Me desperté durante la noche porque tenía frío. Había dejado abiertas las puertas y ventanas de la habitación de Christa y entraba el aire nocturno. Volví a cubrirme con la manta y pensé en mi madre. Mi madre adoraba el frío. En la región de Baden, los veranos eran tan calurosos que ella había instalado un sistema de aire acondicionado en casa que, además, ponía al máximo. También enfriaba todas las bebidas con cubitos de hielo e iba a cada rato con un pequeño bol de vidrio al sótano, donde estaba el congelador, para buscar helado de vainilla. Sin embargo, cuando llegaba el invierno, los arenales, estanques, canales y brazos del viejo Rin se helaban mucho más rápidamente que los lagos de la húmeda llanura septentrional.
Y entonces salía a patinar sobre el hielo.
Mi madre patinaba como nadie. No era especialmente graciosa, no bailaba, no, volaba; corría, ardía sobre el hielo. Mi abuelo le había comprado cuando era pequeña un par de patines blancos. Él mismo estaba orgulloso de sus propias aptitudes para el patinaje, aunque solo le servían para deslizarse con agilidad hacia adelante y desplazarse hacia atrás con movimientos ondulatorios. También sabía describir grandes círculos cruzando la pierna del lado exterior por delante de la del interior. Sin embargo, eso que su hija Christa hacía sobre el hielo no se lo había enseñado él. Con los brazos en jarras, trazaba amplios ochos inclinándose en las curvas, tomaba impulso y como una salvaje, con las rodillas flexionadas, daba seis o siete saltos y en cada salto hacía un semigiro que barría hacia atrás y hacia adelante la brillante superficie. O bien giraba sobre una pierna, alzando los puños enguantados hacia el cielo invernal, con las trenzas hechas un remolino. Hinnerk se había preguntado al principio si debía tolerarle aquellas maneras al patinar. Era algo tan ostentoso que llamaba la atención. Pero luego creyó adivinar envidia en los cuchicheos de la gente y eso le reafirmó el orgullo acerca del singular comportamiento de su hija sobre el hielo, tanto más cuanto ella se mostraba muy sensata, dulce y complaciente, y siempre dedicada a hacerle a él, a Hinnerk, su amado padre, la vida agradable.
Mi madre había conocido a mi padre sobre el río Lahn helado. Ambos cursaban estudios en Marburgo, Christa de Historia y Deporte y mi padre, de Física. Mi padre, obviamente, no podía no haberse fijado en mi madre patinando sobre el hielo. En los puentes sobre el río se formaban a veces pequeños grupos de gente que tampoco podían pasar de largo. Todos fijaban la mirada en la alta silueta, de la que no era posible decir a primera vista si era femenina o masculina. En aquellos estrechos pantalones marrones, las piernas eran las de un muchacho, al igual que los hombros, aquellas manos grandes ocultas en enormes manoplas y los cortos cabellos castaños bajo un gorro de lana. Christa se había cortado las trenzas antes del primer año académico. Solo las caderas fueran tal vez demasiado anchas para un hombre, o aquellas mejillas rojas demasiado lisas, y la línea que iba del lóbulo de la oreja a la mandíbula inferior y hasta el cuello mostraba una curva tan suave que mi padre se preguntaba si describía una parábola o más bien una curva senoidal. Y se descubría preguntándose a sí mismo cómo y hasta dónde podría prolongarse aquella curva bajo el grueso chal de lana azul celeste.
Mi padre, Dietrich Berger, tardó un tiempo en dirigirle la palabra a la joven patinadora. Le bastaba con ir todas las tardes hasta las orillas del Lahn y observarla. Él era el menor de cuatro hijos y, en aquel entonces, aún vivía en casa de su madre. Dado que su hermano mayor ya se había ido de casa y que su madre era viuda, el papel de cabeza de familia había recaído en él. Pero lo asumía con valentía. Aquella responsabilidad no le pesaba demasiado debido, tal vez, al hecho de que probablemente jamás se le hubiera ocurrido cuestionarla. Sus hermanas se burlaban, protestaban y se reían de él cuando salían por la noche y mi padre les decía la hora a la que tenían que estar en casa, aunque, en el fondo, estaban encantadas de que se hubiera hecho cargo de la familia.
