Cuando Carsten Lexow llegó a Bootshaven acababa de recibir el diploma de maestro. Era originario de Geeste, un pueblo de los alrededores de Bremen, y no tendría entonces más de veinte años. En Bootshaven, la escuela tenía una única aula en la que se impartía clase a todos los niños que recibían enseñanza obligatoria. Un maestro enseñaba todo a todos al mismo tiempo. El pastor no intervenía más que una vez al año, justo una semana después de acabar las vacaciones de verano, para saludar a los nuevos confirmandos.
Su padre, propietario de una mercería, había muerto cuatro años antes de la llegada de Carsten a Bootshaven, a consecuencia de una herida de guerra. Una bala de fusil francesa había peregrinado por su cuerpo durante casi ocho años hasta que llegó el día en que, deteniéndose en un pulmón, detuvo su peregrinación, poniendo fin a la vida del mercero Carsten Lexow padre. Era un hombre taciturno que pasaba mucho tiempo en su tienda y nunca había dejado de ser un extraño en su familia. La madre de Carsten lo atribuía a la bala viajera que no le permitía regresar del todo a casa, aunque tal vez se debiera simplemente a su naturaleza. Las cosas cortas y menudas que manejaba y vendía en la mercería no eran lo único corto y menudo del padre de Carsten, corto también de piernas, de nariz, de cabello, como cortas eran igualmente sus frases y corto el hilo de su paciencia. Lo único largo era el camino recorrido por la bala de fusil dentro de su achaparrado cuerpo; sin embargo, cuando el proyectil alcanzó finalmente su meta, la agonía de Carsten Lexow padre fue tan breve como lo había sido su vida.
La viuda Lexow continuó llevando sola la mercería. Carsten la ayudaba a veces con la contabilidad. No tenía hermanos; en cambio, su madre sí tenía un hermano menor, funcionario de Correos y soltero, que se declaró dispuesto a echar una mano a su hermana y a su sobrino. Puesto que Carsten no mostraba ninguna inclinación particular por la venta de hilos de coser y cintas elásticas, la viuda aceptó enviar a su hijo a Bremen para que recibiera formación de docente. Carsten pasó allí dos años, al término de los cuales le asignaron el puesto de maestro en Bootshaven sin siquiera haberse postulado para ello.
El viejo maestro de la escuela había muerto de un ataque cerebral en plena aula, pero, como tenía la costumbre de dormitar durante las clases, ningún niño se inquietó al ver su cuerpo postrado. Como cada vez que se quedaba dormido, los catorce alumnos abandonaron la escuela conteniendo la risa tras la plegaria. Esa vez también olvidaron al maestro hasta que, a la mañana siguiente, lo volvieron a ver dormido sobre su pupitre en exactamente la misma postura que la víspera. El hecho de que la escuela y el aula no estuvieran cerradas con llave no llamó la atención a nadie, pues el viejo maestro siempre había sido despistado. Finalmente, el alumno mayor de la clase, Nikolaus Koop, se armó de coraje y se dirigió al pequeño y pálido hombre, cuya cabeza estaba tan profundamente inclinada sobre el pecho que solo la frente permanecía visible. Al ver que no respondía, Nikolaus se aproximó y miró a su maestro más de cerca. Los Koop eran campesinos, como casi todos los habitantes del pueblo. Nikolaus Koop había ayudado muchas veces en la matanza e incluso había visto morir una vaca durante el parto. Parpadeó repetidamente, se volvió hacia los demás alumnos y dijo con voz tranquila, marcando largas pausas entre las palabras, que aquel día no habría clase, que todos debían regresar a casa. Nikolaus era un chico muy retraído, y a menudo era el primero al que eliminaban en el balón prisionero pero, aunque no era el líder de la clase, era el de más edad y los alumnos salieron dócilmente. Anna Deelwater y su hermana menor, Bertha, abandonaron el colegio al mismo tiempo que los demás. Su granja estaba muy cerca de la de los Koop y, por lo general, las dos niñas iban a la escuela y regresaban en compañía de Nikolaus. Ese día, sin embargo, regresaron solas y en silencio, con las cabezas gachas. Nikolaus Koop llamó a la puerta de la parroquia, situada junto a la escuela, y dio la noticia al pastor, que estaba sentado en su escritorio y hojeaba el periódico. El pastor escribió el mismo día a su amigo, el pastor de Geeste, y tres días más tarde el nuevo maestro de escuela, Carsten Lexow, llegaba a Bootshaven justo para la inhumación de su predecesor, lo cual fue considerado por todos una bendición. La gente del pueblo se alegraba de poder examinar enseguida y minuciosamente al nuevo maestro. Y Carsten Lexow no podía más que considerarse dichoso por haberse puesto el traje negro confeccionado para el entierro de su padre. Además, ésa era una buena oportunidad de presentarse a unos y a otros sin darles tiempo de inventarse historias sobre él. Claro que las historias se las inventarían pese a todo, puesto que Carsten Lexow era alto y esbelto y su pelo oscuro no se dejaba domar más que con una raya rigurosamente trazada a un lado de la cabeza. Sus ojos eran azules, pero Anna Deelwater descubrió un día, cuando él levantaba la mirada del cuaderno de ejercicios sobre el que había estado inclinado durante la clase, que sus pupilas estaban como engastadas en anillos de oro. Y a esos anillos se quedaría encadenada hasta el final de su vida, que, por otra parte, no estaba muy lejano.
