Capítulo 6

Al llegar a la casa, el aire se había calentado tanto que centelleaba sobre el asfalto y la carretera parecía haberse licuado y convertido en un río. Empujé la bici hasta el cobertizo, donde un claroscuro húmedo subía como siempre del suelo arcilloso y el frío se escapaba de los muros blanqueados con cal. Pensé en los hombros claros de Max en el agua negra. Ojos como cieno de un pantano.

¿Tendría que echar un vistazo a los papeles, examinar los documentos relativos a la herencia? ¿Habría recibido algún documento? ¿Tendría que ponerme a buscar recuerdos de familia dispersos por la casa? ¿Seguir recorriendo las habitaciones? ¿Salir? ¿Tumbarme en un diván y leer? ¿Hacer una visita al señor Lexow?

Saqué una vasija de esmalte blanco de uno de los armarios y me dirigí al huerto a recoger grosellas. Me era familiar aquella sensación de sostener con delicadeza las bayas cálidas, como si fueran huevos de mirlo, y arrancarlas del racimo con las uñas de una mano, mientras sujetaba la rama con la otra. Mis manos se movían veloces y seguras y la vasija se llenó rápidamente. Me senté sobre un tronco de pino atravesado en el fondo del huerto y comí las grosellas de color dorado lechoso arrancándolas una a una con los dientes. Eran ácidas y, al mismo tiempo, dulces, de grano amargo y jugo tibio.

Regresé a la casa a través del jardín donde pegaba el calor. Una gran libélula verde y azul surgió de pronto, como un recuerdo, por encima de los arbustos, permaneció un instante inmóvil en el aire y desapareció. Todo olía a bayas maduras y a tierra y también a algo podrido: a estiércol, quizá, a animal muerto y a pulpa putrefacta. De pronto tuve ganas de arrancar un poco de la angélica que se había propagado por todas partes. Sentía urgencia por arrodillarme para orientar hacia tutores más firmes los vástagos de los guisantes —debía de haberlos sembrado también el señor Lexow— que habían trepado a diestro y siniestro por la valla, los tallos de las flores y las gramíneas. En lugar de eso, recogí con determinación algunas campánulas, cerré detrás de mí la cancela, pasé por delante de las escaleras de la entrada y de las ventanas de la cocina y abrí la puerta del cobertizo. La deslumbrante luz matinal que dejaba atrás me cegó en un primer momento al entrar en esa penumbra. Bajo mi vestido negro sentía intensamente el frío que venía del suelo arcilloso. Busqué a tientas la bicicleta y la empujé fuera. Entonces volví a subir por la carretera principal en dirección a la iglesia. Pero, en lugar de girar a la izquierda, giré a la derecha y bordeé el pequeño recinto de los caballos para llegar al cementerio.

Dejé la bicicleta a la entrada del cementerio, justo al lado de otra vieja bici de hombre, recogí unas cuantas amapolas para completar el ramo de campánulas y me dirigí a la tumba familiar.

Desde lejos vi al señor Lexow. Su cabello blanco brillaba ante el follaje de un seto vivo. Estaba sentado en un banco, a pocos metros de la tumba de Bertha. Su presencia me conmovió y, al mismo tiempo, me perturbó. Para una vez que iba allí, deseaba poder estar sola. Cuando oyó mis pasos sobre la grava se puso en pie no sin dificultad y vino a mi encuentro.

—Estaba a punto de irme —dijo—; seguro que usted, para una vez que viene aquí, desea estar sola.

Sentí vergüenza porque había leído mis pensamientos palabra por palabra y sacudí la cabeza con vehemencia.

—No, naturalmente que no. De todos modos, quería preguntarle si no podría usted pasar más tarde por casa y contarme la historia hasta el final.

El señor Lexow lanzó una mirada inquieta a su alrededor.

—Oh, no hay mucho más que añadir, creo.

—Bueno, pero ¿qué sucedió después? Bertha se casó con Hinnerk, pero ¿y usted? ¿Cómo pudo usted…? Quiero decir, ¿cómo pudo usted…?

Abochornada, interrumpí la pregunta —«… dejar embarazada a mi abuela»—; no, no podía decirlo de esa manera.

El señor Lexow habló en voz baja, pero con gran énfasis.

—Creo que no sé a qué se refiere usted. Su abuela Bertha fue una buena amiga para mí y jamás le manifesté otra cosa que respeto. Muchas gracias por su amable invitación, pero soy un hombre viejo y me acuesto temprano.

