se mantenía distante y dejaba vagar su mirada por los invitados. A Harriet le pareció arrogante y feo. Era alto y delgado y tenía una nariz larga y ganchuda, en forma de pico. Estaba apoyado contra la pared, como si sus patas de grulla no pudiesen sostenerlo.
Harriet regresaba a casa cuando se lo encontró abajo, fumando junto a la puerta de entrada. Sin decir palabra, él le ofreció un cigarrillo y Harriet lo aceptó porque le inspiraba curiosidad y se sentía halagada. Pero en cuanto le dio fuego y la mano que envolvía la cerilla para protegerla del viento rozó su piel sin que siquiera aparentara haberlo hecho sin querer, a ella, de pronto, le flaquearon las piernas.
Harriet se lo llevó a casa o más bien, cuando ella se fue, él sencillamente la acompañó. Ambos sabían desde el primer momento que no la acompañaba por simple cortesía. Era un viernes por la noche y Cornelia, la compañera de piso de Harriet, se había ido a casa de sus padres como cada fin de semana. Friedrich Quast y Harriet pasaron dos noches y dos días metidos en el apartamento. Tan lacónico e indiferente se mostraba Friedrich vestido, como entusiasta e imaginativo estando desnudo y en la cama con Harriet. Sus hermosas manos la acariciaban, la palpaban, la estrechaban, la arañaban con tal habilidad que la dejaban sin aliento, y parecían conocer su cuerpo mejor que ella misma. Friedrich lamía y olía y exploraba todo, manifestando un interés y una curiosidad que no tenían nada en común con el placer del descubrimiento que experimenta un niño, sino mucho más con la voluptuosa concentración de un sibarita.
Harriet conservó para siempre en su memoria el recuerdo de aquel fin de semana como el del verdadero descubrimiento de sí misma. Su liberación sexual estaba más ligada a aquel intervalo de dos noches y dos días que a los años sesenta. Cuando no dormían juntos, comían pan y manzanas que Harriet siempre tenía en casa. Friedrich fumaba. Hablaban poco. Pese a que Friedrich era médico, tampoco hablaban de anticoncepción. Y Harriet ni siquiera pensaba en eso. El domingo por la tarde, Friedrich Quast se levantó, plantó un cigarrillo entre sus labios, se vistió y se inclinó sobre Harriet, que lo contemplaba maravillada. Friedrich la miró a los ojos, dijo que debía marcharse, la besó fugaz pero cálidamente en la boca y desapareció. Harriet se quedó en la cama, sin preocuparse demasiado. Oyó cómo se cruzaba con Cornelia en la escalera. Oyó cómo se detenían sus pasos, un breve susurro y cómo luego seguía bajando deprisa la escalera. Solo después de un momento, los pasos mesurados de Cornelia subiendo los últimos peldaños. Ayayay, pensó Harriet, ayayay. Y, efectivamente, un instante después llamaban a su puerta. Cornelia estaba escandalizada por sorprender a Harriet en la cama a plena luz del día con los cabellos despeinados, las mejillas encendidas, los ojos llenos de brillo con profundas ojeras y la boca roja, casi en carne viva. El olor a humo y a sexo la alcanzó como un mazazo, Cornelia abrió y cerró la boca varias veces, miró a Harriet casi con odio y cerró la puerta tras de sí. Harriet se sentía mal, pero no tan mal como había esperado.
Mal, incluso mucho peor de lo que había esperado, se sintió cuando Friedrich no dio señales de vida ni al día siguiente ni al otro. Se pasó el siguiente fin de semana en la cama, esta vez sola y terriblemente desdichada al ver a Cornelia preocupada por ella y casi deseando que aquel hombre volviera a aparecer. Transcurrió otra semana y Harriet, entre tanto, había averiguado dónde vivía Friedrich y le había escrito dos cartas. El sábado por la noche, él llamó a su puerta. Al verlo, Harriet se descompuso y vomitó. Friedrich le sostuvo la cabeza, la llevó a la cama, abrió la ventana y esperó fumando a que ella recuperara el color. Después se le aproximó y puso una mano sobre su seno derecho. La respiración de Harriet se aceleró.