A la madre de mi padre apenas la conocí. Había muerto cuando yo aún era muy pequeña y tan solo recordaba su falda de lana recia y sus enaguas de tafetán, que producían un sonido melodioso al rozar sobre sus pantis. Una santa dulzura, decía de ella tía Inga. Mi madre, en cambio, veía las cosas de otra manera: decía que su suegra había desatendido el propio hogar de tanto matarse a trabajar para otras familias. Su casa no estaba bien atendida, casi nunca cocinaba, por no hablar de los hijos, de quienes se habría podido ocupar un poco más. Mi padre era muy puntilloso, amaba el orden sistemático, la disposición racional de las cosas basada en la economía de movimiento y la limpieza eficiente. El caos le causaba un dolor físico y, por ello, casi todas las noches ponía orden en el desorden dejado por su madre. Gracia, donaire y sentido del humor no eran parte de la herencia que la madre, en su tierna santidad, les había dejado a sus cuatro hijos. Mi padre aprendió a divertirse —y a divertir a los demás— más tarde, gracias a mi madre, mucho después de que por fin se decidiera a dirigirle la palabra, hacia el final de la temporada de patinaje en Marburgo.
Cuando el hielo empezó a perder brillo y comenzaban a formarse charcos debajo de los puentes, mi padre hizo de tripas corazón y, tras quince días de giros y piruetas, se presentó formalmente diciendo: «El coeficiente de rozamiento entre los patines y el hielo es de un promedio 0,01, sin que importe el peso del patinador. ¿No es algo sorprendente?».
Christa se puso colorada y vio que las esquirlas de hielo en los dientes de sierra de sus patines se estaban derritiendo y goteaban como lágrimas de metal reluciente. No, no lo sabía, y sí, aquello era, en efecto, muy sorprendente. Ambos enmudecieron hasta que, después de una larga, larguísima pausa, Christa le preguntó que quién le había dado una información tan precisa de todo aquello. Él respondió con rapidez y se ofreció a enseñarle un día el Instituto de Física donde había un aparato para producir hielo seco. «Con mucho gusto», respondió Christa sin levantar los ojos, esforzándose por esbozar una sonrisa en aquel rostro teñido de rubor. Dietrich asintió y dijo: «Hasta pronto» y, muy aliviados, los dos se separaron a toda prisa.
Al día siguiente, el Lahn estaba completamente agrietado, los témpanos de hielo parduscos se empujaban unos a otros hacia las orillas y Dietrich se preguntaba dónde volvería a encontrar a la patinadora.
Por la noche, la luna brillaba sobre mi almohada marcando unas sombras afiladas. Había olvidado correr las cortinas. La cama con su traspuntín era estrecha y la manta, pesada.
Tenía que haber llamado a Jon hacía tiempo, o al menos, pensar en él. La mala conciencia me tenía desvelada. Ahora pensaba en él. Jonathan, hasta hacía poco mi novio, ahora mi exnovio, mi novio del pasado. Ni siquiera sabía que yo estaba allí, pero quizá eso careciera de importancia; al fin y al cabo, él ni siquiera vivía en la misma ciudad que yo. Vivía en Inglaterra y allí se iba a quedar. Yo no. Cuando dos meses antes me preguntó si no sería ya hora de vivir juntos, de pronto sentí que por mucho que me gustase su país, ya era hora de volver a casa. Precisamente por haber comprendido que si me había quedado tanto tiempo en Inglaterra había sido más por amor a su país que por amor a él, tuve que irme. Y ahora estaba aquí e incluso era dueña de un palmo de tierra. Me resistía a verlo como una señal, pero aquella idea reforzaba mi decisión de quedarme.
Cuando se pierde la memoria, el tiempo pasa al principio demasiado aprisa y, después, no pasa en absoluto. «Oh, ya hace tanto de eso», decía mi abuela Bertha acerca de cosas que lo mismo se remontaban a una semana que a treinta años o diez segundos. Enfatizaba el comentario con un ligero tono de reproche acompañado de un gesto desdeñoso con la mano. ¿Acaso la controlaban?