Me saludó con una inclinación de cabeza y cierta frialdad que se había deslizado en su mirada. Se inclinó luego ante las coronas de flores que, ya muy marchitas, cubrían la tumba de Bertha y se dirigió lentamente a la salida. Así que se iba a acostar temprano… Nada más que respeto. Eché una mirada a la lápida de Hinnerk y al rectángulo de tierra de Rosmarie, sobre el que había un arbusto de romero. ¿Se habría olvidado el señor Lexow de la velada de ayer? ¿Se volvería olvidadiza la gente que tenía algo que olvidar? ¿No sería el olvido sencillamente la incapacidad de retener? Tal vez la gente mayor no olvidara absolutamente nada, sino que se negaba a recordar cosas. A partir de cierta cantidad de recuerdos, cualquiera debía de acabar sintiéndose harto. El olvido, por tanto, no es más que una forma de recuerdo. Si uno no olvidara nada, tampoco podría recordar nada. El olvido es un océano en el que flotan las islas de la memoria y, dentro de ese océano, hay corrientes, remolinos y profundidades insondables. A veces emergen bancos de arena que se incorporan a las islas; otras, simplemente desaparecen. El cerebro tenía sus mareas pero, en el caso de Bertha, un diluvio había arrasado las islas. ¿Yacía su vida en algún lugar en el fondo del océano? ¿No querría el señor Lexow impedir que alguien fuera a indagar por allí? ¿O aprovecharía la desaparición de Bertha para contar su propia historia, una historia en la que él desempeñaba un papel destacado? Mi abuelo nos había hablado con frecuencia a Rosmarie y a mí de un pueblo sumergido: Fischdorf. Según contaba Hinnerk, antiguamente había sido una comunidad rica, más rica que Bootshaven, pero un día sus habitantes le hicieron una jugarreta al cura. Le pidieron que fuera a asistir a un moribundo y, en el lecho mortuorio, habían metido un cerdo vivo. El caritativo pastor, que padecía de miopía, le administró la extremaunción al cerdo. Cuando el animal saltó de la cama dando chillidos, el cura huyó del pueblo espantado. Poco antes de llegar a Bootshaven, se percató de que había olvidado su Biblia y volvió sobre sus pasos pero no logró encontrar el pueblo. Donde antes estaba Fischdorf, había ahora un gran lago. Su Biblia flotaba en el agua poco profunda, cerca de la orilla.

Mi abuelo aprovechaba siempre esa historia para burlarse de la estupidez y la afición al alcohol de algunos curas, que no eran capaces de distinguir un hombre de un animal, que dejaban sus cosas tiradas en cualquier parte y que además se extraviaban al buscarlas. Esa historia le parecía muy ilustrativa y tomaba partido por los habitantes de Fischdorf. A Hinnerk no le gustaba que a la gente se la castigara por salirse con la suya.

Es posible que el señor Lexow no fuera el padre de Inga. Quizá solo había querido obtener lo mejor que Bertha podía darle. Algo que todavía no poseía nadie. Bertha, en todo caso, había amado siempre a Hinnerk. Tendría que preguntarle a Inga. Pero ¿qué podía contarme ella sino una historia ajena?

Deposité el ramo de flores rojas y lilas sobre la tumba de Rosmarie. El señor Lexow había desaparecido. Yo empezaba ya a estar harta de viejas historias. A pasos largos, desanduve el camino hacia la entrada. Por el rabillo del ojo vi algo moverse a mi izquierda, entre las tumbas. Miré fijamente en esa dirección y descubrí, a no poca distancia de nuestro panteón familiar, a un hombre sentado con la espalda apoyada en una lápida, a la sombra de un ciruelo silvestre. Me detuve. Junto al hombre había una botella. Tenía un vaso en la mano y el rostro vuelto hacia el sol. No podía distinguir bien de quién se trataba, solo que llevaba gafas de sol y que no daba la impresión de ser ni un mendigo ni un pariente afligido. Qué sitio extravagante… Bootshaven. ¿Quién querría vivir aquí? ¿Y quién ser enterrado?

Eché una última mirada a la gran lápida negra bajo la cual, además de mis bisabuelos y de mi tía abuela Anna, yacían también Hinnerk, mi prima Rosmarie y ahora Bertha Lünschen. Mis tías ya habían reservado su sitio. ¿Qué sería de mi madre? Su espíritu atormentado por la nostalgia, ¿encontraría verdaderamente la paz en este infértil suelo pantanoso? ¿Y yo? ¿Tenía la nueva propietaria de la casa también su sitio en el panteón familiar?