De Anna Deelwater, hija mayor de Käthe y de Cari Deelwater, bautizada en realidad como Katharina, no existía más que una única fotografía de la que se habían hecho varias copias. Mi madre conservaba una, había otra en casa de tía Inga y Rosmarie tenía una tercera pegada con celo dentro de su armario. Tía Anna —así la llamaban mis tías y mi madre cuando se referían a ella— era morena como su padre. A juzgar por la foto, sus ojos eran también oscuros, aunque según tía Inga eso se debía a la mala exposición. Lo que podíamos decir con certeza era que Anna tenía unos ojos almendrados y sombreados por espesas cejas que no formaban una línea sino un arco. Las cejas dominaban su rostro y le daban a su fisonomía un carácter taciturno y a la vez salvaje. Anna era más baja que su hermana, pero no tan delgada. Bertha, de piernas largas, rubia y alegre, parecía física y moralmente todo lo opuesto a su hermana. Sin embargo, las dos eran reservadas, más bien tímidas y absolutamente inseparables. Cuchicheaban y reían por lo bajo igual que las demás chicas de su edad, pero siempre y únicamente entre ellas. Algunos las consideraban arrogantes, porque Cari Deelwater poseía más tierras que nadie y la granja más grande de Bootshaven. Además era propietario de un banco de primera fila en la iglesia, sobre el que había hecho grabar el nombre de su familia. No porque fuera especialmente piadoso. Él iba muy raras veces a misa, pero cuando lo hacía, con ocasión de fiestas solemnes como Pascua, Navidad y Pentecostés, se sentaba delante y en su propio banco con su mujer y sus hijas y dejaba que toda la pequeña comunidad los mirara boquiabierta. Los numerosos domingos del año en que no acudía a la iglesia, su banco permanecía vacío; pero los fieles no dejaban de mirarlo boquiabiertos. Anna y Bertha estaban orgullosas de su hermosa granja y de su maravilloso padre. Y aunque estaba preocupado por conservar la herencia, lo cierto es que jamás se lo mostraba ni a sus dos hijas ni a su mujer, sino que consentía a sus «tres muchachas» todo lo que le era posible.
Las dos hijas debían ayudar en la granja. Le echaban una mano a su madre en la casa y ayudaban en la cocina a Agnes, la criada que iba cada día y que no era en realidad una muchacha sino una señora de edad madura, madre de tres hijos adultos. Con ella, las dos hermanas hacían mermeladas y desplumaban gallinas. Pero lo que más les gustaba era trabajar fuera, en el jardín.
A partir de finales del mes de agosto, ya solo estaban en los manzanos.