Friedrich se quedó hasta el lunes por la mañana. A causa del tormento que había padecido durante las dos últimas semanas, Harriet vivió el momento con mucha más intensidad que la primera vez y alcanzó a descubrir el verdadero significado de la pasión. Cuando él se marchó, ella, llena de temor, le preguntó si volvería. Friedrich asintió y desapareció. Nuevamente por dos semanas. Harriet procuraba controlarse, pero no era capaz e iba desmoronándose un poco más cada día. En cuanto intentaba aferrarse a alguna cosa, otra se le escurría de entre las manos. Y no bien volvía a dirigir sus esfuerzos hacia la primera a la que se había agarrado, también ésta se derrumbaba. Sus notas empeoraron.
Cornelia le pidió que se buscara otro apartamento, sus padres le reprocharon haber suspendido un examen, adelgazó y sus cabellos perdieron brillo. Cuando Friedrich reapareció, dos semanas más tarde, Cornelia se plantó ante la habitación de Harriet y, a través de la puerta cerrada y a voz en grito, le anunció que a partir de la siguiente semana se iría a compartir apartamento con otra amiga. Añadió que, como estaban en plena época de exámenes, necesitaba más tranquilidad que nunca y tenía que quedarse en Gotinga también los fines de semana. Harriet sintió una gran vergüenza, pero el sentimiento de alivio que experimentó por volver a ver a Friedrich fue mucho mayor. Harriet preguntó a Friedrich si querría vivir con ella. Él asintió en silencio. Y aquello fue piedra de escándalo. Al enterarse, Hinnerk se puso furioso y se apresuró a cambiar su testamento, desheredando a Harriet. No quería volver a verla en su casa. Ni siquiera en Navidad.
Friedrich vivía en casa de Harriet, pero ¿podía decirse que se hubiera mudado realmente? Dormía allí y había colocado en el viejo armario de Cornelia unas pocas prendas de vestir para poder cambiarse. Pero jamás llevó al apartamento nada de lo que suele poseer un hombre que viva en un piso amueblado: libros, efectos personales, cuadros, objetos diversos. Harriet estaba consternada. Pero Friedrich decía que él no necesitaba nada más. Una vez, Harriet fue a escondidas al apartamento del amigo de su hermana, antiguo compañero de piso de Friedrich, pero ya no vivía allí. Había acabado sus estudios y se había vuelto a Sauerland a trabajar en la empresa de su padre. Nadie en la casa sabía nada en concreto de Friedrich Quast. Cuando Harriet le preguntó un día por el resto de sus cosas, él respondió que guardaba sus libros en un cuartucho en la Facultad de Medicina, donde dirigía un curso de primer semestre. ¿Y el resto? El resto estaba almacenado temporalmente en casa de una amiga de su madre. Harriet se puso celosa. Sospechaba no ser la única con la que se veía. Y, pese a que ahora Friedrich pasaba más tiempo con ella y a que nunca dejaba de hacerle el amor cuando estaban juntos, Harriet estaba cada día más convencida de que tenía que haber otras mujeres en su vida. Percibía señales. A veces era el vestigio de un perfume desconocido; otras, una carta que abría a escondidas o su repentina marcha tras echar una subrepticia mirada al reloj. Harriet cerró los ojos y echó a volar.
