Capítulo 3

Tía Inga llevaba ámbar. Largos collares de piedras de ámbar talladas, en las que se podían ver pequeños insectos. Nosotras los mirábamos convencidas de que aquellos insectos sacudirían sus alas y saldrían volando tan pronto como se rompiera la resina que los envolvía. El brazo de Inga estaba ceñido por un grueso brazalete de un amarillo lechoso. El hecho de que llevara aquella joya de ámbar, un nombre cuyo significado está ligado al mar, no se debía, sin embargo, al azul marino de su habitación ni a su vestido de sirena sino, como ella misma decía, a razones de salud. Ya de bebé transmitía a quienquisiera que la acariciara una descarga eléctrica —es verdad que apenas perceptible, pero la chispa estaba allí— y, por la noche, cuando Bertha le daba el pecho, la niña soltaba una breve descarga, casi como un mordisco, antes de empezar a mamar. Bertha no hablaba con nadie del tema, tampoco con Christa, mi madre, que tenía entonces dos años y se estremecía cada vez que tocaba a su hermana.

A medida que Inga fue creciendo, la carga eléctrica se volvió más fuerte. Hacía ya tiempo que otra gente había advertido el fenómeno, pero cada niño tenía, al fin y al cabo, algo que lo diferenciaba de los demás y por lo que era objeto, según el caso, de burlas o de admiración; la particularidad de Inga eran esas descargas. Hinnerk, mi abuelo, montaba en cólera cuando la emisión de la radio sufría interrupciones por la proximidad de Inga, quien, a través de interferencias y crujidos, llegaba de vez en cuando a oír voces que discutían en voz baja o que la llamaban por su nombre. Inga no tenía permiso para entrar en el salón cuando Hinnerk escuchaba la radio. Y él siempre escuchaba la radio en el salón. Cuando no estaba en el salón, estaba en su despacho y allí, de todos modos, nadie podía molestarle. De modo que Hinnerk e Inga no se veían más que a la hora de las comidas durante las estaciones frías. En verano, todo el mundo estaba fuera. Al atardecer, Hinnerk se sentaba en la terraza de atrás o paseaba en bicicleta por los prados cercanos. Inga evitaba montar en bici; demasiado metal, demasiada fricción. Eso era más bien algo para Christa, así que Hinnerk y Christa salían juntos en bicicleta los domingos y los atardeceres de verano e iban a la esclusa, al lago, a visitar a primos y primas en los pueblos vecinos. Inga se quedaba cerca de la casa, apenas si abandonaba el terreno, y por eso era quien mejor lo conocía.

La señora Koop, vecina de Bertha, nos había contado que Inga nació durante una violenta tormenta eléctrica en que los relámpagos habían salido de cacería y que mi tía vino al mundo en el preciso instante en que un rayo atravesaba la casa de arriba abajo. La habitación se había iluminado repentinamente como en pleno día y la recién nacida no había emitido sonido alguno. Solo al retumbar los truenos salió un grito de su pequeña boca roja. Entonces Inga se había vuelto eléctrica. «La pequeñaja», como la señora Koop explicaba a todo aquel que quisiera escucharla, «no había aterrizado todavía» sino que «estaba aún semiflotando en el otro mundo, el pobre bicho». He de confesar que lo de «el pobre bicho» era un añadido que inventó tiempo después Rosmarie. Pero la señora Koop habría podido muy bien pronunciar esas palabras y quizá las hubiera omitido intencionadamente. En todo caso, nosotras jamás volvimos a contarnos esa historia sin agregar «ese pobre bicho». Nos parecía que sonaba mucho mejor así.