Las manzanas Glockenapfel eran las primeras, sabían a limón y había que comérselas deprisa tras el primer mordisco porque la pulpa se volvía enseguida marrón. No se usaban para cocinar y su aroma se desvanecía como el viento de agosto bajo el que habían madurado. A continuación les llegaba la hora a las Cox Orange, primero las del árbol grande situado muy cerca de la casa, que se beneficiaba del calor acumulado durante el día por los muros de ladrillo. Por ello, sus frutos eran siempre más grandes y más dulces y más precoces que los de otros manzanos. En octubre, todas las manzanas estaban maduras. Anna y Bertha se movían casi con la misma agilidad en los árboles que sobre el suelo. Hacía años que un mozo de cuadra había clavado algunas tablas en un manzano Boskoop particularmente imponente con el fin de que ellas pudiesen colocar sus cestos, pero las muchachas preferían instalarse sobre las tablas. Allí leían libros en voz alta, bebían zumo y comían manzanas y el bizcocho de mantequilla que les llevaba Agnes, especialmente cuando uno de sus hijos pasaba por la casa y también recibía un buen trozo de bizcocho. De esta manera, en el caso de que alguien le preguntara por qué no quedaba más que una sola bandeja de bizcocho de mantequilla de las dos que habían salido del horno, Agnes podía decir que Bertha y Anna también habían comido. Sin embargo, nadie hizo jamás tal pregunta.
Naturalmente, el señor Lexow no hizo alusión al bizcocho de mantequilla de Agnes en su relato. Era por tanto probable que él incluso ignorara la existencia de Agnes. Sentada sobre la mesa de la cocina de la casa de Bertha, podía ver a mi abuela de niña y también a Anna, mi tía abuela, tal como aparecía en la única fotografía que conservábamos de ella. Ante el vaso de leche tibia, me acordaba de cosas que Bertha le había contado a mi madre y mi madre a mí, que tía Harriet le había contado a Rosmarie y Rosmarie a Mira y a mí, de cosas que nosotras habíamos inventado o, cuando menos, imaginado. La señora Koop también nos había contado algunas veces cómo su marido, de niño, había encontrado al maestro muerto en la clase. Entre tanto, nuestro vecino Nikolaus Koop se había convertido en un campesino bonachón y trabajador, que además de padecer de cataratas tenía un miedo cerval a su mujer. Detrás de los gruesos cristales de las gafas, los ojos del señor Koop se ponían a guiñar nerviosamente en cuanto oía la voz de su esposa. Sus párpados batían igual que las alas de aquel pardillo rojo que por descuido había entrado un día por la ventana abierta del salón de los Deelwater y no conseguía escapar. Tía Harriet había saltado entonces de su asiento y nos ordenó abrir todas las ventanas para que el pájaro no se rompiera el cuello al chocar contra los cristales. El pardillo alzó el vuelo dejando dos plumas rojas en el alféizar de la ventana.
Nikolaus Koop parpadeaba con frecuencia, y nosotras habíamos observado que también se subía las gafas a la frente siempre que su mujer le dirigía la palabra. Mira pensaba que él buscaba de ese modo escaparse de la señora Koop valiéndose de una ceguera autoimpuesta, una especie de salida de emergencia, igual que una ventana abierta. Rosmarie, sin embargo, aseguraba que el hombre temía no romperse él mismo el cuello como aquel pájaro del salón sino acabar rompiéndoselo a ella. Lo que no sabíamos entonces es que sería Rosmarie quien terminaría rompiéndose el cuello al atravesar volando un cristal.
De las muchas cosas que el señor Lexow procuraba explicarme, yo sacaba mis propias conclusiones mientras contemplaba aquellos ojos azules y descubría los anillos que bordeaban sus pupilas, en otro tiempo dorados y que se habían vuelto de color más bien ocre. Él debía de tener bastante más de ochenta años. ¿Quién era ahora para mí? ¿Mi tío abuelo? No; al ser padre de mi tía, era mi abuelo. No podía serlo, sin embargo, porque mi abuelo era Hinnerk Lünschen. Era simplemente «un amigo de la familia», un testigo.
Pocos años antes, cuando mi abuela ya no sabía que yo existía, mi madre había pasado dos semanas con ella. Ésa fue una de las últimas visitas antes de que Bertha entrase en la residencia de ancianos. Una tarde cálida, las dos estaban sentadas en el huerto de frutales. Repentinamente, Bertha dirigió a Christa una mirada clara y penetrante y le dijo con voz firme que a Anna siempre le habían entusiasmado, por encima de todo, las manzanas Boskoop y a ella, en cambio, las Cox Orange. Como si se tratara del único secreto que le quedara por revelar.