Hasta que llegó el día en que volvió a abrirlos solo para comprobar que él la había abandonado en pleno vuelo. La había abandonado dejándola embarazada. Friedrich se había dado cuenta antes que ella. Harriet llevaba una temporada con gingivitis, últimamente le sangraban las encías y se sentía también muy cansada. Pensaba que todo era consecuencia de hacer el amor con Friedrich por las noches en vez de dormir. Y de volar. Sus pechos habían aumentado de tamaño, pero ella no había reparado en eso: sí que había percibido algo, pero sin preocuparse demasiado. Friedrich no decía nada, solo la contemplaba. Una tarde le preguntó por la regla. Harriet, medio dormida, encogió los hombros y cerró los ojos. Él la despertó por la noche, se tendió sobre su espalda, la tomó dulce pero enérgicamente por detrás y abandonó el apartamento antes del amanecer. Harriet no le dio demasiada importancia. Era triste, sí, pero nada especial. Cuando miró en su armario y vio que los pocos efectos personales de Friedrich también habían desaparecido, se descompuso y vomitó. Las náuseas ya no la abandonaron. Vomitaba por la mañana, por la tarde y por la noche. Mientras estaba arrodillada frente a la taza del váter, recordó de pronto la última pregunta que le había hecho Friedrich. Harriet cerró los ojos, apretó los párpados, pero esta vez no emprendió el vuelo. Confiaba en que él regresaría, pero no lo creía de verdad y ese sentimiento, que ella misma llamaba intuición, no la engañó.
Dos décadas más tarde —Rosmarie ya llevaba cinco años muerta—, Inga pasó por delante de un consultorio en Bremen. Leyó la placa, más por costumbre que por curiosidad, y al llegar al siguiente cruce cayó de golpe en la cuenta de que el nombre que figuraba en la placa le resultaba familiar. Desanduvo el camino. Y en efecto: Dr. Friedrich Quast, cardiólogo.
Naturalmente, especialista en corazón, pensó Inga. Lanzó un bufido de desprecio y se dispuso a entrar, pero tras un instante de reflexión llamó a su hermana Harriet.
La embarazada Harriet no se desmoronó al darse cuenta de que tendría que arreglárselas sola para criar a un hijo ilegítimo. Las náuseas remitieron el día menos pensado. Y aprobó su examen, incluso con buena nota. Las miraditas y los cuchicheos de sus compañeras no le afectaron tanto como había temido, y, por otra parte, se cuchicheaba mucho menos de lo que había esperado. Solo cuando se encontró casualmente con Cornelia en la ciudad y ésta pasó de largo sin decir palabra pero lanzando una elocuente mirada a su barriga, tuvo que sentarse en un café a llorar. Se decidió finalmente a escribir a sus padres y el contenido de la respuesta la pilló desprevenida. Bertha le respondió que deseaba de todo corazón que regresase a casa. Que lo había hablado ya con Hinnerk. Que toda esa historia le había hecho muy desgraciado, pero, y ésa fue la única vez en su vida que Bertha esgrimió aquel argumento contra su marido, que la casa no era solo la casa de Hinnerk, sino también y sobre todo era la suya, la casa que ella había heredado de sus padres, y que aquella casa era lo suficientemente grande como para acoger a su hija Harriet y a su futuro nieto.
Harriet regresó a Bootshaven. Cuando Hinnerk vio su vientre abombado dio media vuelta y desapareció en su despacho el resto del día sin decir palabra. Bertha se había impuesto. Nadie supo jamás cuan alto fue el precio que había tenido que pagar por ello.
Durante el embarazo de Harriet, su padre no intercambió ni una sola palabra con ella. Bertha hacía como si no se diera cuenta de nada y charlaba con uno y con otro, pero se fatigaba muy pronto; el cabello rubio recogido en un moño se le soltaba y daba la impresión de estar exhausta. Su hija menor, sin embargo, no se percataba de nada pues entre tanto se había replegado en sí misma. Por las mañanas se instalaba en su antigua habitación y traducía. Gracias a la amable recomendación de uno de sus profesores que apreciaba su trabajo, o acaso simplemente se compadeciera de ella, había tenido acceso a una editorial especializada en biografías. Ése era un género muy adecuado para Harriet y traducía sin mayor esfuerzo. Rodeada de enciclopedias y diccionarios, arriba en la buhardilla, resucitaba a la vida, una vida ajena tras otra en una lengua nueva, recorriendo imparable con sus diez dedos el teclado de una Olympia gris.