Aceleré el paso y cerré la puerta tras de mí. Ahí estaba la bicicleta de Hinnerk. Me monté y regresé a la casa. Nada más llegar, me dirigí rápidamente a la cocina, me serví un vaso de agua grande y salí a sentarme en la escalera de la entrada, allí donde unos días antes había estado sentada en compañía de mis padres y mis tías.

En tiempos pasados, cuando aún éramos pequeñas, Rosmarie, Mira y yo nos sentábamos las tres muy juntas allí, atraídas por los secretos escondidos bajo las losas y, más tarde, por el sol crepuscular. Esa escalera era un sitio maravilloso que pertenecía tanto a la casa como al jardín. Estaba tapizada con rosales trepadores y, si se dejaba abierta la puerta de entrada, el olor de las piedras del corredor se mezclaba con el perfume de las rosas. La escalera no estaba ni arriba ni abajo, ni dentro ni fuera. Estaba allí para asegurar una suave pero firme transición entre dos mundos. Acaso fuera ése el sentido de nuestra inclinación adolescente por acuclillarnos en unas escaleras como ésas, por apoyarnos en los marcos de las puertas, por sentarnos sobre los muros, holgazanear en las paradas de autobús o correr por las traviesas de una vía férrea y mirar hacia abajo desde un puente. Pasajeros en tránsito, prisioneros de un espacio intermedio.

Algunas veces, mi abuela se sentaba con nosotras. Bertha estaba tensa, pues también ella parecía estar esperando algo, aunque sin saber bien a quién ni qué. Casi siempre esperaba a alguien que ya había muerto hacía mucho tiempo. Primero a su padre, luego a Hinnerk y también, alguna que otra vez, a su hermana Anna.

De cuando en cuando, Rosmarie sacaba vasos y una botella de vino salido de las reservas de la bodega de Hinnerk. Aunque era hijo de un posadero, no entendía de vinos. En la posada del pueblo se bebía sobre todo cerveza. Él compraba vino cuando encontraba ocasiones que le parecían especialmente ventajosas; prefería el vino dulce al seco y el blanco al tinto. Mira no bebía más que vino de color rojo oscuro, casi negro. Como la bodega estaba llena de botellas, Rosmarie encontraba siempre un vino oscuro para Mira.

Yo no bebía con ellas. El alcohol me atontaba. Corte de película, blackout, bloqueo mental, pérdida de conocimiento… todas esas cosas horribles que pueden suceder cuando se bebe. Eso lo sabía todo el mundo. Y yo detestaba que Rosmarie y Mira bebieran vino. Cuando empezaban a subir la voz y a reírse demasiado, era como si una pantalla de televisor gigantesca se alzara de pronto entre nosotras. A través del cristal, podía observar a mi prima y a su amiga como un documental de arañas gigantes que se hubiera quedado sin sonido. Sin la sobria explicación del comentarista, las criaturas se volvían repugnantes, extrañas y odiosas.

Mira y Rosmarie no se daban cuenta de nada. Sus ojos de araña se volvían un poco vidriosos y parecían divertirse con mi mirada fija en ellas. Yo siempre me quedaba más tiempo del que era capaz de soportar y después me levantaba ceremoniosa y entraba en la casa. Jamás he vuelto a sentirme tan sola como entonces con las dos chicas araña.

Cuando estaba con nosotras, Bertha también bebía. Rosmarie le servía y mi abuela, como ya no se acordaba de si había bebido uno o tres vasos de vino, volvía a acercar el vaso siempre que lo veía vacío. O se servía ella misma. Sus frases se volvían aún más confusas, se reía y sus mejillas se teñían de rosa. Mira se abstenía de beber en presencia de Bertha, puede que por respeto o también a causa de su madre, la señora Ohmstedt, famosa por beber más de la cuenta.

Una vez, Bertha nos hizo una seña con la cabeza y dijo lo que siempre decía: «La manzana no cae lejos del tronco». Mira se puso pálida y vertió sobre las rosas el vaso que estaba a punto de llevarse a los labios. Rosmarie animaba a Bertha a beber. Quizá así se sintiera menos culpable, aunque era sincera al decir:

—Bebe, abuelita, que así no tendrás que llorar tanto.

Bertha no participó más que un verano en la cata de vinos en la escalera. Poco después, víctima de un profundo desasosiego, no permanecía quieta en ningún sitio, y a finales del verano siguiente murió Rosmarie.