Anna amaba las Bellas de Boskoop; Bertha, las Cox Orange. En otoño, los cabellos de las dos hermanas, al igual que sus vestidos y sus manos, exhalaban un perfume de manzanas. Ellas hacían puré de manzana, y zumo de manzana y mermelada de manzana a la canela y tenían casi siempre manzanas en los bolsillos del delantal y una manzana mordida en la mano. Bertha daba primero rápidos mordiscos describiendo un amplio círculo en torno al ombligo de la manzana, luego mordisqueaba cautelosamente la parte inferior del fruto y después arriba, rodeando el pedúnculo. En cuanto al corazón, lo arrojaba hacia atrás por encima de su hombro. Anna saboreaba cada bocado despacio, de abajo arriba, comiéndoselo todo. No dejaba de mordisquear las pepitas durante horas. Cuando Bertha la sermoneaba diciéndole que las pepitas eran venenosas, Anna replicaba que sabían a mazapán. Lo único que escupía era el rabillo. Eso me lo contó un día Bertha al ver que yo comía las manzanas exactamente como ella. A fin de cuentas, era así como la mayoría de la gente comía las manzanas.
Un verano, Carsten Lexow concedió a sus alumnos una jornada libre a causa de la canícula, recomendándoles dedicarla a lo que él llamaba «la lectura de la naturaleza». Bertha lo celebró con una risa y dijo que ésa era su clase de lectura preferida. Carsten Lexow reparó en los pequeños dientes blancos de su alumna y en la negligente ligereza de su gruesa mano intentando apartar de la nuca unos rebeldes mechones que se le habían escapado de las trenzas. Puesto que el maestro no dejaba de mirarla, y tal vez ella lo hubiera contrariado con su impertinente comentario, Bertha se puso colorada, dio media vuelta y se alejó de la escuela a grandes zancadas. El señor Lexow la siguió con la mirada, el corazón acelerado y sin decir palabra. Anna lo vio todo, reconoció la mirada de Lexow clavada en Bertha mientras se alejaba, reconoció esa mirada como se reconoce el propio rostro en el espejo y se alejó a su vez con las mejillas rojas y la cabeza baja tras los pasos de su hermana.
Anna amaba a Lexow, Lexow amaba a Bertha; ¿y Bertha? Ella amaba en realidad a Heinrich Lünschen, Hinnerk, como todos le llamaban. Era el hijo del posadero, un don nadie sin tierras. La familia no poseía más que dos pequeños pastizales en las afueras del pueblo y los había arrendado a un pobre diablo aún más necesitado que ellos. Hinnerk odiaba la taberna. Odiaba el olor a cocina y a cerveza rancia de las mañanas. Odiaba las peleas vehementes y ruidosas de sus padres y odiaba sus no menos vehementes y ruidosas reconciliaciones. Uno de sus hermanos pequeños —Hinnerk era el mayor— le dijo un día en la oscuridad de la cocina, mientras escuchaban a sus padres discutir de forma particularmente exaltada, que no tardarían en tener un nuevo hermanito. Hinnerk se sobresaltó, él odiaba los embarazos de su madre.
—¿Y de dónde sacas tú eso?
—Bueno, es que siempre llega un nuevo hermanito después de una gran bronca.
Hinnerk rió fríamente. Tenía que irse de allí. Odiaba todo aquello.
El señor Deelwater había reparado en él, pues tanto el pastor como el viejo maestro ponían su inteligencia por las nubes. Hinnerk era más listo que los demás chicos del pueblo; él mismo era sin duda muy consciente de ello, y otros chicos del pueblo, que tampoco eran tontos, también lo sabían. Hinnerk estaba con frecuencia metido en casa de los Deelwater. Echaba una mano en la temporada de la cosecha a cambio de algo de dinero. Sin embargo, recibía más dinero del pastor, hecho que le llevó —Hinnerk era muy, muy orgulloso— a odiar también al pastor y a aprovechar la primera ocasión que se le presentó, el entierro de su madre, para apartarse definitivamente de la Iglesia. Así podía ahorrarse las costas del sermón; a fin de cuentas, todas las prédicas eran iguales, siempre el mismo ritual, el pastor solo cambiaba el nombre, lo que no era precisamente una gran hazaña. El pastor, que había invertido mucho dinero en los estudios de Hinnerk y cuya biblioteca, por poco vasta que fuera, había estado siempre a su disposición, se sintió profundamente agraviado, no solo por la desconsideración y la ingratitud de Hinnerk, sino también porque su protegido se había aproximado demasiado a la verdad. No obstante, había sacado sobresaliente en los dos últimos exámenes de Derecho y el joven abogado, que acababa de comprometerse con la hija mayor de los Deelwater, había dejado de depender económicamente del pastor. Éste lo sabía, como también sabía que Hinnerk sabía que él lo sabía, y eso era lo que más le mortificaba.