Christa, mi madre, había heredado la alta estatura y la nariz larga y un poco afilada de los Deelwater. La espesa cabellera castaña le venía de los Lünschen, como los labios bien marcados, las cejas gruesas y los ojos almendrados de color gris. Demasiado angulosa para ser considerada una belleza en los años cincuenta. Yo me parecía a mi madre, solo que todo en mí, mi cabeza, mis manos, mi cuerpo, incluso mis rodillas, todo, era más redondo. Demasiado rolliza para ser considerada una belleza en los años noventa. Ella y yo teníamos también eso en común. En cuanto a Harriet, la más joven, pese a que no era precisamente bonita, poseía un encantador aspecto desaliñado con sus mejillas rojas, cabello castaño y dientes sanos aunque ligeramente torcidos. Con su andar algo patoso y sus grandes manos hacía pensar en un perro muy joven. Pero Inga, ella sí que era hermosa. Tan alta como Bertha, si no más, Inga tenía una gracia en la forma de moverse y una dulzura en los rasgos que no cuadraban con el austero paisaje de turberas estériles de la región de Geest. Su cabello era oscuro, más oscuro que el de Hinnerk, tenía ojos azules como los de su madre, aunque más grandes y enmarcados por oscuras pestañas, largas y arqueadas. Delicadamente arqueada era también su boca roja y burlona. Hablaba con voz reposada y clara aunque modulando las vocales hacia tonalidades graves y vibrantes, lo que confería cierto acento de profecía a la frase más banal. Todos los hombres estaban enamorados de Inga. Pero mi tía mantenía siempre las distancias, aunque tal vez menos por prudencia que por temor a las reacciones electrofísicas que se producirían si ella los besaba, y mucho más si se entregaba a ellos por entero. Por esa razón, Inga se recluía, pasaba mucho tiempo en la casa, escuchaba música en un voluminoso tocadiscos que un admirador listo y con talento artesano le había montado a partir de piezas de recambio y bailaba sola sobre el reflejo mate del linóleo que cubría el suelo de su habitación.

En las estanterías, diversos manuales de electricidad compartían espacio con gruesas y tristes novelas de amor. Mi madre nos había contado que el libro preferido de Inga era una antigua y muy deteriorada selección de cuentos que había pertenecido a mi bisabuela Käthe, los Cuentos de la bruja de ámbar, sobre una bruja que vivía en el fondo del mar y que atraía a los hombres a sus profundidades. Quizá creyera ser ella misma una bruja de ámbar. Inga llevaba la joya de ámbar desde niña porque había leído en uno de los manuales de electricidad que elektron era la palabra griega para «ámbar» y que tenía la particularidad de absorber cargas eléctricas.

Cuando acabó la escuela, Inga se había lanzado a estudiar fotografía y tenía en Bremen un estudio propio que, con el tiempo, había adquirido gran prestigio. Era especialista en fotografía de árboles y plantas, organizaba de vez en cuando pequeñas exposiciones y recibía cada día más encargos importantes para decorar salas de espera, salas de conferencias y otros locales donde la gente pasaba horas enteras mirando fijamente las paredes o contemplaba por primera vez troncos de haya y descubría que eran tan lisos como las piernas de mujer con medias de seda, que las semillas de caléndula se enroscaban efectivamente sobre sí mismas como ciempiés prehistóricos fosilizados y que la mayor parte de los árboles viejos tenían rasgos que parecían humanos. Inga nunca se había casado. Ahora andaba por los cincuenta y cinco años y era más hermosa de lo que jamás serían la mayoría de las mujeres a los veinticinco.

Rosmarie, Mira y yo habíamos creído siempre que Inga había tenido amantes. Tía Harriet había dado a entender una vez que precisamente su amigo manitas, el del tocadiscos, había llegado a desarrollar un tacto especial en cuestiones de electricidad. En aquella época, sin embargo, tía Inga vivía aún en la casa y era impensable que cualquiera de las tres hermanas mantuviera relaciones amorosas ante los ojos de Hinnerk. Rosmarie se preguntaba qué ocurría con los amantes de nuestra tía. ¿Morían de paro cardíaco inmediatamente después de haber disfrutado del instante de placer más gratificante y feliz de su vida?

—¡Qué muerte gloriosa! —exclamaba.

Mira decía que tal vez Inga no tuviese ningún contacto epidérmico y lo hiciese todo protegida por un traje de goma finísima.

—Negro, desde luego —añadía.

Yo decía que Inga lo hacía sin duda como todos los demás, solo que tomaría probablemente la precaución de conectarse antes a tierra a través de un radiador o algo parecido.

—¿Le dolerá? —preguntaba Mira pensativa.

—¿Y si se lo preguntamos? Pero ni siquiera Rosmarie se atrevía a hacerlo.