El sol se estaba ocultando y mi vaso estaba vacío. Como aún tenía unos días por delante, ¿por qué no hacer también una visita a los padres de Mira y preguntar por ella? Su hermano no me había dado mucha información. Esta vez no giré a la izquierda, sino que seguí recto en dirección al centro del pueblo. El timbre seguía sonando con aquel tono familiar de entonces, como de campanadas de reloj. El jardín estaba asilvestrado y había dejado de tener el aspecto modélico de otros tiempos, con sus setos recortados geométricamente y cada arriate con su espaldera.

—Vaya, ¿tu padre ha vuelto a jugar con la escuadra? —Solía burlarse Rosmarie cuando Mira nos abría la puerta.

Ahora, en cambio, la hierba era alta y los setos y árboles estaban sin podar. De aquello, evidentemente, hacía mucho tiempo que no se había ocupado nadie.

Debía habérmelo imaginado pero, sin embargo, quedé muy sorprendida cuando Max abrió la puerta. Él también pareció un poco asombrado, pero antes de que yo pudiera decir nada, se me acercó con una sonrisa. Parecía realmente encantado de verme.

—¡Iris, qué bien! Justamente quería pasar a verte.

—¿De verdad?

¿Por qué razón decía yo eso y con esa voz tan estridente? Por supuesto que tenía que pasar a verme si, al fin y al cabo, era algo así como mi abogado. Max me lanzó una mirada temerosa.

—Bueno, quería decir que qué casualidad —aclaré—. ¡Y en realidad no eres tú a quien yo venía a ver!

Su sonrisa empezó a desvanecerse.

—No, no —rectifiqué—. Naturalmente, no quería decir eso. Lo que pasa es que no sabía que vivías aquí. Pero bueno, ya que estás, me conformo, ah… contigo.

Max arqueó las cejas. Me maldije y sentí cómo se me ponía la cara colorada. Justo cuando estaba por emprender la retirada con una reflexión sagaz del tipo «ah, bueno, pues me voy», dijo Max con una sonrisa irónica:

—¿De verdad? ¿Te conformas conmigo? Pero si eso es lo que he deseado toda la vida. No, no soy tan estúpido. ¡Quédate, Iris! Venga, entra ya. De lo contrario, salimos los dos, así que mejor pasa. Seguramente recuerdas dónde está la terraza.

—Sí.

Al atravesar, desconcertada, aquella casa que en tiempos me había sido tan familiar, mi confusión no hizo más que crecer. Ésa no era la casa que yo conocía. Ya no había puertas, ni papel pintado en las paredes, ¡ni techo! Todo era un gran ambiente pintado de blanco y mis sandalias rechinaban sobre el desnudo suelo de madera. Había una cocina de un blanco luminoso, un gran sofá azul algo estropeado, una pared llena de libros y otra con un descomunal pero elegante equipo de alta fidelidad.

—¿Dónde están tus padres? —Me oí gritar.

—Viven en el garaje. Al fin y al cabo, ahora gano mucho más que mi padre con su pensión.

Giré la cabeza y lo miré. ¡Max me caía bien!

—Eh, solo era una broma. Mi madre siempre quiso marcharse de esta casa, ya sabes, y mi padre estaba enfermo, muy enfermo incluso. Cuando se recuperó, decidieron viajar todo cuanto pudieran, y tienen un pequeño apartamento en la ciudad. A veces vienen a visitarme y entonces duermen en el garaje. Mi coche no es particularmente grande, y por eso…

—Max, cierra el pico, eres una calamidad. En cualquier caso, no quería dejar de preguntarte dónde puedo ir a nadar por aquí sin que tú me sigas disimuladamente. ¿No podrías simplemente decirme dónde piensas ir a nadar los próximos días para que sepa qué sitios evitar?

—Venga, no presumas tanto. Me limito a hacer lo que hago siempre. No tengo la culpa de que te hayas aprendido mis hábitos y que ahora aparezcas siempre en mi camino como por casualidad y la última vez, incluso desnuda. ¡Y por si fuera poco todo eso, vienes, llamas a mi puerta y me haces preguntas insolentes!

Max negó con la cabeza, se dio la vuelta y se fue a la cocina. Llevaba una camisa blanca, otra vez con manchas en la espalda; esta vez eran grises y verdes, como si se hubiese apoyado en un árbol. Mientras le escuchaba trajinar con vasos y botellas, lo oía mascullar. Distinguía algunas expresiones, como «está chiflada», «incoherencia», «compulsiva».

En la terraza bebimos vino blanco con agua mineral. En mi copa había naturalmente más agua que vino. A diferencia del jardín, que estaba en un estado de total abandono, la terraza se conservaba igual que entonces. Los grillos cantaban. Me entró un hambre canina.