Yo recordaba a Hinnerk Lünschen como un abuelo afectuoso que tenía el don de quedarse dormido dondequiera que se encontrase y que hacía además buen uso de aquel don. Su humor era ciertamente imprevisible. Pero el odio había ido dando paso al orgullo y se había convertido en notario, un notario orgulloso de su cargo y de su notaría, orgulloso esposo de una mujer hermosa y orgulloso propietario de una orgullosa propiedad, orgulloso padre y abuelo de tres hermosas hijas y de dos nietas más hermosas todavía, como no dejaba de repetirnos orgullosamente a Rosmarie y a mí mientras servía orgullosas paletadas de delicioso helado Fürst-Pückler en nuestros platos de cristal. Todo se había invertido, ahora eran muchos los que odiaban a Hinnerk, aunque él había dejado de odiar: al final había conseguido todo cuanto deseaba. Seguía siendo el hombre más inteligente del pueblo y ahora todos lo sabían.
Se había provisto incluso de un blasón, con el fin de ocultar su origen humilde, lo que era absurdo, puesto que, a fin de cuentas, la gente iba a verle porque él les hablaba en dialecto bajo alemán y no por su noble estirpe. Por tanto, el cuadro del blasón estaba confinado en el trastero, o sea, en la antigua habitación de servicio, donde aún seguía colgado. Yo recordaba que, al contemplarlo, una sonrisa enigmática se dibujaba siempre en sus labios finamente contorneados: ¿de satisfacción o de autoironía? Es probable que ni él mismo lo supiera.
Bertha amaba a Hinnerk. Amaba su aire taciturno, su silencio y la ironía mordaz de la que hacía gala frente a los otros. Sin embargo, el rostro de Hinnerk se iluminaba siempre que tropezaba con Anna y con ella. Esbozaba una sonrisa cortés y gastaba bromas, y era capaz de improvisar un soneto sobre el corazón de la manzana que Anna estaba a punto de meterse en la boca, de cantar una oda a la trenza izquierda de Bertha o de caminar por el patio haciendo el pino, asustando a las gallinas que cacareaban y huían dispersándose. Las dos jóvenes lo celebraban con risas; Bertha tiraba con aire cohibido de la cinta de su trenza izquierda y Anna, renunciando por una vez a comerse su manzana hasta el final, arrojaba con fingida indiferencia y una disimulada sonrisa el trozo restante a las lilas.
Al principio, Hinnerk se había sentido atraído por Anna. Como es natural, sabía que Anna era la hija mayor de Cari Deelwater; de otro modo, no se habría sentido atraído por ella o, en todo caso, no de esa manera. No era su herencia lo que codiciaba. Al menos, no solo. Hinnerk admiraba más bien su posición social, su confianza en sí misma y esa seguridad de la que él carecía. También, naturalmente, veía su belleza, su cuerpo, sus generosos pechos y caderas, su espalda flexible. La indiferencia cordial con la que Anna lo trataba lo estimulaba. No obstante, él procuraba siempre mostrar la misma atención a ambas hermanas. ¿Por cálculo o por respeto? ¿Por su inclinación por Bertha o por compasión hacia ella, ya que no debía de albergar ninguna duda sobre los sentimientos de la hermana menor?
Mi abuela sabía que Hinnerk la había escogido en segundo lugar. Nos lo dijo un día a Rosmarie y a mí, sin rencor, sin siquiera una pizca de amargura, de manera muy realista, como si todo hubiera tenido que ser así. No nos gustó oír eso. Faltó poco para que nos enfadáramos con ella. El amor, según creíamos, no podía ser de esa manera. Y sin haberlo pactado entre nosotras, jamás se lo contamos a Mira.
Ahora que Inga ya no era hija de Hinnerk, podía comprender mejor la ausencia de rencor de Bertha hacia su marido y quizá también su resignación. Además, ella siempre aceptaba las cosas tal cual venían, las manzanas permanecían allí donde cayeran y, como a ella le gustaba decir, casi nunca caían lejos del tronco. Después de que la propia Bertha se cayese del manzano a los sesenta y tres años y de que, como consecuencia de aquel accidente, los recuerdos comenzaran a alejarse y a caerse uno detrás de otro, se sometió a la desintegración sin luchar, con tristeza. Desde siempre, el destino se manifestaba en nuestra familia bajo la forma de una caída. Y de una manzana.