Bajaba para comer. Madre e hija comían juntas en la cocina. Desde que Harriet había regresado a casa, Hinnerk se quedaba a comer en el despacho. Harriet lavaba los platos y Bertha se tendía un momento en el sofá del salón. Harriet retomaba luego el trabajo, pero solo hasta media tarde. Interrumpía a eso de las cuatro, ponía una funda gris de plástico flexible sobre la máquina de escribir y echaba la silla hacia atrás. Entre tanto había perdido agilidad y descendía pesadamente las escaleras. Al oír los pasos torpes de su hija, Bertha apartaba las judías verdes que estaba cortando, depositaba la cesta llena de ropa con la que en ese preciso instante entraba en el cobertizo o bajaba el lápiz con el que estaba anotando algo en su lista de compras y se quedaba inmóvil a la escucha, llevándose la mano a la oreja. Un sollozo seco se escapaba a veces de su garganta.
Sin percatarse de nada, Harriet se dirigía lentamente al huerto —era final de verano—, echaba mano de la azada y desherbaba los arriates. Debía abrir mucho las piernas para hacerle sitio a su barriga o de lo contrario le faltaba el aire y le dolía. Aun así, seguía arrancando las malas hierbas. Día tras día, arriate tras arriate. Y cuando acababa, volvía a empezar. Los días de lluvia iba hasta el fondo del jardín, donde solía estar tendida la ropa, y vadeando los pastos avanzaba penosamente hacia los enormes zarzales para recoger moras. Las gotas de la lluvia proyectaban una imagen ampliada de los frutos negros, que aumentaban de peso y se reblandecían. Su jugo y el agua se colaban por las mangas de Harriet, y con cada mora que ella recogía el arbusto se sacudía como un perro mojado.
Tras dos o tres horas de actividad en el jardín, se sentaba en una vieja silla plegable o en un banco, apoyaba la cabeza contra el muro de la casa o contra el tronco de un árbol y se dormía. Las libélulas revoloteaban a su alrededor y los abejorros se enredaban en su pelo rojo, pero Harriet no sentía nada. No volaba, no soñaba, solo dormía como un tronco.
Cuando peor dormía, en cambio, era durante la noche. Hacía calor bajo el techo, calor bajo la pesada manta, sus pechos empapados en sudor descansaban sobre el enorme vientre. Dormir boca abajo le resultaba imposible; si se acostaba boca arriba, era presa del vértigo; si lo hacía sobre un costado, al cabo de un momento le dolían las articulaciones, las rodillas, las caderas, los hombros y el costado sobre el que estaba tumbada. Amén de eso, no sabía qué hacer con el brazo de abajo, que casi siempre se dormía antes que ella, y eso era muy desagradable. Harriet se levantaba todas las noches y bajaba a duras penas las escaleras para ir al baño pero, a partir del momento en que empezó a levantarse dos veces por noche, decidió recurrir al orinal que ya había utilizado de niña. El camino le parecía en aquel entonces demasiado largo, demasiado empinado y también demasiado frío para recorrerlo cada noche. Cuando se levantaba, Harriet no regresaba enseguida a la cama. Las ventanas estaban abiertas; sin embargo, el frescor nocturno vacilaba a la hora de difundirse por las habitaciones de arriba. Harriet se situaba delante de la ventana y la corriente de aire inflaba su camisón como una gran vela.
Rosmarie nos contó un día que la misma Harriet le había comentado que la gente que pasaba en aquella época por la calle decía haber visto un fantasma blanco planear a la altura del desván de la casa. Debía de haber sido Harriet. Ella no salía jamás de la finca, de modo que habría gente en el pueblo que no se había enterado siquiera de que había regresado a casa de sus padres. Aunque la mayoría estuviera naturalmente al corriente, incluso de su estado, y hablase más de la cuenta.
Debió de ser entonces cuando los libros de las estanterías superiores empezaron a cambiar de sitio. Y, desde entonces, cada dos meses, repentinamente una y otra vez, los libros aparecían distribuidos de manera diferente, siempre dando la impresión de que no se había hecho de forma arbitraria sino siguiendo un determinado orden. A veces los libros parecían ordenados por formato; otras, por características de sus cubiertas; otras veces, parecía que los hubieran agrupado por autores que habían tenido proximidad y mucho que decirse en vida o, por el contrario, que se hubiese buscado unir precisamente a aquellos autores cuyo único punto en común era el odio y el desprecio que habían albergado los unos hacia los otros.