Inga también fotografiaba gente, pero solo de la familia. En realidad, fotografiaba casi exclusivamente a su madre. Cuanto más se desvanecía la personalidad de Bertha, mayor era la vehemencia con que Inga la fotografiaba. Al final, tuvo que recurrir al flash, por una parte, porque mi abuela apenas abandonaba su habitación en la residencia de ancianos —había olvidado cómo se caminaba— y, por otra, porque Inga, en contra del sentido común, esperaba traspasar las nieblas que, cada vez más densas y espesas, envolvían el cerebro de Bertha. Una vez, tras la visita que yo le había hecho a mi abuela cuatro años atrás, tía Inga me mostró una caja llena de fotos en blanco y negro del rostro de su madre. En los últimos cuatro carretes, Bertha salía siempre con la misma expresión incomprensible de miedo, la boca entreabierta, los ojos muy abiertos con minúsculas pupilas retraídas como por reflejo. Pero no se veía ni una chispa de discernimiento ni de voluntad. Bertha no conocía ni quería nada más. Las fotos estaban muy desgastadas a fuerza de manipularlas. Algunas estaban borrosas o movidas, ése no era el estilo de tía Inga. El destello deslumbrante disimulaba las profundas arrugas que surcaban el rostro de Bertha, que, liso y blanco, resaltaba sobre el desvaído fondo gris. Tan blanco y tan vacío como la mesa de plástico que barría con su mano. Cuando le devolví las fotos a tía Inga, volvió a examinarlas detenidamente antes de meterlas otra vez en la caja. Evidentemente conocía a fondo cada una de sus instantáneas y podía distinguirlas de las demás, pues parecía preocupada por colocarlas en un orden preciso. Yo habría querido estrecharla entre mis brazos, pero como eso no era tan fácil con mi tía, me limité a estrechar una de sus manos entre las mías, pero ella estaba completamente absorta en la clasificación de su grotesca colección de retratos idénticos. El brazalete de ámbar no dejaba de golpear ruidosamente contra el borde de la caja.

Por la ventana abierta llegó el ruido metálico de un caballete de bicicleta abajo en el patio, seguido del golpe de un portaequipajes. Me asomé, pero el visitante ya había doblado la esquina de la casa para ir a llamar a la puerta de entrada. Me pareció reconocer esa bicicleta negra. La campana —una auténtica campana con su badajo—, repicó en la entrada. Descendí atropelladamente la escalera, recorrí el vestíbulo y traté de ver a través del cristal contiguo a la puerta. Era un hombre mayor, se había situado delante de la pequeña ventana para que yo pudiera reconocerlo. Sorprendida, abrí la puerta.

—¡Señor Lexow!

La cordial sonrisa con la que se disponía a saludarme se convirtió al verme en una expresión de desconcierto. Me acordé entonces de cómo iba vestida y sentí vergüenza. Seguramente pensaría que trataba con una maníaca patológica que se desnudaba para revolver los armarios y que danzaba vestida de manera estrafalaria por el desván o tal vez incluso sobre el tejado. Al fin y al cabo, eso ya había ocurrido antiguamente en la familia.

—¡Oh!, perdone mi aspecto extravagante, se lo ruego, señor Lexow —mascullé a modo de disculpa esforzándome por encontrar una explicación—. Lamentablemente, mi vestido tenía una mancha horrible, y como apenas he traído nada para cambiarme, usted comprenderá, hace un calor tan sofocante en la casa…

Una amable sonrisa reapareció en su rostro y levantó la mano en un gesto apaciguador.

—Ése es el vestido de su tía Inga, ¿no es verdad? Le sienta a las mil maravillas, ¿sabe usted? Ya me figuré que alguien se habría quedado en la casa y, como en la cocina no hay absolutamente nada, he pensado, me he permitido, bueno, quería simplemente…

Ahora era el señor Lexow quien tartamudeaba. Retrocedí un paso para animarlo a entrar, cerré la puerta tras él y cogí una bolsa de algodón que me había tendido al mismo tiempo que hablaba. Mientras yo me preguntaba en cuál de las habitaciones desiertas podría recibirle, él pidió permiso y me precedió en el pasillo, camino de la cocina. Una vez allí, me quitó con suavidad la bolsa de las manos, extrajo de ella un gran recipiente de plástico, abrió sin vacilar uno de los armarios inferiores, echó mano de una olla y la puso sobre el fogón. Me acerqué unos pasos. Él no hablaba, pero se desplazaba con tranquila seguridad por la cocina de Bertha. Ya no era necesario preguntarle al hermano de Mira quién se había ocupado de la casa y el jardín en ausencia de mi abuela.

Inquieta, yo desplazaba el peso de mi cuerpo de una pierna a otra. Por muy grande que fuera la cocina, yo siempre estaba en el medio, estorbando.