Su cerebro se cubría de arena como el lecho inestable de un río que empezara a desdibujarse poco a poco en sus márgenes, y cuyas orillas acabarían por desmoronarse en grandes bloques arrastrados por el agua. Aquel río perdió su forma y la corriente, su razón de ser. Finalmente, dejó de fluir y no hacía más que chapotear torpemente en todas direcciones. Los depósitos blancos que se formaban en el cerebro bloqueaban todo impulso eléctrico, las terminaciones quedaban completamente aisladas y, al final, también la persona: aislamiento, isla, coágulo, Inglaterra, electrones y el brazalete de ámbar de tía Inga; la resina endurecida en el agua, el agua que cruje helada, el cristal que estaba hecho de silicio, y el silicio que era arena, y la arena se escurría en el reloj, y yo debía dormir, ya iba siendo hora.
Por supuesto, volvieron a verse poco después de la temporada de patinaje sobre el Lahn helado. Es casi imposible evitar a alguien en Marburgo. Y mucho más si se lo busca. Se volvieron a encontrar a la semana siguiente, en el baile del Instituto de Física. Mi madre había ido con un compañero, hijo de un colega de mi abuelo. Sus padres habrían visto con muy buenos ojos un vínculo más estrecho entre ellos, lo que hacía que Christa quedara paralizada en presencia del muchacho y que éste a su vez entonteciera delante de ella, por lo que en general no solían salir juntos. Sin embargo, esta vez la noche había sido todo un éxito. Christa había estado tan ocupada mirando a su alrededor que se mostró más bien relajada. El hijo del colega del abuelo, contrariamente a lo habitual, no había sentido su cerebro y su lengua cubrirse de escarcha bajo el efecto de la frialdad de hielo de su acompañante y, con algunos comentarios mordaces acerca de la osadía de los bailarines principiantes, consiguió incluso arrancarle alguna sonrisa. Era Christa quien había sugerido al hijo del colega del abuelo ir al baile del Instituto de Física. Y aunque el muchacho se daba perfecta cuenta de que volvería a atascarse tan pronto como mirara los labios apretados de Christa, fue lo suficientemente comprensivo como para acceder a acompañarla al baile.
Christa vio a Dietrich primero, después de todo, ella contaba con encontrarle allí. En cambio, él no se lo esperaba, así que la confusión que se apoderó de ella al verlo ya se había disipado un poco para cuando él la vio a ella. Los ojos grises de Dietrich se iluminaron, levantó la mano y solo entonces inclinó la cabeza, insinuando una reverencia. Sin vacilar y con paso elástico, abordó a Christa y la invitó a bailar una vez y luego otra y fue a buscar una copa de vino blanco para ella, tras lo que continuaron bailando. El acompañante de Christa, inquieto, observaba la escena desde la barra. Por un lado, se sentía aliviado al constatar lo sencillo que era todo esta vez, ni siquiera tenía que hablar con ella, pero, al mismo tiempo, sentía que las cosas no iban del todo bien. Con una mezcla de sorpresa, satisfacción y celos, veía que su compañera era una codiciada bailarina y decidió sacarla a bailar, algo que contradecía la conducta que se había propuesto adoptar esa velada.
Afortunadamente, él bailaba mal y mi padre bien. Y mi madre bailaba mejor con mi padre, puesto que, al fin y al cabo, él la había visto deslizarse sobre el hielo y eso la liberaba de su asfixiante timidez. Eso y también el hecho de que mi padre era casi más tímido que ella. Total, que bailaron juntos en todos los bailes marburgueses de la temporada: la danza de mayo, las veladas estivales de baile, las fiestas de las facultades, el baile de la universidad. Mientras se bailaba no era necesario hablar si uno no quería, se estaba con más gente y se podía regresar a casa a cualquier hora. La danza, pensaba Christa, era en el fondo una actividad deportiva, una especie de maratón en pareja.