—Tengo que irme.

—¿Por qué? Si acabas de llegar. Aún no te he preguntado por qué querías ver a mis padres. De hecho, tampoco te he preguntado qué es de tu vida y dónde vives porque ya lo sé. Todo consta en mis archivos.

—¿De verdad? ¿Y cómo ha llegado eso a tus archivos?

—Secreto profesional. Lo siento, pero no puedo darte más información sobre mis clientes.

—Bueno, pero alguien debe de haberte dado información sobre tus clientes.

—No digo que no, pero no te diré quién.

—¿Cuál de mis tías ha sido? ¿Inga o Harriet? Max rió y se calló.

—Tengo que irme, Max. Aún tengo que… quiero decir, aún no he… De todas formas, debo irme.

—Bueno. Ya veo que se trata de un caso de fuerza mayor. ¿Por qué no lo dijiste antes? ¿Quieres que dé algún recado a mis padres? ¿Y no quieres saber dónde voy a nadar mañana? ¿Y no quieres cenar conmigo?

Mientras hablaba, se concentraba en desenroscar el corcho del tirabuzón sin mirarme más que de refilón, al hacer la última pregunta.

Me recliné hacia atrás y lancé un profundo suspiro.

—Sí. Sí, con mucho gusto, Max. Me gustaría mucho, mucho, cenar contigo, gracias.

Max me contemplaba en silencio, con una sonrisa un poco forzada.

—¿Qué pasa? —pregunté sorprendida—. ¿Me has invitado solamente por cortesía?

—No, pero esperaba el «pero».

—¿Qué «pero»?

—El «pero» que viene después de «sí, sí, Max, me gustaría tanto, pero…»; a ese «pero» me refería.

—No hay «pero».

—¿No hay «pero»?

—No, hombre, pero si insistes en preguntar, entonces…

—¿Lo ves? ¡Claro que había un «pero»!

—Sí, es cierto.

—Lo sabía —dijo Max en tono victorioso.

Entonces se levantó bruscamente de la silla y agregó:

—Andando. Vamos a ver qué encontramos en la cocina.

Encontramos todo tipo de cosas en la cocina. Me reí mucho esa noche, tal vez demasiado para alguien que venía de un entierro, pero Max y su amable desfachatez me hacían sentir bien. Tenía tanto pan y olivas y salsas para untar y dips en la nevera que no pude evitar preguntarle si esperaba invitados. Él hizo una breve pausa, me miró como si tuviera monos en la cara y se limitó a sacudir la cabeza. Luego se rindió y admitió que había tenido previsto invitarme porque él era una persona hipersensible y se había dado cuenta de que me había asustado mortalmente en la esclusa pero que no había podido prever que fuera a irrumpir en su casa sin haberle dado tiempo a proponérmelo. Al decir esto, esbozó una sonrisa maliciosa y untó una rebanada de pan con crema de puerros. Yo no dije nada.

Cuando me levanté, para irme ya era de noche. Max salió conmigo y me acompañó hasta la bici. Cuando puse mi mano sobre el manillar, él puso su mano sobre la mía y me besó furtivamente sobre la comisura de la boca. Su beso me atravesó con una fuerza que me dejó aturdida. Los dos dimos un paso atrás y al hacerlo volqué un tiesto con el pie. Volví a colocarlo atropelladamente en su lugar y dije:

—Perdón. Siempre me pasa lo mismo cuando me siento bien en algún sitio.

Max dijo entonces que él también se había sentido bien esa noche y permanecimos un momento allí de pie en la oscuridad, sin decir palabra. Y antes de que Max pudiera hacer o decir nada, cogí la bici y emprendí el camino de regreso a casa.

Esa noche dormí mal de nuevo. Después de todo aquello tenía que recapacitar.

Volví a despertarme muy temprano. Los rayos del sol apenas acariciaban tímidamente la pared de la habitación. Me levanté, me puse el vestido de baile dorado de mi madre, pedaleé hasta el lago, nadé hasta la otra orilla y regresé; me encontré otra vez con los mismos propietarios de perros de la víspera, pero no con Max. Volví a casa, me preparé un té, puse una loncha de queso entre dos rebanadas de pan negro y dispuse todo sobre una bandeja con la que atravesé el cobertizo y salí al huerto de detrás de la casa. Allí había algunos muebles de jardín corroídos. Puse dos sillas plegables blancas al sol, coloqué la bandeja sobre una de ellas y me senté en la otra. Mis pies descalzos estaban mojados por el rocío y el dobladillo del vestido también. La hierba llevaba tiempo sin que la segaran, aunque no parecía que tuviera una altura de más de cuatro o cinco semanas. Bebí mi té con la leche que había traído el señor Lexow, contemplé los viejos manzanos y pensé en mi abuela Bertha.