Harriet jamás reconoció que era ella quien cambiaba los libros de lugar.
—¿Por qué razón habría de hacer yo nada parecido? —nos respondió a su hija y a mí con una mirada de amable sorpresa.
—¿Y quién podría haberlo hecho sino tú? —le devolvimos la pregunta.
—Al fin y al cabo, eres tú quien vuela mientras duerme —agregó desafiante Rosmarie.
Harriet se echó a reír.
—Pero ¿quién os llena siempre la cabeza con esas historias?
Volvió a reírse, hizo un gesto de desaprobación y salió de la habitación.
Naturalmente, nunca había dejado de preguntarme quién cambiaba de sitio los libros ahí arriba. ¿Era posible que hubiese sido Bertha cuando la llevaban de la residencia de ancianos a pasar la tarde en su casa? Por el momento, yo estaba ahí, arrodillada ante el escritorio de mi difunto abuelo, lidiando con la mala conciencia por haber descubierto un cuaderno de poemas escritos por él hacía más de cuarenta años. Volví a dejar el cuaderno en su sitio. Lo reservaría para otra ocasión. Ahora debía ocuparme sin falta del gallinero.
Fui por el bolso verde donde tenía el monedero y salí con la bici. A la entrada del pueblo había un enorme almacén de bricolaje. Dejé la bici sin candado, entré y cogí un gran cubo de pintura. Habría sido mejor coger dos a la vez, pero, como iba en bicicleta, con un solo cubo tenía suficiente, e incluso así me preguntaba cómo haría para transportarlo. Cogí también un rodillo de pintura y una botella de aguarrás y me dirigí a la caja. La cajera, que debía de tener la misma edad que yo, me examinó y frunció la boca en expresión de burlona incredulidad. Conseguí salir de allí con todos mis trastos, pero fracasé cuando intenté fijar el cubo de pintura sobre el portaequipajes; el dobladillo de mi vestido se quedó enganchado a la cadena de la bici, y comprendí por qué la cajera me había mirado con expresión insolente. Yo seguía con el vestido dorado, y la visión del dobladillo deshecho, ahora también lleno de manchas negras de grasa, no contribuyó precisamente a reforzar la seguridad en mí misma ni a levantarme el ánimo. Embutí como pude el rodillo y la botella de aguarrás en el bolso, me lo colgué en bandolera, remangué un poco el vestido y lo sujeté con la goma de mis bragas para acortarlo. Al montarme en la vieja bicicleta negra de mi abuelo, poco faltó para que el pesado cubo de pintura cayera al suelo. Conseguí agarrarlo en el último momento, zigzagueando peligrosamente al hacerlo y casi atropellando a un inocente cliente de la tienda de bricolaje. Le oí gritar a mi espalda algo como «estúpida yonqui». A lo mejor el hombre pensaba que yo me pasaba el santo día con las piernas cruzadas, sentada con mis amigos en el garaje, esnifando sin parar cubos de veinte litros de pintura blanca. Consternada, llevé una mano hacia atrás, sujeté con fuerza el cubo y emprendí el camino de regreso, empapada en sudor y guiando la bici con una sola mano. Poco antes de llegar giré a la derecha en la calle de Max. Quería pasar rápidamente por su casa y preguntarle si todavía había expedientes de mi abuelo guardados en el sótano del despacho. En realidad, lo único que quería era, sencillamente, verlo, pues mis reflexiones nocturnas no habían contribuido en absoluto a clarificar mis ideas. Mientras tanto, la correa del bolso comenzaba a grabárseme dolorosamente en el cuello.