Las hermanas de Christa no tardaron en darse cuenta de que tenía un secreto. Durante las vacaciones semestrales, que pasaba naturalmente en Bootshaven, era siempre la primera en revisar el buzón por las mañanas, como toda joven que guarda secretos. A las preguntas de sus hermanas, a veces insistentes y otras aduladoras, no hacía otra cosa más que reír y ruborizarse o ruborizarse y permanecer en silencio. Cuando tía Inga comenzó a estudiar Historia del Arte al semestre siguiente en Marburgo, las dos hermanas fueron juntas al baile del primer semestre. Dietrich Berger ya le había sido presentado a Inga con un grupo de jóvenes que pertenecían a la misma corporación estudiantil que él. Un estudiante de Deporte, alto y bien parecido, le había gustado mucho a Inga y ella supuso que se trataba del admirador de su hermana. Pero cuando vio que Christa prescindía de los zapatos de tacón alto, que casaban tan maravillosamente bien con su vestido de seda marrón, y que sin titubear echaba mano de sus bailarinas planas, Inga supo quién era el amigo de su hermana: Dietrich Berger, talla apenas un metro setenta y seis.
Se comprometieron ese mismo año, y cuando mi madre cumplió los veinticuatro y acabó sus aborrecidas prácticas para el profesorado en un instituto de enseñanza secundaria de Marburgo, se casaron y se trasladaron a la región de Baden, donde mi padre consiguió un puesto en un centro de investigación de ciencias físicas. Desde entonces, mi madre padecía nostalgia.
Ella no podía olvidar Bootshaven y tenía un enorme apego por la casa que ahora era mía. Aunque hubiera vivido mucho menos tiempo en Bootshaven que donde vivía ahora, mi madre tenía la sensación de estar en aquel lugar de paso. El primero de esos cálidos y húmedos veranos sin viento que había pasado allí la sumió en la desesperación; no podía dormir porque la temperatura nocturna no bajaba de los treinta grados y se pasaba la noche sudando, tumbada en la cama, mordiéndose el labio inferior con los ojos clavados en el plafón de cristal opaco hasta que fuera empezaba a clarear. El verano dio paso a un otoño insignificante y éste, por fin, a un invierno duro, sin nubes. Todas las aguas se helaron durante semanas. Mi madre supo entonces que se quedaría. En noviembre del año siguiente me trajo al mundo.
Yo nunca había pertenecido plenamente a ese sitio, a la región de Baden. Y mucho menos tras mi regreso de Inglaterra, si bien me lo había creído durante algunos años. Y con Bootshaven me sucedía lo mismo. Aunque había crecido y estudiado en el sur de Alemania y allí estaban mis amigas del alma, la casa de mis padres, mis árboles, mis lagos y mi trabajo, la tierra, la casa y el corazón de mi madre estaban aquí, en el norte. Aquí había estado yo de niña y aquí había dejado de ser niña. Aquí, en el cementerio, descansaba mi prima Rosmarie, aquí yacía mi abuelo y ahora también Bertha.
No sabía por qué Bertha no había dejado la casa en herencia a mi madre o a una de sus hermanas. Quizá había sido un consuelo para mi abuela pensar que yo era una nueva generación de los Deelwater. Pero nadie amaba esa casa tanto como mi madre. Habría sido lógico que ella la heredara. Entonces, tarde o temprano la casa hubiera pasado a ser mía. ¿Qué habría hecho ella con los pastos? Debía volver a hablar de todo eso con el hermano de Mira. Pero la idea de hablar con Max Ohmstedt de asuntos de familia me inquietaba porque, en ese caso, no podría evitar preguntarle también por su hermana.
Era todavía temprano cuando me levanté. Los domingos por la mañana las cosas se percibían de otra manera se daba cuenta enseguida. El aire tenía otra textura, era más denso, y eso hacía que todo pareciese algo desfasado. Hasta los ruidos familiares sonaban distinto. Más sordos y, al mismo tiempo, más insistentes. Lo más probable es que se debiera a la ausencia del ruido de los coches; acaso también a la ausencia de monóxido de carbono en el aire. Tal vez respondiera simplemente al hecho de que en domingo se prodiga tal atención al aire y al ruido como no se les presta durante el resto de la semana. Pero no creo que fuera realmente así, ya que los domingos se perciben de ese mismo modo también en vacaciones.