El señor Lexow hablaba pausadamente, con la mirada puesta en su vaso de leche. Entre tanto, empezaba a caer la tarde y habíamos encendido la lámpara de pantalla de paja que colgaba sobre la mesa de la cocina. Una noche, contó el señor Lexow emitiendo un suspiro, tras una jornada de un calor sofocante, salió a dar un paseo que lo llevaría, y no por casualidad, a pasar frente a la casa de los Deelwater.
La casa estaba sumida en la oscuridad. Él había franqueado la entrada con la intención de bordear la casa y el granero en dirección al huerto. Como de pronto le pareció embarazoso encontrarse merodeando por allí, decidió seguir a paso rápido hasta el fondo del huerto con la idea de salir por la parte de atrás saltando la valla y regresar al camino de la esclusa a través del prado colindante. Pero, al pasar por debajo de la espesa fronda de un manzano, se le escapó un grito. Algo duro había impactado justo encima de su ojo izquierdo. No era una piedra, no era tan dura, sino húmeda, y aquella cosa reventó al rebotar en su sien izquierda. Una manzana.
Más bien los restos de una manzana. Faltaba la mitad inferior del fruto; la mitad superior, con su rabito, se encontraba partida en dos a sus pies. Lexow se quedó inmóvil, respirando de manera rápida y entrecortada. En el árbol sonó un crujido. Escrutó el espeso follaje sobre su cabeza, pero estaba demasiado oscuro. Carsten vislumbró algo grande y blanco que brillaba con luz tenue. Se oyó otro crujido y un violento temblor sacudió las ramas cuando la muchacha saltó del árbol y cayó al suelo con un ruido sordo. Aquel rostro estaba tan cerca que no pudo reconocerlo. El rostro se acercó aún más y besó a Carsten en la boca. Él cerró los ojos. La boca era caliente y tenía sabor a manzana. A Boskoop. Y a almendra amarga. Un sabor que Carsten jamás olvidaría. Antes de que él pudiera decir algo, la boca de la muchacha se posó otra vez sobre la boca de Carsten, que le devolvió el beso; se hundieron en la hierba bajo el manzano y jadeando y con dedos torpes se desprendieron mutuamente de sus ropas. La ninfa de los bosques de Carsten no llevaba más que un camisón, por lo que no debería ser tan difícil liberarla; sin embargo, cuando dos personas tratan de desvestirse, de desvestirse la una a la otra pero a la vez de continuar besándose sin dejar de abrazarse ni un instante, no resulta tan fácil, sobre todo tratándose de dos jóvenes inexpertos en este tipo de cosas. Pero ellos hicieron eso y mucho más y la tierra se encendió a su alrededor, tanto que el manzano bajo el que yacían empezó a brotar por segunda vez, pese a que ya era junio.
Evidentemente, el señor Lexow no dio detalles sobre las caricias intercambiadas bajo el manzano y yo se lo agradecí, aunque las palabras que pronunció en voz baja pero con vehemencia, con la mirada fija en el vaso, suscitaron en mí imágenes que me parecían familiares, como si ya me las hubiesen contado alguna vez en otro momento, como si de niña hubiera oído esas palabras, tal vez durante una conversación entre adultos que hubiera seguido desde un escondite sin que se dieran cuenta y que solo ahora comprendía. Y fue así como la historia de Carsten Lexow se convirtió en parte de mi propia historia y en parte de mi historia sobre la historia de mi abuela y en parte de mi historia sobre la historia de mi abuela sobre la historia de tía Anna.