El bolso mismo oscilaba de una rodilla a la otra en un movimiento pendular provocado por el pedaleo, y el vestido se había ido liberando de mis bragas y estaba otra vez enganchado en la cadena de la bicicleta. Pero no podía hacer nada, puesto que sostenía el cubo con una mano y el manillar con la otra. De todas formas, eso ya no importaba porque, justo llegando a casa de Max, se me metió un bicho en el ojo y picaba tanto y lagrimeaba tan vivamente que pronto dejé de ver. El coche que venía de frente se cruzó en diagonal y aparcó sin más del lado contrario de la calle, a mi derecha. ¿Estaba permitido hacer eso? Probablemente. El caso es que di contra el coche, solté el cubo y el manillar, la bici se tambaleó, el cubo de pintura se volcó sobre la calzada y, antes de poder articular un sonido, el bolso con la pesada botella de aguarrás me dejó sin palabras de un golpe en toda la cara. Al menos el bolso no me tiró, porque ya había ido a parar al suelo antes de que me diera el golpe de gracia. El contenido del cubo de pintura, destrozado por el impacto, se había derramado mientras tanto sobre la calzada y me chorreaba por el pelo y la oreja sobre la que había caído. Me era imposible levantarme, pues los pies y el bolso, por no hablar de mi vestido, antes dorado, se habían enredado en la bicicleta. No tenía intención de permanecer por mucho más tiempo ahí tirada; lo único que quería era serenarme, recomponer mi destartalado cuerpo y empujar la bici los pocos metros que me separaban de la casa. En aquel instante oí pasos a mi derecha, porque el oído izquierdo se me había llenado de pintura blanca.
—¿Iris? Iris, ¿eres tú? —preguntó una voz desde algún sitio por encima de mí.
Era la voz de Max. Yo sentía que no estaba mostrando precisamente mi look más favorecedor y, cuando me disponía a dar detalladas explicaciones de lo ocurrido, rompí a llorar. Así logré por fin librarme de la pequeña mosca negra y dejar de guiñar el ojo como una tonta.
Mientras me entregaba a ésta y a otras reflexiones, Max desenmarañaba el vestido de la bicicleta y soltaba del manillar la correa del bolso. Retiró mis pies del cuadro y me liberó del bolso, que seguía estando sobre mi cabeza. Apoyó la bici contra el seto, delante de su casa y vino a arrodillarse junto a mí sobre la calzada. Si hubiera esperado que Max me llevara en sus vigorosos brazos al encuentro del sol del atardecer habría acabado defraudada. Aunque tal vez no lo hizo simplemente por evitar manchar con pintura blanca su hermosa camisa azul. Liberada de la bici, conseguí levantarme sin problemas.
—¿Puedes mantenerte en pie? ¿Dónde te duele?
Me dolía todo, pero podía mantenerme en pie. Max arrojó el cubo de pintura vacío al contenedor, me agarró del codo y me condujo a su jardín.
—Siéntate, Iris.
—Pero yo…
—Nada de peros. Por esta vez —agregó él con una sonrisa maliciosa.
Sin embargo, en la expresión de sus ojos pude descubrir que mi aspecto no le causaba espanto.
—Max, porfavor, deja que use tu cuarto de baño y me libre de esta ropa antes de que se me incruste en la piel por siempre jamás.
Esta frase, pronunciada sin sollozos ni estúpidos guiños, pareció tranquilizarle.
—Por supuesto. Te acompaño.
—¿Para qué?
—Por el amor de Dios, Iris, déjate de historias.
Me quedé sentada sobre la tapa del váter y le dejé hacer. Empezó a limpiar mi oreja y mis mejillas con tanta ternura y tal delicadeza que no pude evitar echarme otra vez a llorar. Max se disculpó por hacerme daño, lo que me hizo llorar aún más vivamente. Él bajó la esponja, se arrodilló ante mí sobre las baldosas y me estrechó entre sus brazos. Ése es el fin de la historia de su hermosa camisa azul. Lloré un poco más en su cuello, porque olía muy bien y era muy acogedor. Examinó entonces los rasguños de mis rodillas y mis manos. En la cara no me había hecho nada, el bolso me había salvado del impacto y la botella de aguarrás había quedado ilesa. Luego, salió del cuarto de baño para que yo entrara en la ducha y me quité el resto de pintura blanca de los cabellos con un champú azul para hombre.