Durante las vacaciones escolares me gustaba quedarme acostada más tiempo por las mañanas, tras pasar mi primera noche en la casa y escuchar los ruidos que venían de abajo: el crujido de la escalera, tacones sobre el suelo de azulejo de la cocina, la puerta que daba al cobertizo, que se quedaba atascada y chirriaba siempre cuando se abría de un fuerte empujón o daba un estallido cuando se cerraba de un portazo. Se oía también el ruido metálico de la cadenilla, que se descorría por las mañanas y se balanceaba junto al marco. En cambio, la puerta que llevaba del vestíbulo a la cocina se abría sola y hacía un ruido desagradable cuando la empujaba la corriente de aire que se colaba desde el cobertizo. La campana de latón tintineaba sobre la puerta de entrada cuando mi abuelo salía de la casa para ir a buscar su bicicleta y dirigirse al despacho. Él empujaba la bici por la salida del cobertizo, la dejaba en el jardín, volvía al cobertizo, cerraba con llave desde el interior, atravesaba entonces la cocina, recorría el vestíbulo y volvía a salir por la puerta de entrada. ¿Por qué no salía directamente por el cobertizo? Seguramente porque quería echar el cerrojo por dentro y no cerrar con llave desde fuera. Pero ¿por qué no cerrar con llave desde fuera? A mí me parecía que simplemente quería sentir en su mano el cromado brillante del picaporte de la gran puerta de entrada y tomarse su tiempo, en su calidad de señor de la casa, para detenerse unos segundos en la escalinata antes de recoger el periódico del buzón al salir, meterlo en la cartera, bajar la escalera, montarse en su bici y echarse a la tierna mañana dándole al timbre y lanzando al pasar un fugaz pero enérgico saludo en dirección a la ventana de la cocina. En cualquier caso, la imagen que él y todo el mundo tenía del señor notario no le hubiese permitido escabullirse disimuladamente por la puerta de atrás para ir al trabajo, y siguió fiel a esta práctica incluso cuando ya hacía mucho que había dejado de llevar las riendas de la notaría. De todas maneras, hasta el momento de su muerte, ninguno de sus socios se había atrevido a ocupar su despacho, pese a que era el más espacioso y el más bonito.
A medida que se alejaba, la intensidad de los ruidos de la vajilla, de las voces y risas de las mujeres, de sus pasos precipitados y de los portazos iba en aumento pero, debido al eco que distorsionaba los sonidos bajo los altos techos de la cocina, jamás podía uno enterarse de lo que se hablaba. Sí era posible, en cambio, percibir exactamente el zumbido de los sentimientos. Si las voces eran sordas y graves, las palabras monosílabas y las frases entrecortadas por largas pausas, entonces había preocupaciones; si se hablaba mucho y rápido y casi siempre en voz alta y con el mismo tono, se conversaba sobre trivialidades de la vida cotidiana; si había risas sofocadas y cuchicheos o incluso gritos ahogados, entonces era aconsejable vestirse sin demora y bajar con sigilo, pues los secretos no se aireaban así como así. Más tarde, cuando empezó a perder la memoria, Bertha ya no hablaba fuerte, hacía pausas más o menos largas y cuando éstas amenazaban con eternizarse, las otras voces se apresuraban a ponerles fin. Por lo general, varias voces se hacían oír a la vez, de repente aumentaban de intensidad y volvían a perder fuerza con la misma rapidez.
Esa mañana, naturalmente, no se escuchaba nada. Yo estaba sola en la casa. El silencio traía a mi memoria aquella otra mañana, no menos silenciosa, de hacía trece años. De tanto en tanto se oía poco más que el tintineo de una taza o el golpeteo de una puerta. Aparte de eso, silencio. Un tipo de silencio como el que solo puede sobrevenir a una catástrofe. Como la sordera tras una detonación. Un silencio como una herida. Rosmarie solo había sangrado ligeramente de la nariz, pero sobre su piel pálida, el goteo de trazo bien marcado parecía querer mofarse de nosotros.