¿Habría gritado Carsten Lexow en algún momento el nombre de Bertha? Y la muchacha, ¿se habría entonces liberado de sus brazos para salir corriendo? ¿Habría advertido él el error al acariciar sus generosos senos? ¿Habría desistido entonces del abrazo? ¿Habrían continuado los dos hasta el final como si no supieran lo que el otro sabía para solo entonces separarse, sin decir palabra, y no volver a encontrarse jamás? Lo ignoraba, y probablemente jamás llegaría a saberlo. Pero lo que contaba toda la gente del pueblo, y lo que Rosmarie, Mira y yo habíamos oído muchas veces, era la historia del viejo manzano Boskoop del huerto de los Deelwater. Había empezado a florecer una cálida noche de verano y a la mañana siguiente estaba completamente blanco, como cubierto de escarcha. Sin embargo, esas magníficas flores eran tan endebles que aquella misma mañana tapizaron el suelo, en silencio, cubriéndolo con espesos copos. Todos los habitantes de la granja dieron vueltas alrededor del árbol, con respeto, con recelo, encantados o sencillamente sorprendidos. Solo Anna Deelwater no pudo verlo, debido a un catarro. Sentía un ligero ardor en la garganta y debía guardar cama. El ardor consumió las delicadas ramificaciones de sus bronquios y continuó extendiéndose hasta inflamarle los lóbulos de los pulmones, que finalmente dejaron de funcionar. Carsten Lexow jamás volvió a verla y, cuatro semanas después de que el manzano hubiese florecido, Anna estaba muerta. Un trágico caso de neumonía.
El señor Lexow consultó su reloj y preguntó si no sería hora de irse. Yo ignoraba qué hora era, pero tampoco sabía qué había sucedido después; a fin de cuentas, no habíamos entrado aún en su historia con Bertha. ¿O acaso debía irse? Advirtió mi titubeo y se levantó en el acto.
—Por favor, señor Lexow, aún no hemos acabado.
—No, es cierto, aunque tal vez sí por esta noche.
—Es posible. Pero solo por esta noche. ¿Podríamos volver a vernos mañana por la noche?
—No; tengo que asistir a una reunión del ayuntamiento.
—¿Mañana por la tarde entonces? ¿A la hora del café?
—Gracias, será un placer.
—Gracias a usted. Por la sopa. Y por la leche. Y por la casa, el jardín…
—No hay de qué, Iris, de verdad, usted sabe que soy yo quien tiene que darle las gracias y disculparse.
—Conmigo, desde luego, no tiene que disculparse. Además, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Por haber amado a mi abuela hasta su muerte? ¿Por la muerte de mi tía abuela Anna? ¡Solo faltaba!
—No, no es por eso que he de pedirle disculpas —me respondió con mirada fraternal.
Comprendí entonces por qué mi tía abuela Anna se había enamorado de él.
—Es por la copia de la llave que he conservado hasta hoy sin que nadie en su familia lo supiera, ni siquiera su tía Inga. Ella creía que yo no hacía más que echar de vez en cuando una mirada alrededor de la casa.
Sacó algo del bolsillo de su pantalón y, por segunda vez, me encontré con una enorme llave de latón cromado en la mano. El señor Lexow disponía, por lo visto, de un doble juego de llaves para muchas cosas, pensé yo mientras dejaba el pedazo de metal caldeado sobre la mesa de la cocina y acompañaba hasta la puerta al viejo maestro y pretendiente de mi abuela.
—¿Mañana entonces? ¿A la hora del café?
Hizo un breve gesto de despedida y bajó las escaleras de la entrada con paso algo torpe, desapareció un momento bajo las rosas y giró luego a la derecha hacia su bicicleta, que había dejado apoyada contra el muro de la casa. Oí el roce del caballete de la bici contra las losas y, poco después, el suave canturreo de la dinamo al pasar por la acera detrás del seto. Me quité los calcetines, cogí la llave que estaba colgada y fui a cerrar la cerca.
Atravesé el patio y salí al jardín, donde el espíritu de Bertha se manifestaba aquí y allá en la oscuridad. Su jardín había acabado transformándose en una más de aquellas grotescas prendas de lana que mi madre conservaba en el fondo del armario: agujeros abisales, matorrales exuberantes y, en algún lugar, un atisbo de patrón.
Anna amaba las Boskoop; Bertha, las Cox Orange.
¿Qué era lo que Bertha había querido decirle entonces a mi madre? ¿De qué se acordaba ella y cuáles eran las cosas que había dejado hundirse en el olvido? Lo olvidado jamás desaparece sin dejar huellas, atrae siempre la atención hacia su guarida. El beso de la muchacha, había dicho Lexow, sabía a manzana.
Cuando Bertha, un mes después del milagro de la floración estival del manzano, atravesó llorando el jardín vio que las grosellas rojas se habían vuelto blancas. Las negras seguían siendo negras. Todas las demás grosellas exhibían el color blanco grisáceo de la ceniza. Ese año hubo muchas lágrimas y una mermelada de grosellas particularmente buena.