Cuando reaparecí en la terraza envuelta en su albornoz azul —el vestido dorado estaba irreconocible—, Max estaba tendido en una tumbona y leía el periódico con una enorme pila de expedientes a su lado. Claro, hoy era un día normal y corriente de trabajo, ¿cómo habría podido suponer que lo encontraría en casa?
—¿Cómo es que no estás en el despacho? —le pregunté.
Se rió.
—Puedes estar contenta de que no esté en el despacho. A veces me traigo el trabajo a casa.
Apartó el periódico y me examinó con ojo crítico.
—La pintura ha desaparecido, pero tu cara no ha recobrado aún su color natural.
Comencé a frotarme las mejillas. Max sacudió la cabeza.
—No, no me refería a eso. Se te ve muy pálida.
—Es culpa de tu albornoz. Es un color que no me va demasiado.
—Sí, es posible. Tal vez prefieras volver a ponerte esa cosa que llevabas al llegar aquí.
Levanté las manos.
—Vale, vale, has ganado, me rindo, ¿satisfecho? ¿Ya puedo sentarme?
Max se levantó y me ofreció la tumbona. Otro amable gesto por su parte. Me avergoncé de mi tono algo displicente, que tampoco podía explicarme, y rompí a llorar de nuevo.
—No, Iris, no, perdóname, de verdad. Lo siento mucho —se disculpó Max de manera atropellada.
—No, lo siento mucho yo. Tú eres tan amable y yo, y yo…
Me sequé la nariz con la manga de su albornoz.
—… y yo, ¡yo me limpio la nariz con la manga de tu albornoz! ¡Soy horrible!
Max se rió y dijo que, en efecto, era horrible y que debía dejar de hacerlo y beber un poco de agua que me había dejado sobre la mesa. De modo que seguí su consejo y comí además dos galletas de chocolate y una manzana.
—¿Y qué querías hacer con la pintura? —me preguntó.
—Pintar, obviamente.
—Ah, ya.
Me miró y reprimí la risa, pero recordé la inscripción sobre la pared del gallinero y me puse seria.
—¿Sabías que en el gallinero de nuestra casa, en el jardín, han escrito «Nazi» en color rojo?
Max levantó la mirada.
—No, no lo sabía.
—Por eso quiero pintar el gallinero.
—¿Todo el gallinero? ¿Con un cubo de pintura?
—No. Pero ¿cómo imaginas que habría podido cargar con dos o tres cubos más en la bici, eh?
—Dime, Iris, ¿no crees que podrías simplemente haberme pedido que te prestara el coche o que te llevara los materiales a casa?
—Dime, Max, ¿cómo iba a saber yo que estabas aquí haciendo el vago en vez de estar trabajando en el despacho? —Y luego añadí—: Además, venía justamente a tu casa.
Y mientras lo decía, lo miraba a los ojos confiando en que no se diera cuenta de las estrafalarias contradicciones en las que me estaba enredando.
Max frunció el ceño y seguí hablando deprisa.
—Quería saber si todavía conserváis en el bufete expedientes referidos a mi abuelo. ¿Habrá sido un nazi el que hizo esa inscripción en el gallinero? ¿O es que alguien quería acusarnos de nazis?
—Entiendo. Haré mis averiguaciones. En el sótano aún tenemos cajas que pertenecían a tu abuelo aunque, si contuvieran cosas comprometedoras, no las habría guardado en nuestros archivos.
—Es verdad. Entonces, debo de haber venido a verte porque sí.
Max me miró sobresaltado.
—¿Te ríes de mí o estás coqueteando conmigo?
—No me río de ti. Tú me has salvado, he usado tu champú azul y me he sonado la nariz en tu albornoz. Estoy en deuda contigo.
—Entonces estás coqueteando conmigo —dijo Max pensativo—. Bien.
Asintió en silencio.