Me levanté, me lavé la cara en la habitación de tía Inga, me cepillé los dientes, me deslicé en mi arrugado vestido negro y bajé a hacerme un té. Encontré toda una serie de cajas llenas de té en bolsitas, incluso unas cajas de Corn Flakes que sabían un poco a armario de cocina pero que, al menos, no estaban reblandecidos. Seguramente procedieran de las cortas estancias de tía Inga en la casa. En el frigorífico quedaba todavía un poco de la leche que había traído el señor Lexow.
Más tarde fui en bicicleta hasta la cabina telefónica junto a la gasolinera y llamé a Friburgo. Era domingo, evidentemente, y yo sabía que me atendería el contestador automático de la biblioteca de la universidad. Dije que debía tomarme tres días de permiso suplementarios para solucionar los problemas de sucesión. Luego, retomé el camino en dirección al lago.
Debía de ser aún muy temprano, pues las pocas personas con las que me cruzaba en el camino, todas ellas con perro, me saludaban con esa sonrisa de discreta complicidad con la que se reconocen mutuamente los auténticos madrugadores dominicales. El camino que llevaba al lago era fácil de encontrar. Como casi todos los caminos de la zona, se adentraba por pastos y bosquecillos. En algún momento giré a la derecha y pasé por la calle empedrada de una aldea compuesta de tres granjas con granero, silos y tractores, después rodeé las dos colinas, seguí recto a través de los pastos y volví a tomar a la derecha. Allí estaba el lago. Un disco de vidrio negro.
Después hurgaría en los armarios para buscar algún bañador viejo y no provocar un escándalo público. Esta vez, sin embargo, tendría que bañarme tal cual. A esa hora el lugar aún estaba desierto. Por desgracia, ni siquiera tenía una toalla y eso que en la casa había dos, tal vez tres, baúles llenos. Me quité el vestido y los zapatos y me acerqué al lago. Estaba enteramente cubierto de vegetación, excepto un rincón libre justo delante de mí, un espacio despejado, plano y arenoso. Un trocito de playa para una persona. Entré lentamente en el agua. Sentí el roce trepidante de un pez. Me estremecí. El agua estaba menos fría de lo que yo había esperado y el lodo del fondo se colaba por entre los dedos de mis pies. Tomé impulso y empecé a nadar.
Siempre me sentía segura cuando nadaba. El suelo no podía escaparse bajo mis pies. No podía quebrarse, ni hundirse ni deslizarse, ni abrirse ni engullirme. No chocaba contra objetos que no podía ver, no pisaba cosas por descuido, no me lastimaba ni lastimaba a los demás. El agua era previsible, seguía siendo siempre la misma. Bueno, a veces estaba cristalina, a veces negra, a veces fría, a veces cálida, a veces calma, a veces agitada, pero siempre conservaba, además de su naturaleza, su composición; era siempre igual, era siempre agua. Y nadar era una forma de volar para cobardes. De planear sin riesgo de estrellarse. Mi estilo no era particularmente bonito —mis movimientos de piernas eran asimétricos— pero nadaba ágil y segura y podía nadar durante horas si era necesario. Adoraba el momento de abandonar la tierra, el cambio de elemento, y me gustaba especialmente el instante de abandonarme a la certeza de que el agua me llevaría. Y, a diferencia de la tierra y el aire, el agua efectivamente lo hacía, siempre y cuando uno nadara.
Atravesé el lago negro. Al roce de mis manos, la superficie lisa se volvía ondulante y fluida y tranquila. La historia del señor Lexow desapareció de mi cabeza; todas las historias desaparecieron de mi cabeza y volví a ser la que era. Y entonces empecé a pensar con ilusión en los tres días que pasaría en la casa. ¿Y si la conservaba? Ya veríamos. Al llegar a la otra orilla del lago, permanecí en el agua. Cuando las primeras plantas acuáticas acariciaron mis pies, di media vuelta y emprendí el regreso.