Después de que se cayera del árbol recogiendo manzanas un día de otoño, nada había vuelto a ser como antes. Nadie se había dado cuenta al principio y puede que ella menos aún que los demás; sin embargo, a partir de aquel momento, comenzó a sentir frecuentes dolores de cadera y de pronto empezó a no recordar si había tomado o no sus pastillas contra el dolor. Ella preguntaba una y otra vez a Hinnerk si sabía si se las había tomado. Hinnerk se impacientaba y le respondía exasperado. Bertha empezó a asustarse de la aspereza de sus respuestas, pues de verdad no se acordaba, e incluso habría podido jurar que aún no le había preguntado. Pero como Hinnerk ponía siempre los ojos en blanco en el instante en que Bertha le consultaba, dejó de hacerlo. Empezó a dudar de otras muchas cosas. Ya no encontraba las gafas, el bolso o las llaves de casa, confundía las fechas y de pronto no era capaz siquiera de recordar el nombre de la secretaria de Hinnerk, que había trabajado en el despacho durante más de treinta años. Con todo esto, al principio se puso nerviosa y luego le entró ansiedad. Al final, cuando se dio cuenta de que las cosas iban de mal en peor y de que no había nadie que pudiera ayudarla ni nadie con quien hablar de ello, cuando partes enteras de su vida, no solo el pasado sino incluso el presente, se hundían en la nada, le invadió el pánico. Ese miedo extremo la hacía llorar con frecuencia y quedarse por la mañana acostada con palpitaciones, negándose simplemente a levantarse de la cama. Hinnerk empezó a avergonzarse de ella y a insultarla en voz baja. Ella dejó de prepararle el desayuno. La distancia entre la cocina y el comedor era larga, y de una habitación a la otra se olvidaba por el camino de qué había ido a buscar. Hinnerk adquirió el hábito de servirse él mismo el vaso de leche que solía beber por las mañanas y de pasar luego por la panadería, justo frente a la notaría, para comprarse un panecillo de pasas. En realidad no tenía necesidad alguna de trabajar, pero le resultaba desagradable estar cerca de Bertha y pasarse el día oyendo resonar su paso inseguro por toda la casa. Como un fantasma inquieto, Bertha deambulaba escaleras arriba, escaleras abajo, hurgaba en los armarios, rebuscaba en la ropa vieja, la apilaba y la dejaba por ahí olvidada. A veces también entraba en el dormitorio y se cambiaba una y otra vez de ropa. Si estaban en el jardín, se precipitaba hacia los desconocidos que pasaban ante la entrada y los saludaba, como si se tratase de amigos íntimos desde tiempos inmemoriales, con frases exuberantes e incompletas. «¡Oh! ¡Pero si ahí viene el hombre de mis sueños!», gritaba por encima del seto de espino blanco. El paseante se giraba asustado tratando de ver a quién iba dirigida la radiante sonrisa de aquella dama entrada en años que se veía al otro lado del seto. La perturbación de Bertha era algo desagradable. Para Hinnerk no se trataba de una verdadera enfermedad acompañada de dolores y medicamentos. Aquella enfermedad lo llenaba de rabia y de vergüenza ajena.

Mi madre vivía lejos. Inga residía en la ciudad y estaba muy ocupada con su fotografía. Harriet vivía fuera de la realidad, pasaba siempre por distintas fases y en cada una de ellas cambiaba de pareja, lo cual sacaba mucho más de quicio a Hinnerk que cualquier otra cosa. Por ello telefoneaba de vez en cuando a mi madre para quejarse de Bertha, pero sin dejar entrever la creciente inquietud que lo embargaba. Inga fue la primera en darse cuenta de que Bertha necesitaba ayuda. Cuando advertimos que Hinnerk también la necesitaba, era ya demasiado tarde. Contratamos un servicio de comidas a domicilio. Bertha intentaba no manchar el mantel cuando comía y, si tal cosa ocurría, se levantaba bruscamente a buscar un trapo, pero la mayoría de las veces no regresaba a la mesa. Y si lo hacía no era con un trapo sino con una olla, con arroz con leche o con un par de medias. Cuando Bertha decía que mis mangas eran demasiado largas y temía que tocaran la comida, exclamaba: «Hay que hacer algo para que no ardan». Nosotros entendíamos lo que quería decir, y yo me remangaba. Hasta que llegó el día en que no conseguimos calmar su desasosiego y, a partir de entonces, se encolerizaba y abandonaba la mesa o se desmoronaba en su silla y lloraba en silencio.