—Dígame, hija mía, ¿sería usted tan amable de ir a buscar un poco de perejil al jardín?

Me tendió unas tijeras.

Desde el patio se accedía al huerto de Bertha recorriendo el sendero que pasaba entre los dos tilos. La alambrada estaba invadida por madreselvas, la pequeña puerta del jardín se encontraba simplemente apoyada y se abrió con un chirrido al empujarla. El perejil estaba justo ahí delante, en la entrada, cubierto enteramente de capuchinas o «alcaparras», como las llamaban Bertha y sus hijas. Al final del verano, mi madre conservaba siempre en un pequeño recipiente en el frigorífico los frutos verde claro de las flores de las capuchinas. Sin embargo, ya no recuerdo si esos frutos acabaron alguna vez integrándose en las comidas. Pero ¿cómo conseguía crecer la rala planta de perejil en ese huerto? En hileras, como las desgreñadas judías de mata baja y los ásperos guisantes trepadores que se encontraban en plena floración, con flores de color blanco, rosa y naranja. Por ahí había también una hilera torcida de puerros. Y un poco más allá, entre la grama y la camomila, unas plantas de pepino que, reptando por el suelo, intentaban apartar —o al menos debilitar— con sus pelosas hojas grisáceas las malas hierbas, apestándolas de moho blanco.

La melisa y la menta habían tomado la delantera en los bancales y proliferaban entre las grosellas blancas. Los enclenques groselleros espinosos y los zarzales habían atravesado la valla e invadían el bosquecillo colindante. El señor Lexow debía de haber intentado mantener el huerto de Bertha, pero carecía del don especial de mi abuela para dar a cada planta el emplazamiento más favorable y, a fuerza de pacientes cuidados, obtener lo mejor de ellas.

Atravesé el huerto para echar una mirada a los macizos de plantas vivaces creados por Bertha, todas esas plantas antiguas que honraban la memoria de mi abuela o desafiaban su degradación, lo que venía a ser lo mismo. El matorral ondulante de polemonios exhalaba su suave perfume. Las espuelas de caballero dirigían sus lanzas azules hacia el cielo crepuscular. Los altramuces y las caléndulas resplandecían por doquier y las campanillas se rendían a mi paso. Las gruesas hojas acorazonadas de las funkias recubrían la casi totalidad del suelo. En la parte de atrás, las hortensias componían un verdadero seto con su follaje engalanado con multitud de inflorescencias de colores rosa azulado y azul rosado. Las umbelas de corolas amarillo oscuro y rosa rojizo de las artemisas se inclinaban sobre el camino y, en cuanto las tocaba para apartarlas, mis manos se impregnaban de su perfume a hierbas aromáticas y a vacaciones de verano.

Entre los groselleros y las tupidas moreras, el huerto adquiría un aspecto más salvaje. Pero esa parte del jardín se había aislado ya en su propia sombra. Más allá comenzaba el pequeño pinar. El suelo color herrumbre se escondía bajo una espesa capa de agujas de pino. Al caminar, los pasos se hacían elásticos y silenciosos y uno avanzaba como bajo un hechizo hasta el momento de salir por el otro extremo que daba al gran prado de árboles frutales. En el pasado, Rosmarie, Mira y yo colgábamos viejas cortinas de tul entre los árboles y construíamos nuestro país de las hadas, donde representábamos largas y complejas tragedias de amor. Al principio no se trataba más que de la historia de tres princesas raptadas y vendidas por un desleal tesorero del reino y que, tras años de servidumbre, habían conseguido escapar de sus crueles padres adoptivos y acababan viviendo en el bosque donde, por una feliz coincidencia, se reencontraban con sus verdaderos progenitores. Después, las princesas regresaban a los lugares donde habían sido maltratadas y castigaban a todos aquellos que las habían torturado. Rosmarie se encargaba de «la evasión»; yo, de «el reencuentro»; Mira, de «la venganza».

Caminé hacia la cancela del jardín que daba al bosquecillo y hundí la mirada en la penumbra verdinegra. Me sorprendió una ráfaga de aire frío cargado de resina. Me estremecí, sujeté con más fuerza las tijeras y di la vuelta en dirección al perejil. Al cortar un buen manojo, sentí un aroma a tierra y a cocina pese a que las hojas rizadas estaban ya bastante secas y amarillas. ¿Debería cortar también un poco de levístico? Mejor no. Recordé una tarde que había pasado en el jardín con Rosmarie y Mira. El día que hablé con Mira por última vez.