Siempre me asustaba sentir que me rozaba algo bajo el agua. Tenía miedo a los muertos, que podían extender hacia mí sus manos blandas y lechosas, y también a los lucios gigantes que acaso nadaran debajo de mí, allí donde el agua se volvía repentinamente muy fría. Cuando era niña choqué una vez en medio de un lago artificial contra uno de esos enormes troncos podridos que surgen de vez en cuando de las profundidades de los lagos y se quedan flotando justo bajo la superficie. Grité, grité y grité, incapaz de moverme. Mi madre tuvo que sacarme del agua.
De lejos eché una mirada hacia mi bici y el pequeño montón negro de ropa sobre la franja de arena blanca. Me sorprendió ver una segunda bici y otro pequeño montón de ropa, algo alejado del mío, pero no lo suficientemente lejos puesto que mis cosas estaban colocadas casi exactamente en el medio de una pequeña parcela de playa. Y yo que no llevaba bañador… Esperaba que se tratase de una mujer. Pero ¿dónde estaba?
Descubrí en el agua la melena negra que venía a mi encuentro. Los brazos blancos se elevaban y descendían lentamente.
No, no era posible. No me lo podía creer. ¡Otra vez él! Max Ohmstedt. ¿Me perseguía? Se aproximó con una rapidez sorprendente. Al llegar tenía que haber visto mi bici pero ¿la habría reconocido? ¿Y mi vestido negro?
Con toda calma y sin levantar la cabeza, Max siguió trazando surcos en el agua oscura. Habría podido pasar nadando delante de él, vestirme y regresar a casa y no se hubiera dado cuenta. Más tarde me pregunté si no era precisamente eso lo que él había querido. En todo caso, le saludé a media voz:
—¡Hola!
Max no me oyó, de modo que tuve que levantar algo más la voz:
—¡Hola! —Y añadí—: ¡Max!
Giró la cabeza en mi dirección; habíamos llegado al mismo punto, se sacudió el pelo mojado que se le pegaba a la frente y me dedicó una mirada plácida:
—¡Hola! —dijo con una voz ligeramente jadeante.
No sonreía, pero su mirada tampoco era hostil. Parecía esperar. Por fin levantó la mano del agua y saludó. Un gesto lento que parecía al mismo tiempo un saludo abochornado y un gesto de rendición.
Su seriedad me enterneció un poco, lo mismo que sus cabellos, que ahora se mantenían rectos por encima de su frente. No pude evitar reírme.
—Pero si soy yo…
—Sí.
Hicimos como si estuviéramos frente a frente y tratamos de oscilar lo menos posible, aunque no dejábamos de pedalear bajo el agua para mantenernos a flote. Al mismo tiempo, buscábamos desesperadamente algún tema para entablar una conversación cordial y distante. Yo estaba completamente desnuda y él era mi abogado. Todo eso rondaba por mi cabeza y no me ayudaba precisamente a animar la conversación con un toque chispeante. Al mismo tiempo, me preguntaba con desánimo cómo conseguiría escapar dignamente de esa situación. Un breve saludo con la cabeza, acompañado de una sonrisa no excesivamente cordial, un hasta pronto dejado caer con ligereza y continuar nadando. Ésa me pareció la estrategia adecuada. Así pues, levanté la mano a manera de saludo e inspiré profundamente con lo que, por descuido, dejé que me entrara en la boca una gran cantidad de agua con tan mala suerte que me atraganté; acababa de inspirar muy hondo, tosí, resollé, chapoteé batiendo las manos; me lloraban los ojos y mi cabeza debió de cobrar un extraño aspecto, pues Max inclinó la suya hacia un lado, entrecerró los ojos y observó con interés mis frenéticos movimientos en el lago negro, antes liso; una gallareta salió del agua batiendo las alas para despegar. Tosí, me hundí y salí otra vez a la superficie. Max siguió aproximándose.
—¿Todo bien?
Al intentar responder, le escupí primero un poco de agua en la cara.
—Sí, por supuesto, todo bien —grazné—. ¿Y tú?
Max asintió.