Una de las mujeres de su círculo, Thede Gottfried, iba tres veces por semana a limpiar, ordenar, hacer las compras y llevar a Bertha de paseo. Un día, Bertha empezó a escaparse. Salía a la calle, se extraviaba y no encontraba el camino de regreso a la casa que la había visto crecer. Hinnerk tenía que ir a buscarla todos los días, aunque generalmente la encontraba en algún rincón de la casa o del jardín, que eran lo suficientemente grandes como para que la búsqueda durara un buen rato. En el pueblo casi todos la conocían, y tarde o temprano había siempre alguien que la acompañaba a casa. Una vez apareció con una bicicleta que no era suya. Otra vez que se escapó en plena noche, un coche logró frenar a tiempo. Empezó a orinarse encima, a lavarse las manos en la cisterna y a tirar una y otra vez pequeños objetos al váter: sobres, cintas elásticas, chinchetas, malas hierbas… Cientos de veces al día hurgaba en sus bolsillos buscando un pañuelo y, cuando no lo encontraba porque lo había sacado y puesto en otro sitio pocos minutos antes, caía presa de la desesperación. Ella no sabía qué le pasaba exactamente. Nadie le hablaba sobre ello y, sin embargo, era consciente de que algo iba mal. Con el miedo visible en su rostro y en voz muy baja, preguntaba a mis tías o a mi madre: «¿Qué pasará conmigo?», «¿me quedaré siempre así?», «antes no estaba como ahora. Entonces aún lo tenía todo; ahora ya no tengo nada». Bertha lloraba muchas veces al día, se asustaba con facilidad, un sudor frío cubría siempre su frente y su angustia se desahogaba en forma de ataques repentinos: se levantaba bruscamente y se marchaba, hacía pequeños sprints y deambulaba como alma en pena por la gran casa vacía. Mis tías intentaban calmarla, le decían que ése era un problema de la edad y que en el fondo no se podía quejar. Pese a que recibía tratamiento médico, la palabra «enfermedad» jamás fue pronunciada en su presencia.

Hinnerk tenía seis años más que Bertha. Cuando a los setenta y cinco años sufrió un infarto, todos pensaron que aquello era algo prematuro puesto que se le veía en perfecto estado de salud. Sin embargo, los médicos insinuaron que seguramente no había sido su primer infarto, pero ¿quién habría podido percatarse del primero y presagiar el último? Hinnerk permaneció quince días en el hospital y mi madre iba a visitarlo. Ella le sostenía la mano y él estaba asustado porque sabía que su final estaba próximo. Una tarde pronunció el nombre de mi madre con toda la dulzura de que era capaz pero que raramente manifestaba, y murió. Durante todo aquel tiempo, mis tías se quedaron en casa de Bertha. Ellas estaban tristes por no haber podido despedirse de él; tristes y llenas de rabia porque Hinnerk había tenido una hija predilecta. Se sentían agraviadas por haber recibido tan poco de él —sobre todo, naturalmente, tan poco amor— y porque ahora no les quedaba más que mi abuela —los restos de un naufragio—, mientras que Christa podía largarse al sur, donde la esperaban un marido fiel y una hija que le brindarían apoyo y consuelo. Aquella tristeza, aquella ira, las llevó a decir cosas terribles a mi madre. Le reprochaban eludir sus responsabilidades con Bertha. Mi abuela estaba presente y lloraba. Ella no entendía de qué iba la cosa, pero percibía en las voces de sus hijas el tono de amargura, de frustración, por un amor no correspondido. Durante los catorce años que Bertha sobrevivió a Hinnerk, las relaciones entre Christa y sus hermanas siguieron siendo muy tensas. Después de cada llamada telefónica de mis tías y antes de cada visita a Bootshaven, mi madre se pasaba noches y noches en vela. Cuando mis tías decidieron, dos años después de la muerte accidental de Rosmarie, enviar a Bertha a la residencia de ancianos, preguntaron primero a Christa con sarcasmo si no querría acoger a la madre en su casa, puesto que Inga y Harriet se habían ocupado ya bastante de ella. En los últimos tiempos, sin embargo, las tres hermanas se habían vuelto a acercar de manera prudencial; al fin y al cabo eran hermanas, sobrepasaban ya la cincuentena, habían enterrado muchos sueños, habían enterrado a Rosmarie y a su padre y ahora acababan de enterrar a su madre.