Me erguí y crucé rápidamente la puerta que daba al cobertizo. El suelo arcilloso estaba helado. Eché el cerrojo, volví a encajar las barras de hierro en sus soportes, subí corriendo la escalera y casi fui presa del vértigo al aspirar la fragancia de aquella sopa de verduras que inundaba el aire de la cocina. Deposité el manojo de perejil al lado de la olla humeante, el señor Lexow me dio las gracias y levantó brevemente la cabeza. Había tardado demasiado para un cometido tan insignificante.

—Estará lista en un momento. He puesto la mesa aquí, en la cocina.

Y efectivamente, sobre la mesa de la cocina había un plato hondo blanco y una cuchara sopera de plata.

—¡Pero usted tiene que comer también un poco! Se lo ruego, señor Lexow.

—De acuerdo, querida Iris. Será un gran placer.

Nos sentamos a la mesa con la olla entre nosotros y el perejil finamente picado sobre una tabla. Comimos la deliciosa sopa, en la que nadaban gruesas rodajas de zanahorias, dados de patatas, guisantes, judías verdes cortadas en trozos y una gran cantidad de aros transparentes de puerro. Un ligero estremecimiento recorrió al señor Lexow. Quiso decir algo, pero no reparé en ello hasta el momento en que yo misma levanté la cabeza para decir algo.

—SeñorLexowqueridalris —empezamos a hablar simultáneamente.

—Usted primero.

—No, usted, por favor.

—Pues bien. Quería simplemente darle las gracias por la sopa, éste es el momento oportuno, por cierto, ¿qué hora será?, pero también por haberse ocupado de la casa y del jardín. Gracias de todo corazón, no sé cómo podríamos agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros. Todo el tiempo y… y todo el amor que ha puesto en ello, y…

El señor Lexow me interrumpió.

—No diga nada más. Soy yo quien quiere decirle algo, contarle algo que poca gente sabe. Bueno, para ser más precisos, solo quedan dos personas que lo saben, a la tercera la enterramos ayer, aunque me pregunto si aún lo sabía… Pues mire, ya que usted habla de amor, quiero decir, cuando usted abrió la puerta y yo la vi con ese vestido, fue como si…

—Perdón, comprendo que eso le haya resultado chocante, pero yo…

—No, no, cuando usted abrió la puerta yo me dije…, resumiendo: su tía Inga, quiero decir, Inga y yo…

—Usted la ama, ¿no es cierto? Ella es maravillosa.

El señor Lexow frunció las cejas.

—Sí. No, no es lo que usted acaso esté pensando. La quiero como un, como un… padre.

—Sí, naturalmente. Entiendo.

—No, veo que no lo entiende. Yo la amo como un padre, porque lo soy.

—Un padre.

—Sí. No. Su padre. Yo soy el padre de Inga. Amé a Bertha. Desde siempre, hasta el final. Ha sido un honor para mí, una deuda, en fin, una obligación el ocuparme de vuestra casa. Por favor, no me lo agradezca, eso me avergüenza. Era lo mínimo que yo…, bueno, usted me comprende, quiero decir… después de todo lo que…

El sudor perlaba la frente del señor Lexow. Estaba al borde de las lágrimas. Yo también había dejado de comer. El padre de Inga… No, no había contado con eso, desde luego. Aunque, después de todo, ¿por qué no? ¿Inga lo sabía?

—Inga lo sabe. Se lo dije en una carta cuando Bertha entró en la residencia. Le propuse ocuparme de todo hasta que… bueno, todo el tiempo que Bertha permaneciera en la residencia.

El señor Lexow se tranquilizó, su voz se hizo más firme. Me puse en pie, me dirigí al dormitorio de mis abuelos y saqué del armario de roble un par de calcetines de lana de Hinnerk y un jersey marrón grisáceo de Bertha. Me senté en el taburete ante el tocador para ponerme los calcetines. ¿Bertha, adúltera? Regresé a la cocina con paso tambaleante.

La sopa ya no estaba sobre la mesa. En vez de platos había dos vasos. El señor Lexow, el padre de mi tía y, por tanto, una especie de tío abuelo para mí, removía el contenido de una pequeña olla sobre el fogón. Volví a sentarme con las piernas cruzadas sobre el asiento. Al cabo de un momento, con la leche humeante ya en los vasos, el señor Lexow se sentó y relató sin rodeos lo que pasó.