Nadé deprisa hacia la orilla deteniéndome de vez en cuando para toser pero, al volver brevemente la cabeza antes de salir del agua, vi que él nadaba detrás de mí. Max también había dado la vuelta y también se había detenido. ¡Dios mío! ¿Es que tendría que salir corriendo del agua, desnuda y zarandeada por los accesos de tos? Podía imaginarme tratando de pasar apresuradamente el vestido negro por encima de mi cabeza y —por no haberme secado antes— quedar allí, con los brazos en alto, ciega y atrapada en mi vestido de algodón grueso. Me caería entonces encima de la bicicleta y, al intentar incorporarme, la manga del vestido se quedaría enganchada en el pedal. Y mientras me alejase cojeando, amarrada, arrastrando una bicicleta de hombre, se seguiría oyendo a lo lejos y durante mucho tiempo el eco de mis gritos desgarrados de bestia herida sobre aquel lago negro. Y a todo aquél lo suficientemente desafortunado como para oírlos se le helaría el corazón en el pecho y jamás volvería a…
—Iris…
Giré la cabeza. Esta vez, al menos, no necesitaba patalear en el agua pues ya tocaba el fondo con los pies.
—Iris. Yo…, bueno… Me alegro de verte. Sinceramente. A Mira le gustaba también este lago. Porque el agua era… en fin, ya sabes tú cómo era ella.
—Sí. Porque el agua era negra. Lo sé.
¿Era negra, lo sé? ¿Era eso lo que yo acababa de decir? Max debía de pensar que trataba con una completa imbécil. Pero hice como si hubiera dicho algo muy inteligente y le pregunté:
—¿Qué tal le va a Mira?
—Oh, bien. Hace ya mucho que no vive aquí, ¿sabes? También es abogada, en Berlín. Entre tanto, Max también tenía tierra firme bajo los pies. La distancia que nos separaba tal vez equivalía al largo de dos cuerpos.
—Berlín. Eso cuadra. Seguramente trabaja en un despacho muy cool y lleva carísimos trajes negros y, por supuesto, botas negras.
Max sacudió la cabeza. Parecía querer alegar algo, reflexionó un momento y dijo entonces con un ligero titubeo:
—Hace ya mucho tiempo que no la veo. Tras la muerte… tras la muerte de tu prima, no volvió a vestirse de negro. Ya no viene por aquí. De vez en cuando hablamos por teléfono.
No sé por qué me afectó tanto lo que dijo. ¿Mira, de colores? Contemplé a Max. Se parecía un poco a Mira, tenía más pecas que ella. Mira disimulaba seguramente las suyas con agua oxigenada. Los ojos de Max eran de varios colores, predominaba el marrón pero también tenía matices más claros, algo de verde, tal vez, o de amarillo. Tenía los mismos párpados pesados de su hermana. Volví a pensar en ella. Conocía los ojos de Max desde que éramos niños; sin embargo, su cuerpo me resultaba extraño. Un cuerpo bastante más grande que el mío, ligeramente inclinado hacia delante, blanco, liso, no muy ancho pero bien entrenado. Saqué fuerzas de flaqueza:
—Max…
—¿Qué pasa?
—Max, no tengo toalla.
Me miró algo perplejo, señaló con el mentón su pila de ropa y abrió la boca. Pero antes de que pudiera ofrecerme su toalla, agregué rápidamente:
—Y tampoco tengo bañador. Quiero decir, puesto.
Me sumergí un poco más cuando dejó pasear su mirada por mis hombros. Asintió con la cabeza. ¿Debía interpretarlo como el esbozo de una sonrisa?
—Está bien. Yo quería de todos modos continuar nadando. Toma lo que necesites.
Tras decir esto, hizo un breve saludo con la cabeza y se alejó braceando.
«¡Qué agradable y serio, y tan amable!», susurré mientras salía del agua, y me pregunté por qué empleaba un tono tan corrosivo. En un primer momento pensé que no tocaría su toalla, pero al final la cogí y me sequé con ella hasta dejarla completamente mojada. Me puse el vestido y cuando me senté en la bici para emprender el camino de regreso dirigí la mirada al lago y vi a Max de pie sobre la otra orilla. Lo saludé con la mano, él levantó el brazo y entonces me alejé.