La hierba entre los manzanos era mucho más alta que detrás de la casa. Tenía que volver a encontrarme con Lexow, no iba a librarse de mí tan fácilmente. Bebí el té y comí el pan, pensé en Max y sacudí la cabeza. ¿Qué era lo que en realidad había ocurrido la víspera?

Los rayos del sol eran ahora más fuertes. Con la bandeja entre las manos, estaba a punto de entrar solemnemente en la casa —era lo que más cuadraba con mi vestido dorado— cuando vi, entre los árboles, el antiguo gallinero, el «trono» como lo llamaban en casa. Había algo rojo pintado sobre el enlucido gris. Pasé rápidamente por delante de los frutales y me dirigí hacia la pequeña casa donde mi madre y sus hermanas habían jugado a las muñecas. Rosmarie, Mira y yo la habíamos usado para protegernos de la lluvia. De lejos vi la pintada roja de aerosol y entonces descubrí la palabra «Nazi». Asustada giré la cabeza, como esperando ver a un grafitero escabullirse tras los arbustos de saúco. Pensé en rascar la pintura con una piedra. Al agacharme pisé el dobladillo de mi vestido y al levantarme con la piedra en la mano oí como un grito: el desgastado y frágil tejido se había rasgado. Volví corriendo al cobertizo e intenté orientarme en la oscuridad. Mis ojos no se habían acostumbrado aún a la penumbra que reinaba allí dentro. En algún sitio, en el nicho junto a las escaleras, había visto al pasar unos grandes cubos de pintura. Abrí el primero, pero no contenía más que restos de vieja pintura blanca, dura como la piedra y agrietada. Con los demás cubos sucedió exactamente lo mismo, de modo que no me quedó más remedio que posponer la eliminación de la pintada. ¿Quién habría podido escribir aquello? ¿Alguien del pueblo? ¿De derechas o de izquierdas? ¿Un cretino o alguien que sabía lo que hacía? El olvido no era algo ajeno a nuestra familia. Quizá alguien buscaba la forma de refrescarnos la memoria.

Para entretenerme, decidí inspeccionar el despacho de mi abuelo Hinnerk. Quería examinar ante todo su escritorio. En el cajón inferior de la derecha solía haber en otros tiempos golosinas, After Eight, Toblerone y cajas y cajas de caramelos Macintosh. Adoraba aquellas cajas, aquella dama con su maravilloso vestido lila y su carruaje. El hombre, con aquella sonrisa y aquel sombrero de copa, no me gustaba mucho, pero la delicada y vaporosa sombrilla de la dama y las frágiles patas de los caballos me fascinaban. ¿No había también en algún rincón un pequeño perro negro? El estrecho talle de la dama de lila me inquietaba. Aquella radiante sonrisa no bastaba para liberarme de la sensación de que podía partirse por la mitad en cualquier momento. No se podía evitar apartar la vista. Los caramelos se nos pegaban en los dientes y, si se tenía mala suerte, solo quedaban los que estaban rellenos de una pasta dura de color blanquecino. Mis preferidos eran los rojos cuadrados; Rosmarie adoraba los de envoltorio dorado; Mira era la única que se mantenía fiel a los After Eight. A veces, sin embargo, cuando era mi abuelo quien hacía circular la lata, Mira optaba por uno de los pegajosos y crocantes caramelos de color violeta oscuro.

La llave seguía estando en el escritorio. Hinnerk nunca se había tomado la molestia de guardar las cosas bajo llave. De todos modos, nadie se habría atrevido jamás a hurgar en sus asuntos. Sus accesos de cólera no hacían distinción entre colegas o subordinados, nietas o amigas de nietas, esposa o mujer de la limpieza, amigo o enemigo. Tampoco se detenían ante sus hijas, tanto si estaban presentes en aquel momento el marido o los niños como si no. Hinnerk era hombre de ley y eso significaba también que él era la ley. Así lo entendía Hinnerk. Harriet, sin embargo, opinaba de manera distinta.

Abrí el escritorio y sentí cómo una ráfaga del familiar olor a barniz, expedientes y menta salía a mi encuentro. Me senté en el suelo, aspiré el perfume y miré en el cajón. Allí había, efectivamente, una lata de Macintosh vacía y también una delgada libreta gris. La saqué del cajón, la abrí y vi que Hinnerk había escrito con tinta su nombre en la primera página. ¿Un diario? No, no era un diario. Eran poemas.